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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–No, no, nada de eso. Entiéndeme bien —exclamó Stepán Arkádevich, dándole otra palmadita en la rodilla, como si estuviera convencido de que ese contacto aplacaría a su cuñado—. Lo único que digo es que su situación es horrible, que tú puedes aliviarla y que no te costaría nada. Yo lo arreglaré todo de tal modo que no te darás ni cuenta. En cualquier caso, se lo habías prometido.

–Sí, pero esa promesa se la hice antes. Y yo creía que con la cuestión de la custodia de nuestro hijo el asunto quedaba zanjado. Además, esperaba que Anna mostrara la suficiente grandeza de alma... —Alekséi Aleksándrovich se había puesto pálido, y las palabras salían con dificultad de sus labios temblorosos.

–Anna lo fía todo a tu magnanimidad. Sólo te suplica una cosa: que la saques de esta situación insoportable en la que se encuentra ahora. Ya no te pide al niño. Alekséi Aleksándrovich, eres un hombre bueno. Ponte por un momento en su lugar. Dada su situación, el divorcio es para ella cuestión de vida o muerte. Si no se lo hubieras prometido antes, se habría resignado a su suerte y se habría quedado a vivir en el campo. Pero, como le habías hecho esa promesa, te escribió y se trasladó a Moscú, donde lleva ya viviendo seis meses, esperando tu respuesta, y donde cada encuentro es como una puñalada en el corazón. Es como tener a un condenado a muerte con el lazo al cuello durante meses, prometiéndole tan pronto la muerte como la salvación. Compadécete de ella, y yo me ocuparé de arreglarlo todo... Vous scrupules...

–No estoy hablando de eso, no estoy hablando de eso... —le interrumpió Alekséi Aleksándrovich con expresión de desagrado—. Pero es posible que prometiera algo que no tenía derecho a prometer.

–¿Quieres decir con eso que te desdices de tu promesa?

–Nunca me he negado a cumplir lo que entra dentro de lo posible, pero necesito tiempo para dilucidar si lo que prometí entra dentro de lo posible.

–¡No, Alekséi Aleksándrovich! —exclamó Oblonski, poniéndose de pie de un salto—. ¡No puedo creerlo! Es tan desdichada como sólo puede serlo una mujer y tú no puedes negarle...

–¿Hasta qué punto es posible lo que le he prometido? Vous profesa d'être un libre penseur. 184Pero yo, como creyente, no puedo actuar en un asunto tan importante contra los principios cristianos.

–Pero, si no me equivoco, en las sociedades cristianas, entre nosotros, se admite el divorcio —objetó Stepán Arkádevich—. Nuestra Iglesia ha admitido el divorcio. Y nosotros vemos...

–Lo ha admitido, pero no en ese sentido.

–Alekséi Aleksándrovich, no te reconozco —dijo Oblonski, después de una pausa—. ¿No fuiste tú quien lo perdonó todo? Y bien que te lo alabamos. ¿No fuiste tú quien, llevado precisamente de tus sentimientos cristianos, estabas dispuesto a sacrificarlo todo? Tú mismo decías: hay que dar el abrigo cuando te cogen la camisa. Y ahora...

–Te ruego que dejemos... que dejemos esta conversación —exclamó de pronto Alekséi Aleksándrovich con voz chillona, poniéndose de pie, pálido y con la mandíbula temblorosa.

–¡Ah, perdóname! ¡Perdóname si te he afligido! —dijo Stepán Arkádevich, sonriendo con aire confuso, al tiempo que le tendía la mano—. Como embajador que soy, me he limitado a transmitirte el mensaje que me han encargado.

Alekséi Aleksándrovich le dio la mano, se quedó pensativo y al cabo de un rato dijo:

–Tengo que reflexionar y buscar consejo. Pasado mañana os daré una respuesta definitiva —dijo.

Por lo visto, se le había ocurrido algo.

 

XIX

Stepán Arkádevich se disponía a marcharse cuando Kornéi entró en la habitación y anunció:

–¡Serguéi Alekséievich!

«¿Quién es Serguéi Alekséievich?», estuvo a punto de preguntar Stepán Arkádevich, pero en ese momento comprendió:

–¡Ah! Pero ¡si es Seriozha! —exclamó—. Al oír Serguéi Alekséievich pensé que era el director de un departamento.

«Anna me pidió que lo viera», se dijo.

Y recordó la expresión tímida y lastimosa con que Anna, antes de despedirlo, le había dicho: «Probablemente lo verás. Procura recabar todos los detalles que puedas: dónde está, quién se ocupa de él. Y, si fuera posible, Stiva... Porque se podrá arreglar, ¿verdad?». Stepán Arkádevich sabía lo que significaba ese «si fuera posible»: si fuera posible que le concedieran la custodia de su hijo en caso de obtener el divorcio... Stepán Arkádevich se daba cuenta de que no podía pensarse siquiera en esa solución, pero de todos modos se alegró de ver a su sobrino.

Alekséi Aleksándrovich le recordó a su cuñado que no le hablaban nunca al niño de su madre y le pidió que no la nombrara.

–Estuvo muy enfermo después de aquel encuentro imprevisto con su madre —añadió—. Hasta temimos por su vida. Pero, gracias a un tratamiento juicioso, acompañado de baños de mar en verano, ha recobrado la salud. Ahora, siguiendo el consejo del médico, lo he enviado al colegio. Y lo cierto es que la influencia de sus compañeros se ha revelado muy beneficiosa. Ahora goza de excelente salud y estudia muy bien.

–Pero ¡si está hecho todo un hombrecito! ¡Ya no es Seriozha, sino Serguéi Alekséievich! —exclamó Stepán Arkádevich con una sonrisa, mirando al niño guapo y ancho de espaldas, vestido con chaqueta azul y pantalones largos, que entró en la habitación con determinación y desenvoltura. El muchacho tenía un aspecto saludable y alegre. Saludó a su tío como si fuera un extraño, pero, al reconocerlo, se ruborizó y se volvió apresuradamente, como ofendido y enfadado por algo. A continuación se acercó a su padre y le entregó las notas del colegio.

–No está mal —dijo el padre—. Puedes irte.

–Ha adelgazado y ha crecido. Ya no es un niño, sino todo un muchacho —dijo Stepán Arkádevich—. ¿Te acuerdas de mí?

El muchacho se volvió bruscamente hacia su padre.

–Sí, mon oncle 185—respondió, mirando a su tío, y a continuación bajó los ojos.

Oblonski le dijo que se acercara y le cogió la mano.

–Bueno, ¿cómo te van las cosas? —preguntó, con ganas de iniciar una conversación, pero sin saber qué decirle.

Ruborizándose y sin responder, el muchacho se zafó poco a poco de la mano que le sujetaba su tío. En cuanto Stepán Arkádevich le soltó, miro con aire inquisitivo a su padre, como un pajarillo que acaba de recobrar la libertad, y salió de la habitación con paso ligero.

Había pasado un año desde que Seriozha vio por última vez a su madre. Desde entonces, no había vuelto a saber de ella. Ese mismo año había ingresado en el colegio, donde había llegado a conocer y a apreciar a sus compañeros. Había logrado desembarazarse del recuerdo de su madre, que tanto le había perseguido después de su encuentro con ella y que había sido la causa de su enfermedad. Cuando esas imágenes volvían a asaltarle, las expulsaba de su cabeza sin contemplaciones, pues ahora las consideraba vergonzosas, propias de niñas, no de un muchacho que tenía ya amigos en el colegio. Sabía que su madre y su padre habían discutido y se habían separado; sabía también que tenía que quedarse con su padre y trataba de hacerse a la idea.

Le desagradó ver a su tío, que se parecía a su madre, porque despertó en su interior esos recuerdos que juzgaba vergonzosos. Además, por algunas palabras que oyó mientras esperaba a la puerta del despacho y, sobre todo, por la expresión de ambos, comprendió que habían estado hablando de su madre. Y eso le desagradó aún más. Para no culpar a su padre, con el que vivía y del que dependía, y, principalmente, para no entregarse a esa sensibilidad que consideraba tan humillante, Seriozha había tratado de no mirar a su tío, que había venido para destruir su serenidad, y de no pensar en lo que su presencia le recordaba.

Pero, cuando Stepán Arkádevich, que había salido detrás de él, lo vio en la escalera, lo llamó y le preguntó qué hacía en el colegio entre clase y clase, Seriozha, que ya no se sentía cohibido por la presencia de su padre, se puso a charlar con él.

–Ahora jugamos a los trenes —dijo, respondiendo a su pregunta—. Mire, esto es lo que hacemos: dos se sientan en un banco. Son los pasajeros. Y uno se queda de pie delante del banco. Luego los tres se unen, bien dándose la mano o con los cinturones, y se ponen a dar vueltas por todas las salas. Pero primero hay que abrir las puertas. ¡Y qué difícil es hacer de revisor!

–¿Es el que se queda de pie? —preguntó Stepán Arkádevich con una sonrisa.

–En efecto. Se necesitan mucha valentía y mucha habilidad. Sobre todo cuando el tren se detiene de pronto o alguien se cae.

–Sí, no es ninguna broma —dijo Stepán Arkádevich, contemplando con tristeza los ojos vivaces del muchacho, tan parecidos a los de su madre, de los que había desaparecido ya esa inocencia propia de la infancia. Y, aunque le había prometido a Alekséi Aleksándrovich que no le hablaría de Anna, no pudo contenerse.

–¿Te acuerdas de tu madre? —le preguntó de pronto.

–No, no me acuerdo —se apresuró a responder Seriozha y, poniéndose como la grana, bajó la vista. A partir de ese momento su tío no pudo sacar ya nada de él.

Al cabo de media hora, el preceptor eslavo encontró a su alumno en la escalera y tardó un buen rato en comprender si estaba enfadado o lloraba.

–Seguramente te has caído y te has hecho daño —dijo—. Ya te decía yo que ese juego era peligroso. Hay que decírselo al director.

–Si me hubiera hecho daño, nadie lo habría notado. Puede darlo por seguro.

–Entonces, ¿qué te pasa?

–¡Déjeme!... Que si me acuerdo, que si no me acuerdo... ¿A él qué le importa? ¿Por qué iba a acordarme? ¡Déjeme en paz! —exclamó, pero ya no se dirigía a su preceptor, sino al mundo entero.

 

XX

Stepán Arkádevich, como de costumbre, no perdía el tiempo en San Petersburgo. Además de ocuparse de sus asuntos, el divorcio de su hermana y el puesto que ambicionaba, necesitaba refrescarse, como decía él, después del olor a cerrado de Moscú.

Moscú, a pesar de sus cafés chantantsy de sus ómnibus, seguía siendo una ciénaga estancada, como bien sabía Stepán Arkádevich. Después de pasar un tiempo en esa ciudad, sobre todo en proximidad de la familia, era presa del desánimo. Al cabo de una larga temporada en Moscú, sin ninguna escapada, empezaba a inquietarse por el mal humor y los reproches de su mujer, por la salud y la educación de sus hijos, por cuestiones menudas de su trabajo, hasta por sus deudas. Pero le bastaba llegar a San Petersburgo y frecuentar su círculo de amistades, donde se vivía de verdad y no se vegetaba, como en Moscú, para que esos pensamientos desaparecieran como por ensalmo, derritiéndose como la cera al lado del fuego.

¿Su mujer?... Precisamente ese día había estado hablando con el príncipe Chechenski, hombre casado y con dos hijos, dos muchachos ya mayores, que servían en el cuerpo de pajes. Pero además el príncipe tenía una mujer ilegítima con quien también había tenido descendencia. Aunque la primera familia era muy agradable, él se sentía más a gusto en ese segundo hogar, a donde llevaba a veces a su hijo mayor, pues, según le contó a Stepán Arkádevich, lo consideraba útil para su desarrollo. ¿Podrían haberle dicho algo semejante en Moscú?

¿Los hijos? En San Petersburgo los hijos no entorpecían la vida de los padres. Se educaban en colegios y no existía esa disparatada idea, tan extendida en Moscú —Lvov era un buen ejemplo—, de que a los hijos correspondían todas las comodidades de la vida y a los padres sólo las preocupaciones y el trabajo. Aquí se daba por sentado que un hombre debía vivir para sí mismo, como cualquier persona culta.

¿El trabajo? En San Petersburgo el trabajo estaba lejos de ser ese yugo agobiante e ingrato en que se había convertido en Moscú. Aquí hasta resultaba interesante. Un encuentro, un favor, un comentario agudo, el talento para la mímica cuando se contaban chistes bastaban para que un hombre hiciera carrera, como era el caso de Briántsev, con quien Stepán Arkádevich había coincidido la víspera y que ya era un dignatario de primer nivel. Un trabajo semejante no carecía de interés.

Pero lo más importante era que el modo en que en San Petersburgo se tomaban las cuestiones pecuniarias ejercía un efecto tranquilizador en Stepán Arkádevich. Bartnianski, que gastaba no menos de cincuenta mil rublos al año con el tren de vida que llevaba, le había hecho la víspera un comentario revelador al respecto.

Conversando con él antes de la comida, Stepán Arkádevich le había dicho:

–Me parece que eres íntimo amigo de Mordvinski. Podrías hacerme un gran favor si le hablas un poco de mí. Me gustaría que me concedieran un cargo como miembro de la Agencia...

–Déjalo, de todas formas se me va a olvidar... Pero ¿qué ganas tienes de meterte en negocios de ferrocarriles con judíos?... ¡Haz lo que te parezca, pero es repugnante!

Stepán Arkádevich no le dijo que era un cargo de importancia. Bartnianski no lo habría comprendido.

–Necesito dinero. No tengo suficiente para vivir.

–¿Y qué haces entonces?

–Pues endeudarme.

–¿De veras? ¿Y debes mucho dinero? —preguntó Bartnianski con expresión compungida.

–¡Ya lo creo! Unos veinte mil rublos.

Bartnianski estalló en alegres carcajadas.

–¡Ah, hombre feliz! —exclamó—. Yo debo medio millón y no tengo nada. Pero, como ves, todavía puedo vivir.

Y Stepán Arkádevich tuvo ocasión de comprobar que aquello era verdad, no sólo por lo que le había dicho su amigo, sino por lo que vio con sus propios ojos. Zhivájov debía treinta mil rublos y no tenía ni un céntimo. ¡Y vaya cómo vivía! El conde Krivtsov, cuya situación todo el mundo juzgaba desesperada, se permitía el lujo de mantener a dos mujeres. Petrovski se había gastado cinco millones y seguía viviendo del mismo modo, lo que no era óbice para que siguiera a cargo del departamento de finanzas, con un sueldo de veinte mil rublos.

Pero, aparte de eso, San Petersburgo ejercía un efecto físico beneficioso en Stepán Arkádevich. Lo rejuvenecía. En Moscú a veces se miraba las canas, se quedaba traspuesto después de comer, se estiraba, subía despacio las escaleras, respirando fatigosamente, se aburría en compañía de mujeres jóvenes, no bailaba en las recepciones. En San Petersburgo se sentía siempre como si le hubieran quitado diez años de encima.

Cada vez que iba a la ciudad experimentaba lo mismo que le había dicho la víspera el sexagenario príncipe Piotr Oblonski, que acababa de regresar del extranjero.

–Aquí no sabemos vivir. He pasado el verano en Baden y, no te lo vas a creer, pero me he sentido como un jovencito. En cuanto veía a una mujer joven ya estaba pensando... Comía, bebía un poco. Y estaba animado, me encontraba con fuerzas. Pero ha sido volver a Rusia (tenía que ir a ver a mi mujer, y encima al campo), y en sólo dos semanas empecé a ponerme la bata, dejé de vestirme para bajar a comer. ¡Y nada de pensar en jovencitas! Me convertí en un viejo. Lo único que me quedaba era ocuparme de la salvación de mi alma. No obstante, me marché a París y de nuevo me recuperé.

Las sensaciones de Stepán Arkádevich eran muy parecidas a las de Piotr Oblonski. En Moscú se abandonaba de tal modo que, de vivir allí mucho tiempo, acabaría pensando también en la salvación de su alma. En cambio, en San Petersburgo volvía a ser él mismo.

Desde hacía mucho tiempo se habían establecido entre la princesa Betsy Tverskaia y Stepán Arkádevich unas relaciones muy extrañas. Oblonski le hacía la corte medio en broma y le decía, en el mismo tono, las cosas más inconvenientes, sabiendo que eso le gustaba más que nada. Al día siguiente de su conversación con Karenin, Stepán Arkádevich la visitó y, sintiéndose rejuvenecido, llegó a tales extremos en sus galanteos y sus bromas que ya no sabía cómo dar marcha atrás. Por desgracia, la princesa, lejos de gustarle, le repugnaba. Si entre ellos se había establecido semejante tono era porque la princesa encontraba a Oblonski muy atractivo. En consecuencia, Stepán Arkádevich se alegró mucho de la llegada de la princesa Miágkaia, que interrumpió esa conversación íntima.

–Ah, está usted aquí —dijo en cuanto lo vio—. Bueno, ¿y qué es de su pobre hermana? No me mire de ese modo —añadió, dirigiéndose a Betsy—. Desde que todas esas personas que son mil veces peores se han ensañado con ella, he empezado a pensar que ha hecho muy bien. Pero no puedo perdonar a Vronski que no me avisara cuando estaba en San Petersburgo.

Habría ido a ver a Anna y la habría acompañado a cualquier parte. Haga el favor de transmitirle mi afecto. Pero cuénteme cómo le va.

–Su situación es penosa... —dijo Stepán Arkádevich que, con la candidez que le caracterizaba, se había tomado al pie de la letra las palabras de la princesa Miágkaia.

No obstante, la princesa no tardó en interrumpirle, como tenía por costumbre, y se puso a hablar de sí misma.

–Ha hecho lo que todas las mujeres, excepto yo, hacen a escondidas. Pero ella no ha querido engañar a nadie, y eso la honra. Y ha hecho muy bien abandonando a ese cuñado suyo, que es medio tonto. Todos decían que era muy inteligente; yo era la única que afirmaba que era tonto. Ahora que se ha hecho íntimo de Lidia Ivánovna y de Landau, todos dicen que es medio tonto. Cuánto me gustaría no estar de acuerdo con todo el mundo, pero en esta ocasión me es imposible.

–A ver si puede usted explicarme una cosa —dijo Stepán Arkádevich—. Ayer visité a Alekséi Aleksándrovich para hablarle de mi hermana y le pedí que me diera una respuesta definitiva, a lo que se negó, con el argumento de que tenía que pensarlo. Pues bien, esta mañana, en lugar de la respuesta requerida, he recibido una invitación para acudir a una velada que se celebrará esta misma tarde en casa de la condesa Lidia Ivánovna.

–¡Pues claro! ¡Ahí lo tiene usted! —exclamó la princesa Miágkaia con satisfacción—. Le preguntarán a Landau qué tiene que responder.

–¿Cómo a Landau? ¿Por qué? ¿Y quién es ese Landau?

–¿Es posible que no conozca usted a Jules Landau, le fameux Jules Landau, le clair-voyant? 186También es medio tonto, pero la suerte de su hermana depende de él. Eso le pasa por vivir en provincias, que no se entera usted de nada. Landau, que era un commis 187en una tienda de París, fue un día al médico, se quedó dormido en la sala de espera y, en sueños, se puso a dar consejos a todos los enfermos. Unos consejos sorprendentes. Luego la mujer de Yuri Melédinski, ya sabe usted, ese hombre enfermo, oyó hablar de él y lo llevó para que viera a su marido, a quien ahora está tratando. En mi opinión, no le ha sido de ninguna utilidad, porque sigue estando tan débil como siempre. Pero ellos creen en sus poderes y no se separan de él. Ahora lo han traído a Rusia, donde todo el mundo se pega por hacerse con sus servicios. Ha curado a la condesa Bezzúbova, y ella le ha cogido tanto cariño que lo ha adoptado.

–¿Que lo ha adoptado?

–Como lo oye. Ya no se llama Landau, sino conde Bezzúbov. Pero no se trata de él, sino de Lidia. Yo la quiero mucho, pero no está en sus cabales. El caso es que no se aparta de Landau, y ahora ni ella ni Karenin toman ninguna decisión sin consultar antes con él. Por eso digo que la suerte de su hermana está en manos de ese Landau, también conocido como conde Bezzúbov.

 

XXI

Después de una opípara comida en casa de Bartnianski, en cuya compañía bebió una gran cantidad de coñac, Stepán Arkádevich entró en la residencia de la condesa Lidia Ivánovna, sólo unos minutos más tarde de la hora señalada.

–¿Quién está todavía con la condesa? ¿El francés? —preguntó Stepán Arkádevich al portero, examinando el abrigo de Alekséi Aleksándrovich, que conocía bien, y otro extraño y muy sencillo, con broches.

–La acompañan Alekséi Aleksándrovich Karenin y el conde Bezzúbov —respondió el portero con gravedad.

«La princesa Miágkaia estaba en lo cierto —pensó Stepán Arkádevich, mientras subía por la escalera—. ¡Qué extraño! En cualquier caso, me vendría bien trabar amistad con ella. Tiene una influencia enorme. Bastaría que le dijera una palabra a Pomorskói y tendría el puesto asegurado.»

Aunque fuera había todavía mucha luz, en el saloncito de la condesa Lidia Ivánovna estaban echadas las cortinas y lucían ya las lámparas.

Alrededor de una mesa redonda, bajo una de las lámparas, estaban sentados la condesa y Alekséi Aleksándrovich, hablando de alguna cuestión en voz baja. Un hombre enjuto, atractivo, muy pálido, bajo de estatura, con caderas femeninas, piernas torcidas, hermosos ojos brillantes y cabellos largos, que caían sobre el cuello de la levita, estaba en el otro extremo de la habitación, observando los retratos que colgaban de la pared. Después de saludar a la dueña de la casa y a Alekséi Aleksándrovich, Stepán Arkádevich no pudo por menos de mirar otra vez al desconocido.

Monsieur Landau! —exclamó la condesa, dirigiéndose a ese hombre con una delicadeza y una cautela que sorprendieron a Oblonski.

A continuación los presentó.

Landau se volvió apresuradamente, se acercó con una sonrisa en los labios, puso su mano inerte y sudorosa en la mano que Oblonski le tendía y se alejó en seguida para seguir contemplando los retratos. La condesa y Alekséi Aleksándrovich intercambiaron una mirada significativa.

–Me alegro mucho de verle, sobre todo hoy —dijo la condesa Lidia Ivánovna a Stepán Arkádevich, indicándole un asiento al lado de Karenin—. Al presentárselo, le he dicho que se llama Landau —añadió en voz baja, mirando primero al francés y luego a Alekséi Aleksándrovich—, pero en realidad es el conde Bezzúbov, como probablemente sepa usted. Lo que pasa es que no le gusta ese título.

–Sí, estoy enterado —respondió Stepán Arkádevich—. Según he oído decir, ha curado completamente a la princesa Bezzúbova.

–¡Ha estado hoy en mi casa! ¡Daba tanta pena verla! —exclamó la condesa, dirigiéndose a Aleskéi Aleksándrovich—. Esta separación es horrible para ella. ¡No sé si va a soportar el golpe!

–Entonces, ¿está decidido a partir? —preguntó Alekséi Aleksándrovich.

–Sí, se marcha a París. Ayer oyó una voz —dijo la condesa Lidia Ivánovna, mirando a Stepán Arkádevich.

–¡Ah, una voz! —repitió Oblonski, dándose cuenta de que debía ser extremadamente cuidadoso en ese lugar, en el que habían sucedido o estaban a punto de suceder acontecimientos extraordinarios, cuya clave no poseía.

Después de unos instantes de silencio, la condesa Lidia Ivánovna decidió abordar el tema principal de la conversación y, con una sonrisa sutil, preguntó a Oblonski:

–Hace tiempo que le conozco a usted y me alegro de tratarlo más a fondo. Les amis de nos amis sont nos amis. 188Pero, para ser amigo de alguien, es preciso saber lo que pasa en su alma, y me temo que usted no está al tanto de los sentimientos de Alekséi Aleksándrovich. ¿Entiende lo que quiero decir? —preguntó, alzando sus hermosos ojos pensativos.

–Hasta cierto punto, condesa, la situación de Alekséi Aleksándrovich... —dijo Oblonski, que no acababa de entender del todo y, por tanto, prefería hablar en general.

–El cambio no afecta a la situación externa —dijo la condesa Lidia Ivánovna con gravedad, al tiempo que seguía con una mirada llena de amor a Alekséi Aleksándrovich, que se había levantado y se acercaba a Landau—. Lo que ha cambiado es su corazón, que desde hace algún tiempo es completamente distinto. Me temo que no ha apreciado usted en su justa medida el cambio que se ha operado en su interior.

–En líneas generales, puedo hacerme una idea de ese cambio. Siempre hemos sido amigos y ahora... —dijo Stepán Arkádevich, respondiendo a la mirada de la condesa con una mirada tierna, mientras se preguntaba con cuál de los dos ministros tendría mejor relación, para determinar a quién debía pedirle que le recomendara.

–El cambio que se ha producido en él no puede debilitar sus sentimientos de amor por el prójimo; al contrario, debe fortalecerlos. Pero tengo miedo de que no me comprenda usted. ¿Le apetece un poco de té? —preguntó, señalando con la mirada a un criado que servía el té en una bandeja.

–No me apetece mucho, condesa. Desde luego, la desgracia que ha sufrido...

–Sí, una desgracia que se ha convertido en la dicha más alta, cuando su corazón se ha renovado y se ha llenado de Él —dijo la condesa, mirando afectuosamente a Stepán Arkádevich.

«Creo que puedo pedirle que hable con los dos», pensó Oblonski.

–¡Ah, naturalmente, condesa! —replicó—, pero, en mi opinión, esos cambios son tan íntimos que a nadie le gusta hablar de ellos, ni siquiera a la persona más próxima.

–¡Al contrario! Debemos hablar y ayudarnos unos a otros.

–Sí, no cabe duda, pero a veces las convicciones difieren; además... —objetó Oblonski con una delicada sonrisa.

–No puede haber diferencias cuando se trata de la verdad sagrada.

–Así es, desde luego, pero... —Stepán Arkádevich se turbó y guardó silencio. Había comprendido que la condesa estaba hablando de religión.

–Me parece que está a punto de quedarse dormido —susurró Alekséi Aleksándrovich con aire significativo, acercándose a Lidia Ivánovna.

Stepán Arkádevich se volvió. Landau se había sentado al pie de la ventana, la cabeza baja, el cuerpo reclinado en el respaldo y el brazo del sillón. Al notar que era el centro de todas las miradas, levantó la cabeza y esbozó una sonrisa ingenua e infantil.

–No le preste atención —le respondió Lidia Ivánovna y, con un ligero movimiento, le acercó una silla a Alekséi Aleksándrovich—. He observado... —empezó a decir, pero en ese momento entró un lacayo con una carta. Lidia Ivánovna leyó rápidamente la nota y, después de disculparse, escribió la respuesta con sorprendente celeridad, se la entregó al criado y volvió a la mesa—. He observado —prosiguió– que los moscovitas, sobre todo los hombres, son muy indiferentes en materia de religión.

–Nada de eso, condesa. Me parece que los moscovitas tienen fama de ser muy firmes en su fe —objetó Stepán Arkádevich.

–Sí, pero, si no me equivoco, usted, por desgracia, pertenece a los indiferentes —dijo Alekséi Aleksándrovich, con una sonrisa cansada, dirigiéndose a él.

–¡Cómo se puede ser indiferente! —exclamó Lidia Ivánovna.

–No es que sea indiferente, sino que estoy a la espera —dijo Stepán Arkádevich con la mejor de sus sonrisas—. Creo que todavía no me ha llegado el momento de reflexionar sobre esas cuestiones.

Alekséi Aleksándrovich y Lidia Ivánovich se miraron.

–No es posible saber si nos ha llegado o no el momento —dijo Alekséi Aleksándrovich con severidad—. No debemos pensar si estamos preparados o no: la gracia no se guía por consideraciones humanas. A veces no desciende sobre quienes la buscan, sino sobre los que no están preparados, como Saulo.

–No, parece que aún no ha llegado el momento —dijo Lidia Ivánovna, que seguía con la vista los movimientos del francés.

Landau se levantó y se acercó a ellos.

–¿Me permiten que les escuche? —preguntó.

–Pues claro. No quería molestarle —dijo Lidia Ivánovna, mirándole con ternura—. Siéntese con nosotros.

–Lo único que debe hacer uno es no cerrar los ojos para no verse privado de la luz —prosiguió Alekséi Aleksándrovich.

–¡Ah, si supiera usted la felicidad que nos embarga cuando sentimos su presencia constante en nuestra alma! —exclamó la condesa Lidia Ivánovna, con una sonrisa beatífica.

–Pero el hombre a veces puede sentirse incapaz de elevarse a semejantes alturas —dijo Stepán Arkádevich, sintiendo que actuaba contra su propia conciencia al conceder a la religión ese carácter elevado. Pero lo cierto es que no se atrevía a confesar que era un librepensador delante de la persona que con una sola palabra a Pomorskói podía conseguir que le concedieran el puesto que tanto ambicionaba.

–¿Quiere usted decir que se lo impide el pecado? —preguntó Lidia Ivánovna—. Pues se equivoca usted. Para los creyentes el pecado no existe. Ya han redimido todos sus pecados. Pardon—añadió, mirando al criado, que entraba con otra nota. La leyó y respondió de palabra—: Dígale que mañana en casa de la gran duquesa... Para los creyentes el pecado no existe —prosiguió con su argumentación.

–Sí, pero la fe sin obras está muerta —dijo Stepán Arkádevich, recordando esa frase del catecismo. Ya sólo defendía su independencia con la sonrisa.

–Otra vez ese pasaje de la epístola del apóstol Santiago —exclamó Alekséi Aleksándrovich, dirigiéndose con cierto aire de reproche a Lidia Ivánovna, como si lo hubieran hablado más de una vez—. ¡Cuánto daño habrá hecho una interpretación errónea de esos versículos! Nada aleja tanto a la gente de la fe como esa interpretación. «Sin obras no puedo creer.» En ninguna parte se dice eso, sino todo lo contrario.

–Sufrir por Dios, salvar el alma por medio de trabajos y ayunos —dijo la condesa Lidia Ivánovna con un profundo desprecio y repugnancia—. Así son las bárbaras ideas de nuestros monjes... Estas cosas no se dicen ya en ninguna parte. Todo es mucho más fácil y sencillo —añadió, mirando a Oblonski con la misma sonrisa benigna con que animaba en la corte a las jóvenes damas de honor, desconcertadas por el nuevo ambiente.

–Estamos salvados por Cristo, que murió por nosotros. Estamos salvados por la fe —confirmó Alekséi Aleksándrovich, asintiendo con la mirada a las palabras de la condesa.

Vous comprenez l'anglais? 189—preguntó Lidia Ivánovna y, tras recibir una respuesta afirmativa, se levantó y se puso a rebuscar entre los libros del estante—. Quiero leerle Safe and Happy o Under the Wing 190—dijo, mirando con aire inquisitivo a Karenin. Una vez que encontró el libro, volvió a sentarse en su sitio y lo abrió—. Es un pasaje muy breve. Se describe el camino que debe seguirse para alcanzar la fe y la felicidad, más elevada que cualquier bien terrestre, que embarga entonces al alma. El creyente no puede ser desdichado porque no está solo. Ahora lo verá usted. —Se disponía ya a leer cuando de nuevo entró el criado—. ¿La señora Borózdina? Dígale que mañana a las dos. Sí —añadió, marcando con el dedo la página correspondiente y mirando al frente con sus hermosos ojos pensativos—. Así es como actúa la fe verdadera. ¿Conoce usted a Marie Sánina? ¿Está al tanto de su desgracia? Después de perder a su único hijo, estaba desesperada. ¿Y qué cree usted que pasó? Pues que encontró a ese Amigo y ahora da gracias a Dios por la muerte de su hijo. ¡Ésa es la felicidad que da la fe!

–Ah, sí, es muy... —dijo Stepán Arkádevich, satisfecho de que la condesa se dispusiera a leerle algo, pues eso le daría la posibilidad de poner en claro sus ideas. «Creo que lo mejor será no pedirle nada ahora —pensaba—. Lo importante es salir de aquí sin haber embarullado las cosas.»


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