355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Anna Karénina » Текст книги (страница 27)
Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 27 (всего у книги 68 страниц)

–¡Más deprisa, más deprisa! —le dijo al cochero, asomándose a la ventanilla. Y, sacando del bolsillo un billete de tres rublos, se lo alargó cuando éste se volvió. La mano del cochero palpó algo al lado del farol, blandió el látigo, que silbó en el aire, y el coche rodó veloz por la calzada lisa.

«No necesito nada, nada más que esta felicidad —pensaba, contemplando el botón de marfil de la campanilla entre las dos ventanillas y representándose a Anna como la había visto por última vez—. Cuanto más tiempo pasa, más la amo. Ahí está el jardín de la quinta oficial de la señora Vrede. ¿Dónde estará Anna? ¿Dónde? ¿Y qué habrá pasado? ¿Por qué me habrá citado aquí, utilizando para ello una carta de Betsy?» Sólo ahora se hacía esa pregunta, pero ya no había tiempo para lucubraciones. Le dijo al cochero que parara antes de llegar a la avenida, abrió la portezuela, saltó en marcha y se internó en el paseo que conducía a la casa. No había nadie, pero al mirar a la derecha vio a Anna. Aunque llevaba el rostro cubierto por un velo, reconoció con alegría su manera de andar tan peculiar, la curva de los hombros y la posición de la cabeza, y sintió una especie de sacudida eléctrica. La conciencia de su propio cuerpo se hizo aún más aguda, desde los movimientos elásticos de las piernas hasta la leve oscilación de los pulmones al respirar y el sutil cosquilleo de sus labios.

Al verle, Anna le apretó con fuerza la mano.

–Espero que no te hayas enfadado por haberte llamado. Tenía que verte sin falta —dijo.

Nada más ver el pliegue severo y duro de sus labios, por debajo del velo, el humor de Vronski cambió por completo.

–¡Cómo voy a enfadarme! Pero ¿qué haces aquí? ¿Y cómo has venido?

–Eso es lo de menos —replicó Anna, cogiéndole del brazo—. Ven, necesito hablarte.

Vronski comprendió que había sucedido algo y que la entrevista no sería alegre. En presencia de Anna, no tenía voluntad propia. No sabía por qué estaba tan alterada, pero se daba cuenta de que, a su pesar, le comunicaba su agitación.

–¿Qué pasa? ¿Qué? —preguntó, apretando la mano de Anna con el codo y tratando de leer en su rostro lo que estaba pensando.

Anna dio unos pasos en silencio, tratando de armarse de valor, y de pronto se detuvo.

–Ayer no te dije —empezó, respirando muy deprisa, con evidente esfuerzo– que al volver a casa con Alekséi Aleksándrovich se lo confesé todo... Le dije que no podía seguir siendo su mujer, que... Se lo dije todo.

Vronski la escuchaba, inclinando el cuerpo sin darse cuenta, como si deseara aliviar de ese modo lo penoso de su situación. Pero, en cuanto Anna pronunció esas palabras, volvió a erguirse, y su rostro adoptó un aire severo y orgulloso.

–¡Sí, sí, es mejor así! ¡Mil veces mejor! Me doy cuenta de lo mucho que habrás sufrido —dijo.

Pero ella, sin prestar atención a lo que le decía, le miraba a los ojos, tratando de adivinar sus pensamientos. Lo primero que se le pasó a Vronski por la cabeza fue que, dadas las circunstancias, un duelo se hacía inevitable, y a esa razón obedecía su expresión. Pero Anna no podía saberlo y atribuyó a otra causa esa repentina seriedad.

Después de recibir la carta de su marido, había comprendido en el fondo de su alma que todo seguiría como antes, que no tendría fuerzas para renunciar a su posición, abandonar a su hijo y unirse a su amante. Y su visita a la princesa Tverskaia la había confirmado aún más en sus sospechas. En cualquier caso, esa entrevista era para ella de una importancia capital. Albergaba la esperanza de que cambiara su situación y la salvara. Si al oír esa noticia Vronski le decía con resolución y apasionamiento, sin vacilar un solo instante: «¡Déjalo todo y huye conmigo!», abandonaría a su hijo y se marcharía con él. Pero su anuncio no había causado en Vronski el efecto que ella había previsto. Sólo parecía ofendido por algo.

–No he sufrido lo más mínimo. Pasó así sin más —dijo con irritación—. Y mira... —añadió, sacando del guante la carta de su marido.

–Entiendo, entiendo —la interrumpió Vronski, cogiendo la carta, pero en lugar de leerla, procuró tranquilizarla—. Siempre he deseado y te he pedido que acabaras de una vez con esta situación para poder consagrar mi vida a tu felicidad.

–¿Por qué me dices eso? —preguntó Anna—. ¿Acaso puedo dudarlo? En tal caso...

–¿Quién se acerca por ahí? —dijo de pronto Vronski, señalando a dos señores que iban hacia ellos—. Tal vez nos conozcan. —Y se internó a toda prisa en un paseo lateral, arrastrando a Anna.

–¡Ah, me da igual! —exclamó Anna con labios temblorosos. Y Vronski tuvo la impresión de que sus ojos le miraban con una extraña irritación por debajo del velo—. Como acabo de decirte, no se trata de eso. No dudo de ti. Pero mira lo que me escribe. Lee.

Y se detuvo de nuevo.

Igual que había hecho cuando se enteró de que Anna había roto con Alekséi Aleksándrovich, mientras leía la carta Vronski se entregó involuntariamente a la impresión espontánea que suscitaba en él el marido engañado. Con la carta en la mano, se representaba el anuncio del desafío, que le comunicarían esa misma jornada o al día siguiente, en su casa, y también el duelo, en el que, después de disparar al aire con la misma expresión orgullosa y fría que tenía en esos momentos, aguardaría la bala del marido ultrajado. De pronto se le pasaron por la cabeza las palabras que Serpujovski le había dicho hacía un rato y lo que él mismo había pensado por la mañana; a saber, que era mejor no comprometerse. Y comprendió que no podía comunicarle a Anna ese pensamiento.

Una vez leída la carta, Vronski la miró con ojos indecisos, y Anna se dio cuenta de que llevaba tiempo sopesando la cuestión y de que no iba a decirle todo lo que pensaba. Su última esperanza se había desvanecido. No era eso lo que había esperado de la entrevista.

–Ya ves qué clase de persona es —dijo con voz trémula—. Él...

–Perdona, pero yo me alegro —la interrumpió Vronski—. Déjame terminar, por el amor de Dios —añadió, suplicándole con la mirada que le diera tiempo para explicarse—. Me alegro porque las cosas no pueden quedar como él supone.

–¿Y por qué? —preguntó Anna, conteniendo las lágrimas, sin conceder la menor importancia a lo que Vronski pudiera decir, pues era consciente de que su destino ya se había decidido.

Lo que Vronski quería decirle era que, después del duelo, que él juzgaba inevitable, la situación tendría que cambiar, pero dijo otra cosa.

–Esto no puede seguir así. Espero que ahora lo abandones —se turbó y se ruborizó– y que me permitas organizar nuestra vida. Mañana mismo... —prosiguió.

Anna no le dejó terminar.

–¿Y mi hijo? —exclamó—. ¿Es que no has visto lo que me escribe? Tendría que abandonarlo y yo no puedo ni quiero hacer eso.

–Pero ¿qué es preferible, por el amor de Dios? ¿Abandonar a tu hijo o continuar en esta situación humillante?

–¿Humillante para quién?

–Para todos, sobre todo para ti.

–¡Humillante!... No hables así. Esas palabras no tienen sentido para mí —replicó Anna con voz trémula. No quería que Vronski le dijera cosas que no eran ciertas. Ya sólo le quedaba su amor y necesitaba amarle—. Debes entender que todo cambió para mí el día que me enamoré de ti. Lo único que me importa es tu amor. Cuando lo tengo, me siento tan elevada, tan segura, que nada puede humillarme. Estoy orgullosa de mi situación porque... Me enorgullezco de que... de que...

No pudo terminar la frase. Lágrimas de vergüenza y desesperación ahogaron su voz. Se detuvo y estalló en sollozos.

A Vronski también se le hizo un nudo en la garganta y sintió una especie de cosquilleo en la nariz. Por primera vez en su vida estaba a punto de echarse a llorar. No habría sabido explicar qué era lo que le conmovía. Le daba pena de Anna y se daba cuenta de que no podía ayudarla; al mismo tiempo era consciente de que él era el culpable de la desgracia de esa mujer, de que había hecho algo que no estaba bien.

–¿Es que no hay modo de obtener el divorcio? —dijo con un hilo de voz. Ella, sin responder palabra, negó con la cabeza—. ¿Y no puedes abandonar a tu marido y llevarte a tu hijo?

–Sí, pero todo depende de él. Y ahora tengo que volver a su casa —dijo Anna con sequedad. Sus previsiones de que todo seguiría como antes se habían cumplido punto por punto.

–El martes iré a San Petersburgo. Entonces se decidirá todo.

–Sí —dijo Anna—. Pero no hablemos más de eso.

El coche de Anna, al que había despedido con la orden de recogerla al pie de la verja de la señora Vrede, se acercaba. Anna se despidió de Vronski y regresó a su casa.

 

XXIII

El lunes la comisión del 2 de junio celebraba una sesión ordinaria. Alekséi Aleksándrovich entró en la sala de reuniones, saludó a los miembros y al presidente, como de costumbre, y se sentó en su sitio, poniendo una mano en los documentos preparados delante de él, entre los que se encontraban las referencias que necesitaba y el borrador del discurso que se proponía pronunciar. Pero lo cierto es que las referencias no le hacían falta. Se acordaba de todo y no consideraba necesario repetir en su memoria lo que iba a decir. Sabía que, una vez llegado el momento, cuando viera el rostro de su adversario, que se esforzaría en vano por aparentar indiferencia, las palabras brotarían con mayor fluidez que si las hubiera preparado de antemano. Era consciente de que el contenido de su discurso era de tanto calado que cada uno de los vocablos estaría revestido de significado. Mientras llegaba su momento, escuchaba con aire inocente e inofensivo el informe habitual. Al ver sus manos blancas, de venas hinchadas, sus largos dedos, que rozaban con tanta delicadeza los bordes del papel blanco que tenía delante, y su cabeza ladeada, con esa expresión de fatiga, nadie habría podido imaginar que al cabo de un instante iban a salir de su boca unas frases que desencadenarían una tormenta espantosa, suscitarían gritos entre los miembros de la comisión, que se interrumpirían unos a otros, y obligarían al presidente a llamarles al orden. Una vez terminada la lectura del informe, Alekséi Aleksándrovich anunció con su voz serena y aguda que iba a exponer algunas ideas relativas al asentamiento de las minorías raciales. Toda la atención se concentró en él. Alekséi Aleksándrovich se aclaró la garganta y, fiel a su costumbre de no mirar a su adversario cuando pronunciaba un discurso, clavó los ojos en la primera persona sentada delante de él, un viejecito menudo y pacífico que jamás expresaba su parecer en la comisión, y empezó a exponer sus consideraciones. Cuando pasó a ocuparse de la ley orgánica y fundamental, su adversario se levantó de un salto y empezó a hacerle objeciones. Strémov, que también era miembro de la comisión y también se sentía herido en lo vivo, trató de justificarse. A partir de ese momento la sesión degeneró en trifulca. Pero Alekséi Aleksándrovich triunfó y su proposición fue aprobada. Se nombraron tres comisiones nuevas, y al día siguiente, en cierto círculo petersburgués, no se hablaba más que de esa sesión. El éxito de Alekséi Aleksándrovich superó incluso sus expectativas.

Al día siguiente, martes, nada más despertarse, recordó con satisfacción la victoria de la víspera y no pudo por menos de sonreír, aunque intentó aparentar indiferencia cuando el secretario de su departamento, deseando halagarlo, le habló de los rumores que corrían sobre lo que había sucedido en la comisión.

Absorto en los asuntos que examinaba con el secretario, Alekséi Aleksándrovich se olvidó por completo que ese martes era el día señalado para el regreso de Anna Arkádevna y se mostró sorprendido y contrariado cuando un criado vino a anunciarle su llegada.

Anna había vuelto a San Petersburgo por la mañana temprano. Habían enviado el coche para recogerla, según lo acordado en el telegrama; por tanto, Alekséi Aleksándrovich debería estar enterado de su llegada. Pero no salió a recibirla. Le dijeron que el señor no había salido todavía y que estaba reunido con su secretario. Anna ordenó que le avisaran de su regreso, pasó a su despacho y empezó a deshacer el equipaje, esperando que fuera a verla. Pero pasó una hora sin que Alekséi Aleksándrovich diera señales de vida. Anna salió al comedor con el pretexto de dar unas órdenes y habló a propósito en voz alta, intentando llamar la atención de su marido, pero éste no apareció, aunque ella lo oyó acercarse a la puerta del despacho, acompañando al secretario. Sabía que no tardaría en marcharse a su oficina, como de costumbre, y quería verlo antes para aclarar su situación.

Atravesó la sala y se dirigió con determinación al despacho de su marido. Cuando entró, se lo encontró vestido de uniforme, sin duda preparado para salir: sentado a una mesita en la que había apoyado los codos, miraba delante de sí con tristeza. Anna lo vio antes de que él reparara en su presencia y comprendió que estaba pensando en ella.

Al verla, Karenin hizo intención de levantarse, pero cambió de parecer y se ruborizó, algo que Anna no había visto nunca; al final se puso en pie bruscamente y fue a su encuentro, con los ojos fijos en su frente y su peinado, para evitar su mirada. Una vez cerca de ella, le cogió la mano y le pidió que se sentara.

–Me alegro mucho de que haya venido —dijo, tomando asiento a su lado. Era evidente que quería decir algo, pero no encontraba las palabras. Varias veces intentó hablar, pero siempre acababa interrumpiéndose. A la hora de preparar la entrevista, Anna había buscado toda clase de argumentos para despreciarlo y echarle la culpa de todo, pero ahora no sabía qué decirle y le compadecía. Así pues, ese silencio se prolongó bastante—. ¿Está bien Seriozha? —preguntó él y, al no obtener respuesta, añadió—: Hoy no voy a comer en casa y ahora tengo que irme.

–He estado a punto de irme a Moscú —dijo Anna.

–No, ha hecho mucho mejor viniendo aquí —replicó Karenin y calló de nuevo.

Viendo que su marido no era capaz de iniciar la conversación, decidió hacerlo ella misma.

–Alekséi Aleksándrovich —dijo, sin bajar los ojos ante la mirada de su marido, fija en sus cabellos—, soy una mujer ruin y miserable, pero sigo siendo la misma de antes, la que le he confesado ser, y he venido para decirle que no puedo cambiar.

–No le he preguntado nada de eso —replicó de pronto Karenin, mirándola a los ojos con determinación y odio—. Me lo suponía. —Por lo visto, bajo el influjo de la ira había recobrado plenamente el dominio de sus facultades—. Pero, como le informé entonces de viva voz y por escrito —añadió con voz firme y aguda– y le repito ahora, no estoy obligado a saber nada. Prefiero ignorarlo. No todas las mujeres tienen la delicadeza de contarle a su marido esa novedad tan agradable—prosiguió, enfatizando de manera especial esa última palabra—. Y lo seguiré ignorando mientras la sociedad no se entere y mi nombre no sufra menoscabo. En consecuencia, quiero advertirle de que nuestras relaciones deben seguir siendo las mismas de siempre; sólo en caso de que se comprometausted, tomaré las medidas oportunas para salvaguardar mi honor.

–Pero nuestras relaciones no pueden seguir siendo las de siempre —dijo Anna con voz tímida, mirándole con temor.

Cuando volvió a ver esos gestos mesurados y oyó esa voz penetrante, infantil y burlona, la piedad de antes desapareció, ahogada por un sentimiento de repugnancia y de miedo; pero por encima de todo quiso dejar clara su postura.

–No puedo ser su mujer cuando... —empezó.

Alekséi Aleksándrovich estalló en una risa malévola y fría.

–Probablemente la clase de vida que ha elegido ha influido en sus ideas. Respeto tanto su pasado como desprecio su presente... Ni se me ha pasado por la cabeza la interpretación que ha dado usted a mis palabras. —Anna suspiró y bajo la cabeza—. Lo que no entiendo es que una mujer tan independiente como usted —prosiguió, acalorándose—, capaz de confesar abiertamente a su marido su infidelidad, sin ver en ella nada reprensible, según parece, ponga tantos reparos en cumplir sus deberes de esposa.

–¡Alekséi Aleksándrovich! ¿Qué es lo que quiere de mí?

–Quiero que ese individuo no aparezca por aquí y que se comporte usted de tal manera que ni la sociedadni los criadospuedan acusarla... Quiero que deje usted de verlo. Creo que no pido demasiado. A cambio, gozará de los derechos de una mujer honrada, sin cumplir con sus deberes. Eso es cuanto tenía que decirle. Ahora debo irme. Hoy no como en casa.

Se levantó y se dirigió a la puerta. Anna también se puso en pie. Él se inclinó en silencio y la dejó pasar.

 

XXIV

La noche que Levin pasó en el almiar tuvo importantes consecuencias en su vida. Las faenas de la finca de las que se había ocupado hasta entonces se le antojaron insulsas, desprovistas de cualquier interés. A pesar de la magnífica cosecha, nunca se habían producido —o al menos tal era su percepción– tantos contratiempos y disgustos con los campesinos como ese año, y ahora entendía a qué se habían debido. El placer que las labores agrícolas le habían procurado, el acercamiento a los campesinos, la envidia que había sentido de ellos y su vida, el deseo de abrazar esa existencia (que aquella noche había dejado de ser un sueño para convertirse en resolución, cuya puesta en práctica había analizado en detalle): todo eso había alterado de tal modo su manera de entender la administración de la finca que ya no podía mostrar el mismo interés de antes ni pasar por alto su actitud displicente con los trabajadores, principal motivo de todo lo que pasaba. El rebaño de vacas seleccionadas, como Pava; la tierra labrada y fertilizada; los nueve campos iguales, rodeados de setos de mimbreras; las noventa hectáreas de tierra cubierta de estiércol; las sembradoras mecánicas, etcétera. Todo eso habría estado muy bien si lo hubiera hecho él mismo o con amigos que compartieran su punto de vista. Pero ahora veía con claridad (el libro que estaba escribiendo, en el que presentaba al trabajador como el elemento principal de las faenas agrícolas, le ayudó mucho a entenderlo) que su manera de dirigir las labores de la hacienda se reducía a una feroz lucha sin cuartel con los trabajadores, en la que una de las partes —la que él representaba– mostraba un empeño continuo y tenaz por transformarlo todo y ajustarlo a un modelo que se consideraba más racional, mientras la otra se aferraba al orden natural de las cosas. Y se dio cuenta de que con esa lucha, llevada a cabo con un derroche de energías por su parte y sin esfuerzo alguno ni intención siquiera por la otra, lo único que conseguía era que la explotación no avanzara y que se echaran a perder en vano unas máquinas magníficas, un ganado estupendo y una tierra de primera. Y lo peor no era ese gasto inútil de energías: ahora que se le había revelado el verdadero sentido de sus actividades, no podía dejar de reconocer que los objetivos que perseguía eran injustos. De hecho, ¿en qué consistía esa lucha? Mientras él miraba por cada céntimo que le correspondía (no podía actuar de otro modo, porque, si bajaba la guardia, no dispondría de dinero suficiente para pagar a los trabajadores), ellos sólo se preocupaban de trabajar con calma y sin agobios, como habían hecho siempre. Para salvaguardar sus intereses, Levin necesitaba que cada campesino trabajara lo más posible, que no se distrajera, que procurara no estropear las aventadoras, los rastrillos, las trilladoras; que se concentrara en lo que estaba haciendo. Los campesinos, en cambio, querían trabajar de la manera más agradable, sin agobios, y, sobre todo, sin preocupaciones, ni cuidados, ni quebraderos de cabeza. Ese verano Levin lo había comprobado a cada paso. Cuando mandaba segar los tréboles para alimentar al ganado, eligiendo las peores hectáreas, donde la hierba crecía mezclada con cizaña y por tanto no valía para simiente, los campesinos guadañaban las mejores hectáreas y justificaban su proceder alegando que así se lo había mandado el administrador. Para consolarlo, le aseguraban que el heno sería excelente, pero Levin sabía que habían obrado así porque esas hectáreas eran más fáciles de segar. Cuando enviaba una máquina de aventar heno, la estropeaban en los primeros surcos, porque el hombre que la conducía se aburría sentado en la parte delantera, mientras las hojas giraban por encima de su cabeza. Y le decían: «No se preocupe, las mujeres lo harán en un santiamén». Los arados quedaban inservibles porque al campesino no se le ocurría bajar la reja y, al hacer fuerza, fatigaba a los caballos y estropeaba la tierra. En tales casos le decían que no se preocupara. También dejaban que los caballos se metieran en los trigales, porque nadie quería trabajar como guarda nocturno; a pesar de que se lo tenía terminantemente prohibido, los campesinos velaban por turnos; una vez Vanka, que había trabajado el día entero, se quedó dormido: «Haga conmigo lo que quiera», le dijo a Levin, arrepentido de su descuido. Los tres mejores terneros murieron empachados, porque los dejaron entrar en un renadío de trébol sin darles antes de beber; pero se negaron a admitir que se hubieran hinchado por culpa del trébol, y a modo de consuelo contaban que un vecino había perdido ciento doce cabezas en tres días. No hacían todas esas cosas porque quisieran perjudicar a Levin o arruinar su finca. Al contrario, sabía que lo apreciaban, que lo consideraban un amo sencillo (lo que en su caso constituía el mayor de los elogios). Simplemente deseaban trabajar a su aire, sin preocupaciones; además, los intereses del amo se les antojaban ajenos e incomprensibles, y se oponían fatalmente a los suyos, que eran mucho más justos. Hacía ya tiempo que Levin se sentía descontento de su manera de llevar la hacienda. Veía que su barco se hundía, pero no buscaba ni encontraba las vías de agua, tal vez engañándose a propósito. Pero ahora no podía seguir engañándose. La finca no sólo había dejado de interesarle, sino que se le había vuelto odiosa, y no veía la manera de seguir ocupándose de ella.

A todo eso había que añadir la presencia a veinte verstas de allí de Kitty Scherbatski, a quien quería ver y no podía. Daria Aleksándrovna Oblónskaia, cuando fue a verla, lo había invitado a visitarlas, dándole a entender que, si volvía a pedir la mano de su hermana, esta vez no le rechazaría. El propio Levin, al ver a Kitty, comprendió que no había dejado de quererla. Pero no podía ir a la finca de los Oblonski sabiendo que estaba ella. El hecho de que se hubiera declarado y ella lo hubiera rechazado había levantado entre ambos una barrera infranqueable. «No puedo pedirle que sea mi esposa simplemente porque no haya podido casarse con el hombre al que amaba», se decía. Esa idea despertaba en él sentimientos de hostilidad y rechazo. «Sería incapaz de hablarle sin amargura, de mirarla sin acritud, y entonces ella me odiará todavía más, como es natural. Además, ¿cómo iba a presentarme en su casa después de lo que me ha dicho Daria Aleksándrovna? ¿Podría fingir que no sé nada? Tendría que mostrarme magnánimo, concederle mi perdón, compadecerla. ¡Y me vería desempeñando el papel del hombre que olvida las ofensas y se digna conceder su amor!... ¿Por qué me habrá dicho eso Daria Aleksándrovna? Podría haberme encontrado con ella por casualidad y todo habría sucedido de un modo natural. ¡Ahora es imposible! ¡Imposible!»

Daria Aleksándrovna le envió un billete en el que le pedía una silla de montar para Kitty. «Me han dicho que tiene usted una silla de montar —le decía—. Espero que la traiga usted en persona.»

Aquello le pareció ya demasiado. ¿Cómo era posible que esa mujer inteligente y delicada humillara de ese modo a su propia hermana? Levin escribió diez notas diferentes, pero acabó rompiéndolas todas y enviando la silla sin respuesta. No podía escribir que iría, porque le era imposible hacerlo. Y poner cualquier excusa o alegar que se marchaba le parecía aún peor. En suma, envió la silla sin respuesta y al día siguiente, con la conciencia de haber cometido una grosería, dejó los enojosos asuntos de la finca en manos de su administrador y se fue a casa de su amigo Sviazhski, que le había escrito recientemente para pedirle que cumpliera su antigua promesa de visitarlo en su lejano distrito, con unos pantanos magníficos para la caza de la becada. Los pantanos del distrito de Súrov, con sus becadas, atraían a Levin desde hacía tiempo, pero las labores de la hacienda le habían obligado a aplazar una y otra vez ese viaje. Ahora se alegraba de alejarse de los Scherbatski y, sobre todo, de perder de vista las faenas del campo en beneficio de la caza, su mejor consuelo en los momentos de tribulación.

 

XXV

Como en el distrito de Súrov no había ferrocarril ni caminos de postas, Levin tuvo que viajar en su propia calesa.

A mitad de camino se detuvo para dar de comer a los caballos en casa de un campesino rico. Un viejo calvo, bien conservado, de ancha barba rojiza, gris en las mejillas, le abrió la cancela y se apretó contra el poste para dejar paso al coche. Después de señalar al cochero un lugar debajo del cobertizo, en el espacioso patio, limpio y bien ordenado, con unos arados medio quemados, el viejo pidió a Levin que entrara en la casa. Una muchacha pulcramente vestida, con chanclos en los pies desnudos, fregaba el suelo del zaguán nuevo. Al ver entrar al perro de Levin, se asustó y lanzó un grito, pero, en cuanto se enteró de que no mordía, se rio de su propio miedo. Tras indicar a Levin con el brazo desnudo la puerta de la habitación, ocultó su hermoso rostro y se inclinó para seguir fregando.

–¿Quiere que le lleve el samovar? —preguntó.

–Sí, por favor.

La habitación era amplia, con una estufa holandesa y un tabique. Bajo los iconos había una mesa decorada con dibujos, un banco y dos sillas. Al lado de la puerta destacaba un aparador con vajilla. Los postigos estaban cerrados, había pocas moscas; por todas partes se apreciaba tanta limpieza que Levin obligó a Laska a que se tumbara en un rincón, cerca de la puerta, pues traía las patas sucias del polvo del camino y de los charcos en los que se había metido, y podía manchar el suelo. Después de examinar la habitación, Levin salió al patío trasero. La hermosa muchacha de los chanclos, balanceando los cubos vacíos, que colgaban de una pértiga, pasó corriendo en dirección al pozo.

–¡Date prisa! —le gritó con voz alegre el anciano y se acercó a Levin—. ¿Qué, señor? ¿Va a visitar a Nikolái Ivánovich Sviazhski? También él para en nuestra casa —dijo, apoyándose en la barandilla de la entrada con evidente deseo de charlar un rato.

El viejo se puso a hablarle de su amistad con Sviazhski, pero, cuando estaba a mitad de su relato, la cancela volvió a chirriar, dando paso a unos trabajadores que volvían de los campos con arados y gradas, de los que tiraban caballos grandes y bien alimentados. Por lo visto dos de los hombres eran miembros de la familia, los jóvenes con camisas y gorras de algodón; los otros dos, uno ya mayor y el otro joven, eran jornaleros y llevaban camisas de lienzo.

El viejo se apartó de Levin, se acercó a los caballos y se puso a desengancharlos.

–¿Qué han estado arando? —preguntó Levin.

–Los campos de patatas. También nosotros tenemos nuestro terrenito. Fiódor, no sueltes al caballo castrado. Átalo a un poste. Engancharemos otro.

–Dígame, padrecito, ¿han traído las rejas del arado que pedí? —preguntó un muchacho alto y fuerte, probablemente el hijo del anciano.

–Están... en el trineo —respondió el viejo, enrollando las riendas y tirándolas al suelo—. Ocúpate de ellas mientras los otros comen.

La hermosa muchacha, con los hombros doblados bajo el peso de los cubos llenos, volvió a pasar por el zaguán. Aparecieron otras mujeres, salidas Dios sabe de dónde, jóvenes y hermosas, de mediana edad, viejas y feas, con niños y sin ellos.

El samovar empezó a silbar. Una vez desenganchados los caballos, los jornaleros y los miembros de la familia se fueron a comer. Levin sacó del coche sus provisiones e invitó al viejo a tomar el té.

–Ya lo he tomado antes. Pero me beberé otro vaso para hacerle compañía —dijo el viejo, aceptando la proposición con evidente placer.

Mientras tomaban el té, el viejo le contó cómo se había hecho con la finca. Diez años antes había arrendado ciento veinte hectáreas a la dueña de las tierras, y el año anterior se las había comprado, arrendando trescientas más a un hacendado local. Subarrendaba una parte pequeña de las tierras, la peor, y él mismo, con ayuda de su familia y dos jornaleros, cultivaba unas cuarenta hectáreas. El viejo se quejaba de que las cosas le iban mal. Pero Levin se dio cuenta de que sólo lo hacía por guardar las formas y de que la realidad era mucho más halagüeña. De no haber sido así, no habría comprado la tierra a ciento cinco rublos la hectárea, no habría casado a sus tres hijos y a su sobrino, no habría reconstruido dos veces la casa después de otros tantos incendios, cada vez con mayor suntuosidad. A pesar de sus lamentos, saltaba a la vista que estaba justamente orgulloso de su bienestar, de sus hijos, de su sobrino, de sus nueras, de los caballos, de las vacas y, en general, de toda la hacienda. A partir de las palabras del viejo, Levin dedujo que no era contrario a las innovaciones. Había plantado muchas patatas, que, como Levin pudo observar por el camino, ya habían perdido la flor y empezaban a madurar, mientras las suyas apenas habían florecido. Labraba los campos de patatas con una «arada», como decía él, que le prestaba el propietario. También sembraba trigo. Un pequeño detalle sorprendió a Levin de manera especial: el viejo aprovechaba el centeno recogido al escardar para dárselo a los caballos. ¡Cuántas veces, viendo cómo se desperdiciaba ese excelente forraje, había querido recogerlo! Pero nunca lo había conseguido. En cambio, ese viejo lo hacía, y no dejaba de alabar la calidad de ese forraje.

–De algo tienen que ocuparse las mujeres. Llevan los montones al borde del camino y el carro se los lleva.

–Nosotros, los propietarios, no conseguimos entendernos con los braceros —dijo Levin, alargándole un vaso de té.

–Gracias —replicó el anciano, tomándolo, pero rechazó el azúcar que le ofrecía, señalando un terrón medio mordiscado—. Con los braceros no hay manera de hacer nada —dijo—. Es una ruina. Fíjese, por ejemplo, en el señor Sviazhski. Sabemos que su tierra es excelente, pero mire qué cosechas tiene. ¡Falta vigilancia!


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю