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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Dolly había pasado esos días sola con sus hijos. No le apetecía hablar de su desgracia, y con ese peso en el corazón le era imposible tratar de cosas irrelevantes. Sabía que, de un modo u otro, acabaría contándoselo todo a Anna, y la alegría de poder sincerarse con alguien alternaba con la rabia que le producía la necesidad de mostrar su humillación ante la hermana de su marido y de escuchar esas frases manidas de consuelo y esas exhortaciones.

No dejaba de mirar el reloj, esperando la llegada de su cuñada de un momento a otro, pero, como suele suceder en tales casos, estaba tan pendiente del momento que ni siquiera oyó el timbre.

Al percibir el frufrú de un vestido y el rumor de unos pasos ligeros al lado mismo de la puerta, se volvió, y su cara extenuada no expresó alegría, como habría deseado, sino sorpresa.

–¿Cómo? ¿Ya has llegado? —le dijo, besándola.

–¡Dolly, cuánto me alegro de verte!

–Y yo también —respondió ésta con una leve sonrisa, tratando de averiguar, por la expresión de Anna, si estaba enterada de lo sucedido. «Seguro que lo sabe», pensó, al reparar en la mirada compasiva de su cuñada—. Bueno, vamos. Te acompaño a tu habitación —prosiguió, tratando de aplazar lo más posible el momento de la explicación.

–¿Este es Grisha? ¡Dios mío, cómo ha crecido! —dijo Anna y, después de dar un beso al niño, añadió, sin apartar los ojos de Dolly y ruborizándose—: No, quedémonos mejor aquí.

Se quitó el chal y, como el sombrero se le había enganchado en un mechón de sus cabellos negros y rizados, se desembarazó de él sacudiendo la cabeza.

–¡Se ve que rebosas felicidad y salud! —dijo Dolly casi con envidia.

–¿Yo?... Sí —dijo Anna—. ¡Dios mío, si es Tania! Tiene la misma edad que mi Seriozha —añadió, refiriéndose a la niña que acababa de entrar, a la que cogió en brazos y dio un beso—. ¡Un encanto de niña! ¡Un encanto! Enséñamelos a todos.

Se acordaba no sólo del nombre y la edad exacta de cada uno, sino también del carácter y las enfermedades que habían tenido. Como no podía ser menos, Dolly apreció esa atención.

–Bueno, vamos a verlos —dijo—. Lástima que Vasia esté dormido.

Después de ver a los niños, se dirigieron las dos solas al salón para tomar una taza de café. Anna extendió la mano hacia la bandeja, pero en seguida la apartó.

–Dolly —dijo—, Stepán me lo ha contado todo.

Dolly la miró con frialdad. Esperaba esas frases de falsa compasión, pero Anna no recurrió a ellas.

–¡Dolly, querida! —añadió—. No quiero defenderle ni consolarte, porque me parece imposible. Déjame sólo que te diga, querida, que te compadezco con toda mi alma.

En sus brillantes ojos, coronados por las espesas pestañas, aparecieron de pronto unas lágrimas. Se sentó más cerca de su cuñada y le cogió la mano con la suya enérgica y menuda. Dolly no la retiró, pero su semblante seguía siendo bastante severo.

–Es inútil consolarme —dijo—. ¡Después de lo que ha pasado, todo está perdido, todo!

Pero, nada más pronunciar esas palabras, la expresión de su rostro se dulcificó. Anna llevó a sus labios la mano delgada y seca de Dolly y la besó.

–Pero, Dolly, ¿qué se puede hacer? ¿Qué? —preguntó—. ¿Cuál es el mejor modo de acabar con esta horrible situación? En eso es en lo que hay que pensar.

–Todo ha terminado, así de simple —dijo Dolly—. Y lo peor de todo es que no puedo dejarlo, ¿entiendes? Estoy atada por los niños. Y no puedo seguir viviendo con él. Sólo verlo es un martirio.

–Dolly, querida, Stepán me ha contado su versión, pero me gustaría oír también la tuya. Cuéntamelo todo.

Dolly le dirigió una mirada inquisitiva, y por la expresión de su cara se dio cuenta de que su compasión y su cariño eran sinceros.

–Bueno —exclamó de pronto—. Pero tendré que empezar por el principio. Ya sabes cómo me casé. Por culpa de la educación de maman, no sólo era inocente, sino también estúpida. No sabía nada. Dicen que los maridos suelen hablarles a sus mujeres de su vida de solteros, pero Stiva... —se corrigió—, pero Stepán Arkádevich no me contó nada. No vas a creerme, pero hasta ahora pensaba que yo era la única mujer que había conocido. Así he vivido ocho años. Debes tener en cuenta que no sólo no sospechaba que me fuese infiel, sino que consideraba imposible esa posibilidad. Y figúrate, con esas ideas, me entero de pronto de todo ese horror, de toda esa vileza... Entiéndeme. Estaba plenamente convencida de mi felicidad, y de repente... —prosiguió, conteniendo los sollozos– recibo una carta... una carta de él dirigida a su amante, a la institutriz de mis hijos. ¡Ah, es demasiado horrible! —Sacó apresuradamente un pañuelo y se cubrió la cara—. Puedo entender que en un momento de pasión... —continuó, después de una pausa—, pero engañarme con esa premeditación y esa malicia... ¿Y con quién?... Cuando pienso que ha seguido siendo mi marido mientras tenía relaciones con ella... ¡Qué espanto! Tú no puedes comprenderlo...

–¡Ah, sí, claro que lo comprendo, querida Dolly! ¡Lo comprendo muy bien! —dijo Anna, apretándole la mano.

–¿Y crees que se da cuenta de todo el horror de mi situación? —prosiguió Dolly—. ¡En absoluto! Está feliz y contento.

–¡No! —la interrumpió Anna en cuanto oyó ese último comentario—. Da pena verlo. Los remordimientos no le dan tregua.

–Pero ¿es capaz de sentir remordimientos? —la interrumpió Dolly a su vez, examinando con atención el rostro de su cuñada.

–Sí, lo conozco. Da pena verlo. Ambas lo conocemos. Es bueno, pero también orgulloso, y ahora se siente humillado. Lo que más me ha impresionado —Anna adivinó lo que más podía conmover a Dolly– es que le atormentan dos cosas: se avergüenza delante de los niños y lamenta haberle causado esta pena tan enorme, porque te ama; sí, te ama más que a nadie en el mundo —se apresuró a añadir, viendo que Dolly se disponía a hacer alguna objeción—. «No, no, no me perdonará nunca», repite sin cesar.

Dolly había apartado la mirada y escuchaba con aire pensativo.

–Sí, me doy cuenta de que su situación es horrible. El culpable siempre sufre más que el inocente —dijo—, siempre que sea consciente de que es el causante de toda la desdicha. Pero ¿cómo perdonarle? ¿Cómo puedo volver a ser su mujer después de la relación que ha tenido con ella? Vivir con mi marido bajo el mismo techo será un suplicio para mí precisamente porque sigo profesándole el mismo cariño de siempre... —Los sollozos le impidieron continuar. Pero, como hecho a propósito, cada vez que se ablandaba un poco, volvía a lo que más indignación le causaba—. Ella es joven y bonita —prosiguió—. ¿Comprendes, Anna, quién me ha arrebatado mi juventud y mi belleza? Él y sus hijos. Lo he sacrificado todo por él, y en ese empeño he perdido todo lo mío. Ahora, claro, prefiere a una mujer más lozana, aunque sea vulgar. Seguro que han hablado de mí, o peor aún, ni siquiera me han tenido en cuenta. ¿Entiendes? —De nuevo brilló en sus ojos una llamarada de odio—. ¿Qué va a decirme después de lo que ha pasado? ¿Acaso puedo creerle? Nunca. No, todo ha terminado, todo lo que constituía el consuelo y la recompensa por el trabajo, por los sufrimientos... ¿Podrás creerme? Hace un momento estaba dándole clase a Grisha. Antes esa ocupación me gustaba, ahora se ha convertido en un tormento. ¿Para qué tanto esfuerzo? ¿Para qué tanto trabajo? ¿Qué falta me hacen los niños? Lo más terrible es que en mi alma, de pronto, todo está patas arriba; en lugar del amor y la ternura de antaño, sólo siento ira por él; sí, ira. Podría matarle y...

–Dolly, cariño, te comprendo, pero no te atormentes. Estás tan alterada, tan ofendida que muchas cosas no las ves a su verdadera luz.

Dolly se calmó, y ambas guardaron silencio unos minutos.

–¿Qué puedo hacer, Anna? Piensa algo, ayúdame. Llevo días dándole vueltas a la cabeza y no he podido encontrar ninguna solución.

A Anna no se le ocurría ninguna salida, pero su corazón respondía a cada palabra, a cada gesto de su cuñada.

–Sólo te diré una cosa —dijo Anna—: soy su hermana y conozco su carácter, esa facilidad para olvidarse de todo —en ese punto se tocó la frente—, esa capacidad para sucumbir a los mayores arrebatos y también para entregarse al más sincero arrepentimiento. En estos momentos no entiende, no le entra en la cabeza, cómo ha podido hacer lo que ha hecho.

–¡Ah, no, lo comprende! ¡Ya lo creo que lo comprende! —la interrumpió Dolly—. ¿Y yo?... Te olvidas de mí... ¿Acaso supone eso algún alivio para mí?

–Espera. Reconozco que, cuando me habló, yo no era consciente de todo el horror de tu situación. Sólo lo veía a él, y una familia destrozada Me dio lástima. Pero ahora, al hablar contigo, veo las cosas de un modo distinto, como mujer que soy. Me hago cargo de tus sufrimientos y siento una pena indecible por ti. Dolly, querida, entiendo perfectamente el dolor que sientes, pero hay una cosa que no sé: no sé... no sé cuánto amor por él alberga todavía tu alma. Sólo tú puedes saber si lo amas lo bastante para poder perdonarlo. ¡Si puedes, perdónalo!

–No —objetó Dolly, pero Anna la interrumpió, besándole otra vez la mano.

–Conozco el mundo mejor que tú —dijo—. Sé cómo se comportan en tales casos las personas como Stiva. Dices que habrá hablado de ti con ella. No lo creo. Esos hombres pueden cometer infidelidades, pero su mujer y su hogar son sagrados para ellos. En el fondo, desprecian a esas mujeres y no les permiten que interfieran en su vida familiar. Es como si marcaran una línea infranqueable entre ellas y su familia. Yo no puedo entenderlo, pero es así.

–Sí, pero la ha besado...

–Dolly, espera, querida. He visto a Stiva en sus tiempos de enamorado. Recuerdo los días en que venía a verme y lloraba al hablar de ti. ¡Qué imagen tan elevada y poética de tu persona se había forjado! También sé que, a lo largo de todos estos años de vida en común, su admiración no ha dejado de crecer. Hasta le gastábamos bromas porque, a cada palabra, añadía: «Dolly es una mujer maravillosa». Has sido y sigues siendo para él una especie de divinidad, mientras que ese capricho de ahora no es más que un arrebato pasajero...

–Pero ¿y si ese arrebato se repite?

–No me parece posible...

–¿Tú le perdonarías?

–No lo sé. No puedo juzgar... O sí, claro que puedo —dijo Anna, al cabo de unos momentos de reflexión. Y después de sopesar íntimamente la situación, añadió—: Sí, podría hacerlo. Le perdonaría. No sería la misma, desde luego, pero le perdonaría. Y le perdonaría de una vez por todas, como si no hubiera sucedido nada, absolutamente nada.

–Naturalmente, de otro modo no podría hablarse de perdón —la interrumpió Dolly, expresando una idea en la que, por lo visto, había pensado más de una vez—. Si se perdona, hay que perdonar del todo. Bueno, vamos, te llevaré a tu habitación —añadió, poniéndose en pie. Por el camino la abrazó—. Querida mía, ¡cuánto me alegro de que hayas venido! ¡Cuánto me alegro! Me siento mejor, mucho mejor.

 

XX

Anna no salió en todo el día de casa de los Oblonski y se negó a recibir a las personas que, enteradas de su llegada, fueron a verla. Pasó la mañana entera con Dolly y con los niños. Lo único que hizo, aparte de eso, fue enviar una notita a su hermano para pedirle que fuera a comer a casa sin falta. «Ven. Dios es misericordioso», escribió.

Oblonski comió en casa. En medio de la conversación general, su mujer le dirigió la palabra y le tuteó, algo que no había hecho esos últimos días. Las relaciones entre marido y mujer seguían siendo distantes, pero ya no se hablaba de separación, y Stepán Arkádevich vislumbraba la posibilidad de una explicación y una reconciliación.

Justo después de la comida llegó Kitty. Como apenas conocía a Anna Arkádevna, le preocupaba cómo la recibiría esa gran dama petersburguesa, a la que todo el mundo alababa. Pero en seguida se dio cuenta de que le había caído bien. Era evidente que Anna admiraba su juventud y su belleza, y, antes de que Kitty pudiera recobrarse, no sólo se encontró bajo su influjo, sino que quedó prendada de ella, como es común en las muchachas jóvenes con las mujeres casadas y de más edad. Anna no parecía una dama de la alta sociedad ni la madre de un niño de ocho años, sino más bien, a juzgar por la agilidad de sus movimientos y la frescura y animación de su cara, que tan pronto se reflejaba en su mirada como en su sonrisa, una jovencita veinteañera, de no ser por la expresión seria e incluso triste de sus ojos, que sorprendió y cautivó a Kitty, pues se daba cuenta de que era una mujer sencilla, que no ocultaba nada, pero que estaba en posesión de un mundo más elevado, poético y complejo para ella inaccesible.

Después de la comida, cuando Dolly se retiró a su habitación, Anna se puso rápidamente en pie y se acercó a su hermano, que estaba encendiendo un cigarrillo.

–Stiva —le dijo, guiñando alegremente los ojos, santiguándole y señalándole la puerta—, ve y que Dios te ayude.

Oblonski entendió sus palabras, arrojó el cigarrillo y salió.

Entonces Anna volvió a sentarse en el sofá, rodeada de niños. Ya fuera porque se dieran cuenta de que su madre tenía cariño a la tía o porque percibieran su especial atractivo, el caso es que los dos mayores, y a continuación también los más pequeños, como es norma con los chiquillos, se habían pegado a ella ya antes de la comida, y a partir de ese momento no la habían dejado tranquila. Entre ellos se estableció una especie de juego, que consistía en acercarse cada vez más, tocarla, cogerle la pequeña mano, besarla, jugar con su anillo o al menos rozar el volante de su vestido.

–Bueno, bueno, vamos a sentarnos como antes —dijo Anna, ocupando de nuevo su sitio.

Grisha volvió a deslizar la cabeza bajo el brazo de su tía, y la apoyó en su vestido, lleno de orgullo y felicidad.

–¿Cuándo se celebrará el próximo baile? —preguntó Anna, dirigiéndose a Kitty.

–La semana que viene, y será un baile estupendo. Uno de esos bailes en los que una siempre se divierte.

–¿Existen bailes en los que una siempre se divierte? —dijo Anna con cierta ironía, pero también con ternura.

–Pues sí, por extraño que pueda parecer. En casa de los Bobríschev siempre lo pasamos bien, y también en la de los Nikitin; en cambio en la de los Mezhkov siempre se aburre una. ¿No lo ha notado usted?

–No, bonita. Para mí ya no existen esos bailes en los que una siempre se divierte —contestó Anna, y Kitty vio en sus ojos ese mundo desconocido que le estaba vedado—. Para mí ya sólo hay bailes más o menos enojosos y aburridos...

–¿Cómo puede aburrirse usteden un baile?

–¿Y por qué no iba a aburrirme yoen un baile? —preguntó a su vez Anna.

Kitty se dio cuenta de que Anna sabía de antemano lo que iba a responderle.

–Porque usted es siempre la más guapa de todas.

Anna, que se ruborizaba con facilidad, enrojeció al oír esas palabras.

–En primer lugar, no es verdad; y en segundo, aunque lo fuera, ¿de qué me valdría?

–¿Acudirá a ese baile? —preguntó Kitty.

–Supongo que no me quedará otro remedio. Toma, cógela —dijo, quitándose una sortija que le quedaba algo holgada y entregándosela a Tania, que había intentado sacársela del dedo blanco y afilado.

–Me alegrará mucho que vaya usted. Tengo muchos deseos de verla en un baile.

–En ese caso, si al final tengo que ir, me consolaré pensando que eso le causa algún placer... Grisha, por favor, no me tires del pelo, que ya estoy bastante despeinada —dijo, ajustándose un mechón con el que el niño estaba jugando.

–Me la imagino en el baile vestida de color lila.

–¿Y por qué precisamente de color lila? —preguntó Anna con una sonrisa—. Bueno, niños, fuera de aquí. ¿Es que no oís que Miss Hull os está llamando para tomar el té? —dijo, apartando a los niños y señalándoles la puerta del comedor—. Ya sé por qué quiere usted que vaya a ese baile. Espera usted mucho de esa velada y desea que todo el mundo sea testigo de su triunfo.

–Pues sí. ¿Cómo lo sabe?

–¡Ah, qué feliz edad la suya! —prosiguió Anna—. Aún me acuerdo de esa bruma azulada, parecida a la de las montañas de Suiza, que recubre todas las cosas en esa época dichosa en que se está a punto de salir de la infancia, cuando ese círculo, enorme, despreocupado y feliz, se va convirtiendo en un camino cada vez más estrecho, en un desfiladero en el que entramos con una mezcla de angustia y alegría, a pesar de que nos parece fascinante y luminoso... ¿Quién no ha pasado por eso?

Kitty sonreía sin decir palabra. «Pero ¿cómo habrá pasado ella por esa situación? ¡Lo que daría por conocer su historia de amor!», pensaba Kitty, recordando el aspecto nada poético de Alekséi Aleksándrovich, su marido.

–Me he enterado de algunas cosas por boca de Stiva. La felicito. El joven me ha gustado mucho —prosiguió Anna—. Coincidí con Vronski en la estación de ferrocarril.

–¡Ah! ¿Estaba allí? —preguntó Kitty, ruborizándose—. ¿Y qué es lo que le ha contado Stiva?

–Pues todo. Y no sabe cómo me alegraría. Ayer hice el viaje con la madre de Vronski —continuó—, y no dejó de hablarme de él. Es su predilecto. Ya sé lo parciales que son las madres, pero...

–¿Y qué le contó?

–¡Ah, muchas cosas! No cabe duda de que es su predilecto, pero aun así se ve que es un caballero... Por ejemplo, me contó que había querido ceder toda su fortuna a su hermano, y que siendo todavía un niño había realizado toda una hazaña: salvar a una mujer de morir ahogada. En resumidas cuentas, que es un héroe —dijo Anna, sonriendo y acordándose de los doscientos rublos que Vronski había dado en la estación.

Pero no mencionó esa anécdota. Por alguna razón, su recuerdo le causaba cierto malestar. Sentía que era algo que la concernía muy de cerca, algo que no tendría que haber sucedido.

–Me pidió encarecidamente que la visitara —prosiguió Anna—. Y para mí será un gran placer volver a ver a esa viejecita. Creo que iré mañana... bueno, gracias a Dios, Stiva lleva un buen rato en la habitación de Dolly– agregó Anna, cambiando de tema y poniéndose en pie, molesta por algo, según le pareció a Kitty.

–¡No! ¡Yo primero! ¡Yo! —gritaban los niños que, nada más terminar el té, salieron disparados hacia la habitación en la que estaba su tía Anna.

–¡Todos juntos! —exclamó ella.

Y, echándose a reír, corrió al encuentro de esa bandada de niños bulliciosos, que chillaban entusiasmados, los abrazó y los revolcó por el suelo.

 

XXI

Cuando sirvieron el té para los mayores, Dolly salió sola de su habitación. Stepán Arkádevich debía de haberse marchado por la puerta trasera.

–Temo que pases frío allí arriba —observó Dolly, dirigiéndose a Anna—. Quiero que te instales aquí. Así estaremos más cerca.

–¡Ah, por favor, no te preocupes por mí! —respondió Anna, escudriñando el rostro de Dolly en busca de señales que le permitieran averiguar si se había producido la reconciliación.

–Aquí tendrás más luz —añadió la cuñada.

–Te aseguro que duermo como un lirón en cualquier sitio.

–¿Qué pasa? —preguntó Stepán Arkádevich, saliendo de su despacho y dirigiéndose a su mujer.

Por el tono, Anna y Kitty comprendieron inmediatamente que se habían reconciliado.

–Quiero que Anna se instale abajo, pero necesitaría cambiar las cortinas. Nadie sabrá hacerlo, así que tendré que hacerlo yo misma —le contestó Dolly.

«¿Se habrán reconciliado del todo?», pensó Anna, al oír el tono frío y sereno de su cuñada.

–Ah, Dolly, deja de buscarte complicaciones —dijo Stepán Arkádevich—. Si quieres, yo me ocuparé de todo...

«Sí, seguro que se han reconciliado», pensó Anna.

–Sí, ya sé cuál es tu forma de resolver las cosas —respondió Dolly—. Le darás a Matvéi un encargo imposible de cumplir, te marcharás, y él acabará haciéndolo todo al revés —objetó Dolly, y esa sonrisa irónica que le era tan propia frunció la comisura de sus labios.

«Completa, una reconciliación completa —concluyó Anna—. ¡Gracias a Dios!», y, llena de contento por haber sido la causa de ese feliz desenlace, se acercó a Dolly y le dio un beso.

–Nada de eso. ¿Por qué nos desprecias de ese modo a Matvéi y a mí? —dijo Stepán Arkádevich, con una sonrisa apenas perceptible, dirigiéndose a su mujer.

Dolly pasó toda la tarde gastándole pequeñas bromas a su marido, como era su costumbre; éste, por su parte, se mostró contento y satisfecho, aunque trataba de refrenarse, para dar a entender que, a pesar de que le habían perdonado, no había olvidado su culpa.

Alrededor de la mesa de té se había entablado una conversación especialmente agradable y animada, pero a las nueve y media se produjo un acontecimiento en apariencia trivial, pero que, por alguna razón, a todos les pareció extraño. Hablaban de unos amigos comunes de San Petersburgo, cuando Anna de pronto se levantó.

–Tengo un retrato suyo en mi álbum —dijo—. Por cierto, voy a enseñaros a mi Seriozha —añadió con una sonrisa de orgullo maternal.

Solía darle las buenas noches a su hijo a eso de las diez, y a menudo lo acostaba ella misma antes de ir a algún baile. Por eso, al acercarse esa hora, se sintió triste de estar tan lejos de él. Cualquiera que fuera el tema que abordasen, ella seguía pensando en su hijito de cabellos rizados. Le apetecía hablar de él y contemplar su fotografía. Aprovechando la primera oportunidad, se puso en pie y, con sus andares ligeros y decididos, se fue a buscar el álbum. La escalera que conducía a su habitación partía del caldeado descansillo de la escalinata principal.

En el momento en que salía del salón, sonó la campanilla en el recibidor.

–¿Quién puede ser? —dijo Dolly.

–Es demasiado pronto para que vengan a buscarme y demasiado tarde para una visita —observó Kitty.

Probablemente vienen a traerme algún documento —terció Stepán Arkádevich.

En el momento en que Anna atravesaba el descansillo, un criado subía a toda prisa para anunciar al recién llegado, que esperaba al pie de una lámpara. Anna echó un vistazo y reconoció en el acto a Vronski. Un extraño sentimiento de miedo y alegría estremeció su corazón. Vronski estaba de pie, con el abrigo puesto, y sacaba algo del bolsillo. En el preciso instante en el que Anna llegaba a la mitad del descansillo, el joven levantó los ojos y, al verla, su rostro adoptó una expresión asustada y confusa. Anna le saludó con una ligera inclinación de cabeza y siguió su camino. A continuación se oyó el vozarrón de Stepán Arkádevich, que invitaba a su amigo a que subiera, y el tono reposado y sereno con que éste rehusaba.

Cuando Anna regresó con el álbum, Vronski ya no estaba. Stepán Arkádevich le explicó que había venido para hablar de una cena que iban a dar al día siguiente en honor de una celebridad de paso.

–Pero no ha querido entrar por nada del mundo. Qué tipo tan extraño —añadió.

Kitty se ruborizó. Pensaba que sólo ella comprendía la razón por la que Vronski había venido y se había negado a entrar. «Habrá estado en nuestra casa —pensaba—, y, al no encontrarme allí, habrá supuesto que estaba aquí. Pero no ha querido entrar por lo tarde que es y por la presencia de Anna.»

Después de intercambiar miradas en silencio, se pusieron a hojear el álbum de Anna.

No tenía nada de extraño ni de particular que alguien visitara a un amigo a las nueve y media de la noche para recabar detalles de una comida que habían planeado y no quisiera entrar en el salón; pero a todos les sorprendió ese proceder, en especial a Anna, que lo juzgó incomprensible e improcedente.

 

XXII

El baile acababa de empezar cuando Kitty y su madre subieron la gran escalera inundada de luz, repleta de flores y lacayos con pelucas empolvadas y libreas rojas. De las salas llegaba un murmullo acompasado, semejante al de una colmena. Mientras se arreglaban el peinado y el vestido delante del espejo del descansillo, entre macetas con altos arbustos, oyeron los sones delicados y precisos de los violines, que atacaban el primer vals. Un anciano vestido de paisano, que había estado acicalándose las patillas grises delante de otro espejo y que despedía un penetrante olor a perfume, se topó con ellas en la escalera y les cedió el paso, admirando, sin duda, a Kitty, a quien no conocía. Un joven imberbe, uno de esos muchachos de la alta sociedad a quienes el viejo príncipe Scherbatski llamaba «cachorros», vestido con un chaleco muy escotado, las saludó al pasar, mientras se arreglaba la corbata blanca; después de subir unos peldaños, se dio la vuelta e invitó a Kitty para la cuadrilla. Como la primera la tenía comprometida con Vronski, le concedió la segunda. Un militar, que se estaba abotonando el guante y atusándose el bigote al lado de la puerta, miró fascinado a la sonrosada Kitty.

A pesar de que el vestido, el peinado y todos los preparativos para el baile le habían costado a Kitty grandes esfuerzos y preocupaciones, entraba en la sala con total naturalidad y sencillez, con su complicado vestido de tul con forro rosa, como si todas las rosetas, encajes y demás aderezos de su atavío no le hubiesen costado ni a ella ni a los suyos un solo minuto de atención, como si hubiera nacido con ese vestido de tul, con esos encajes, con ese peinado alto, rematado por una rosa con dos hojas.

Antes de entrar en la sala, la vieja princesa quiso arreglarle el cinturón del vestido, que se le había enredado, pero Kitty retrocedió unos pasos. Sabía que todo le iba a las mil maravillas y que no era necesario retocar nada.

Era uno de esos días en que todo le salía a la perfección. El vestido no le molestaba en ninguna parte, la berta de encaje estaba en su sitio, las losetas no se habían chafado ni descosido, sus zapatitos rosas de tacón alto y curvado, lejos de apretarle, parecían acariciar su pie. Las espesas trenzas de cabellos rubios se sostenían sobre su cabeza como si fueran naturales. Los tres botones de los guantes largos, que se ajustaban a sus brazos, se habían abrochado sin desgarrarse ni perder la forma. La cinta de terciopelo negro de su medallón le ceñía el cuello con especial encanto. Esta cinta era tan delicada que ya en casa, cuando se contempló en el espejo, le pareció que casi hablaba. Podía albergar alguna duda sobre el resto de su atavío, pero esa cinta era una preciosidad. Kitty sonrió también ahora, cuando la vio reflejada en uno de los espejos de la sala. En sus hombros y brazos desnudos sentía esa frialdad del mármol que tanto le gustaba. Sus ojos brillaban; consciente de su atractivo, no podía evitar que una sonrisa asomara a sus rojos labios. Apenas había tenido tiempo de entrar en la sala y acercarse a un colorido grupo de señoras cubiertas de gasas, cintas y encajes, que esperaban a que las sacasen a bailar (Kitty nunca había tenido necesidad de pasar mucho tiempo en esa compañía), cuando la invitó a bailar el vals nada menos que el caballero de mayor jerarquía en las artes de la danza, Yegórushka Korsunski, célebre director de bailes y maestro de ceremonias, hombre casado, apuesto y de buena figura. Acababa de dejar a la condesa Bónina, con quien había dado los primeros pasos del vals, y estaba supervisando su dominio, es decir, a las pocas parejas que bailaban, cuando vio entrar a Kitty. Sin perder un instante, se acercó a ella con ese paso desenvuelto tan propio de los directores de baile y, sin solicitar siquiera su consentimiento, la saludó con una reverencia y alargó el brazo para rodear su esbelto talle. Kitty miró a su alrededor, buscando a alguien a quien poder confiar su abanico; al final, la dueña de la casa lo cogió con una sonrisa.

–Me alegro de que haya llegado puntual —dijo él, rodeándole el talle con el brazo—. No entiendo esa costumbre de llegar tarde.

Doblando el brazo izquierdo, Kitty apoyó la mano en su hombro, y sus piececitos, embutidos en sus zapatos de color rosa, se movieron rápidos, ligeros y rítmicos por el parqué encerado, siguiendo el compás de la música.

–Es un descanso bailar con usted —dijo Korsunski, mientras daban los primeros pasos lentos del vals—. ¡Una maravilla! ¡Qué encanto! ¡Qué précision! —añadió, repitiendo las palabras que decía a casi todas sus buenas conocidas.

Kitty sonrió al oír el elogio y siguió examinando la sala por encima del hombro de su compañero. No era una de esas muchachas recién presentadas en sociedad que acaba fundiendo todos los rostros en una impresión mágica, ni tampoco una de esas habituales de los bailes a quien todos los asistentes, demasiado conocidos, sólo inspiran aburrimiento. Kitty se encontraba entre esos dos extremos. Por muy emocionada que estuviera, era capaz de dominarse lo bastante para prestar atención a cuanto la rodeaba. En el rincón de la izquierda se había reunido lo más granado de la sociedad. Allí estaba la esposa de Korsunski, la hermosa Lidie, con un escote de escándalo, acompañada de la dueña de la casa y de Krivin, con su calva reluciente, siempre en busca de las mejores compañías. Los jóvenes miraban en esa dirección, sin atreverse a acercarse. Kitty descubrió también a Stiva y luego la encantadora figura y la cabeza de Anna, que llevaba un vestido de terciopelo negro. También élestaba allí. No lo había vuelto a ver desde la velada en que rechazó a Levin. Con sus ojos de présbita lo reconoció en el acto y hasta pudo advertir que la estaba mirando.

–¿Qué, damos una vuelta más? ¿No está usted cansada? —dijo Korsunski, jadeando un poco.

–No, gracias.

–¿Adonde quiere que la lleve?

–Me parece que la señora Karénina está allí... Acompáñeme.

–Como guste.

Korsunski, ralentizando el paso, pero sin dejar de bailar, se dirigió hacia el grupo de la izquierda, repitiendo una y otra vez: « Pardon, mesdames, pardon, pardon, mesdames». Maniobrando entre un mar de encajes, tules y cintas, sin enganchar una sola pluma, dio una vuelta con su pareja, cuyas delgadas piernas con medias transparentes quedaron al descubierto, mientras la cola de su vestido se abría como un abanico y cubría las rodillas de Krivin. Korsunski saludó, se arregló la ancha pechera y ofreció el brazo a Kitty para llevarla hasta Anna Arkádevna. Kitty, ruborizada, apartó la cola de su vestido de las rodillas de Krivin y, un poco mareada, miró a su alrededor, buscando a Anna, que no llevaba un vestido color lila, como tanto había deseado Kitty, sino de terciopelo negro, muy escotado, que dejaba al descubierto sus hombros llenos, que parecían tallados en marfil antiguo, su pecho y sus torneados brazos, con sus pequeñas y delicadas manos. Todo su vestido estaba guarnecido de guipur de Venecia. En medio de sus cabellos morenos, sin ningún postizo, destacaba una pequeña guirnalda de pensamientos, y otra igual engalanaba la cinta negra del talle, entre blancos encajes. Su peinado no tenía nada de particular, más allá de los rebeldes mechones rizados que se le escapaban una y otra vez sobre la nuca y las sienes, y que en cierto modo le servían de adorno. En su cuello firme y bien formado resplandecía un hilo de perlas.


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