Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–No, me marcho.
–¿Adonde?
–Al campo, a casa de mi hermano —respondió Serguéi Ivánovich.
–Entonces verá a mi mujer. Le he escrito, pero, como usted la verá antes, haga el favor decirle que ha hablado conmigo y que todo está all right. Ella lo entenderá. En cualquier caso, tenga la amabilidad de decirle que me han nombrado miembro de la comisión conjunta... Bueno, ya lo entenderá. Ya sabe usted, les petites misères de la vie 203—le dijo a la princesa, como disculpándose—. La princesa Miágkaia, no Liza, sino Bibiche, envía mil fusiles y doce enfermeras. ¿No se lo he dicho?
–Sí, algo he oído —respondió Kóznishev de mala gana.
–¡Qué pena que se marche usted! —exclamó Stepán Arkádevich—. Mañana damos una comida a dos amigos que parten como voluntarios: Dimer-Bartnianski, de San Petersburgo, y nuestro Grisha Veselovski. Ambos se marchan. Veselovski se ha casado hace poco. ¡Es todo un valiente! ¿No es verdad, princesa?
Ésta, sin responder, se quedó mirando a Kóznishev. El hecho de que tanto ella como Serguéi Ivánovich parecieran querer librarse de él no turbaba lo más mínimo a Stepán Arkádevich, que, sin dejar de sonreír, miraba la pluma del sombrero de la princesa o apartaba la vista, como intentando recordar alguna cosa. Al ver pasar a una señora con una hucha, la llamó e introdujo un billete de cinco rublos.
–Es superior a mis fuerzas: mientras tenga dinero en el bolsillo, no dejaré de contribuir —dijo—, ¿Y qué le parece el telegrama de hoy? ¡Menudo valor tienen esos montenegrinos!
–¡Qué me dice! —exclamó, cuando la princesa le informó de que Vronski viajaba en ese tren. Por un instante el rostro de Stepán Arkádevich expresó tristeza, pero, al cabo de un minuto, cuando, atusándose las patillas, entró con sus pasos saltarines en la sala en la que se encontraba Vronski, Stepán Arkádevich ya se había olvidado por completo de sus desesperados sollozos ante el cadáver de su hermana y sólo veía en Vronski a un héroe y a un antiguo amigo.
–Hay que hacerle justicia, a pesar de todos sus defectos —dijo la princesa a Serguéi Ivánovich en cuanto Oblonski se apartó de ellos—. ¡Un ruso de los pies a la cabeza, un temperamento típicamente eslavo! Lo único que temo es que a Vronski le disgustará verlo. Pueden decir lo que quieran, pero a mí me conmueve el destino de ese hombre. Hable con él durante el viaje —añadió.
–Lo haré, si se presenta la ocasión.
–Nunca me ha caído bien. Pero el detalle que ha tenido compensa muchas cosas. No sólo es que él mismo parta como voluntario, sino que el escuadrón que lleva lo ha pagado de su propio bolsillo.
–Eso me han dicho.
Sonó la campanilla. Todos se abalanzaron sobre las puertas.
–¡Ahí está! —exclamó la princesa, señalando a Vronski, que iba del brazo de su madre, ataviado con un abrigo largo y un sombrero negro de ala ancha. A su lado Oblonski comentaba alguna cosa con animación.
Vronski, con el ceño fruncido, miraba al frente como si no oyera lo que Stepán Arkádevich estaba diciendo.
De pronto, probablemente por indicación de Oblonski, se volvió hacia donde estaban la princesa y Serguéi Ivánovich, y se descubrió en silencio. Su rostro envejecido y marcado por el sufrimiento parecía petrificado.
Una vez en el andén, Vronski dejó pasar a su madre y desapreció en silencio en un compartimento del vagón.
Se oían los acordes de Dios salve al zar 204seguidos de hurras y vivas. Uno de los voluntarios, un joven muy alto con el pecho hundido, saludaba con especial entusiasmo, agitando el sombrero de fieltro y un ramo de flores por encima de la cabeza. Por detrás asomaban dos oficiales, que también saludaban, y un hombre maduro de espesa barba con una gorra manchada de grasa.
III
Tras despedirse de la princesa, Serguéi Ivánovich, acompañado de Katavásov, que se había acercado, entró en un vagón atestado, y el tren arrancó.
En la estación de Tsaritsin el tren fue recibido por un armonioso coro de jóvenes, que cantaban Gloria a Ti. Los voluntarios volvieron a saludar, sacando la cabeza por la ventanilla, pero Serguéi Ivánovich no les prestó atención. Había tratado tanto con los voluntarios que los conocía bien y ya no le interesaban. Katavásov, en cambio, embebido en sus ocupaciones científicas, no había tenido ocasión de observarlos, y ahora mostraba un vivo interés y no paraba de hacerle preguntas a Serguéi Ivánovich.
Éste le aconsejó que pasara a un vagón de segunda clase y hablara personalmente con ellos. En la siguiente estación Katavásov siguió su consejo.
En cuanto el tren se detuvo, cambió de vagón y trabó conocimiento con los voluntarios. Iban sentados en un rincón, charlando ruidosamente, conscientes, sin duda, de que la atención de los pasajeros y de Katavásov, que acababa de entrar, estaba concentrada en ellos. El que hablaba más fuerte era el joven alto del pecho hundido. Por lo visto, estaba borracho y contaba un incidente que le había sucedido en su escuela. Enfrente de él iba sentado un oficial ya maduro con una guerrera militar austriaca del uniforme de la Guardia. Escuchaba al muchacho con una sonrisa en los labios y trataba de hacerlo callar. A su lado, sentado en un baúl, había un tercer voluntario, con uniforme de artillería. Un cuarto voluntario dormía.
Katavásov entabló conversación con el joven y se enteró de que era un rico comerciante moscovita que había dilapidado un gran patrimonio antes de cumplir los veintidós años. A Katavásov no le gustó porque era afeminado, mimado, de salud endeble. Por lo visto, estaba convencido, sobre todo ahora que estaba borracho, de que llevaba a cabo un acto de heroísmo y se jactaba de un modo bastante desagradable.
El segundo, un oficial retirado, también le causó una impresión desagradable. Se veía que era un hombre que había pasado por todo. Había trabajado en el ferrocarril, había sido administrador, había dirigido fábricas, y hablaba de todo ello sin que viniera a cuento, empleando sin ninguna necesidad palabras rebuscadas.
En cambio, el artillero le cayó muy bien. Era un hombre modesto y pacífico, que parecía intimidado por los conocimientos del oficial retirado y la heroica abnegación del comerciante, y que no decía nada de sí mismo. Cuando Katavásov le preguntó qué razones le habían inducido a marcharse a Serbia como voluntario, respondió con humildad:
–Pues porque se van todos. Hay que ayudar a los serbios. Dan pena.
–Sí, y andan especialmente escasos de artilleros como usted —dijo Katavásov.
–No he servido mucho tiempo en artillería. Puede que me destinen a infantería o caballería.
–¿Cómo van a destinarle a caballería cuando lo que más se necesitan son artilleros? —preguntó Katavásov, suponiendo, por la edad del artillero, que debía de tener una graduación bastante alta.
–No he servido mucho en la artillería; soy un junker 205retirado —respondió, y se puso a explicarle por qué no había superado el examen.
Todo eso, en conjunto, produjo en Katavásov una impresión desagradable. Cuando los voluntarios se apearon en la estación para tomar un trago, quiso compartir con alguien esa opinión desfavorable. Un viejecito vestido con capote militar había escuchado la conversación de Katavásov con los voluntarios. Una vez que se quedaron solos, Katavásov le dirigió la palabra:
–Sí, qué distinta es la condición de estos hombres que marchan al frente —dijo de manera vaga, deseando expresar su opinión y al mismo tiempo enterarse de la del viejecito.
Éste era un militar que había participado en dos campañas. Sabía lo que era un militar y, por el aspecto y la manera de hablar de esos señores, así como por la afición que mostraban a la botella, los consideraba malos soldados. Además, vivía en una capital de provincia, y le habría gustado contarle a Katavásov que de su ciudad había partido como voluntario un soldado retirado, borracho y ladrón, a quien nadie contrataba como trabajador. Pero, sabiendo por experiencia que, dado el estado de ánimo que reinaba en la sociedad, resultaba peligroso expresar una opinión contraria a la general, y, sobre todo, criticar a los voluntarios, se puso también a la defensiva.
–Pues sí, allí necesitan hombres. He oído que los oficiales serbios no sirven para nada.
–Ah, sí, pero éstos serán unos soldados excelentes —replicó Katavásov, con ojos risueños.
Se pusieron a hablar de las últimas noticias recibidas, y ambos ocultaron lo sorprendidos que estaban de que se esperase una batalla para el día siguiente cuando, según las últimas informaciones, se había vencido a los turcos en todos los frentes. Y se separaron sin que ninguno de los dos hubiese expresado su opinión.
Cuando regresó a su vagón, Katavásov le contó a Serguéi Ivánovich la impresión que le habían producido los voluntarios, pero lo hizo faltando a la verdad, dando a entender que eran unos muchachos excelentes.
En la primera capital de distrito en la que se detuvo el tren, los voluntarios fueron recibidos de nuevo con cantos y gritos. Volvieron a aparecer hombres y mujeres con huchas, señoras que ofrecían ramos de flores a los voluntarios y los acompañaban a la cantina. Pero todo en menores proporciones y con menos entusiasmo que en Moscú.
IV
Durante la parada del tren en esa capital de provincia, Serguéi Ivánovich, en lugar de dirigirse a la cantina, se puso a dar vueltas arriba y abajo por el andén.
Al pasar por primera vez por delante del compartimento de Vronski, advirtió que la cortina de la ventanilla estaba echada. Pero, al pasar por segunda vez, vio al lado de la ventanilla a la vieja condesa, que le hizo señas para que se acercara.
–Voy a acompañar a mi hijo hasta Kursk —dijo.
–Sí, eso me han dicho —replicó Serguéi Ivánovich, deteniéndose al pie de la ventana y echando un vistazo en el interior del compartimento—, ¡Qué rasgo tan noble por su parte! —añadió, después de cerciorarse de que Vronski no estaba allí.
–Sí, después de su desgracia, ¿qué otra cosa podía hacer?
–¡Qué suceso tan horrible! —exclamó Serguéi Ivánovich.
–¡Ah, no se imagina usted lo que he sufrido! Pero haga el favor de entrar... ¡Ah, lo que he sufrido! —repitió, una vez que Serguéi Ivánovich subió y se sentó a su lado—. ¡No puede usted imaginárselo! Se pasó seis semanas sin hablar con nadie, y sólo comía cuando se lo suplicaba. No podíamos dejarlo solo ni un momento. Tuvimos que quitarle todos los objetos con los que habría podido matarse. Vivíamos en la planta baja, pero aun así teníamos que estar pendientes de él todo el tiempo. Ya sabe usted que una vez se pegó un tiro por culpa de ella —dijo la anciana, frunciendo las cejas al recordarlo—. Sí, ha acabado como se merece acabar una mujer así. Hasta para morir eligió una solución vil y repugnante.
–No nos corresponde a nosotros juzgar, condesa —dijo Serguéi Ivánovich con un suspiro—, pero entiendo lo duro que ha debido de ser para usted.
–¡Ah, no me hable! Estaba pasando una temporada en mi finca y mi hijo vino a verme. Le trajeron una nota. Él escribió la respuesta y la envió. No sabíamos nada, pero ella estaba ya en la estación. Por la noche, apenas me había retirado a mi habitación cuando Mary entró para decirme que una señora se había arrojado debajo del tren en la estación. ¡Fue como si me hubieran dado un golpe! Comprendí que se trataba de ella. Lo primero que dije fue que no se lo comunicaran a él. Pero ya se lo habían dicho. Su cochero estaba allí y lo había visto todo. Cuando entré corriendo en su habitación, estaba fuera de sí. Daba miedo mirarlo. Sin pronunciar palabra, partió al galope para la estación. No sé lo que pasaría allí, pero lo trajeron medio muerto. Casi no lo reconocía. Postration complète, decía el médico. Luego entró en un estado de frenesí. ¡Ah, para qué hablar! —exclamó la condesa, haciendo un gesto con la mano—. ¡Qué días más horribles! No, diga usted lo que quiera, pero era una mala mujer. ¿A qué vienen esas pasiones desesperadas? Todo para demostrar algo especial. Pues ya ve usted lo que ha demostrado. Ha acabado con su vida y ha destrozado a dos hombres extraordinarios: su marido y mi desdichado hijo.
–¿Y cómo está su marido?
–Se ha hecho cargo de la niña. Al principio Aliosha 206se mostró conforme con todo. Pero ahora se arrepiente muchísimo de haber confiado su propia hija a un extraño. No obstante, ha dado su palabra, así que no puede echarse atrás. Karenin vino al entierro. Pero intentamos que no coincidiera con Aliosha. En cualquier caso, para él, para el marido, todo es más llevadero. Ha quedado libre. Pero mi pobre hijo lo había sacrificado todo por ella. Lo abandonó todo: abandonó su carrera, me abandonó a mí, y aun así no tuvo compasión de él. Lo ha destrozado por completo, y además de manera deliberada. No, diga usted lo que quiera, pero ha muerto como una mujer vil y sin religión. Que Dios me perdone, pero, al ver la ruina en que se ha convertido mi hijo, no puedo por menos de maldecir su memoria.
–¿Y cómo se encuentra ahora?
–Dios nos ha ayudado con esta guerra en Serbia. Yo ya soy muy mayor y no entiendo nada de estas cosas, pero le digo que es algo que Dios le ha enviado. Naturalmente, como madre, estoy aterrada; y, sobre todo, parece que ce n'est pas tres bien vu a Petersbourg. 207Pero ¡qué le vamos a hacer! Sólo algo así puede reanimarle. Su amigo Yashvín lo perdió todo y decidió marcharse a Serbia. Pero antes vino a ver a Alekséi y le convenció para que le acompañase. Ahora se ha interesado en todo este asunto. Haga el favor de hablar con él. ¡Me gustaría tanto que se distrajera! Está muy triste. Y, por si fuera poco, le duelen las muelas. Se alegrara mucho de verle. Haga el favor de hablar con él. Hable con él, se lo ruego. Está paseando por allí.
Serguéi Ivánovich dijo que lo haría con mucho gusto y pasó al otro lado del tren.
V
Envuelto en la oblicua sombra que proyectaban a la luz de la tarde los sacos apilados en el andén, Vronski, con su capote largo, el sombrero sobre los ojos, las manos en los bolsillos, se paseaba como una fiera enjaulada, volviéndose bruscamente cada veinte pasos. Cuando Serguéi Ivánovich se acercó, tuvo la impresión de que Vronski fingía no verlo, pero no concedió la menor importancia a ese detalle. Tratándose de él, estaba dispuesto a pasarlo todo por alto.
A ojos de Serguéi Ivánovich, Vronski era en esos momentos un adalid importante de una gran causa y consideraba su deber animarle y manifestarle su apoyo. Se acercó a él.
Vronski se detuvo, se lo quedó mirando, lo reconoció, dio unos pasos hacia él y le estrechó con mucha fuerza la mano.
–Es posible que no tenga usted ganas de verme —dijo Serguéi Ivánovich—, pero ¿no podría serle útil de alguna manera?
–Es usted la persona a quien menos me disgusta ver —respondió Vronski—. Perdóneme. Pero los placeres de la vida han acabado para mí.
–Lo entiendo, por eso quería ofrecerle mis servicios —dijo Serguéi Ivánovich, examinando el rostro de Vronski, con huellas evidentes de dolor—. ¿No le vendría bien una carta para Ristich o para Milán? 208
–¡Oh, no! —exclamó Vronski, como si le costara trabajo entender lo que le estaban diciendo—. Si no le importa, demos un paseo. En los vagones se ahoga uno. ¿Una carta? Muchas gracias, pero no. Para morir no se necesitan recomendaciones. A menos que sean para los turcos... —añadió, sonriendo sólo con los labios. Los ojos seguían mostrando una expresión de airado sufrimiento.
–Sin embargo, ya que no puede evitar usted esa clase de contactos, ¿no le facilitaría las cosas poner sobre aviso a quien corresponda? En cualquier caso, como usted quiera. Me alegré mucho cuando me enteré de su decisión. Se ha criticado mucho a los voluntarios, pero la participación de usted los rehabilitará ante la opinión pública.
–Soy un hombre valioso para la causa porque la vida no tiene la menor importancia para mí —dijo Vronski—. Sé que aún me quedan energías suficientes para atacar una formación enemiga y desbaratarla o morir en el intento. Me alegro de haber encontrado un ideal al que sacrificar una vida que, además de no necesitar, se me ha vuelto odiosa. Ojalá pueda servirle a alguien —añadió, haciendo un movimiento de impaciencia con la mandíbula, motivado por el incesante dolor de muelas, que le impedía incluso hablar con la expresión que habría querido.
–Le auguro que va a renacer usted a una nueva vida —dijo Serguéi Ivánovich, conmovido—. Liberar a nuestros hermanos del yugo que les oprime es una causa digna de la muerte y de la vida. Que Dios le conceda éxito en las cosas del mundo y paz en las del alma —concluyó, tendiéndole la mano.
Vronski se la estrechó con fuerza.
–Sí, como instrumento aún puedo servir para algo, pero como hombre no soy más que una ruina —dijo, separando mucho las palabras.
El espantoso dolor de muelas, que le llenaba de saliva la boca, le impedía hablar. Guardó silencio y se quedó mirando las ruedas de un ténder que se deslizaba con suavidad y lentitud por la vía.
Y de pronto un sentimiento completamente distinto, no de dolor, sino más bien una suerte de angustioso desasosiego interior, le hizo olvidarse de las muelas. La visión de ese ténder y de esa vía, bajo la influencia de la conversación con un conocido al que no había vuelto a ver desde su desgracia, le trajo a la cabeza el recuerdo de Anna, es decir, de lo que quedaba de ella cuando entró corriendo como un loco en la caseta de la estación: sobre una mesa, el cuerpo ensangrentado, en el que hacía poco aleteaba la vida, tendido impúdicamente en medio de desconocidos; la cabeza intacta, echada hacia atrás, con las espesas trenzas y los cabellos rizados en las sienes, y en el rostro encantador, con la purpúrea boca entreabierta, una expresión extraña y lastimosa en los labios y horrible en los ojos inmóviles y sin cerrar, como si estuviera pronunciando esas palabras terribles que le había dicho durante su última discusión: «Se arrepentirá usted».
Y trató de recordarla tal como era cuando la vio por primera vez, también en una estación: misteriosa, fascinante, afectuosa, buscando y repartiendo felicidad, no esa mujer cruel y vengativa en que se había convertido en los últimos tiempos. Trató de recordar sus mejores momentos con ella, pero estaban envenenados para siempre. Sólo podía imaginársela triunfante, después de haber cumplido su amenaza de castigarle con un remordimiento tan innecesario como imperecedero. Dejó de sentir el dolor de muelas, y los sollozos le contrajeron el rostro.
Después de pasar dos veces en silencio por las inmediaciones de los sacos, Vronski logró dominarse y se dirigió con calma a Serguéi Ivánovich:
–¿No se ha recibido ningún otro telegrama después del de ayer? Sí, los han derrotado por tercera vez, pero se espera para mañana una batalla decisiva.
Y, después de referirse a la proclamación de Milan como rey y a las enormes consecuencias que podía tener este hecho, se separaron tras la segunda llamada, dirigiéndose cada uno a su vagón.
VI
Como no sabía cuándo podría salir de Moscú, Serguéi Ivánovich no había telegrafiado a su hermano para que alguien fuera a recogerle. Levin no estaba en casa cuando, pasadas ya las once, Katavásov y Serguéi Ivánovich, negros de polvo, se presentaron en la escalinata de la casa de Pokróvskoie en un coche que habían alquilado en la estación. Kitty, que estaba en el balcón con su padre y su hermana, reconoció a su cuñado y bajó corriendo para recibirlo.
–¿Cómo no le da vergüenza no habernos avisado? —dijo, tendiéndole la mano a Serguéi Ivánovich y ofreciéndole la frente para que se la besara.
–Hemos llegado de maravilla y no les hemos molestado —respondió Serguéi Ivánovich—. Estoy tan cubierto de polvo que me da miedo tocarla. He estado tan ocupado que no sabía cuándo podría escaparme. Siguen ustedes como siempre —añadió sonriendo—, gozando de una felicidad tranquila en este remanso que está al abrigo de todas las corrientes. Nuestro amigo Fiódor Vasílevich por fin se ha decidido a acompañarme.
–No soy ningún negro. Cuando me lave, volveré a parecer una persona —dijo Katavásov con ese tono zumbón que solía emplear, mientras le alargaba la mano y esbozaba una sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes, particularmente brillantes en su rostro ennegrecido.
–Kostia se alegrará mucho. Ha ido a la granja. Ya tendría que haber vuelto.
–Siempre ocupado con las tareas de la finca. La verdad es que esto es un remanso de paz —dijo Katavásov—. Y nosotros, en la ciudad, no nos ocupamos de otra cosa que de la guerra en Serbia. ¿Cómo ve las cosas nuestro amigo? Seguro que tiene una opinión distinta a la de los demás.
–No, piensa lo mismo que todos —replicó Kitty, mirando con cierta turbación a Serguéi Ivánovich—. Voy a mandar a alguien en su busca. Mi padre está con nosotros. Ha regresado hace poco del extranjero.
Y, después de ordenar que avisaran a su marido, de indicar dónde podían lavarse los invitados, uno en el despacho y otro en la habitación que había ocupado Dolly, y de encargar el desayuno para ellos, aprovechando la libertad de movimientos de que había estado privada durante el embarazo, entró corriendo en el balcón.
–Son Serguéi Ivánovich y el profesor Katavásov —dijo.
–¡Lo que nos faltaba con este calor! —replicó el príncipe.
–No, papá, es muy simpático, y Kostia le quiere mucho —dijo Kitty con una sonrisa, como suplicando algo, cuando advirtió la expresión irónica de su padre.
–Pero si no he dicho nada.
–Vete a verlos, querida, y entretenlos un rato —añadió Kitty, dirigiéndose a su hermana—. Han visto a Stiva en la estación. Dicen que está bien. Voy a ir a ver a Mitia. 209No le he dado el pecho al pobre desde el desayuno. Seguro que se ha despertado y está llorando. —Y, sintiendo que la leche le afluía al pecho, se dirigió rápidamente a la habitación del niño.
No es que lo hubiera adivinado (su vínculo con el niño aún no se había roto), sino que estaba segura: la afluencia de leche le indicaba que el niño tenía que comer.
Aún antes de llegar a la habitación, sabía que el niño estaría llorando. Y así era. Al oír sus gritos, apretó el paso. Pero, cuanto más rápido iba, más fuerte se hacía el llanto. Era la voz normal de un niño sano, hambriento e impaciente.
–¿Hace mucho que llora, aya? —preguntó apresuradamente, sentándose en una silla y preparándose para darle el pecho—. Démelo en seguida. ¡Ah, aya, qué pesada es usted! ¡Ya tendrá tiempo de atarle el gorrito más tarde!
El niño se ahogaba de tanto llorar.
–Así no se pueden hacer las cosas, madrecita —replicó Agafia Mijáilovna, que ahora se pasaba casi todo el tiempo en la habitación del niño—. Hay que arreglarlo como es debido. ¡Ba, ba, ba! —le cantaba, sin hacer caso a la madre.
El aya le entregó el niño a Kitty. Agafia Mijáilovna la siguió con una expresión de serena ternura.
–¡Me conoce! ¡Me conoce! Se lo juro por Dios, madrecita Katerina Aleksándrovna. ¡Me ha reconocido! —gritaba Agafia Mijáilovna más fuerte que el niño.
Pero Kitty no la escuchaba. Cuanto más se impacientaba el niño, más se impacientaba ella.
Esa misma impaciencia fue la causa de que tardaran tanto en arreglarlo todo. El niño no agarraba bien el pecho y se irritaba.
Por fin, después de un grito desesperado, que casi le dejó sin aliento, y de otro intento fallido, encontró lo que buscaba, y tanto la madre como él se calmaron y se aquietaron al mismo tiempo.
–Está todo cubierto de sudor, el pobre —dijo Kitty en un susurro, tocando al niño—. ¿Y por qué cree usted que la ha reconocido? —añadió, mirando de soslayo los ojos del niño, tapados por el gorrito, en los que le parecía entrever una mirada maliciosa, las mejillas que se hinchaban regularmente y las manitas de palmas rojizas, con las que hacía movimientos circulares—, ¡No puede ser! De haber reconocido a alguien, me habría reconocido a mí —dijo Kitty, en respuesta a la afirmación de Agafia Mijáilovna, y sonrió.
Sonreía porque, aunque decía que no podía reconocer a nadie, en el fondo de su corazón sabía que no sólo reconocía a Agafia Mijáilovna, sino que lo sabía y lo comprendía todo; que sabía y comprendía muchas cosas que nadie sabía y que ella, su madre, sólo había llegado a comprender gracias a él. Para Agafia Mijáilovna, para el aya, para el abuelo e incluso para su padre, Mitia era un ser vivo que únicamente requería cuidados materiales. Pero para la madre hacía mucho tiempo que era una criatura dotada de facultades morales, con la que le unía ya toda una historia de relaciones espirituales.
–Cuando se despierte, si Dios quiere, lo verá usted con sus propios ojos. En cuanto le hago así, se pone todo contento, mi tesoro. Y resplandece como un día de sol —decía Agafia Mijáilovna.
–Bueno, bueno, de acuerdo, ya lo veremos —susurró Kitty—. Ahora váyase. Se está quedando dormido.
VII
Agafia Mijáilovna salió de puntillas. El aya corrió las cortinas, sacudió el velo de muselina que cubría la cuna para protegerla de las moscas, echó a un moscardón que zumbaba en la ventana y se sentó, abanicando a la madre y al niño con una rama seca de abedul.
–¡Ah, qué calor hace! ¡Qué calor! Ojalá nos mandara Dios un poco de lluvia —exclamó.
–Sí, sí. Chis... —se limitó a responder Kitty, meciéndose suavemente y apretando con ternura el rollizo bracito, como apretado por un hilo a la altura de la muñeca, que Mitia agitaba débilmente, tan pronto abriendo como cerrando los ojos. Ese bracito tentaba a Kitty: le habría gustado cubrirlo de besos, pero no se atrevía a hacerlo por temor a despertar al niño. Por fin, el bracito dejó de moverse y los ojos se cerraron. Sólo de vez en cuando, mientras seguía mamando, alzaba sus largas pestañas curvas y miraba a su madre con sus ojos húmedos, que en esa semipenumbra parecían negros. El aya dejó de abanicarlos y se quedó traspuesta. Desde la planta de arriba llegaba la voz tonante del viejo príncipe y las carcajadas de Katavásov.
«Por lo visto, han entablado conversación sin necesidad de que yo esté presente —pensó Kitty—. De todas formas, es una pena que no esté Kostia. Probablemente ha vuelto a pasarse por las colmenas. Aunque me apena que vaya allí tan a menudo, reconozco que le viene bien. Así se distrae. Ahora lo noto más alegre y de mejor humor que en primavera. Estaba tan desanimado y se atormentaba tanto que empecé a preocuparme por él.»
–¡Y qué gracioso es! —murmuró con una sonrisa.
Sabía qué era lo que atormentaba a su marido: su falta de fe. Si le hubieran preguntado si creía que su marido se condenaría en la otra vida por su incredulidad, habría respondido que sí, pero de todos modos esa incredulidad no la hacía desdichada. Aunque reconocía que no podía haber salvación para los no creyentes y aunque amaba a su marido más que a nadie en el mundo, no podía dejar de sonreír cuando pensaba en su incredulidad y se decía que era gracioso.
«¿Para qué se habrá pasado todo el año leyendo esos libros de filosofía? —se preguntaba—. Si en esos libros se aclaran todas esas cosas, lo entenderá. Pero, si lo que dicen es mentira, ¿para qué molestarse en leerlos? Él mismo dice que le gustaría creer. Entonces, ¿por qué no cree? Seguramente porque piensa demasiado. Y piensa demasiado por culpa de la soledad. Está todo el tiempo solo. Y estas cosas no puede hablarlas con nosotros. Seguro que se alegra de la llegada de su hermano y de Katavásov, sobre todo de este último. Le gusta discutir con él —pensó, y acto seguido se preguntó dónde sería mejor que durmiera Katavásov, con Serguéi Ivánovich o en otra habitación. Y se le pasó por la cabeza una idea que le hizo estremecerse de inquietud e incluso sobresaltó a Mitia, que la miró con aire severo—. Temo que la lavandera aún no haya traído la ropa blanca y que les pongan a los invitados sábanas usadas. Si no doy las órdenes oportunas, Agafia Mijáilovna pondrá en la cama de Serguéi Ivánovich sábanas sucias.» Sólo de pensarlo, la sangre le afluyó a las mejillas.
«Sí, tengo que ir a ver —decidió, y, volviendo a sus reflexiones anteriores, recordó que se había interrumpido en una cuestión importante relativa al alma, y se preguntó qué podría ser—. ¡Ah, sí! Kostia no cree —se dijo, de nuevo con una sonrisa—. ¡Vale, no cree! Pero más vale que siga siendo así que como madame Stahl o como quería ser yo cuando vivía en el extranjero. No, él no es capaz de fingir.»
Y se representó con todo detalle un rasgo reciente de su bondad. Hacía dos semanas Dolly había recibido una carta de su marido en la que se mostraba arrepentido y le suplicaba que salvara su honor, vendiendo su finca para saldar las deudas que había contraído. Dolly estaba desesperada, se debatía entre el odio, el desprecio y la compasión a su marido, y acariciaba la idea de separarse y negarle lo que le pedía. Pero acabó consintiendo en vender una parte de la hacienda. Kitty recordó, con una sonrisa involuntaria de ternura, la confusión de su marido, sus torpes y repetidos intentos de abordar esa cuestión y el modo en que acabó encontrando la única solución para ayudar a Dolly sin ofenderla: proponer a Kitty que le cediera su parte de la hacienda, algo que a ella misma no se le había ocurrido.
«¿Qué clase de incrédulo es? ¡Con ese corazón que tiene, con ese temor de ofender a cualquiera, incluso a un niño! Lo da todo para los demás y no se queda nada para él. Serguéi Ivánovich piensa que Kostia tiene la obligación de ser su administrador. Y también su hermana. Y ahora Dolly y sus hijos también están bajo su tutela. Y a eso hay que añadir todos esos campesinos que vienen a verlo a diario, como si estuviera obligado a servirlos.»
–Ojalá seas como tu padre, sólo como él —dijo, entregándole el niño al aya, no sin antes rozarle la mejilla con los labios.
VIII
Desde el momento en que Levin vio morir a su querido hermano y analizó por primera vez la cuestión de la vida y de la muerte a la luz de sus nuevas convicciones, como las llamaba él, que de manera imperceptible, en el período comprendido entre los veinte y los treinta y cuatro años de edad, habían sustituido a las creencias de su infancia y adolescencia, se sintió horrorizado, no tanto de la muerte como de la vida, ya que no tenía la menor idea de lo que era, de dónde venía, cuál era su razón de ser y para qué servía. El organismo, su destrucción, la indestructibilidad de la materia, la ley de la conservación de la energía, la evolución: ésas eran las palabras que habían sustituido a su fe de antaño. Estos términos, así como los conceptos vinculados a ellos, eran muy interesantes desde el punto de vista intelectual, pero no servían de mucha ayuda para comprender la vida.