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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–En absoluto —dijo Levin con aire sombrío, en el momento en que llegaban a la casa.

Delante de la entrada había un coche con sólidos refuerzos de hierro y cuero, uncido a un caballo bien cebado, con anchos arneses, en el que descansaba el administrador de Riabinin, un individuo sanguíneo, con el cinturón muy apretado, que también hacía las veces de cochero. Su amo en persona ya había entrado en la casa, y se encontró con los amigos en el vestíbulo. Era un hombre alto y enjuto, de mediana edad, mentón rasurado y prominente, bigote, ojos saltones y turbios. Vestía una levita larga de color azul, con botones en la parte baja de la espalda, y unas botas altas, arrugadas en los tobillos y lisas a la altura de las pantorrillas, con unos gran des chanclos por encima. Se enjugó el rostro con un pañuelo y, cruzando se la levita, que ya sin eso le quedaba muy bien, saludó con una sonrisa a los recién llegados y tendió la mano a Stepán Arkádevich, como si quisiera atrapar alguna cosa.

–Ya ha llegado usted. Estupendo —dijo Stepán Arkádevich, dándole la mano.

–Aunque los caminos están muy mal, no me he atrevido a desobedecen las órdenes de su excelencia. Puedo decir, de una manera positiva, que he hecho todo el viaje a pie, pero he llegado puntual. Mis respetos, Konstantín Dmítrich —añadió, dirigiéndose a Levin, y le tendió también la mano. Pero éste, enfurruñado, hizo como si no se hubiese dado cuenta y se puso a sacar las chochas—. ¿Han estado ustedes de caza? ¿Qué clase de aves son éstas? —preguntó, mirando con desprecio las chochas—. A saber qué gusto tendrán. —Y movió la cabeza con desaprobación, como si dudara de que mereciera la pena ir de caza para cobrar semejantes piezas. —¿Quieres pasar a mi despacho? —preguntó Levin en francés a Stepán Arkádevich, frunciendo el ceño con expresión sombría—. Allí podrán ustedes hablar.

–Vamos donde usted quiera —dijo Riabinin con aire de desdeñosa superioridad, como dando a entender que él no tenía inconveniente en tratar con toda clase de personas y que se encontraba cómodo en cualquier ambiente, no como otros.

Al entrar en el despacho, Riabinin, según tenía acostumbrado, miró a su alrededor, buscando el icono, pero, al no encontrarlo, no se santiguó. Contempló los armarios y las estanterías de libros, y, con esa misma expresión dubitativa con que había examinado las chochas, negó con la cabeza y una sonrisa despectiva: también en este caso le parecía que la cosa no merecía la pena.

–¿Qué, ha traído el dinero? —preguntó Oblonski—. Siéntese.

–El dinero no faltará. He venido para verle y charlar un rato.

–¿De qué? Pero, siéntese.

–De acuerdo —dijo Riabinin, tomando asiento y apoyando el codo en el respaldo, en una postura bastante incómoda—. Tiene que bajar un poco el precio, príncipe. Sería pecado no hacerlo. En cuanto al dinero, ya lo tengo listo, hasta el último kopek. No se preocupe por eso.

Levin, que había estado metiendo la escopeta en un armario, se disponía ya a salir cuando oyó las palabras del comerciante.

–Se queda usted con el bosque casi por nada —dijo—. Si mi amigo hubiera llegado un poco antes, le habría hecho una oferta.

Riabinin se levantó y, sin pronunciar palabra, miró a Levin de los pies a la cabeza, con una sonrisa en los labios.

–Konstantín Dmítrich es muy agarrado —dijo, sin dejar de sonreír, dirigiéndose a Stepán Arkádevich—. No hay manera de hacer tratos con el. Una vez quise comprarle trigo, y le ofrecí un buen precio.

–¿Y por qué iba a darle lo mío de balde? Que yo sepa, no lo he encontrado en el suelo ni lo he robado.

–Gracias a Dios, en los tiempos que corren, es totalmente imposible robar. En los tiempos que corren todo se dirime definitivamente en los tribunales de justicia, a la luz del día, de una forma honrada. No hay manera de robar. Somos gente de bien. Pide usted demasiado por el bosque, no me salen las cuentas. Le ruego que baje un poco el precio.

–Pero ¿el trato está cerrado o no? Si lo está, no tiene sentido negociar. Y si no lo está, me quedo yo con el bosque —dijo Levin.

Riabinin dejó de sonreír y en su rostro apareció de pronto una expresión rapaz y cruel de ave de presa. Se desabotonó la levita con sus dedos ágiles y huesudos, dejando al descubierto la camisa, que llevaba por fuera del pantalón, el chaleco de botones de cobre y la cadena del reloj, y, con un gesto fulgurante, sacó una cartera gruesa y usada.

–Perdone, pero el bosque es mío —profirió, alargando la mano, después de hacer apresuradamente la señal de la cruz—. Coja el dinero, ese bosque es mío. Así hace negocios Riabinin, sin pararse a contar los céntimos —añadió, frunciendo el ceño y blandiendo la cartera.

–Yo en tu lugar no me daría prisa por vender —dijo Levin.

–Pero es que ya le he dado mi palabra —replicó Oblonski sorprendido Levin salió de la habitación dando un portazo. Riabinin sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa.

–Una consecuencia de la juventud, definitivamente, una chiquillada Le doy mi palabra de que, si compro este bosque, es por tener el honor de decir que fue Riabinin y no otro quien compró el bosque de Oblonski. Dios sabrá si obtendré algún beneficio. Lo dejo todo en sus manos. Bueno, haga el favor de firmarme el contrato.

Al cabo de una hora, el comerciante, la levita cerrada con esmero, el abrigo bien abrochado y el contrato en el bolsillo, se acomodó en su carruaje reforzado y se marchó a su casa.

–¡Ah, estos señores! —dijo a su administrador—. Siempre la misma historia.

–Así es —respondió el administrador, entregándole las riendas para cerrar la funda de cuero—. ¿Y qué tal ha ido la compra, Mijaíl Ignátev? —Bien, bien...

 

XVII

Stepán Arkádevich subió a la planta de arriba con el bolsillo repleto de billetes, pues el comerciante le había pagado tres meses por adelantado. Había cerrado la venta del bosque, tenía el dinero en la cartera, la jornada de caza había sido espléndida. Se encontraba en la mejor disposición de ánimo y, por tanto, ardía en deseos de disipar el mal humor de Levin. Quería acabar el día a la mesa de manera tan agradable como lo había empezado. La verdad es que Levin no estaba de buen humor. A pesar de sus esfuerzos por mostrarse amable y cordial con su apreciado huésped, no fue capaz de dominarse. En un principio la noticia de que Kitty no se había basado le había embriagado, pero poco a poco le había ido dejando un regusto amargo.

No se había casado y estaba enferma; enferma de amor por el hombre que la había desdeñado. Y él se lo había tomado casi como una afrenta personal. Vronski había rechazado a Kitty, que a su vez le había rechazado a él. En consecuencia, Vronski tenía derecho a despreciar a Levin y, por tanto, se había convertido en enemigo suyo. Se daba cuenta, de un modo confuso, de que todo eso era ofensivo para él, y ya no sólo se enfadaba al pensar en la causa de su malestar, sino que se irritaba por cualquier nimiedad. La absurda venta del bosque y el engaño de que había sido víctima ¡Oblonski, perpetrado en su propia casa, le exasperaban.

–Entonces, ¿has cerrado el trato? —preguntó, cuando se encontró con Stepán Arkádevich en la planta de arriba—. ¿Te apetece cenar? —Sí. No digo que no. Siempre que estoy en el campo me entra un hambre de lobo. ¡Es increíble! ¿Por qué no has invitado a Riabinin? —¡Ah! ¡Que se vaya al diablo!

–¡Hay que ver cómo lo tratas! —exclamó Oblonski—. Ni siquiera le has liado la mano. ¿A qué viene eso?

–Tampoco se la doy a mi lacayo, que es cien veces mejor que él.

–¡Qué retrógrado eres! ¿Y qué pasa con la fusión de las clases? —preguntó Oblonski.

–A quien le guste eso de mezclarse, que le aproveche. A mí me repugna.

–Ya veo que eres un retrógrado de tomo y lomo.

–La verdad es que nunca me he preguntado quién soy. Soy Konstantín Levin, nada más.

–Y un Konstantín Levin que está de muy mal humor —dijo Stepán Arkádevich, sonriendo.

–Sí, estoy de mal humor. ¿Y sabes por qué? Por tu estúpida venta, perdona que te lo diga.

Stepán Arkádevich frunció el ceño con aire bondadoso, como si se considerase injustamente ofendido y agraviado.

–¡Bueno, basta! —dijo—. ¿Es que se puede vender algo sin que al cabo de un minuto alguien diga: «Eso vale mucho más»? Pero, cuando lo quiere vender, nadie le ofrece nada... Sí, me doy cuenta de que le tienes ojeriza a ese desdichado de Riabinin.

–Puede que sí. ¿Y sabes por qué? Vas a llamarme otra vez retrógrado o alguna otra cosa por el estilo. Pero, en cualquier caso, debo decir que me irrita y me ofende ver por todas partes ese empobrecimiento de la nobleza, clase a la que, a pesar de la fusión de las clases, me honra pertenecer. Y ese empobrecimiento no es consecuencia del lujo, lo que no sería tan grave. Vivir como grandes señores es cosa de los nobles, y sólo ellos saben hacerlo. No me solivianta que los campesinos compren nuestras tierras. El señor no hace nada, mientras que el campesino trabaja y suplanta al ocioso. Así debe ser. Y me alegro mucho por el campesino. Lo que me subleva es que la nobleza se deje despojar por... no sé cómo llamarlo... por una suerte de inocencia. Aquí un arrendatario polaco compra a mitad de precio, a una señora que vive en Niza, una hacienda magnífica. Allá un negociante toma en arrendamiento por un rublo la hectárea unas tierras que valen diez. Y tú ahora acabas de regalar sin ninguna razón treinta mil rublos a ese sinvergüenza.

–Entonces, en tu opinión, ¿tendría que haber contado los árboles uno a uno?

–Por supuesto. Tú no los habrás contado, pero seguro que Riabinin lo ha hecho. Sus hijos dispondrán de medios de vida y recibirán instrucción. ¡A saber qué tendrán los tuyos! —Perdóname, pero me parece que ese cálculo es mezquino. Nosotros tenemos nuestras ocupaciones, y ellos las suyas. Necesitan a los señores. Por lo demás, el trato ya está cerrado, así que asunto concluido. Pero mira, ahí traen unos huevos al plato. Me encantan así. Y Agafia Mijáilovna va a ofrecernos su maravilloso aguardiente de hierbas.

Stepán Arkádevich se sentó a la mesa y se puso a bromear con Agafia Mijáilovna, asegurándole que hacía tiempo que no comía y cenaba tan bien.

–Usted al menos es agradecido —dijo Agafia Mijáilovna—. A Konstantín Dmítrich ya puede una servirle cualquier cosa, que se la comerá sin decir palabra y se irá.

Por más que se esforzaba por dominarse, Levin seguía mostrándose sombrío y silencioso. Tenía que hacerle una pregunta a Stepán Arkádevich, pero no se decidía, pues no acababa de encontrar la forma ni el momento oportunos. Stepán Arkádevich ya había bajado a su habitación, se había desvestido, había vuelto a lavarse, se había puesto una camisa de noche encañonada y se había metido en la cama, pero Levin seguía en la habitación, hablando de asuntos sin importancia, incapaz de preguntar lo que quería.

–Qué bien presentado —dijo, examinando y desenvolviendo una pastilla de jabón de olor que Agafia Mijáilovna había puesto para el invitado y que éste no había usado—. Fíjate, es una obra de arte. —Sí, en nuestros días asistimos a toda suerte de mejoras —dijo Stepán Arkádevich, separando los húmedos labios en un bostezo beatífico—. Los teatros, por ejemplo, y todos esos lugares de diversión... ¡Ah, ah, ah! —volvió a bostezar—. Hay luz eléctrica en todas partes... ¡Ah, ah!

–Sí, luz eléctrica —repuso Levin—. Sí. Bueno, ¿y dónde está ahora Vronski? —preguntó de pronto, poniendo el jabón en su sitio. —¿Vronski? —preguntó Stepán Arkádevich, dejando de bostezar—. En San Petersburgo. Se fue poco después de que te marcharas tú y desde entonces no ha vuelto a poner los pies en Moscú. Mira, Kostia, voy a decirte la verdad —prosiguió, acodándose en la mesa y apoyando en la mano su hermoso y rubicundo rostro, en el que los ojos bondadosos, húmedos y soñolientos centelleaban como dos estrellas—. La culpa de todo la tienes ni En cuanto viste a un rival, te asustaste. Pero vuelvo a decirte lo que ya te dije entonces: no sé cuál de los dos tenía más posibilidades. ¿Por qué no tomaste la iniciativa? Como te dije aquella vez... —Y bostezó sólo con las mandíbulas, sin abrir la boca.

«¿Sabrá o no sabrá que pedí su mano? —pensó Levin, mirándole—. Sí, habla con cierta astucia, como un diplomático», y, dándose cuenta de que se ponía colorado, le miró a los ojos sin pronunciar palabra.

–Aun en caso de que hubiera sentido cierta inclinación por él, no habría sido más que un encaprichamiento superficial —continuó Oblonski—. Fue su madre, no ella, quien se dejó seducir por sus maneras aristocráticas y la brillante posición que ocuparía Kitty en la sociedad.

Levin frunció el ceño. La ofensa del rechazo le abrasó de pronto el corazón, como una herida fresca y reciente. Por fortuna estaba en casa, y entre esas cuatro paredes se sentía más seguro.

–Espera, espera —replicó, interrumpiendo a Oblonski—. Dices que es un aristócrata. Pero, permíteme que te pregunte: ¿en qué consiste la aristocracia de Vronski o de cualquier otra persona? ¿Y acaso puede justificar el desprecio que se me ha mostrado? Consideras que Vronski es un aristócrata, pero yo no comparto tu opinión. Un hombre cuyo padre salió de la nada gracias a sucias intrigas y cuya madre ha estado liada Dios sabe con cuántos... No, perdona, pero yo considero aristócratas a las personas que, como yo, pueden hacer gala de tres o cuatro generaciones honradas, que se distinguen por su alto grado de educación (el talento y la inteligencia son otra cosa), que no se inclinan ante nadie ni tienen necesidad de nadie, como mi padre y mi abuelo. Y conozco a muchos hombres así. Regalas treinta mil rublos a Riabinin y consideras mezquino que cuente los árboles de mis bosques. Pero tú recibirás rentas de tus tierras y no sé qué más, mientras que yo no recibiré nada. Por eso aprecio lo que he recibido de mis antepasados y lo que he obtenido con mi trabajo... Los aristócratas somos nosotros, no quienes viven de la limosna de los poderosos de este mundo y los que se dejan comprar por un par de monedas.

–¿A quién estás atacando? Comparto tu opinión —respondió Stepán Arkádevich con tono sincero y alegre, aunque se daba cuenta de que Levin le incluía también a él entre aquellos a quienes podía comprarse por un par de monedas. En cualquier caso, la animación de su amigo le gustaba de veras—. ¿A quién atacas? Muchas de las cosas que has dicho de Vronski no son ciertas, pero no se trata de eso. Te lo diré sin rodeos: tendrías que venirte conmigo a Moscú y...

–No, no sé si estás enterado de lo que sucedió, pero me da igual. Ya que ha salido el tema, te diré que me declaré y fui rechazado. En estos momentos Katerina Aleksándrovna sólo es para mí un recuerdo penoso y humillante.

–¿Por qué? ¡Vaya bobada!

–No hablemos más de ello. Te ruego que me perdones si he sido grosero contigo —dijo Levin. Una vez que se había desahogado, había recuperado el buen humor que tenía por la mañana—. ¿No estás enfadado conmigo, verdad, Stiva? Por favor, no te enfades —añadió sonriendo, y cogió su mano.

–¡Qué va, hombre! ¿Por qué iba a enfadarme? Me alegro de que nos hayamos explicado. ¿Y sabes lo que te digo? La caza suele ser buena por la mañana. ¿Por qué no probamos? En vez de dormir, podría ir directamente a la estación desde el lugar en el que nos encontremos. —Estupendo.

 

XVIII

A pesar de que la vida interior de Vronski se concentraba por entero en su pasión, su vida exterior seguía los cauces de siempre, es decir, oscilaba entre los deberes de la vida de sociedad y las obligaciones del servicio. Los intereses del regimiento desempeñaban un papel relevante en su existencia, en primer lugar porque lo estimaba mucho y en segundo porque allí gozaba del cariño de todos. No sólo es que lo quisieran, sino que lo respetaban y estaban orgullosos de él. Les halagaba que un hombre tan rico, tan instruido y tan capaz, que podía triunfar en cualquier ámbito, satisfacer su ambición y su vanidad en todo lo que se propusiera, antepusiera los asuntos del regimiento y las vicisitudes de sus camaradas a cualquier otro aspecto de la vida. Vronski era consciente de los sentimientos que inspiraba en sus compañeros; por eso, además de que le gustaba ese régimen de vida, se creía obligado a no defraudar esas expectativas.

Ni que decir tiene que no hablaba con ninguno de sus compañeros de su amor. No se le escapaba una palabra de más ni siquiera en las juergas más desenfrenadas (por lo demás, nunca se emborrachaba hasta perder el control de sí mismo) y cerraba la boca de los compañeros indiscretos que se permitían alguna alusión. No obstante, toda la ciudad estaba al tanto de esa aventura, todo el mundo sospechaba más o menos sus relaciones con la señora Karénina. La mayoría de los jóvenes le envidiaba precisamente por el aspecto que a él le preocupaba más: la elevada posición del marido y, en consecuencia, el eco de esa intriga amorosa en sociedad.

La mayoría de las mujeres jóvenes, que envidiaban a Anna y estaban hartas de que se alabara su virtud, se alegraban de que se hubieran cumplido sus predicciones y sólo esperaban que la opinión pública cambiara de signo para descargar sobre ella todo el peso de su desprecio. Ya estaban preparando las pellas de barro que le arrojarían cuando llegara el momento. Casi todas las personas de edad y las que ocupaban una posición relevante se mostraban descontentas del escándalo que se avecinaba.

La madre de Vronski, que estaba enterada de la relación, en un principio se había mostrado satisfecha, pues, en su opinión, no había nada mejor que una aventura con una mujer de la alta sociedad para completar la formación de un joven brillante. Por otro lado, Anna, que tanto le había gustado y que sólo hablaba de su hijo, había acabado como acababan todas las mujeres bonitas y decentes, según el modo de pensar de la vieja condesa, y eso también le agradaba. Pero en los últimos tiempos había sabido que su hijo había renunciado a un puesto importante para su carrera con el único fin de quedarse en el regimiento y seguir viendo a Anna; también había llegado a sus oídos que esa decisión había contrariado mucho a algunos personajes influyentes. Fue entonces cuando cambió de opinión. También le disgustaba que, a juzgar por lo que le habían contado de esa relación, no se tratara de ese vínculo brillante y prestigioso que ella habría aprobado, sino más bien de una pasión desesperada, al estilo de la de Werther, según le habían comentado, que podía llevar a su hijo a cometer una tontería. Como no lo veía desde su inopinada partida de Moscú, le había pedido, por medio del hijo mayor, que fuera a visitarla. El hijo mayor también estaba descontento de su hermano. Lo mismo le daba si era un amor profundo o pasajero, apasionado o superficial, inocente o depravado (él mismo, a pesar de que era padre de familia, mantenía a una bailarina, y, por tanto, se mostraba indulgente con esas cosas). Pero sabía que ese amor desagradaba a aquellos que daban el tono en sociedad, y, en consecuencia, censuraba el comportamiento de su hermano.

Además de las ocupaciones que le imponían el servicio y la vida mundana, Vronski consagraba parte de su tiempo a una actividad por la que sentía una afición desmesurada: los caballos.

Ese año se había organizado una carrera de obstáculos para oficiales. Vronski se había inscrito y había comprado una yegua inglesa de pura sangre. A pesar de su amor y de sus intentos por refrenar su entusiasmo, esas carreras le obsesionaban...

Ambas pasiones no entraban en conflicto. Al contrario, necesitaba una ocupación y un entusiasmo que no dependieran de su amor, que le permitieran descansar y distraerse de las emociones violentas que le agitaban.

 

XIX

El día de las carreras de Krásnoie Seló, 28Vronski se había dirigido más pronto de lo habitual a la sala común del regimiento para tomarse un filete. No necesitaba restringir su alimentación de una manera rigurosa, ya que pesaba los setenta y dos kilos de rigor. Pero era importante que no engordara, por eso se abstenía de comer féculas y dulces. Con los dos codos apoyados en la mesa y la levita desabotonada, que dejaba al descubierto el chaleco blanco, hojeaba una novela francesa que había sobre el plato, mientras esperaba el filete que había pedido. Fingía leer para no tener que hablar con los oficiales que entraban y salían, y poder sumirse en sus reflexiones.

Pensaba que Anna le había prometido encontrarse con él ese mismo día, después de las carreras. Pero hacía tres días que no la veía y, como su marido acababa de regresar de un viaje al extranjero, no sabía si podría acudir a la cita. ¿Cómo podría averiguarlo? Se habían visto por última vez en la dacha de su prima Betsy. A la de los Karenin iba lo menos posible. Pero ahora se proponía ir y estaba sopesando la manera de hacerlo.

«Por supuesto, le diré que Betsy me envía para preguntarle si puede asistir a las carreras. Iré si falta», decidió, levantando la cabeza del libro. Y se imaginó con tanta viveza ese reencuentro que su rostro resplandeció de felicidad.

–Manda recado a mi casa de que enganchen cuanto antes la calesa le dijo al camarero que le trajo el filete, y empezó a comer, después de acercar la fuente de plata, que estaba caliente.

De la sala de billar contigua le llegaba un rumor de voces y de risas, entreverado con el chocar de las bolas. En el umbral de la puerta aparecieron dos oficiales: uno, bastante joven, de rostro fino y enfermizo, que acababa de salir del cuerpo de pajes; otro, gordo y viejo, con un brazalete en la muñeca y ojillos hinchados.

Después de dirigirles una mirada poco amistosa, Vronski volvió a inclinarse sobre el libro, reanudó la lectura y siguió comiendo.

–¿Qué? ¿Reponiendo fuerzas antes de la batalla? —preguntó el oficial gordo, sentándose a su lado.

–Ya lo ves —respondió Vronski, frunciendo el ceño, sin mirarle, al tiempo que se secaba la boca.

–¿No tienes miedo de engordar? —continuó el primero, ofreciendo una silla a su joven compañero.

–¿Qué? —dijo Vronski con enfado, torciendo el gesto en una mueca de desprecio, que dejó al descubierto sus magníficos dientes.

–Que si no tienes miedo de engordar.

–¡Mozo, un jerez! —dijo Vronski, sin responderle, y, después de poner el libro al lado del plato, siguió leyendo.

El oficial gordo cogió la carta de vinos y se volvió a su joven acompañante:

–Elige tú lo que vamos a beber —le dijo, entregándole la carta y mirándole a los ojos.

–Vino del Rin, si te parece bien —replicó el oficial joven, mirando a Vronski de soslayo, con expresión apocada, mientras intentaba retorcerse el incipiente bigote con los dedos. Al ver que éste no se volvía, el joven oficial se puso en pie—. Vamos a la sala de billar —añadió.

El oficial gordo se levantó sin rechistar, y ambos se dirigieron a la puerta. En ese momento entró en la habitación el capitán Yashvín, hombre alto y apuesto, saludó con desprecio y altanería a los dos oficiales y se acercó a Vronski.

–¡Ah, aquí estás! —gritó, propinando un fuerte golpe con su enorme mano en la charretera de su amigo. Vronski se volvió enfadado, pero su rostro recobró en seguida esa expresión tan suya de serenidad y firme gentileza—. Muy bien, Aliosha —añadió el capitán con fuerte voz de barítono—. Come un poco y tómate una copita.

–No tengo apetito.

–Por ahí van los inseparables —dijo Yashvín, dirigiendo una mirada irónica a los dos oficiales que en ese momento salían de la habitación. Y, con el muslo y la pantorrilla formando un pronunciado ángulo, pues la silla era demasiado baja para sus largas piernas, embutidas en prietos pantalones de montar, se sentó al lado de Vronski—. ¿Por qué no viniste ayer al teatro de Krásnoie? La Numerova no estuvo mal del todo. ¿Dónde estuviste? —Fui a ver a los Tverskói y se me hizo tarde —respondió Vronski.

–¡Ah! —exclamó el otro. Yashvín, jugador y juerguista, hombre no sólo carente de principios, uno más bien inmoral, era el mejor amigo de Vronski en el regimiento. Éste le quería no sólo por su extraordinaria fuerza física, de la que solía hacer gala bebiendo como una cuba y renunciando a sus horas de sueño, sin que ninguna de ambas cosas le afectara, sino también por su gran firmeza de carácter, de la que daba muestras en sus relaciones con sus superiores y sus compañeros, que le temían y le respetaban, y en las partidas de naipes, en las que, a pesar del vino que había bebido, apostaba decenas de miles de rublos y derrochaba aplomo y serenidad: por algo se le consideraba el mejor jugador del Club Inglés. Vronski le respetaba y le quería sobre todo porque se daba cuenta de que Yashvín no le apreciaba por su nombre y su riqueza, sino por él mismo. De todos sus conocidos era el único a quien le habría gustado hablarle de su amor, pues sospechaba que, a pesar de su aparente desprecio por cualquier sentimiento, sólo él podría entender esa pasión arrolladora que llenaba ahora toda su vida. Además, estaba convencido de que Yashvín no encontraría ningún placer en los rumores y chismorreos, y daría a esa relación el valor que merecía, es decir, adivinaría y comprendería que ese amor no era una broma ni una diversión, sino algo mucho más serio e importante.

Vronski no le había hablado de Anna, pero barruntaba que su amigo estaba al tanto de la aventura y se la tomaba con la seriedad debida. Así lo leía con placer en sus ojos.

–¡Ah, sí! —dijo el capitán con sus brillantes ojos negros, al enterarse de que Vronski había estado en casa de los Tverskói, y, llevándose la mano a la guía izquierda del bigote, se la metió en la boca, una mala costumbre que había adquirido.

–Bueno, ¿y tú qué hiciste ayer? ¿Ganaste a las cartas? —preguntó Vronski.

–Ocho mil rublos. Pero tres mil no cuentan porque uno de ellos no creo que me pague.

–En ese caso, no pasa nada si hoy pierdes conmigo —dijo Vronski, riel» do (Yashvín había apostado una gran suma a favor de Vronski).

–No puedo perder. El único peligro es Majotin.

Y la conversación pasó a ocuparse de la inminente carrera, el único tema en el que Vronski podía pensar en esos momentos.

–Vamos, ya he terminado —dijo Vronski y, poniéndose en pie, se acercó a la puerta.

Yashvín también se levantó, estirando sus enormes piernas y su larga espalda.

–Todavía es pronto para comer, pero puedo echar un trago. Voy en seguida. ¡Eh, vino! —gritó con su voz tonante e imperiosa, que hacía temblar los cristales—. No, da igual —gritó al cabo de un momento—. Si te vas a casa, te acompaño. Y se marchó con Vronski.

 

XX

Vronski ocupaba una isba finlandesa limpia y espaciosa, dividida en dos por un tabique. Petritski, que también vivía con él en el campo, estaba durmiendo cuando Vronski y Yashvín entraron en la isba. —Levántate, que ya has dormido bastante —dijo Yashvín, pasando al otro lado del tabique y sacudiendo por el hombro a Petritski, que tenía el pelo revuelto y la nariz hundida en la almohada.

Petritski se puso de rodillas de un salto y dirigió una mirada a su alrededor.

–Tu hermano ha estado aquí —le dijo a Vronski—. Me ha despertado, que el diablo se lo lleve, para decirme que volvería más tarde. —A continuación volvió a cubrirse con la manta y se desplomó sobre la almohada—. Déjame en paz, Yashvín —añadió, enfadándose con el capitán, que trataba de arrancarle la manta—. ¡Basta! —Se dio la vuelta y abrió los ojos—. Más valdría que me dijeras qué debería beber para quitarme de la boca este sabor tan repugnante...

–Lo mejor es el vodka —replicó Yashvín con voz de bajo—. ¡Teréschenko! ¡Tráele a tu amo vodka y pepinillos! —gritó, muy satisfecho, por lo visto, de escuchar su propia voz.

–¿Vodka? ¿Estás seguro? —preguntó Petritski, parpadeando y enjugándose los ojos—. ¿Te apetece a ti un trago? ¡Vamos a beber juntos! Vronski, ¿nos acompañas? —añadió, levantándose y envolviéndose en una manta atigrada, los brazos al descubierto. Se dirigió a la puerta del tabique, levantó las manos y se puso a canturrear en francés: «Había un rey en Thule»—. Vronski, ¿un trago? —¡Lárgate! —respondió Vronski, poniéndose la guerrera que le tendía su criado.

–¿Adonde vas? —le preguntó Yashvín—. Ahí está la troika —añadió, viendo que se acercaba una calesa.

–A los establos y después a casa de Brianski para hablar de los caballos —dijo Vronski.

La verdad es que había prometido visitar a Brianski, que vivía a diez verstas 29de Peterhof, 30para llevarle el dinero que le debía por unos caballos, y esperaba tener tiempo de pasar por su casa. Pero sus compañeros comprendieron en seguida que no sólo se dirigía allí.

Petritski, sin dejar de cantar, guiñó un ojo e hizo un mohín, como diciendo: «Ya sabemos lo que quiere decir Brianski».

–¡Ten cuidado, no llegues tarde! —se limitó a decir Yashvín—: Por cierto, ¿se porta bien mi ruano? —añadió, para cambiar de tema, al tiempo que miraba por la ventana el caballo de varas que le había vendido.

–¡Espera! —gritó Petritski a Vronski, cuando éste ya se disponía a salir– Tu hermano te dejó una carta y una nota. Aguarda. ¿Dónde las habré metido?

Vronski se detuvo.

–Bueno, ¿dónde están?

–¿Dónde? Eso mismo me pregunto yo —dijo Petritski con aire solemne, pasándose el dedo índice por la nariz.

–¡Vamos, habla de una vez! ¡Esto es una estupidez! —dijo Vronski, sonriendo.

–Hoy no he encendido la chimenea. Tienen que estar en alguna parte.

–¡Bueno, déjate de bromas! ¿Dónde está la carta?

–Te doy mi palabra de que se me ha olvidado. ¿No lo habré soñado? ¡Espera, espera! ¿Qué adelantas con enfadarte? Si te hubieras bebido cuatro botellas, como yo ayer, también perderías la noción de las cosas ¡Espera un poco! ¡Voy a ver si me acuerdo! —Petritski pasó al otro lado del tabique y se tumbó en la cama—. ¡Espera! Yo estaba acostado así y él estaba ahí de pie. Sí, sí, sí, sí... ¡Eso es! —Y Petritski sacó la carta de debajo del colchón.

Vronski la cogió, y también la nota. Era lo que suponía: una carta de su madre en la que se quejaba de que no fuera a verla y una nota de su hermano en la que le decía que tenían que hablar. Vronski sabía que se trataba de lo mismo. «¡Y a ellos qué les importa!», pensó, doblando la carta y metiéndola entre los botones de la guerrera para leerla con detenimiento por el camino. En la entrada de la isba se encontró con dos oficiales, uno de un regimiento ajeno y otro del suyo.

La vivienda de Vronski se había convertido en una especie de lugar de reunión.


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