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Anna Karénina
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Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Annotation

La sola mención del nombre de Anna Karénina sugiere inmediatamente dos grandes temas de la novela decimonónica: pasión y adulterio. Pero, si bien es cierto que la novela, como decía Nabokov, «es una de las más grandes historias de amor de la literatura universal», baste recordar su celebérrimo comienzo para comprender que va mucho más allá: «Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo». Anna Karénina, que Tolstói empezó a escribir en 1873 (pensando titularla Dos familias) y no vería publicada en forma de libro hasta 1878, es una exhaustiva disquisición sobre la institución familiar y, quizá ante todo, como dice Víctor Gallego (autor de esta nueva traducción), «una fábula sobre la búsqueda de la felicidad». La idea de que la felicidad no consiste en la satisfacción de los deseos preside la detallada descripción de una galería espléndida de personajes que conocen la incertidumbre y la decepción, el vértigo y el tedio, los mayores placeres y las más tristes miserias. «¡Qué artista y qué psicólogo!», exclamó Flaubert al leerla. «No vaciló en afirmar que es la mayor novela social de todos los tiempos», dijo Thomas Mann. Dostoievski, contemporáneo de Tolstói, la calificó de «obra de arte perfecta».

ANNA KARÉNINA

notes


ANNA KARÉNINA

La sola mención del nombre de Anna Karénina sugiere inmediatamente dos grandes temas de la novela decimonónica: pasión y adulterio. Pero, si bien es cierto que la novela, como decía Nabokov, «es una de las más grandes historias de amor de la literatura universal», baste recordar su celebérrimo comienzo para comprender que va mucho más allá: «Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo». Anna Karénina, que Tolstói empezó a escribir en 1873 (pensando titularla Dos familias) y no vería publicada en forma de libro hasta 1878, es una exhaustiva disquisición sobre la institución familiar y, quizá ante todo, como dice Víctor Gallego (autor de esta nueva traducción), «una fábula sobre la búsqueda de la felicidad». La idea de que la felicidad no consiste en la satisfacción de los deseos preside la detallada descripción de una galería espléndida de personajes que conocen la incertidumbre y la decepción, el vértigo y el tedio, los mayores placeres y las más tristes miserias. «¡Qué artista y qué psicólogo!», exclamó Flaubert al leerla. «No vaciló en afirmar que es la mayor novela social de todos los tiempos», dijo Thomas Mann. Dostoievski, contemporáneo de Tolstói, la calificó de «obra de arte perfecta».




Título Original: Anna Karenina

Traductor: Gallego Ballestero, Víctor

©1878, Tolstói, Lev N.

©2010, Alba

Colección: Clásica Maior, 47

ISBN: 9788484284925

Generado con: QualityEbook v0.44

Lev N. Tolstói

Anna Karénina

Novela en ocho partes

 

Introducción

Anna Karéninase abre con una frase memorable y, si prescindimos de la octava parte, que Tolstói escribió principalmente para exponer su opinión sobre el tema candente del momento —la ayuda rusa a los insurgentes eslavos que luchaban en los Balcanes por sacudirse el yugo del poder otomano—, se cierra con los asombrosos capítulos finales de la séptima parte, ocupados en gran medida por ese discurso deshilvanado de Anna, caótico a la vez que certero, que anticipa ya el estilo de James Joyce. Entre medias queda espacio para casi todo. Si ya la novela es de por sí un ámbito de libertad, en Tolstói se convierte en un espacio casi infinito. Por las abrumadoras páginas de la novela discurren decenas de personajes y se abordan decenas de cuestiones. Algunas de ellas han aguantado el paso del tiempo y siguen siendo tan vigentes y emocionantes como en el momento de la aparición del libro.

A diferencia de otras novelas más o menos contemporáneas de tema análogo, Anna Karéninano es la historia de un adulterio, la exposición de un destino truncado por los vaivenes de la vida y las condiciones sociales de una determinada época, sino una fábula sobre la búsqueda de la felicidad. Para ello Tolstói analiza la vida de tres parejas —cuatro, si contamos la relación de Anna y su marido—, con sus vicisitudes únicas e irrepetibles, de las que, no obstante, pueden extraerse conclusiones generales. No en vano, Tolstói dejó escrito: «Hay que observar a muchas personas parecidas para poder crear un tipo definido».

A lo largo de la novela se intercalan las peripecias de esas tres parejas: Anna-Vronski, Levin-Kitty, Daria Aleksándrovna-Oblonski, siempre con Karenin por medio. En esa búsqueda de la felicidad dentro del ámbito de la familia el amor es un componente fundamental, pero no único. Si el matrimonio de Anna con Karenin fracasa porque falta el amor, el desastre de su relación con Vronski se debe a que tiene el amor como único centro. Anna lo ve con claridad y por eso se dedica con insistencia nerviosa a cuidar su físico y su atuendo: sabe que es su única arma para retener a Vronski, aunque tampoco ignora que su suerte está echada. La repetición, la convivencia, la costumbre ensombrecen en cierto modo sus encantos, privándolos del resplandor de los primeros tiempos. Poco a poco va dándose cuenta de que Vronski es cada vez menos sensible a su influjo, de que sus trayectorias, como dice con acierto, se han cruzado un momento y ahora no harán más que separarse. No pasa un solo día sin que sus relaciones se enturbien más y más, sin que ese espíritu maligno del que habla Anna encuentre nuevos motivos de confrontación, ahonde en la enemistad, insista en la distancia que los separa, magnifique los desencuentros. Anna llega a la conclusión de que, con el paso del tiempo, el amor se troca en odio, y entonces ya no caben componendas de ningún tipo. Como dice Karenin, no sin cierto tino, cuando Daria Aleksándrovna le recuerda el precepto bíblico de amar a los enemigos: «Se puede amar a quienes nos odian, pero no a quienes odiamos».

Tampoco la pareja formada por Oblonski y Daria Aleksándrovna alcanza el premio de la felicidad, aunque, desde luego, no puede decirse que Oblonski sea desdichado: sus continuas infidelidades se han convertido en una necesidad y no le crean problemas de conciencia. La belleza de su mujer se ha ajado, después de continuados embarazos, y ya no puede atraerle, como le confiesa a Levin cuando ambos pasan la noche en un pajar. Si ella no se entera de sus aventuras, no sufre y, mientras tanto, él se lo pasa bien. Simpático, manirroto, dicharachero, encantador, Oblonski es el amigo perfecto y un desastre como marido. Es evidente que Daria Aleksándrovna, con su abnegación y su dedicación total a los hijos, constituye un ejemplo para Tolstói. Por lo demás, es uno de los personajes más trágicos del libro, al igual que Seriozha, el desdichado hijo del matrimonio Karenin. Anna al menos es dueña de sus decisiones: se separa porque quiere y se mata porque quiere —por desesperación y deseo de venganza– El destino de Daria Aleksándrovna y Seriozha lo trazan otros: son terceras personas quienes mueven los hilos y los condenan al sufrimiento, la soledad y la amargura.

La pareja formada por Kitty y Levin es la que Tolstói nos presenta como modelo. Levin es quizá el personaje más claramente autobiográfico de toda su obra, una especie de Tolstói sin talento, como decía su esposa. El autor puso en él no sólo muchos de sus rasgos físicos y de carácter, sino también sus inquietudes de terrateniente y su angustia ante la muerte, así como diversos episodios de su noviazgo y su vida de casado. Por ejemplo, la escena de la declaración ante la mesa de juego (lo cierto es que el episodio resulta poco creíble, pero, según el testimonio de la mujer, fue más o menos así como sucedieron las cosas), el incidente de la camisa el día de la boda o la entrega de los diarios de soltero, que causaron idéntica perplejidad y conmoción en la mujer de carne y hueso que era su esposa y en la criatura de ficción que es Kitty. El éxito de su vida en común, no exento, por lo demás, de negros nubarrones y dolorosas incertidumbres, en forma de discusiones por los motivos más banales y violentos ataques de celos con escasa justificación (Levin llega a echar de su casa a un joven galanteador, por lo demás bastante inofensivo), es que, aún basándose en el amor, cuenta con otros puntos de apoyo no menos sólidos: la vida familiar en el campo, una armoniosa división de papeles, la paternidad. Es un modelo de felicidad que no satisfará a muchos lectores y, en especial, a muchas lectoras. Como escribió Henry Troyat en su prolija biografía del escritor: «El universo de una esposa, según Tolstói, debería limitarse a la cama, la cocina y la cuna». Además, se entrevén inquietantes grietas y desconchaduras. Así, por ejemplo, cuando en el curso de sus reflexiones Levin parece llegar a una conclusión que le aplaca y le satisface —la idea innata del bien en los hombres, el concepto de Iglesia como suma común de todos los fieles—, recurre a un argumento un tanto endeble —en realidad, bastante endeble– para espantar las dudas que empiezan a asaltarle: «Como la razón no puede entender esa cuestión, no es lícito que me interrogue al respecto». Aunque nunca lo sabremos, cabe suponer que Levin, con su carácter inquieto y ese afán obsesivo por ponerlo todo en tela de juicio, no conseguirá detener el flujo imparable de dudas con un razonamiento tan poco sólido. Por otro lado, como se pone de manifiesto en las páginas finales del libro, todas las cosas que son importantes para él —el sentido de la vida, la angustia existencial, hasta sus propias actividades, aficiones y lecturas (en fin, el propio núcleo de su persona, lo que lo define de una manera más íntima y carnal)– apenas inquietan o preocupan a Kitty. De este modo, la anhelada comunión espiritual entre marido y mujer se convierte en un logro inalcanzable, en una suerte de quimera, como Levin no puede dejar de reconocer al final del libro, cuando concluye: «Es importante sólopara mí».

En la medida en que la vida de Levin y Kitty es un trasunto de la del propio Tolstói y su mujer, podemos concluir que sobre el futuro de la pareja se ciernen ominosas amenazas, peligros insoslayables. En el caso de Tolstói, la crisis espiritual que sufrió poco después de acabar Anna Karénina(de hecho, como se advierte en el capítulo final, se estaba gestando ya entonces) envenenó su vida familiar y acabó desembocando en una dramática huida en plena noche, a escondidas, y en su trágica muerte en la remota estación de Astápovo. En una de las instantáneas más desgarradoras que quizá se hayan tomado nunca, se ve a la condesa Tolstói de puntillas, espiando por la ventana de la caseta en la que agoniza su marido, con la esperanza de ver al menos de refilón su rostro, pues los hijos le habían prohibido la entrada. ¿Esperará a Kitty un destino semejante en los años de la vejez? Nunca lo sabremos. En cualquier caso, parece claro que la compenetración ideal con que sueñan los protagonistas («entre ellos no podía ni debía haber ningún secreto»), la aspiración a sentir como un solo ser, ya no se contempla como una posibilidad real al final de la obra. Es posible que, en su caso, se cumpliera la jocosa observación de Katavásov, solterón impenitente, cuando, antes de la boda de Levin, previene a éste de que, al casarse, verá limitada su libertad y su horizonte espiritual. Katavásov, naturalista de profesión, se interesa por la vida de las jibias y no quiere que ninguna mujer interfiera en su pasión. «La jibia no le impedirá amar a su mujer», le dice Levin, a lo que Katavásov responde: «La jibia no me impedirá amar a mi mujer, pero mi mujer sí a la jibia».

La novela, en fin, presenta un cuadro bastante sombrío de las relaciones de pareja, sujetas a un desgaste continuado que corroe los rasgos del ser amado hasta dejar al descubierto un nuevo rostro tan desconocido como abominable, con el que se convive un año y otro y otro más.

Entre los innumerables temas que desfilan por la novela, merece especial mención la obsesión por la muerte («Estaba también en él, la sentía. ¿Qué más daba que viniera mañana o dentro de treinta años?»). Recordemos que, de los doscientos cuarenta y nueve capítulos de que consta la novela, sólo uno lleva título, el vigésimo de la quinta parte, precisamente «La muerte». El horror del protagonista es el mismo que Tolstói plasmaría en las tortuosas, tensas y hermosas páginas que abren la Confesióny en el relato inacabado que lleva por título Memorias de un loco.

En la figura de Nikolái Levin Tolstói describió la agonía de su hermano Dmitri, que también convivió con una prostituta a la que sacó de un burdel.

Merecen también algún comentario las digresiones sobre el arte que aparecen en la quinta parte, y, en no menor medida, las consideraciones críticas sobre la música de orientación wagneriana que se exponen en la parte siguiente.

En la figura del pintor Mijáilov, Tolstói representó a un dotado artista, y lo comparó con Vronski, un mero aficionado, que ha cogido los pinceles porque no tiene nada mejor que hacer. El contraste le sirve para contraponer con gran brillantez afición y vocación, actitud y talento. En ese sentido, son significativos sus comentarios sobre la técnica, como la capacidad mecánica de pintar y dibujar, con independencia del tema o motivo. Extrapolando el ejemplo, se podría hablar también del arte de escribir bien, con frases elegantes y copioso vocabulario, más allá de las tramas y los argumentos. Para Tolstói tal técnica es algo meramente externo, ajeno por completo a la obra de arte. De ahí su rechazo a la poesía pura, su incapacidad para comprender un arte puramente formal, carente de contenido, pero de exquisito acabado exterior. Años más tarde expondría esas ideas con mayor virulencia e indudable brillantez en su ensayo más interesante y también más polémico y discutible, ¿Qué es el arte?

Es magnífica la comparación que establece entre el artista dedicado en cuerpo y alma a su obra y la labor efímera y un tanto triste del diletante: «No se puede impedir que un hombre modele una gran muñeca de cera y la bese. Pero, si el individuo de la muñeca se sentara delante de un hombre enamorado y se pusiera a acariciar a su criatura como el otro acaricia a su amada, el hombre enamorado se sentiría molesto».

También encontrarán eco en las páginas hirvientes de ¿Qué es el arte?sus virulentos ataques a la música de programa, y a ese intento de fusión de distintas disciplinas artísticas. Para Tolstói cada forma de arte tiene sus propias reglas, intransferibles e únicas, que no es posible combinar sin que una de ellas resulte perjudicada. De ahí su rechazo de la ópera como género, en la medida en que combina el arte musical y el dramático, y su crítica de casi toda la música contemporánea, con su obsesión por reproducir efectos de disciplinas artísticas ajenas, como juegos de luz y color, efusiones líricas, etcétera.

A pesar de que Tolstói a veces es un prosista un tanto desmañado (nada que ver con las armonías y el equilibrio perfecto de las frases de Turguénev), la novela rebosa poesía por los cuatro costados. Los ejemplos son tan numerosos que resulta imposible enumerarlos. Por todas partes aparecen comentarios e indicios simbólicos, correspondencias, líneas que se cruzan, círculos que se cierran. A Anna la vemos por primera y última vez en una estación. El accidente del guardagujas presagia su final, como ella misma presiente de una forma oscura. Cuando se entera del accidente al llegar a Moscú, rebosante de alegría y vitalidad, sus labios tiemblan y sus ojos se llenan de lágrimas. Su hermano, el ufano Oblonski, le pregunta si le pasa algo y ella responde: «Veo un mal presagio». Anna llega a Moscú para salvar el matrimonio de su hermano y lo hace a costa de acabar con el suyo. En las primeras páginas la vemos en compañía de Kitty y en las últimas también. Todo parece un juego de simetrías y contrastes.

Es imposible no ver el simbolismo que encierra la caída de Fru Fru, durante las carreras. Un movimiento en falso de Vronski hace que la yegua se rompa el espinazo y agonice en el suelo, ante la mirada impotente del jinete. Tampoco Vronski se volvió después de la última entrevista con Anna. Otro movimiento en falso que acaba con otra vida. No menos premonitorio es el juego infantil de Seriozha con sus compañeros, imitando la marcha de un tren.

Difícilmente se puede olvidar la poética y conmovedora imagen de la vela al final de la vida de Anna, que ya había aparecido antes: «¿Por qué no apagar la vela cuando ya no hay nada que ver, cuando a uno le repugna todo lo que ve?».

¿Y qué decir de la ominosa pesadilla que comparten Anna y Vronski, del frío terror que se apodera de ambos cuando Anna le cuenta su espantoso sueño y Vronski reconoce los rasgos de la misma historia urdida por su imaginación? El hombrecillo inquietante y horrendo, los golpes en el hierro, las palabras chapurreadas en francés...

Anna Karénina, una novela imbuida de libertad, es al mismo tiempo inamovible en sus reglas, necesaria en su desenlace. Daria Aleksándrovna y Oblonski no pueden separarse. Anna y Vronski no pueden entenderse. Todo parece conducir a una conclusión inevitable, que ni el propio autor parece en condiciones de cambiar. No en vano, a Tolstói le gustaba una anécdota que se contaba de Pushkin: un día, comentando con una amiga el desenlace de su novela en verso Yevgueni Onieguin, habría dicho de la heroína de la obra: «Jamás me habría esperado eso de Tatiana».

Cabe destacar también la enorme objetividad con que está escrita la novela. Imposible buscar culpables e inocentes, víctimas y verdugos, buenos y malos. En las páginas de Anna Karéninael lector encontrará seres humanos, con errores y aciertos y una línea de conducta inamovible, dados los hábitos, la posición, el carácter y el pasado de cada personaje. Tolstói dijo en una ocasión: «He comprobado que un relato impresiona mucho más cuando no se sabe de qué parte está el autor». Desde ese punto de vista, todos los personajes encuentran una justificación, porque no pueden obrar de otro modo. Sólo figuras secundarias merecen la plena condena de Tolstói: la pietista madame Stahl, con su humildad de puertas afuera y sus ataques de malhumor, o las santurronas petersburguesas que han caído en las redes del espiritismo, tan diligentes para propugnar el bien como para perpetrar el mal.

Anna Karéninaes quizá la obra maestra de un escritor deslumbrante que en un determinado momento abjuró de su arte. Después de internarse en la peligrosa senda de la admonición y la propaganda ideológica, Tolstói renegó del conjunto de su obra, salvando sólo un par de relatos cortos. Su rechazo obedecía no sólo a razones de tipo religioso y moral, sino también estilísticas. De escritor detallista y puntilloso —es difícil que Tolstói deje escapar a un solo personaje sin haberlo caracterizado de alguna manera, con un gesto, un rasgo físico, un detalle de su atuendo, y a menudo con una generosa combinación de todas y cada una de estas cosas– pasó a propugnar el estilo esquemático, desnudo de precisiones superfluas de tiempo y lugar de la bíblica historia de José y sus hermanos. En Anna Karéninaalcanzan su perfección esos párrafos hinchados, rebosantes de información, esos detalles milimétricos, esa penetración obsesiva para que no se le escape un solo aspecto relevador, un solo pormenor certero de cualquiera de sus personajes. De ahí también esa repetición insistente de algunos epítetos e imágenes, porque se trata de rasgos físicos o ademanes que definen de alguna manera, a veces a su pesar, la pasta de los personajes: las orejas de soplillo de Karenin, los dientes fuertes y regulares de Vronski, los ojos soñadores de Lidia Ivánovna, los andares saltarines de Oblonski.

En lo que respecta al estilo, no estaría de más citar el siguiente episodio: durante el verano de 1877, encontrándose en Yásnaia Polaina, Nikolái Strájov, filósofo y ensayista, amigo también de Dostoievski, participó en la revisión de Anna Karéninacon vistas a su publicación en forma de libro. Tolstói aceptó algunas de sus propuestas, pero rechazó la mayoría. Más tarde Strájov escribió: «En lo que concierne a mis correcciones, que casi siempre tienen que ver con el idioma, he notado que Lev Nikoláievich defiende tenazmente sus expresiones y hasta se niega a los cambios más anodinos. Por sus explicaciones pude convencerme de que le importa mucho su texto y que, a pesar de la negligencia y la aparente torpeza de su estilo, ha sopesado cada palabra y moldeado cada frase como el más exigente de los poetas».

Tolstói comentaría en una ocasión: «Si me dijeran que dentro de unos veinte años los que ahora son niños leerán mis escritos, y que esa lectura les hará reír, llorar y amar la vida, dedicaría todo mi tiempo y todos mis esfuerzos a esa tarea». Ahora que se cumple el centenario de su muerte podemos decir con justicia que su deseo se ha cumplido con creces.

Antes de terminar, no estaría de más recordar una anécdota que cuenta Nabokov, no por improbable menos hermosa: «Un día de tedio, cuando ya era anciano, muchos años después de que dejara de escribir novelas, cogió un libro y, empezando a leer por la mitad, se fue interesando y le fue agradando mucho, hasta que miró el título y vio: Anna Karénina, por Lev Tolstói».

Anna Karéninase publicó por entregas en El Mensajero Rusoa partir del mes de enero de 1875. La revista se negó a publicar la última parte de la novela, porque las opiniones que allí se vertían sobre los voluntarios rusos entraban en contradicción con su línea editorial, y Tolstói decidió editarla por su cuenta.

El plan de la obra fue madurando poco a poco. Tolstói le mencionó a su mujer por primera vez el argumento ya en 1870, pero, ocupado con otros proyectos y asuntos, no volvió a referirse al tema hasta 1873.

En el origen de la novela se sitúa un fragmento de Pushkin que empieza así: «Los invitados se reunieron en la casa de campo». A Tolstói le encantó esa manera de entrar en materia sin explicaciones previas y decidió seguir ese modelo. Entusiasmado con el proyecto, y convencido de tener todo el plan en su cabeza, expresó a un amigo su parecer de que la novela estaría lista en dos semanas, pero lo cierto es que el trabajo se prolongó, con numerosas interrupciones, cinco años enteros, hasta 1878, cuando la novela apareció por primera vez en forma de libro.

Para la traducción he utilizado la edición de Obras completasen veintidós tomos publicada por la editorial Judozhestvenaia Literatura en 1981.

Víctor Gallego Ballestero




A mí la venganza, yo haré justicia. 1

 

PRIMERA PARTE

 

I

Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo.

Todo estaba patas arriba en casa de los Oblonski. Enterada de que su marido tenía una relación con la antigua institutriz francesa de sus hijos, le había anunciado que no podía seguir viviendo con él bajo el mismo techo. Esa situación, que se prolongaba ya por tres días, era dolorosa no sólo para el matrimonio, sino también para los demás miembros de la familia y la servidumbre. Tanto unos como otros se daban cuenta de que no tenía sentido que siguieran viviendo juntos, que los huéspedes ocasionales de cualquier pensión tenían más cosas en común que cuantos habitaban esa casa. La mujer no salía de sus habitaciones, y el marido hacía ya tres días que no ponía el pie por allí. Los niños corrían de un lado para otro desconcertados; la institutriz inglesa había discutido con el ama de llaves y había escrito una nota a una amiga en la que le solicitaba que le buscara una nueva colocación; el cocinero se había largado el día anterior, a la hora de la comida; la pinche y el cochero habían pedido que les abonaran lo que les debían.

Tres días después de la discusión, el príncipe Stepán Arkádevich Oblonski —Stiva para los amigos– se despertó a las ocho, como de costumbre, pero no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, sobre un sofá de cuero. Como si deseara dormir aún un buen rato, volvió su cuerpo grueso y bien cuidado sobre los muelles del sofá y, abrazando con fuerza el cojín por el otro lado, lo apretó contra su mejilla; pero de pronto se incorporó con gesto brusco, se sentó y abrió los ojos.

«A ver, a ver, ¿qué es lo que pasaba? —pensaba, tratando de recordar los detalles del sueño que había tenido—, ¿Qué es lo que pasaba? ¡Ah, sí!

Alabin daba una comida en Darmstadt. No, no era en Darmstadt, sino en algún lugar de América. Sí, pero el caso es que Darmstadt estaba en América. Sí, Alabin daba una comida en mesas de cristal, sí, y las mesas cantaban Il mio tesoro, 2no, no ese pasaje, sino otro aún más bonito, y había unas garrafitas que eran también mujeres.»

Los ojos de Stepán Arkádevich se iluminaron con un brillo alegre. «Sí —se dijo con una sonrisa—, era agradable, muy agradable. Había muchas otras cosas maravillosas, pero, una vez despierto, no hay modo de expresarlas con palabras, ni siquiera con el pensamiento.» Y, al advertir que un rayo de luz se filtraba por la rendija de una de las espesas cortinas, sacó los pies del sofá con gesto animoso, tanteó el suelo en busca de las pantuflas de cordobán dorado, que su mujer le había cosido como regalo de cumpleaños el año anterior y, cediendo a una vieja costumbre que había adquirido hacía ya nueve años, antes de levantarse extendió la mano hacia el lugar donde colgaba su bata en el dormitorio. En ese momento recordó de pronto por qué no estaba durmiendo en la alcoba conyugal, sino en su despacho, y la sonrisa se borró de sus labios, al tiempo que frunció el ceño.

«¡Ay, ay, ay! ¡Ah! —gemía, al rememorar lo que había pasado. Y se le representaron de nuevo en la imaginación todos los detalles de la discusión con su mujer y lo desesperado de su situación; pero lo que más le atormentaba era el sentimiento de culpa—. ¡No, ni me perdonará ni puede perdonarme! Y lo más terrible es que tengo la culpa de todo y sin embargo no soy culpable. En eso consiste mi tragedia —pensaba—. ¡Ay, ay, ay!», repetía desesperado, recordando las impresiones más penosas de aquella escena.

Lo más desagradable habían sido los primeros instantes, cuando, al volver del teatro, alegre y en buena disposición de ánimo, llevando una enorme pera para su mujer, no la había encontrado en el salón ni tampoco en el despacho, lo que le sorprendió mucho, sino en el dormitorio, con esa malhadada nota en la mano que se lo había revelado todo.

Dolly, 3esa mujer diligente, siempre atareada, y algo limitada, según le parecía a él, estaba sentada inmóvil, con la nota en la mano, y le miraba con una expresión de horror, desesperanza e indignación.

–¿Qué es esto? ¿Qué es? —preguntaba, mostrándole la nota.

Al recordar ese momento, lo que más hería a Stepán Arkádevich, como suele suceder, no era tanto lo que había pasado como la manera en que había contestado a su mujer.

Se había encontrado en la posición de un hombre al que sorprenden de pronto cometiendo un acto vergonzoso, y no había sabido adoptar una expresión adecuada a la situación en la que se había puesto ante su mujer después de que se hubiera descubierto su infidelidad. En lugar de ofenderse, negar, justificarse, pedir perdón o al menos fingir indiferencia —cualquiera de esas soluciones habría sido mejor que la que adoptó—, en su rostro apareció de pronto de forma completamente involuntaria («una acción refleja», pensó Stepán Arkádevich, que era aficionado a la fisiología) esa sonrisa tan suya, bondadosa y por tanto estúpida.

No podía perdonarse esa estúpida sonrisa. Al verla, Dolly se había estremecido, como sacudida por un dolor físico, había estallado en un torrente de palabras crueles con su habitual vehemencia y había salido a toda prisa de la habitación. Desde entonces se había negado a ver a su marido.

«Esa estúpida sonrisa tiene la culpa de todo —pensaba Stepán Arkádevich—. Pero ¿qué puede hacerse? ¿Qué?», se decía con desesperación, sin encontrar respuesta.

 

II

Stepán Arkádevich era un hombre sincero consigo mismo. Por tanto, no podía engañarse fingiendo que se sentía arrepentido de su proceder. Este hombre de treinta y cuatro años, apuesto y enamoradizo, no podía arrepentirse de no estar enamorado de su mujer, sólo un año más joven que él y madre de siete hijos, dos de los cuales habían muerto. Únicamente se arrepentía de no haberle ocultado mejor su aventura. En cualquier caso, se daba cuenta de la gravedad de la situación y se compadecía de su mujer, de sus hijos y de sí mismo. Tal vez se habría esforzado en encubrir mejor sus pecados si hubiera previsto la impresión que iba a causarle el descubrimiento de sus infidelidades. Jamás había reflexionado con detenimiento sobre el particular, pero se imaginaba de un modo confuso que ella sospechaba algo desde hacía tiempo y miraba para otro lado. Hasta tenía la impresión de que la propia Dolly, ajada, envejecida, ya sin atractivo alguno, privada de cualquier encanto particular, nada más que una sencilla y bondadosa madre de familia, debía mostrarse condescendiente en aras de la justicia. Pero había sucedido todo lo contrario.

«¡Ah, es terrible! ¡Ay, ay, ay, es terrible! —repetía Stepán, incapaz de encontrar ninguna solución—, ¡Y qué bien iba todo hasta este momento, qué felices éramos! Dolly estaba satisfecha, contenta con los niños, yo no la estorbaba en nada, dejaba que se ocupara de ellos y de la administración de la casa. Ya sé que no está bien que esa personatrabajara de institutriz bajo nuestro propio techo. ¡No está bien! No deja de ser trivial y vulgar hacerle la corte a la institutriz de mis hijos. Pero ¡qué institutriz! —Recordó con viveza los picaros ojos negros y la sonrisa de mademoiselle Rolland—. Además, mientras vivió en nuestra casa, no me permití nada. Y lo peor de todo es que ella ya... ¡Parece hecho a propósito! ¡Ay, ay, ay! Pero ¿qué puedo hacer? ¿Qué?»

No había ninguna respuesta, más allá de la que la vida da a las cuestiones más complicadas e irresolubles: vivir al día, o, dicho de otro modo, entregarse al olvido. Pero ya no podía buscar ese olvido en el sueño, al menos hasta la noche siguiente; ya no podía volver a aquella música interpretada por esas garrafitas que eran como mujeres; por tanto, debía buscar ese logro en el sueño de la vida.


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