Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Todos los nobles estaban agrupados por distritos. En medio de la sala un hombre vestido con uniforme proclamaba en voz alta y aguda:
–¡Se propone como candidato al cargo de mariscal provincial de la nobleza el capitán de caballería Yevgueni Ivánovich Opujtin!
Se produjo un silencio de muerte; luego se oyó la débil voz de un anciano:
–¡Renuncia!
–¡Se propone al consejero de la corte Piotr Petróvich Bol! —dijo la misma voz.
–¡Renuncia! —respondió una voz chillona y juvenil.
Se propuso otro nombre más con idéntico resultado. Así transcurrió cerca de una hora. Levin acodado en la balaustrada, miraba y escuchaba. Al principio estaba sorprendido y se esforzaba por comprender; luego, convencido de que no sería capaz de entender nada, empezó a aburrirse. Y, al recordar la agitación y la angustia que había visto en todos los rostros, se sintió triste. Decidió marcharse y se lanzó escaleras abajo. Al pasar por el corredor que había detrás de las tribunas, se topó con un estudiante de bachillerato que se paseaba arriba y abajo con aire apenado y los ojos hinchados. En la escalera se cruzó con una pareja: una señora que corría rápidamente con sus zapatos de tacón y el asistente del fiscal, de andares ligeros.
–Ya le dije que llegaríamos a tiempo —dijo el ayudante del fiscal en el momento en que Levin se echaba a un lado para dejar paso a la señora.
Levin ya estaba en la escalera principal y se disponía a sacar del bolsillo del chaleco el número del guardarropa para recoger su pelliza cuando el secretario le dio alcance.
–Haga el favor de venir, Konstantín Dmítrich. Estamos votando.
En esta ocasión el candidato era Nevedovski, que con tanta determinación había negado que fuera a presentarse.
Levin se acercó a la puerta de la sala, que estaba cerrada. El secretario llamó, la puerta se abrió y dos propietarios muy colorados pasaron muy deprisa a su lado.
–No puedo más —dijo uno de ellos.
A continuación asomó el mariscal de la nobleza, con la cara desencajada por el miedo y la fatiga.
–¡Te dije que no dejaras salir a nadie! —gritó al ujier.
–Abrí para que entrara este señor, excelencia.
–¡Dios mío! —exclamó el mariscal de la nobleza, con un profundo suspiro, y, arrastrando las piernas, embutidas en los pantalones blancos, se dirigió cabizbajo al centro de la sala, donde estaba situada la mesa presidencial.
Como daban por descontado sus partidarios, Nevedovski se había alzado con la mayoría de los votos y había sido proclamado mariscal. Muchos estaban contentos, satisfechos, felices y hasta entusiasmados; otros se mostraban descontentos y apesadumbrados. El mariscal de la nobleza derrotado era incapaz de ocultar su desesperación. En el momento en que Nevedovski abandonaba la sala grande, la muchedumbre lo rodeó y lo acompañó con el mismo entusiasmo con que había seguido al gobernador cuando abrió la sesión el primer día y a Snetkov cuando resultó elegido.
XXXI
El nuevo mariscal de la nobleza y muchos miembros del partido victorioso comieron ese día en casa de Vronski.
Vronski había asistido a las elecciones porque se aburría en el campo, porque necesitaba afirmar ante Anna su derecho a moverse con libertad, porque quería devolverle a Sviazhski con su apoyo las muchas gestiones que éste había hecho en su favor en las elecciones a la asamblea provincial y, por encima de todo, para cumplir fielmente con los deberes que le imponía su condición de noble y propietario, que él mismo había elegido. Pero nunca había esperado que la cuestión de las elecciones le interesara y le apasionara de ese modo y que fuera a desenvolverse con tanta habilidad. Era un hombre completamente nuevo en ese círculo de nobles, pero era evidente que se había ganado la simpatía general; además, no se equivocaba al pensar que había adquirido cierta influencia sobre ellos. A esa influencia contribuían su riqueza y su alcurnia, su espléndido alojamiento en la ciudad, que le había cedido Shirkov, un viejo conocido suyo, que se ocupaba de asuntos financieros y había fundado un floreciente banco en Kazhin; su magnífico cocinero, que se había traído de la aldea; su amistad con el gobernador, uno de sus antiguos camaradas y protegidos; y, sobre todo, su trato sencillo e igual con todo el mundo, gracias al cual la mayoría de los nobles no tardaron en cambiar de opinión sobre su presunto orgullo. Él mismo se daba cuenta de que, aparte de ese señor tronado casado con Kitty Scherbatski, quien, à propos de bottes, 158le había dicho con una irritación bastante ridícula un montón de bobadas sin pies ni cabeza, todos los nobles a los que había conocido se habían convertido en partidarios suyos. Veía con toda claridad, y los demás compartían su opinión, que había contribuido en gran medida a la victoria de Nevedovski. Y ahora, a su propia mesa, celebrando la elección de Nevedovski, tenía una agradable sensación de triunfo por su candidato. Las mismas elecciones le habían interesado tanto que estaba pensando en presentarse al cabo de tres años, si es que para entonces ya estaba casado. Ni más ni menos que cuando ganó un premio gracias a su jockeyy le entraron ganas de participar personalmente en las carreras.
Pero ahora estaban festejando la victoria de su jockey. Vronski presidía la mesa. A su derecha se encontraba el joven gobernador, un general del séquito imperial. Para todos los demás el gobernador, que había inaugurado solemnemente las elecciones y había pronunciado un discurso que había despertado el respeto e incluso en muchos el servilismo, era el amo de la provincia, como Vronski no dejó de observar. Para él, en cambio, era Katka Maslov —tal era el apodo con el que se le conocía en el cuerpo de pajes—, que se sentía intimidado en su presencia y a quien Vronski trataba de mettre à son aise. 159A su izquierda se hallaba Nevedovski, con su rostro joven e imperturbable y su expresión maledicente. Con él Vronski se mostraba sencillo y respetuoso.
Sviazhski sobrellevaba su fracaso con buen humor. Ni siquiera lo consideraba una derrota, como decía él mismo, alzando la copa y dirigiéndose a Nevedovski: habría sido imposible encontrar un mejor representante de la nueva dirección que la nobleza debía seguir. Por eso todas las personas honradas, añadía, apoyaban el presente éxito y lo celebraban solemnemente.
Stepán Arkádevich también se alegraba de haberlo pasado tan bien y de que todos estuvieran satisfechos. Durante aquella magnífica comida salieron a colación algunos episodios de las elecciones. Sviazhski remedó cómicamente el lacrimoso discurso del mariscal de la nobleza y observó, volviéndose hacia Nevedovski, que su excelencia podría haber encontrado un método más complejo que las lágrimas para revisar las cuentas. Otro noble bromista contó que habían traído lacayos con medias para el baile del mariscal de la nobleza y que ahora tendrían que despedirlos, a menos que el nuevo mariscal decidiera dar un baile que requiriera tanta etiqueta.
Durante la cena los presentes no paraban de dirigirse a Nevedovski como «nuestro mariscal de la nobleza» y «su excelencia».
Y lo decían con el mismo placer con que se llama «señora» a una joven recién casada, añadiendo el apellido de su marido. Nevedovski fingía que eso no sólo le dejaba indiferente, sino que incluso despreciaba el tratamiento, pero era evidente que se sentía feliz y que la única razón por la que se esforzaba en no manifestar entusiasmo era que habría resultado inconveniente en ese nuevo medio liberal en el que se encontraba.
Después de la cena se enviaron varios telegramas a personas interesadas en el resultado de las elecciones. Y Stepán Arkádevich, que estaba muy contento, mandó uno a Daria Aleksándrovna que decía lo siguiente: «Nevedovski elegido por doce votos. Enhorabuena. Transmítelo». Después de dictarlo en voz alta, hizo la siguiente observación: «Hay que darles una alegría». Al recibir el telegrama, Daria Aleksándrovna se limitó a suspirar, pensando en el rublo que había costado, y comprendió que su marido lo había enviado al final de una comida. Sabía que Stiva sentía debilidad por faire jouer le télégraphe. 160
Todo, incluyendo los manjares exquisitos y los vinos excelentes, que no habían sido adquiridos a comerciantes rusos, sino traídos directamente del extranjero, había resultado muy digno, sencillo y alegre. Aquel grupo de veinte personas había sido elegido por Sviazhski entre hombres públicos de las mismas ideas, liberales, nuevos, y al mismo tiempo ingeniosos y honrados. Se brindó, también medio en broma, por el nuevo mariscal de la nobleza, por el gobernador, por el director del banco y por «nuestro estimado anfitrión».
Vronski estaba encantado. Nunca había esperado encontrar un tono tan afable en provincias.
Al final de la cena la situación se volvió aún más alegre. El gobernador preguntó a Vronski si iba a acudir al concierto en beneficio de los hermanos, 161organizado por su mujer, que deseaba conocerlo.
–Se celebrará un baile en el que podrá conocer a nuestra «belleza» local. Merece la pena, se lo aseguro.
– Not in my line 162—respondió Vronski, a quien gustaba mucho esa expresión, pero sonrió y prometió asistir.
Antes de que se levantaran de la mesa, cuando todos habían empezado ya a fumar, el ayuda de cámara de Vronski le trajo una carta en una bandeja.
–La ha traído de Vozdvízhenskoie un mensajero —dijo con una mirada significativa.
–Es increíble cómo se parece al ayudante del fiscal Sventitski —dijo uno de los invitados en francés, refiriéndose al ayuda de cámara, mientras Vronski, frunciendo el ceño, leía la carta.
Era de Anna. Antes de leerla, Vronski ya sabía lo que decía. Suponiendo que las elecciones terminarían en cinco días, le había prometido a Anna que regresaría el viernes. Ahora estaban a sábado, y Vronski sabía que contendría un montón de reproches por no haber regresado a tiempo. Vronski le había escrito la víspera para informarla de su retraso, pero era probable que la nota aún no le hubiera llegado.
No se había equivocado en cuanto al contenido, pero la forma le sorprendió y le pareció especialmente desagradable.
Annie está muy enferma. El médico dice que puede ser una infección. Cuando estoy sola, pierdo la cabeza. La princesa Varvara, más que una ayuda, es un estorbo. Llevo esperándote dos días, y ahora te mando esta carta para saber dónde estás y qué haces. Por un momento se me ocurrió ir a buscarte, pero cambié de idea, pues sabía que eso te desagradaría. Envíame alguna respuesta para saber a qué atenerme.
La niña estaba enferma y Anna había tenido intención de ir en persona. ¡Los sufrimientos de la niña la habían llevado a adoptar ese tono tan hostil!
El contraste entre la alegría inocente de las elecciones y ese amor opresivo y sombrío, al que debía volver, sorprendió a Vronski. Pero no le quedaba más remedio que regresar, así que esa misma noche se marchó a su casa en el primer tren.
XXXII
Antes de que Vronski se marchara para participar en las elecciones, Anna, considerando que las escenas que tenían cada vez que él se ausentaba, en lugar de unirlos, acabarían enfriando sus sentimientos, hizo cuanto pudo por sobrellevar la separación con la mayor tranquilidad. Pero la mirada fría y severa que le dirigió cuando le anunció su partida la ofendió; aún no se había marchado y ella ya había perdido la serenidad.
Más tarde, cuando se quedó sola, estuvo pensando en esa mirada, con la que Vronski había expresado su derecho a la libertad, y acabó sintiendo lo mismo de siempre: la conciencia de su propia humillación. «Él tiene derecho a marcharse a cualquier sitio cuando le viene en gana. Y no sólo a marcharse, sino a abandonarme. Él tiene derecho a todo y yo a nada. No es muy delicado por su parte mostrármelo de esa manera. Y, sin embargo, ¿qué es lo que ha hecho...? Me ha mirado con expresión fría y severa. No cabe duda de que es algo indefinido e intangible, pero no sucedía antes. Por eso su mirada significa tanto: demuestra que su amor empieza a enfriarse.»
Y, aunque estaba convencida de que ese enfriamiento había empezado, no era capaz de hacer nada para que sus relaciones cambiaran. Lo mismo que antes, sólo podía tratar de retenerlo por medio de su amor y de sus atractivos. Y, como antes, únicamente sus múltiples ocupaciones durante el día y la morfina a la que recurría por la noche le permitían acallar el espantoso pensamiento de lo que podría suceder si Vronski dejara de quererla. Lo cierto es que había otro medio: no retenerlo, pues ella no necesitaba más que su amor, sino unirse a él, encontrarse en una posición en que no pudiera abandonarla. Para ello necesitaba divorciarse y casarse con él. Sintió deseos de hacerlo y decidió mostrar su conformidad en la primera ocasión en que Vronski o Stiva le hablaran del tema.
Pasó cinco días sola, sumida en tales cavilaciones. En principio ése era el tiempo que Vronski iba a pasar fuera.
Los paseos y las conversaciones con la princesa Varvara, las visitas al hospital y, sobre todo, la lectura de un libro tras otro ocupaban todo su tiempo. Pero, al sexto día, cuando el cochero regresó sin Vronski, las fuerzas la abandonaron y volvió a pensar en él y en lo que estaría haciendo. En ese momento su hija enfermó. Anna se puso a cuidarla, pero tampoco eso consiguió distraerla, tanto más cuanto que la enfermedad no era peligrosa. Por más que lo intentaba, no conseguía querer a la niña ni fingir un cariño que no sentía. Ese mismo día, al anochecer, cuando se quedó sola, decidió ir a la ciudad, pero, después de pensarlo mejor, le escribió esa carta contradictoria y, sin releerla, se la envió por medio de un mensajero. A la mañana siguiente, recibió la carta de Vronski y se arrepintió de la suya. Se imaginaba con espanto la mirada severa que le dirigiría, sobre todo cuando se enterara de que la enfermedad de la niña no era grave. Pero, en cualquier caso, se alegraba de haberle escrito. Ahora Anna reconocía que se había convertido en una carga para Vronski, que éste lamentaría renunciar a su libertad para volver a su lado; no obstante, estaba contenta de que volviera. Le daba igual haberse convertido en una carga, quería que estuviera allí, a su lado; quería verlo, seguir todos sus movimientos.
Estaba sentada en el salón, leyendo a la luz de la lámpara el último libro de Taine, y prestaba oídos al silbido del viento, esperando a cada momento la llegada del coche. En más de una ocasión tuvo la impresión de oír el ruido de las ruedas, pero se equivocaba. Por fin oyó no sólo las ruedas, sino también los gritos del cochero y un rumor sordo en la galería de la entrada. Hasta la princesa Varvara, que estaba haciendo un solitario, confirmó sus sospechas. Anna, ruborizándose, se levantó, pero, en lugar de bajar, como había hecho ya dos veces, se detuvo. De pronto se avergonzó de su engaño y, sobre todo, se asustó de la forma en que Vronski la saludaría. El sentimiento de humillación se había desvanecido. Lo único que temía era que se mostrara descontento. Se acordó de que la niña llevaba ya dos días completamente sana. Hasta se irritó con ella por haberse restablecido en el preciso instante en que había enviado la carta. Luego pensó que Vronski estaba allí todo entero, con sus manos, con sus ojos. Oyó su voz.
–¿Qué tal está Annie? —preguntó con inquietud nada más entrar, mirando a Anna, que bajaba por la escalera.
Se sentó en una silla para que el criado le quitara las botas de invierno.
–Ya está mejor.
–¿Y tú? —dijo, sacudiéndose la nieve del abrigo. Anna cogió su mano entre las suyas y se la llevó a la cintura, sin dejar de mirarle—. Me alegro mucho —añadió, examinando con frialdad su peinado y su vestido, que Anna se había puesto para él, como bien sabía. Todo eso le gustaba, pero ¡lo había visto ya tantas veces! Y volvió a adoptar esa expresión severa e impasible que Anna tanto temía—. Me alegro mucho —repitió—. Y tú ¿estás bien? —preguntó, enjugándose la barba mojada con un pañuelo y besándole la mano.
«Me da lo mismo —pensó—, con tal de que esté aquí. Cuando está aquí tiene que amarme. No le queda otro remedio.»
Pasaron la tarde alegres y felices, en compañía de la princesa Varvara, quien se quejó de que Anna, en ausencia de Vronski, había tomado morfina.
–¿Y qué podía hacer? No conseguía conciliar el sueño... Los pensamientos me lo impedían. Cuando él está conmigo nunca la tomo. Casi nunca.
Vronski les contó cómo se habían desarrollado las elecciones, y Anna, gracias a sus preguntas, consiguió que les hablara del tema que a él más le agradaba: su propio éxito. Anna le puso al corriente de las novedades de la casa que le interesaban. Todas las noticias que le comunicó eran de lo más alegres.
Pero ya a última hora de la tarde, cuando se quedaron solos, dándose cuenta de que volvía a tenerlo por completo en su poder, quiso disipar la penosa impresión que le había causado la mirada de Vronski, motivada por la carta.
–Reconoce que te molestó recibir mi carta. Seguro que no me creíste.
En cuanto pronunció esas palabras, se dio cuenta de que, a pesar de todo el amor que le demostraba, eso no se lo había perdonado.
–Sí —dijo Vronski—. Era una carta muy extraña. Decías que Annie estaba enferma y al mismo tiempo que querías reunirte conmigo.
–Las dos cosas eran ciertas.
–No lo dudo.
–Sí que lo dudas. Ya veo que estás descontento.
–Nada de eso. Lo único que me disgusta es que parece que no quieres entender que hay obligaciones...
–Obligaciones de asistir a un concierto...
–No hablemos de eso —dijo Vronski.
–¿Y por qué? —preguntó Anna.
–Lo único que quería decir es que a veces surgen situaciones y compromisos insoslayables. Ahora, por ejemplo, tengo que ir a Moscú para ocuparme de la casa... Ah, Anna, ¿por qué te enfadas de ese modo? ¿Es que no sabes que no puedo vivir sin ti?
–En tal caso —replicó Anna, cambiando de pronto de tono—, si esta vida te agobia tanto... Si vas a venir un día para marcharte al siguiente, como hacen...
–Esto no es justo, Anna. Estoy dispuesto a dar mi vida...
Pero Anna ya no le escuchaba.
–Si te vas a Moscú, yo también me voy. No pienso quedarme aquí. O nos separamos o vivimos juntos.
–Pero si ya sabes que no deseo otra cosa. Pero para eso...
–Se necesita el divorcio. Le escribiré. Me doy cuenta de que no puedo vivir así... Pero me marcho contigo a Moscú.
–Lo dices como si me amenazaras. Nada deseo más que no separarme de ti —dijo Vronski con una sonrisa.
Pero, al tiempo que pronunciaba esas palabras amables, asomó a sus ojos esa mirada fría y cruel de los hombres perseguidos y amargados.
Anna vio esa mirada y adivinó lo que significaba.
«¡Si es así, es una desgracia!», decían esos ojos. Fue una impresión momentánea, pero a Anna jamás se le olvidaría.
Escribió una carta a su marido pidiéndole el divorcio, y a finales de noviembre, después de despedirse de la princesa Varvara, que tenía que regresar a San Petersburgo, se trasladó con Vronski a Moscú. Mientras esperaban que llegara la respuesta de Alekséi Aleksándrovich un día u otro, y después el divorcio, se instalaron juntos como marido y mujer.
SÉPTIMA PARTE
I
Los Levin llevaban viviendo en Moscú ya más de dos meses. Hacía mucho que había pasado el plazo en el que, según los cálculos de las personas que entendían de esas cosas, Kitty debería haber dado a luz. Pero todo seguía igual y nada hacía pensar que el momento estuviera más cercano que hacía dos meses. El médico, la comadrona, Dolly, su madre y, sobre todo, Levin, que no podía pensar sin horror en el inminente acontecimiento, empezaban a sentirse impacientes e inquietos. Sólo Kitty se sentía completamente serena y feliz.
La criatura que estaba a punto de nacer y que ya casi existía para ella había despertado en su interior un nuevo sentimiento de amor al que se entregaba con regocijo. Ya no era sólo una parte de la madre, sino que a veces vivía una vida independiente. Y, a pesar de los dolores que le causaba, Kitty sentía ganas de reír, llena de una alegría novedosa y extraña.
Todas las personas a las que quería estaban a su lado, se mostraban amables y solícitas, la colmaban de atenciones. De no haber sabido y sentido que la situación estaba a punto de terminar, no habría podido desear una existencia mejor y más agradable. Lo único que ensombrecía el encanto de esa vida era que su marido no parecía el mismo hombre del que se había enamorado y se comportaba de un modo muy distinto a como lo había hecho en el campo.
Le gustaba el tono sereno, cariñoso y amable que empleaba en el campo. En la ciudad, en cambio, parecía siempre inquieto y vigilante, como si temiera que alguien le faltara el respeto o, peor aún, ofendiera a Kitty. En el campo se sentía en su ambiente, nunca se apresuraba, jamás estaba mano sobre mano. Aquí, en cambio, siempre andaba con prisas, como si no quisiera perderse algo, pero lo cierto era que no hacía nada. Y Kitty le compadecía. Sabía que a los demás no les inspiraba lástima; al contrario, cuando lo examinaba en sociedad, como a veces se examina a una persona querida tratando de verla como si fuera desconocida, para averiguar la impresión que causa en los demás, se daba cuenta (a veces con temor, tan celosa era) de que, lejos de inspirar lástima, resultaba muy atractivo, gracias a su probidad, a su cortesía tímida y algo pasada de moda con las mujeres, a su recia figura y, sobre todo, según le parecía a ella, a su expresivo rostro. Pero Kitty no lo veía desde fuera, sino desde dentro, y se daba cuenta de que allí no era él mismo. No se le ocurría un modo mejor de describir su situación. A veces le reprochaba en su fuero interno que no supiera vivir en la ciudad; otras, en cambio, reconocía que le sería realmente difícil organizar allí su vida de un modo satisfactorio.
Y, en realidad, ¿qué podía hacer? No le gustaba jugar a las cartas. No iba al casino. Kitty sabía ahora lo que significaba relacionarse con hombres alegres como Oblonski: beber y luego frecuentar ciertos lugares. No podía pensar sin horror en esos sitios a los que iban los hombres en tales ocasiones. ¿Frecuentar la sociedad? Pero no ignoraba que en ese caso disfrutaría de la compañía de mujeres jóvenes, y Kitty no podía desear tal cosa. ¿Quedarse en casa con ella, con su madre y con sus hermanas? Pero, por muy agradables y alegres que le parecieran a ella esas conversaciones siempre idénticas —Alinas y Nadinas, 163como llamaba el viejo príncipe a esas charlas entre hermanas—, sabía que su marido las encontraba aburridas. ¿Qué podía hacer entonces? ¿Seguir trabajando en su libro? En un principio lo había intentado. Los primeros días había ido a la biblioteca para tomar datos y recopilar información. Pero, como le había dicho él mismo, cuanto menos hacía, menos tiempo libre le quedaba. Además, se quejaba de que en Moscú hablaba demasiado de su libro, con el resultado de que se le habían embrollado todas las ideas y había perdido el interés.
La única ventaja de la vida en la ciudad es que nunca discutían. Ya fuera porque las condiciones de vida eran distintas o porque ambos se mostraran más prudentes y razonables, el caso es que en Moscú no discutían nunca por culpa de los celos, algo que les había preocupado mucho antes de su traslado.
En ese sentido, se produjo un acontecimiento que fue muy importante para los dos: el encuentro de Kitty con Vronski.
La vieja princesa Maria Borísovna, madrina de Kitty, que siempre la había querido mucho, expresó el deseo de verla. El estado de Kitty no le permitía ir a ninguna parte, pero decidió visitar a la respetable anciana en compañía de su padre, y allí se encontró con Vronski.
Lo único que Kitty pudo reprocharse de ese encuentro fue que en el momento en que vio a Vronski vestido de paisano y reconoció esos rasgos antaño tan familiares, se le cortó la respiración, la sangre le afluyó al corazón y un intenso rubor cubrió su rostro. Pero eso sólo duró unos segundos. Antes de que su padre acabara de hablar con Vronski, a quien se dirigió a propósito en voz alta, ella estaba ya completamente preparada para mirarle y conversar con él, en caso de que fuera necesario, con la misma naturalidad con que lo habría hecho con la princesa Maria Borísovna, y, sobre todo, para que hasta la mínima entonación y la más sutil sonrisa merecieran la aprobación de su marido, cuya presencia invisible creía presentir a su lado en ese momento.
Intercambió con él algunas palabras y hasta sonrió muy tranquila cuando Vronski bromeó sobre las elecciones, que llamó «nuestro parlamento». (Había que sonreír para poner de manifiesto que se había comprendido la broma.) Pero en seguida se dirigió a la princesa Maria Borísovna y no volvió a mirarle hasta que se levantó para despedirse; entonces levantó los ojos hasta él, pero sólo porque habría sido una descortesía no mirar a un hombre que se inclina delante de ti.
Agradeció a su padre que no mencionara su encuentro con Vronski, pero, por la especial ternura que le mostró después de la visita, durante el paseo habitual, comprendió que estaba contento de cómo se había portado. También ella estaba satisfecha de sí misma. Jamás había sospechado que tuviera las fuerzas suficientes para ahogar en lo más profundo de su corazón el recuerdo de sus anteriores sentimientos por Vronski, y no sólo aparentar indiferencia y calma en su presencia, sino sentirlas de verdad.
Levin se ruborizó mucho más que ella cuando le comunicó que había coincidido con Vronski en casa de la princesa Maria Borísovna. Le resultó muy difícil decírselo y aún más contarle los detalles del encuentro, ya que él, en lugar de hacerle preguntas, se limitaba a mirarla con el ceño fruncido.
–Lamento mucho que no estuvieras allí —dijo Kitty—. No en la misma habitación, claro... No habría podido mostrarme tan natural en tu presencia... Ahora mismo me ruborizo más, mucho más —añadió, enrojeciendo hasta las lágrimas—. Pero me habría gustado que lo hubieras visto por una ranura.
Esos ojos sinceros confirmaron a Levin que Kitty estaba satisfecha de sí misma. A pesar de haberse ruborizado, se tranquilizó en seguida y empezó a hacerle preguntas, que era lo que ella quería. Una vez que se enteró de todo, hasta del detalle de que en un primer momento no pudo por menos de ponerse colorada, aunque después se mostró tan desenvuelta y natural como con cualquier otra persona, Levin recobró su buen humor, le dijo que se alegraba mucho y que, a partir de ese momento, no se comportaría de un modo tan estúpido como lo había hecho durante las elecciones. Al contrario, en cuanto volviera a coincidir con él, trataría de ser lo más amable que pudiera.
–Es muy desagradable temer encontrarse con un hombre y considerarlo casi un enemigo —dijo Levin—. Me alegro mucho, mucho.
II
—No te olvides de visitar a los Bol —le dijo Kitty a su marido cuando entró en su habitación a las once de la mañana, antes de salir de casa—. Ya sé que vas a comer en el casino, te ha inscrito papá. Pero ¿qué vas a hacer toda la mañana?
–Sólo voy a visitar a Katavásov —respondió Levin.
–¿Tan temprano?
–Ha prometido presentarme a Metrov. Es un conocido erudito de San Petersburgo, y quería hablar con él de mi trabajo.
–¿Y el concierto? —preguntó Kitty.
–¡Cómo voy a asistir al concierto yo solo!
–Tienes que ir. Van a tocar esas piezas nuevas... que te interesaban tanto. Yo en tu lugar no me lo perdería.
–Bueno, en cualquier caso, pasaré por aquí antes de comer —añadió Levin, consultando el reloj.
–Ponte la levita, así podrás ir directamente a casa de la condesa Bol.
–¿Es imprescindible?
–¡Pues claro! El conde ha venido a vernos. Además, ¿qué te cuesta? Entras, te sientas, hablas cinco minutos del tiempo, te levantas y te vas.
–No vas a creerme, pero estoy tan desacostumbrado a hacer esas cosas que hasta me da vergüenza. Figúrate. Llega un extraño, se sienta, se queda allí sin ninguna razón, molestando a los dueños de la casa y, después de pasar él mismo un mal rato, se marcha.
Kitty se echó a reír.
–¿Es que no hacías visitas cuando estabas soltero? —preguntó.
–Sí, pero siempre me sentía incómodo. Y ahora, además, he perdido la costumbre. Te juro que preferiría pasarme dos días sin comer que hacer esa visita. ¡Me da tanta vergüenza! Me da miedo que se ofendan y me digan: «¿Para qué diablos has venido?».
–No se ofenderán, te lo aseguro —dijo Kitty, mirándole a la cara y sonriendo. A continuación le cogió la mano—. Bueno, adiós. Haz el favor de ir.
Levin se disponía ya a salir, después de besarle la mano, cuando Kitty le detuvo.
–Kostia, ¿sabes que sólo me quedan cincuenta rublos?
–En ese caso iré al banco y sacaré algo. ¿Cuánto necesitas? —preguntó con esa expresión de disgusto que Kitty conocía bien.
–No, espera —dijo ella, y le cogió la mano—. Hablemos un poco, esto me preocupa. Tengo la impresión de que no hago ningún gasto superfluo y, sin embargo, el dinero se me va de las manos. Hay algo que no hacemos bien.
–En absoluto —replicó Levin, tosiendo y mirándola de soslayo.
Kitty también sabía lo que significaba esa tos. En una señal de que estaba muy descontento, no de ella, sino de sí mismo. Pero la causa de su disgusto no era que hubieran gastado mucho dinero, sino que le recordaran que las cosas no iban bien, algo que quería olvidar.
–He ordenado a Sókolov que venda el trigo y que cobre por adelantado el dinero del molino. En cualquier caso, tendremos dinero.
–Pero, en general, me da miedo que sea mucho...
–En absoluto, en absoluto —repitió—. Bueno, adiós, querida.
–Te aseguro que a veces me arrepiento de haberle hecho caso a mi madre. ¡Con lo bien que estaríamos ahora en el campo! Os estoy atormentando a todos y no hacemos más que gastar dinero.
–En absoluto, en absoluto. Desde que nos casamos no se me ha pasado por la cabeza ni una sola vez que pudiera estar mejor de como estoy ahora...
–¿De verdad? —preguntó Kitty, mirándole a los ojos.
Levin lo había dicho sin pensar, con la única intención de tranquilizarla. Pero, cuando la miró y vio esos ojos sinceros examinándole con aire inquisitivo, lo repitió de todo corazón. «La verdad es que me estoy olvidando de ella.» Y se acordó de ese acontecimiento inminente.
–¿Falta poco? ¿Cómo te encuentras? —susurró Levin, cogiéndole ambas manos.