Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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«¿Y por qué no? —pensaba—. Si se tratara de un arrebato o de una pasión, si experimentara sólo esa atracción, esa atracción mutua, si la puedo llamar así, pero me diera cuenta de que iba contra mi modo de vida; si sintiera que, abandonándome a esa atracción, traicionaría mi vocación y mi deber... Pero no es así. La única objeción que puedo poner es que, cuando perdí a Marie, prometí que sería fiel a su memoria. No puedo poner ninguna otra objeción a este sentimiento... Pero es algo importante» —se decía. Se daba cuenta de que personalmente esta consideración no tenía la menor importancia, pero era consciente de que afectaría a la imagen poética que los demás se habían forjado de él—. Aparte de eso, por más que busque, no encontraré nada que se oponga a mi sentimiento. Aunque me hubiera guiado sólo por la razón, no habría encontrado nada mejor.»
Por más que pasaba revista a las mujeres y muchachas que conocía, no recordaba a ninguna que reuniese en tal alto grado las cualidades que, reflexionando en frío, le gustaría encontrar en su esposa. Várenka tenía todo el encanto y la frescura de la juventud, pero no era una niña. Si le amaba, tenía que ser de una forma consciente, como corresponde a una mujer. Eso en primer lugar. En segundo: no sólo estaba lejos de ser una mujer mundana, sino que, según todos los indicios, le repugnaba la sociedad; ello no era óbice para que la conociera a fondo e hiciera gala de los modales de una muchacha bien educada, requisito indispensable para ser la compañera de su vida. En tercero: era religiosa, pero no como una niña, a la manera de Kitty, que era buena y religiosa por instinto; en su caso, las convicciones religiosas formaban la base de su vida. Hasta en los detalles más menudos Serguéi Ivánovich encontraba en Várenka todo lo que podía desear en una mujer: era pobre y estaba sola en el mundo, así que no traería consigo una numerosa parentela, cuya influencia se dejaría sentir en el hogar, como sucedía con Kitty; además, se lo debería todo a su marido, algo que también había deseado siempre para su futura vida conyugal. Y la muchacha, que reunía todas esas cualidades, le amaba. Serguéi Ivánovich era un hombre discreto. Pero no pudo por menos de darse cuenta. También él la amaba. La única pega era la edad. No obstante, la estirpe de la que procedía había dado numerosos ejemplos de una longevidad extraordinaria; de hecho, él todavía no tenía ni una cana, y nadie le habría echado más de cuarenta años. Además, ¿no había dicho la propia Várenka que sólo en Rusia se considera viejos a los hombres de cincuenta años, que en Francia se dice que un hombre de esa edad está dans la force de l âge 101y que uno de cuarenta es un jeune homme? 102Por otro lado, ¿qué significaba la edad cuando se sentía tan joven de espíritu como hacía veinte años? ¿Acaso no era un rasgo de juventud el sentimiento que experimentaba ahora cuando, saliendo de nuevo a la linde del bosque por otro lado, veía a los rayos oblicuos del sol la graciosa figura de Várenka, con su vestido amarillo y su cesta al brazo, que pasaba, con sus andares ligeros, al pie del tronco de un viejo abedul? ¿O la emoción que se apoderó de él cuando la impresión que le había causado la aparición de Várenka se fundió con la sorprendente belleza del paisaje, un dorado campo de avena inundado de luz, y más allá el viejo bosque perdiéndose en lontananza, con manchas amarillentas que se desvanecían en la lejanía azul? Su corazón se estremecía de gozo. Estaba profundamente conmovido. Se dijo que la suerte estaba echada. Várenka, que acababa de inclinarse para coger una seta, se irguió con gesto ágil y echó un vistazo a su alrededor. Después de tirar el cigarro, Serguéi Ivánovich se acercó a ella con resolución.
V
«Varvara Andréievna, cuando yo era aún muy joven, me forjé un ideal de mujer a la que amaría y me regocijaría en llamar esposa. Después de una larga vida, encuentro por primera vez en usted lo que estaba buscando. La amo y le pido que se case conmigo.»
Serguéi Ivánovich iba diciéndose eso cuando ya estaba a diez pasos de Várenka, que, puesta de rodillas, protegía una seta de las manos de Grisha, mientras llamaba a la pequeña Masha.
–¡Por aquí, por aquí! ¡Hay muchas pequeñas! —decía con su agradable voz profunda.
Al ver a Serguéi Ivánovich, que se acercaba, se quedó donde estaba, sin cambiar de postura. Pero él vio que había reparado en su presencia y que se alegraba.
–¿Qué? ¿Ha encontrado usted alguna? —preguntó Várenka, volviendo hacia él su hermoso rostro, iluminado por una serena sonrisa y enmarcado por el pañuelo blanco.
–Ni una —respondió Serguéi Ivánovich—. ¿Y usted?
Várenka, ocupada de los niños, que la rodeaban, no le respondió.
–Mira, al lado de esa rama hay otra —le dijo a la pequeña Masha, indicándole una rúsula diminuta, con el sombrero rosado atravesado por una mata de hierba seca a cuyo pie crecía. Várenka se levantó en el preciso instante en que la niña, al intentar coger la seta, la rompía en dos mitades blancas—. Esto me recuerda mi infancia —añadió, apartándose de los niños en compañía de Serguéi Ivánovich.
Dieron en silencio unos cuantos pasos. Várenka veía que Serguéi Ivánovich quería decirle algo. Adivinaba de lo que se trataba y se estremecía de emoción, alegría y temor. Se alejaron tanto que ya nadie habría podido oír sus palabras, pero él seguía sin abrir la boca. Habría sido mejor que ella tampoco hubiera dicho nada. Después de unos instantes de silencio, habría resultado más fácil hablar de lo que querían que después de una conversación sobre setas. Pero, de forma casi involuntaria, Várenka dijo:
–Entonces, ¿no ha encontrado usted ninguna? Siempre hay menos en el interior del bosque.
Por toda respuesta, Serguéi Ivánovich suspiró. Le había irritado que Várenka se pusiera a hablar de setas. Le habría gustado volver a aquellas primeras palabras sobre su infancia, pero, al cabo de una pausa, como en contra de su voluntad, hizo la siguiente observación:
–He oído decir que los boletos crecen sobre todo en los linderos, aunque yo no sé distinguirlos.
Pasaron varios minutos más. Se habían alejado aún más de los niños y estaban completamente solos. El corazón de Várenka palpitaba con tanta fuerza que oía sus laudos. Se daba cuenta de que se ruborizaba, palidecía y volvía a ruborizarse.
Convertirse en la mujer de un hombre como Kóznishev, después de la posición que ocupaba en la casa de la señora Stahl, constituía para ella la cumbre de la felicidad. Además, estaba casi segura de que se había enamorado de él. Y ahora iba a decidirse todo. Estaba aterrada. Temía tanto lo que Serguéi Ivánovich pudiera decirle como su silencio.
También Serguéi Ivánovich comprendía que tenía que declararse ahora o que no lo haría nunca. La mirada, el rubor, los ojos bajos: todo en Várenka denotaba la penosa ansiedad que la dominaba. Serguéi Ivánovich lo veía y le daba lástima de ella. Era consciente de que, si no decía nada, la ofendería. En un instante, pasó revista en su cabeza a todos los argumentos que hablaban en favor de su decisión. Repitió para sus adentros las palabras con las que había pensado declararse. Pero una idea interrumpió de pronto el curso de sus pensamientos y, en lugar de pronunciar las frases que había preparado, preguntó de pronto:
–¿Qué diferencia hay entre el boleto blanco y el áspero?
Los labios de Várenka temblaron de emoción al responder:
–Se distinguen por el pie, no por el sombrero.
Y nada más pronunciar esas palabras, ambos comprendieron que todo había terminado, que no se dirían lo que tendrían que haberse dicho. Y la emoción de los dos, que había llegado a su punto más alto, empezó a disminuir.
–El pie del boleto áspero recuerda una barba morena de dos días —dijo Serguéi Ivánovich, sereno ya.
–Sí, es verdad —repuso Várenka, con una sonrisa.
Sin darse cuenta, cambiaron la dirección de su paseo y se acercaron a los niños. Várenka se sentía herida y avergonzada, y al mismo tiempo aliviada.
Al volver a casa y repasar una vez más todos los argumentos, Serguéi Ivánovich llegó a la conclusión de que se había equivocado en sus razonamientos: no podía traicionar la memoria de Marie.
–¡Calma, niños, calma! —gritó Levin con irritación, parándose delante de su mujer para protegerla cuando esa bandada de muchachos salió corriendo a su encuentro entre gritos de alegría.
Detrás de los pequeños aparecieron Serguéi Ivánovich y Várenka. Kitty no necesitó preguntar nada. Le bastó ver la expresión serena y algo avergonzada de ambos para comprender que sus planes no se habían cumplido.
–¿Y bien? —le preguntó su marido cuando volvían a casa.
–No muerden —respondió Kitty, con una sonrisa y un modo de hablar que Levin había observado con agrado en más de una ocasión, porque le recordaban al viejo príncipe.
–¿Cómo que no muerden?
–Mira —dijo Kitty, cogiéndole la mano, llevándosela a la boca y rozándola con los labios cerrados—. Así se besa la mano a los obispos.
–¿Quién es el que no muerde? —preguntó Levin, sonriendo.
–Ninguno de los dos. Vas a ver cómo se hacen estas cosas...
–Vienen unos campesinos..
–No han visto nada.
VI
Mientras los niños tomaban el té, los mayores se sentaron en el balcón y se pusieron a hablar como si no hubiera sucedido nada, aunque todos sabían perfectamente, sobre todo Serguéi Ivánovich y Várenka, que se había producido un acontecimiento muy importante, aunque fuera de signo negativo. Los dos se sentían como un alumno que ha suspendido un examen y no sabe si tendrá que repetir curso o le expulsarán del colegio. Todos los presentes, conscientes de que había sucedido algo, hablaban con animación de cuestiones intrascendentes. Esa tarde Kitty y Levin se sentían particularmente felices y enamorados. Y su felicidad, producto de su amor, les daba cierta vergüenza, pues parecía una alusión indiscreta a quienes habían fracasado en su intento de conseguir lo mismo.
–Acuérdense de lo que les digo: Alexandreno vendrá —dijo la vieja princesa.
Esperaban para esa noche la llegada de Stepán Arkádevich, y el padre de Kitty les había escrito que tal vez le acompañaría.
–Y sé por qué —prosiguió la princesa—. Dice que a los recién casados hay que dejarlos solos en los primeros tiempos.
–Y eso es exactamente lo que ha hecho. Hace siglos que no lo vemos —dijo Kitty—. Además, ¿se nos puede considerar a nosotros unos recién casados? ¡Si somos ya un matrimonio viejo!
–En caso de que no venga, tendré que dejaros, hijos míos —dijo la princesa, con un triste suspiro.
–Pero ¡qué dice usted, mamá! —saltaron a la vez las dos hijas.
–Pensad en cómo lo estará pasando solo. Yes que ahora...
De pronto, de forma completamente inesperada, a la vieja princesa le tembló la voz. Las hijas guardaron silencio y cambiaron una mirada. « Mamansiempre encuentra motivos de tristeza», decía esa mirada. No sabían que, por muy a gusto que se encontrara en casa de su hija y por muy necesaria que juzgara su presencia, se sentía terriblemente triste por sí misma y por su marido desde el día en que la hija menor y tan querida se casó y el nido familiar quedó vacío.
–¿Qué quiere usted, Agafia Mijáilovna? —preguntó de repente Kitty al ama de llaves, que se había plantado delante de ella con aire de misterio y cara de importancia.
–Quería hablar con usted de la cena.
–Muy bien —dijo Dolly—. Mientras te encargas de dar las órdenes, voy a repasar la lección con Grisha. Hoy no ha hecho nada.
–¡No, Dolly, déjalo! ¡Ya me ocupo yo! —terció Levin, levantándose de un salto.
Grisha había ingresado en el instituto y tenía que repasar las lecciones en verano. Daria Aleksándrovna, que ya en Moscú le daba clases de latín, al llegar a casa de los Levin se impuso como norma repasar con él, al menos una vez al día, las lecciones más difíciles de latín y de aritmética. Levin se ofreció a reemplazarla; pero la madre, después de asistir a una de las clases, se había dado cuenta de que el método del que se valía era muy distinto del que empleaba el profesor de Moscú. Muy confusa y procurando no herir su susceptibilidad, le había dicho con la mayor determinación que debía seguir el libro como hacía el profesor y que era mejor que se ocupara ella. Levin hervía de indignación contra Stepán Arkádevich, que, con su despreocupación habitual, había dejado en manos de su mujer una tarea de la que no entendía nada, y también contra los profesores, que tan mal enseñaban a los niños. No obstante, prometió a su cuñada que haría lo que ella quería. Y continuó dándole clases a Grisha, pero ya no seguía su propio método, sino que se atenía al libro. Por eso se ocupaba de su tarea de mala gana y a menudo se olvidaba de la hora de la clase, como le había sucedido ese día.
–No, ya voy yo, Dolly. Siéntate —dijo—. Lo haremos todo con orden, sin apartarnos del libro. Sólo faltaré a mis obligaciones cuando venga Stiva y nos marchemos de caza.
Y Levin se dirigió al cuarto de Grisha.
También Várenka se ofreció a cumplir el cometido de Kitty. Incluso en una casa tan bien organizada como la de los Levin, encontraba la manera de hacerse útil.
–Ya me ocuparé yo de dar las disposiciones oportunas para la cena. No te levantes —dijo y se acercó a Agafia Mijáilovna.
–Pero seguro que no han encontrado pollos. Tendremos que coger de los nuestros... —dijo Kitty.
–Ya lo arreglaremos Agafia Mijáilovna y yo —añadió Várenka, y a continuación desapareció con el ama de llaves.
–¡Qué muchacha tan agradable! —exclamó la princesa.
–¡No sólo agradable, maman, sino encantadora! ¡Ya no se encuentran muchachas así!
–Entonces, ¿esperan hoy a Stepán Arkádevich? —preguntó Serguéi Ivánovich, que, por lo visto, no quería seguir hablando de Várenka—. Sería difícil encontrar dos cuñados tan distintos —añadió con una sonrisa sutil—. Uno no para y se encuentra en sociedad como pez en el agua; el otro, nuestro Kostia, es vivo, despierto y sensible, pero, en cuanto se encuentra en sociedad, se queda pasmado o se debate inútilmente como pez fuera del agua.
–Sí, se toma las cosas demasiado a la ligera —dijo la princesa, dirigiéndose a Serguéi Ivánovich—. Precisamente quería pedirle que tratara de convencerle de que Kitty no puede quedarse aquí. Es indispensable que se traslade a Moscú. Habla de traer aquí un médico...
– Maman, hará todo lo necesario, está de acuerdo con todo —replicó Kitty, muy molesta con su madre por haber mezclado a Serguéi Ivánovich en ese asunto.
En medio de la conversación se oyó en la avenida el relincho de unos caballos y el chirrido de las ruedas de un coche sobre la grava.
Antes de que Dolly tuviera tiempo de levantarse para ir al encuentro de su marido, Levin había saltado por la ventana del cuarto de la planta baja en el que trabajaba con Grisha, que no tardó en seguirle.
–¡Es Stiva! —gritó Levin bajo el balcón—. ¡No te preocupes, Dolly, ya hemos terminado! —añadió, y salió corriendo como un niño al encuentro del carruaje.
– Is, ea, id, eius, eius—gritaba Grisha, dando saltos por la avenida.
–Viene alguien más. ¡Seguramente será papá! —exclamó Levin, deteniéndose a la entrada de la avenida—. Kitty, no bajes por la escalera empinada. Es mejor que des la vuelta.
Pero Levin se había equivocado: la persona que viajaba con Oblonski no era el viejo príncipe. Cuando se acercó al coche vio al lado de Stepán Arkádevich a un joven apuesto y grueso, con una gorra escocesa cuyas largas cintas flotaban por detrás. Era Vásenka Veslovski, primo segundo de los Scherbatski, muy conocido en la sociedad elegante de San Petersburgo y Moscú, «un muchacho excelente y un cazador apasionado», según lo presentó Stepán Arkádevich.
Sin turbarse lo más mínimo por la decepción con la que fue acogida su llegada, pues todos estaban esperando al viejo príncipe, Veslovski saludó alegremente a Levin, recordándole un encuentro anterior, y, levantando a Grisha por encima del pointer que Stepán Arkádevich había traído consigo, lo instaló en el coche.
En lugar de subir al carruaje, Levin regresó a pie. Estaba algo contrariado por el hecho de que no hubiera venido el viejo príncipe, a quien quería más a medida que lo iba conociendo, y hubiera aparecido en su lugar ese Vásenka Veslovski, hombre ajeno al círculo familiar y completamente inoportuno. Y más ajeno e inoportuno le pareció cuando, al llegar a la escalinata, donde se habían reunido en alegre compañía grandes y pequeños, vio que Vásenka Veslovski besaba la mano de Kitty con especial ternura y galantería.
–Su mujer y yo somos cousins, 103y además viejos conocidos —dijo Vásenka Veslovski, apretando de nuevo con fuerza la mano de Levin.
–Entonces, ¿hay mucha caza por aquí? —preguntó Stepán Arkádevich, dirigiéndose a Levin, después de saludar apresuradamente a todos los presentes—. Hemos venido con las más crueles intenciones. ¿Cómo lleva tanto tiempo sin dejarse caer por Moscú, maman? ¡Traigo algo para ti, Tania! Haz el favor de coger ese paquete que hay en la parte trasera del coche —decía, volviéndose tan pronto a uno como a otro—. ¡Qué guapa te has puesto, Dólinka! —le dijo a su mujer, besándole una vez más la mano, que retenía en la suya, mientras la acariciaba con la otra.
Levin, que apenas un instante antes se encontraba en la más alegre disposición de ánimo, contemplaba con aire sombrío a unos y otros, disgustado de todo.
«¿A quién habrá besado ayer con esos labios?», pensaba, observando la ternura de Stepán Arkádevich con su mujer. Luego miró a Dolly, que también le causó una impresión desagradable.
«No cree en su amor. Entonces, ¿por qué se muestra tan feliz? ¡Es repugnante!», pensaba.
Miró a la princesa, que tan agradable le había parecido apenas un minuto antes, y encontró irritante la acogida que dispensaba a ese Vásenka, con su gorra de cintas, como si estuviera en su propia casa.
Ni siquiera Serguéi Ivánovich, que también había salido a la escalinata, se libró de sus críticas: le molestó la fingida amistad con que saludó a Oblonski, cuando Levin sabía de sobra que su hermano no lo quería ni lo respetaba.
¿Y qué decir de Várenka? ¿No era repulsiva su manera de saludar a ese hombre, con su aspecto de sainte nitouche, 104cuando en verdad sólo pensaba en la manera de casarse?
Pero quien más le había soliviantado era Kitty. Se había dejado llevar por la alegría del invitado, que parecía contemplar su llegada a la aldea como una fiesta para él y para los demás, y, sobre todo, había respondido con una sonrisa especial a la que el invitado le había dedicado.
Todos entraron en la casa, hablando ruidosamente. Pero, en cuanto se sentaron, Levin les dio la espalda y salió.
Kitty se dio cuenta de que a su marido le pasaba algo. Quiso hallar un momento para hablar a solas, pero él se alejó a toda prisa, alegando que tenía que pasar por el despacho. Hacía tiempo que los asuntos de la hacienda no le parecían tan importantes como ahora. «Para ellos todo es una fiesta —pensaba—, pero todas estas cosas no tienen nada de festivo y no admiten dilación. Sin ellas la vida carece de sentido.»
VII
Levin no regresó hasta que lo llamaron para la cena. Kitty y Agafia Mijáilovna estaban en la escalera, tratando de ponerse de acuerdo sobre los vinos que iban a servir.
–¿A qué viene tanto fuss? 105Que sirvan el de costumbre.
–No, Stiva no lo bebe... Kostia, espera un momento, ¿qué te pasa? —preguntó Kitty, saliendo tras él, pero Levin, sin esperarla ni dar muestras de la menor compasión, se dirigió a grandes pasos al salón, donde en seguida tomó parte en la animada conversación que sostenían Vásenka Veslovski y Stepán Arkádevich.
–Entonces, ¿nos vamos de caza mañana? —preguntó Stepán Arkádevich.
–Sí, por favor —dijo Veslovski, sentándose de lado en otra silla y poniendo debajo una de sus robustas piernas.
–Con mucho gusto. ¿Ha ido usted ya de caza este año? —preguntó Levin a Veslovski, mirando con atención la pierna de aquel joven y tratándolo con esa amabilidad fingida que Kitty conocía tan bien y que no le iba en absoluto—. No sé si encontraremos chochas, pero hay muchas becadas. En cualquier caso, hay que levantarse temprano. ¿No se cansará usted? Y tú, Stiva, ¿estás cansado?
–¿Cansado yo? Todavía no sé lo que es el cansancio. ¡Por mí, podemos pasarnos todas las noches sin dormir! ¡Vamos a dar una vuelta!
–¡Muy bien! ¡Mejor, no nos acostemos! ¡Estupendo! —aprobó Veslovski.
–Ah, ya sabemos que eres muy capaz de no dormir y de no dejar que los demás duerman —dijo Dolly con ese matiz de ligera ironía con que se dirigía casi siempre a su marido—. En mi opinión, ya es hora de irse a la cama... Yo me retiro ya, no quiero cenar.
–Espera un poco, Dólinka —dijo Stepán Arkádevich, dando la vuelta a la gran mesa en la que iban a cenar para acercarse a Dolly—. ¡Aún tengo muchas cosas que contarte!
–Nada de importancia, seguro.
–¿Sabes que Veslovski ha estado en casa de Anna? Y se dispone a visitarla otra vez. Viven a sólo setenta verstas de aquí. Yo también tengo intención de ir. ¡Veslovski, acércate!
Vásenka pasó al lado de las señoras y se sentó al lado de Kitty.
–Ah, haga el favor de contarme. ¿Ha estado usted en su casa? ¿Cómo está? —preguntó Daria Aleksándrovna, dirigiéndose a él.
Levin, que se había quedado en el otro lado de la mesa, charlando con la princesa y con Várenka, se dio cuenta de que Dolly, Kitty y Veslovski entablaban una conversación animada y misteriosa. Y no sólo eso: advirtió que su mujer miraba con expresión grave el atractivo rostro del invitado, que contaba algo con gran elocuencia.
–Viven muy bien —decía Vásenka, refiriéndose a Vronski y a Anna—. Naturalmente, yo no soy quién para juzgar, pero en su casa se siente uno como en familia.
–¿Y qué piensan hacer?
–Creo que se proponen pasar el invierno en Moscú.
–¡Cuánto me gustaría hacerles una visita! ¿Cuándo tienes pensado ir? —preguntó Stepán Arkádevich a Vásenka.
–Pasaré con ellos el mes de julio.
–¿Y tú vas a ir? —añadió Stepán Arkádevich, dirigiéndose a su mujer.
–Hace tiempo que quiero verla. Iré sin falta —respondió Dolly—. Conozco a Anna y me da mucha pena. Es una mujer maravillosa. Iré sola, cuando te marches tú, así no molestaré a nadie. La verdad es que prefiero que no me acompañes.
–Estupendo —exclamó Stepán Arkádevich—. ¿Y tú, Kitty?
–¿Yo? ¿Para qué iba a ir? —respondió Kitty, poniéndose como la grana. Y echó un vistazo a su marido.
–¿Conoce usted a Anna Arkádevna? —le preguntó Veslovski—. Es una mujer muy atractiva.
–Sí —respondió Kitty, ruborizándose aún más. A continuación se levantó y se acercó a su marido—. Entonces, ¿te vas mañana de caza? —le preguntó.
Los celos de Levin habían llegado al colmo en los últimos minutos, sobre todo cuando advirtió el rubor que cubrió las mejillas de su mujer mientras hablaba con Veslovski. Ahora, al escuchar sus palabras, las entendió a su manera. Por extraño que le pareciera después al recordarlo, en esos momentos estaba convencido de que la única razón que le había llevado a hacerle esa pregunta era asegurarse de que iba a proporcionar ese placer a Vásenka Veslovski, de quien, según pensaba, se había enamorado.
–En efecto —le respondió Levin con una voz tan poco natural que a él mismo le resultó desagradable.
–Sería mejor que pasarais aquí el día de mañana. Si no Dolly apenas tendrá tiempo de ver a su marido. Podéis ir pasado mañana —dijo Kitty.
Así interpretó Levin las últimas palabras de su mujer: «No me separes de él. Me da igual que te marches tú, pero déjame que disfrute de la compañía de ese joven encantador».
–Ah, si eso es lo que quieres, nos quedaremos aquí mañana —repuso Levin con una amabilidad exagerada.
Entre tanto, Vásenka, que no tenía la menor idea de los sufrimientos que estaba causando su presencia en la casa, se levantó de la mesa y se acercó a Kitty con una mirada risueña y acariciadora.
A Levin no le pasó desapercibida esa mirada. Se puso pálido y por un momento se le cortó la respiración. «¡Cómo se atreve a mirar de ese modo a mi mujer!», se dijo, lleno de ira.
–¡Vámonos mañana de caza, se lo ruego! —exclamó Vásenka, sentándose en una silla y doblando la pierna por debajo del cuerpo, como tenía por costumbre.
Los celos de Levin se volvieron insoportables. Se veía ya como un marido engañado, a quien la mujer y su amante sólo necesitan para que les procure comodidades y placeres... No obstante, se mostró amable y acogedor con Vásenka, le preguntó por sus cacerías, se interesó por su escopeta y sus botas y aceptó organizar una partida para el día siguiente.
Por suerte para Levin, la vieja princesa puso fin a sus sufrimientos: en un determinado momento, se levantó y aconsejó a Kitty que se fuera a la cama. No obstante, también eso supuso un nuevo tormento para él. Al despedirse de la dueña de la casa, Vásenka quiso volver a besar su mano, pero Kitty, ruborizándose, la retiró con una brusquedad ingenua, gesto que más tarde su madre le reprocharía, y a continuación dijo:
–En nuestra casa no seguimos esas modas.
En opinión de Levin, ella tenía la culpa de todo, por haberle permitido tales familiaridades. Y aún más merecedora de crítica era la torpeza con que había mostrado su desagrado.
–¿Quién puede tener ganas de irse a la cama? —exclamó Stepán Arkádevich, que, después de haberse tomado varios vasos de vino, derrochaba simpatía y se hallaba en plena vena poética—. Mira, mira, Kitty —añadió, señalando la luna, que se remontaba en el cielo por detrás de los tilos—. ¡Qué maravilla! Veslovski, éste es un buen momento para una serenata. Ya sabéis que tiene una voz magnífica. Hemos venido cantando por el camino. Se ha traído unas romanzas preciosas, entre ellas dos nuevas. Podría cantárnoslas acompañado de Varvara Andréievna.
Ya se habían retirado todos a sus habitaciones, pero Stepán Arkádevich y Veslovski siguieron paseando un buen rato por la avenida, entonando una nueva romanza.
Levin, sentado en un sillón en el dormitorio de su mujer, frunció el ceño al oír las voces, y, cuando Kitty le preguntó qué le pasaba, se negó obstinadamente a responder. Por último, cuando le dijo con una tímida sonrisa: «¿Es que te ha molestado alguna cosa de Veslovski?», Levin estalló y se lo dijo todo. Sus palabras le ofendían a él mismo, lo que aumentaba más su irritación.
Estaba delante de su mujer, ceñudo, con un brillo terrible en los ojos, las manos vigorosas apretadas contra el pecho, como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano por contenerse. La expresión de su rostro habría sido severa y hasta cruel si no hubiera reflejado al mismo tiempo un sufrimiento que conmovió a Kitty. Le temblaban los pómulos y la voz se le quebraba.
–Debes entender que no estoy celoso. Esa palabra es infame. No puedo tener celos, creer que... No puedo expresar lo que siento, pero es horrible... No estoy celoso, pero me ofende y me humilla que alguien pueda pensar... que alguien se atreva a mirarte con esos ojos...
–¿Con qué ojos? —preguntó Kitty, tratando de recordar con el mayor detalle posible todas las palabras y gestos de esa velada.
En lo más profundo de su alma juzgaba que no había estado bien que aquel joven la hubiera seguido al otro lado de la mesa, pero no se atrevía a confesárselo a sí misma, y mucho menos a reconocerlo delante de Levin, para no aumentar sus sufrimientos.
–¿Acaso una mujer en mi estado puede resultar atractiva para alguien...?
–¡Ah! —exclamó Levin, llevándose las manos a la cabeza—. ¡No digas eso...! ¿Quiere eso decir que si pudieras resultar atractiva...?
–¡No, Kostia, espera! ¡Escúchame un momento! —dijo Kitty, mirándole con una expresión en la que se entreveraban el sufrimiento y la compasión—. ¿Cómo puedes pensar eso? ¡Para mí ya no existe nadie, nadie!... ¿Qué es lo que quieres? ¿Que no vea a nadie?
En un primer momento los celos de su marido la habían ofendido. Le irritaba que le prohibieran hasta la diversión más pequeña e inocente. Pero ahora habría renunciado de buena gana no sólo a esas menudencias, sino a cualquier cosa, con tal de que su marido recobrara la tranquilidad y dejara de sufrir.
–Trata de entender lo ridícula y cómica que es mi situación —prosiguió con un susurro desesperado—. Está en mi casa, no puede decirse que haya hecho nada inconveniente, más allá de esa desenvoltura y esa manera de doblar la pierna, que él considera el colmo del buen tono. Por tanto, estoy obligado a mostrarme amable con él.
–Estás exagerando, Kostia —dijo Kitty, que en el fondo de su alma se alegraba del inmenso amor que le profesaba su marido, puesto ahora de manifiesto en ese ataque de celos.
–Lo más horrible de todo es que ahora que te has vuelto sagrada para mí, ahora que somos tan felices, tan asombrosamente felices, llega de pronto este canalla... No, canalla no, ¿por qué insultarlo? No tengo nada que ver con él. Pero ¿por qué mi felicidad y la tuya...?
–Ahora entiendo por qué ha sucedido todo esto —dijo Kitty.
–¿Por qué? ¿Por qué?
–He notado cómo nos mirabas cuando hablábamos durante la cena.
–¡Sí, sí! —exclamó Levin turbado.
Kitty le contó lo que se habían dicho. Y, a medida que lo hacía, se ahogaba de emoción. Levin guardó silencio, luego miró el rostro pálido y asustado de Kitty y de pronto se llevó las manos a la cabeza.
–¡Katia, te estoy atormentando! ¡Perdóname, amor mío! ¡Esto es una locura! Katia, yo tengo la culpa de todo. ¿Cómo es posible que haya sufrido tanto por semejante estupidez?
–Me da pena de ti.
–¿De mí? ¿De mí? ¡Pero si estoy loco!... ¿Y por qué la he tomado contigo? Es horrible pensar que cualquier extraño pueda destruir nuestra felicidad.
–No cabe duda de que eso es lo más triste...
–No, voy a retenerlo aquí todo el verano y a colmarle de atenciones —dijo Levin, besándole las manos—. Ya lo verás. Y mañana... Sí, es verdad, nos vamos de caza.
VIII
Al día siguiente, antes de que se levantaran las señoras, una tartana y un carro esperaban ya a la entrada, y Laska, que desde primera hora había comprendido que se iban de caza, después de ladrar y saltar hasta hartarse, se había acomodado en el carro, al lado del cochero, mirando la puerta por la que tenían que salir los cazadores con una mezcla de inquietud y reproche por su tardanza. El primero en aparecer fue Vásenka Veslovski, con unas botas altas nuevecitas, que le llegaban hasta la mitad de las gruesas pantorrillas, una blusa verde, ceñida por una cartuchera nueva que olía a cuero, su gorra con cintas y una escopeta inglesa también nueva, sin abrazadera ni portafusil. Laska saltó a su encuentro, le dio la bienvenida, se puso a dar brincos y le preguntó a su manera si los demás tardarían mucho en salir. Al no recibir respuesta, volvió a su puesto de espera y de nuevo se quedó inmóvil, con la cabeza ladeada y una oreja tendida. Por fin la puerta se abrió con estrépito, y Krak, el pointer moteado de Stepán Arkádevich, salió como una flecha y se puso a dar vueltas y volteretas. Le seguía Oblonski, con una escopeta en la mano y un cigarro en la boca.