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En el primer cí­rculo
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Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Stalin arrojó el libro lejos. No, no podía relajarse ni seguir echado allí. La lucha lo llamaba.

Un país despreocupado podía dormir pero no su padre. Se levantó, pero sin enderezarse del todo. Abrió otra puerta de la habitación (no la que había dado paso a Poskrebyshev), y la cerró detrás suyo. Apenas la atravesó con sus suaves botas entró en un bajo, angosto, retorcido corredor sin ventanas, pasó ante un espejo a través del cuál podía ver la entrada del hall. Volvió a su dormitorio, de techo bajo también, pequeño, sin ventana, con aire acondicionado. Detrás del panel de roble de la pared del dormitorio había un blindaje; del lado de afuera, piedra.

Con la pequeña llave que llevaba en la cintura Stalin abrió la tapa de metal de un decantador y se sirvió un vaso de su licor revigorizador favorito, lo bebió y cerró de nuevo la tapa.

Caminó hacia el espejo. Sus ojos lucían claros, incorruptiblemente adustos. Ni siquiera los primeros ministros podían sostener la mirada de esos ojos. Su apariencia era severa, simple, militar. Llamó a su ordenanza georgiano para vestirse.

Hasta ante sus más íntimos se presentaba como ante la historia. Su voluntad de hierro. Su inflexible voluntad.


EL LENGUAJE, UN INSTRUMENTO DE PRODUCCIÓN



La noche era el tiempo más útil para Stalin.

Su mente desconfiada se desenvolvía con lentitud en la mañana. Con su malhumorada mente mañanera removía a la gente de sus cargos, cortaba los gastos, ordenaba reducir dos o tres ministerios en uno. Con su aguda y suplementaria mente nocturna, decidía aumentar el número de los ministerios dividiéndolos, hacía nuevas designaciones; firmaba nuevos presupuestos y confirmaba recientes nombramientos.

Sus mejores ideas nacían entre medianoche y las cuatro: la manera de cambiar viejos títulos por nuevos, ahorrándose el pago de las rentas; qué sentencias se dictarían por ausentismo en el trabajo; cómo prolongar la jornada laboral y la semana de trabajo; cómo atar permanentemente a los obreros y a los empleados a su labor; el edicto concerniente a trabajos forzados y a la horca; la disolución de la Tercera Internacional; el exilio de los pueblos de traidores a Siberia.

El trasplante de nacionalidades enteras era su mayor contribución teórica y su experimento más atrevido, pero ahora nada más quedaba por hacer. Toda su vida había sido el más aventajado experto dentro del Partido en materia de nacionalidades.

Habían habido muchos otros descollantes edictos suyos. Sin embargo, todavía encontraba un punto débil en la arquitectura total del sistema, y gradualmente un importante nuevo edicto comenzó a dar vueltas en su cabeza. Todo lo había asegurado de la mejor manera, había detenido toda acción, tapado todos los orificios, doscientos millones fueron ubicados en su lugar, solamente los jóvenes de las granjas colectivas se le habían escapado.

Desde luego las cosas habían andado muy bien en las granjas. Stalin estaba seguro de ello después de ver Cosacos del Kubany leer Caballero de la estrella dorada. Ambos autores habían visitado las granjas colectivas. Habían visto e informado sobre lo que vieron, que obviamente era bueno. El mismo Stalin había hablado con granjeros colectivos en los presidiums de los Congresos.

Pero con autocrítica de profundo estadista, probaría aun más que esos escritores. Uno de los secretarios provinciales del Partido (parece que fue fusilado luego) le dijo abruptamente que había un lado sombrío a considerar: los viejos y viejas inscriptos en las granjas colectivas desde 1930, eran trabajadores entusiastas, pero la gente joven (no todos, desde luego, sólo algunos individuos inconscientes) trataban, tan pronto como concluían la escuela, de conseguir por engaño pasaportes para desertar e irse a vagar a la ciudad. Stalin lo escuchó y en su interior comenzó un proceso corrosivo.

¡Educación! Todo aquel negocio de siete años de educación universal, diez de educación universal, con hijos de cocineras concurriendo a las universidades, había producido un revoltijo. Lenin había estado equivocado en ese punto, pero era demasiado pronto todavía para decírselo al pueblo. ¡Cada cocinera, debía ser capaz de manejar el estado! ¡Cómo pudo imaginar tal cosa! Aquellas cocineras no cocinarían el viernes; lo tendrían libre para asistir a las reuniones de los comités ejecutivos provinciales. Una cocinera es una cocinera, y su trabajo es preparar la comida. En cuanto al gobierno del pueblo es una tarea muy encumbrada; eso solamente puede confiarse a un personal escogido, especializado, acreditado, probado a través de un largo período de muchos años. Y la conducción de este personal solamente podía estar en un solo par de manos, las manos competentes del Líder.

Debía darse un estatuto a las granjas colectivas, que hiciese que como la tierra que les pertenecía a perpetuidad, de la misma manera cada persona nacida en una población dada, se convirtiera automáticamente desde el día de su nacimiento en un miembro de la granja colectiva. Esto se presentaría como un derecho honorífico. Y solamente el presidium del comité ejecutivo del distrito local podría autorizar la partida de alguien, de la granja colectiva.

Inmediatamente se inició una campaña de propaganda en una serie de artículos en los diarios: "Los jóvenes herederos del Granero Granja Colectiva", "Un paso importante en la construcción de la nueva aldea". Los escritores encontrarían sin duda la mejor manera de expresarlo.

Claro, que pareció, como si entre los derechistasalguien hubiere advertido que este problema surgiría (Tales derechistasnunca existieron realmente, Stalin fue quien por sí mismo agrupó con este rótulo a cierta gente de manera de poder terminar con ellos de un solo golpe).

Por alguna razón sucedía siempre que los oponentes aniquilados acababan por tener razón respecto a algo. Fascinado por sus pensamientos hostiles, Stalin, alerta, oía sus voces desde más allá de la tumba.

Pero aunque aquel edicto era urgente, como lo eran también todos los que su mente había madurado, al entrar ese día a su despacho, Stalin se sentía arrastrado hacia algo más elevado.

En el fondo de sus ocho décadas no tenía derecho para dejarlo más tiempo de lado.

Parecería que todo lo posible había sido hecho para asegurarle inmortalidad. Pero a Stalin le parecía que sus contemporáneos, aunque lo llamaran el Sabio de los Sabios, no lo admiraban tanto como él merecía, que sus arrebatos eran superficiales, que no comprendían la profundidad de su genio.

Un pensamiento lo carcomía últimamente: llevar a cabo otro desafío científico que dejara indeleble su contribución a otras ciencias que la filosofía y la historia. Tal contribución podía ser hecha sin duda a la biología, pero él había encomendado esta labor a Lysenko, aquel honesto y enérgico hombre del pueblo; pero la matemática o al menos la física, era más atractiva para Stalin. Nunca pudo leer sin envidia la discusión acerca del cero y el menos uno al cuadrado de Las Dialécticas de la Naturaleza.

No importa cuan a menudo ojeara el texto de Kiselev, Algebray la Física de Sokolovpara clases avanzadas; de ningún modo pudo encontrar inspiración apropiada.

Una idea feliz, pero en un campo completamente diferente, la lingüística; le dio el caso reciente del profesor Chicobava de Tiflis. Chicobava había escrito una, en apariencia herejía antimarxista, con motivo de afirmar que el lenguaje no era para nada una superestructura, sino simplemente lenguaje. Es decir, ni burgués, ni proletario, sino sólo idioma nacional y había tenido la osadía de adjudicar estas mismas difamaciones al mismo Marr.

Ya que ambos, Marr y Chikobava, eran georgianos, una inmediata respuesta apareció en el diario de la Universidad Georgiana, de la que un grisáceo ejemplar en rústica impreso en las características del alfabeto georgiano, tenía en ese momento al frente Stalin. Algunos discípulos de Marr atacaron al insolente estudioso. Lo único que podía hacer después de tales acusaciones, era sentarse y aguardar que la MGB golpeara a sus puertas a medianoche. Se sugería además que Chikobava era un agente del imperialismo americano.

Nada podía salvar a Chikobava si Stalin no tomaba el teléfono y le otorgaba la vida. Lo dejaría vivir y, él mismo le daría a los pensamientos provincianos de ese hombre simple, una exposición inmortal y un desarrollo brillante.

Habría impresionado más en verdad la refutación de la contrarevolucionaria teoría de la relatividad, por ejemplo, o de la teoría de las ondas mecánicas, pero a causa de los asuntos de estado no tenía tiempo. La filología era, no obstante lo que seguía a la gramática y Stalin había puesto siempre la gramática en un mismo nivel con las matemáticas.

Podía escribir esto con viveza, con expresividad, (ya estaba sentado escribiendo): "Cualquier lenguaje de las naciones que tomemos del Soviet: Rusia, Ukrania, Belorusian, Uzbek, Kazakhstan, Georgia, Armenia, Estonia, Latvia, Lituania, Moldavia, Tatar, Azerbaidzhanian, Bakir, Turcomania" (demonio, con los años cada vez le era más difícil enumerar cosas.) ¿Pero era esto necesario? En la medida en que se metía dentro de la cabeza del lector efectivamente se debilitaba su impulso por objetar —"es claro para cualquiera que"—, ¡Bien; entonces anota algo que sea claro para todos!

¿Pero, qué es claro?, nada está claro. ¿Cómo ellos dicen "Siete millas se apilan hacia el cielo ¿y es selva lo mismo?"

Economía, esta es la base. Fenómeno social, esta es la superestructura. Y no hay tercer elemento. Aun con sus experiencias de la vida Stalin reconocía que nada podía lograr sin un tercer elemento. Por ejemplo, puede usted tener países neutrales. (Pero no pueblo neutral, por supuesto). Suponiendo que en los años veinte alguien hubiera dicho desde la plataforma del speaker: "Cualquiera que no esté con nosotros no está necesariamente contra nosotros", hubiera sido echado del pódium y del partido. Pero esto se desvía de esta manera. Esto es dialéctica.

Era la misma cosa ahora. Stalin había pensado acerca del ensayo de Chikobava impresionado por una idea que nunca se le había ocurrido: si el lenguaje era una superestructura, ¿por qué no cambiaba con cada época? ¿Y si no era una superestructura, qué era? ¿Una base? ¿Un modo de producción?

Hablando con propiedad, es algo así como que: los modos de producción consisten en fuerzas productivas y relaciones productivas. Llamar al lenguaje una relaciónes imposible. ¿Querría esto decir que el lenguaje es una fuerza productiva? Pero la fuerza productiva incluye el instrumento de producción, los medios de producción y pueblo. Pero aunque el pueblo habla el lenguaje, el lenguaje no es el pueblo. Sólo el demonio entiende —estaba en un punto muerto.

Para ser del todo honesto, habría que reconocer que el lenguaje es un instrumento de producción semejante a —bueno, como tornos, vías, correo—. Puesto que es también modo de comunicación después de todo.

Pero si se pone la tesis de este modo, declarando que el lenguaje es una forma de producción, empezarán a burlarse. No en nuestro país, por supuesto.

Y no había de quien aconsejarse; él solo sobre la tierra era el verdadero filósofo. Si alguien como Kant estuviese vivo al menos, o Spinoza, aunque aquél era un burgués... ¿Le telefonearía a Beria? Pero Beria no entendía nada.

Bueno, debería andar con cautela: "En este aspecto el lenguaje, que difiere en principio de las estructuras, no resulta distinguible, sin embargo, de los instrumentos de producción, digamos de las máquinas, que son indiferentes a las clases sociales como el lenguaje".

—Indiferente a las clases —esto no podía haber sido dicho antes. Colocó un punto después de esta sentencia. Puso sus manos detrás de su cabeza, bostezó y se aflojó. No había ido muy lejos pero ya estaba cansado.

Stalin se paró y caminó en torno a su pequeño y favorito estudio nocturno. Se acercó a una ventana pequeñita con dos hojas de vidrio amarillento a prueba de balas, con un espacio en el medio, provisto de una corriente de alta tensión. Afuera había un pequeño reparo en forma de jardín, donde solamente por la mañana venía el jardinero a arreglarlo vigilado por un guardián. Durante días nadie ponía los pies allí.

Más allá de los vidrios a prueba de balas estaba la niebla del jardín. Ni tierra ni universo eran visibles.

La mitad de éste estaba, sin embargo, encerrado dentro de su pecho, y esta mitad era armoniosa y clara. Solamente la otra mitad —realidad objetiva– se retorcía en la niebla universal.

Pero aquí, en su cuidado y fortificado despacho nocturno, Stalin no temía aquella segunda mitad en lo más mínimo; sentía dentro suyo el poder de torcerla, de darla vuelta como se le diese la gana. Únicamente cuando se veía obligado a poner el pie dentro de esta realidad objetiva —cuando por ejemplo, tenía que asistir a un banquete en la Sala de las Columnas, atravesar con sus pies el temible espacio entre el automóvil y la puerta, ascender con sus pies por las escaleras y atravesar el inmenso foyerentre dos filas de arrebatados, reverentes, pero no por ello menos numerosos invitados —en esos momentos Stalin podía sentirse mal, totalmente indefenso, sin saber siquiera cómo usar sus manos, incapaces desde hacía mucho de ninguna defensa real. Las colocó sobre su estómago y sonrió. Ellas podían pensar que el Omnipotente se sonreía a favor de ellas, pero sonreía porque estaba asustado.

Era él quien había descripto el espacio como la condición básica para la existencia de la materia. Pero habiéndose convertido en amo de una sexta parte de la sustancia terrestre, había comenzado a temer al espacio. Eso era lo bueno de su despacho nocturno: que no tenía espacio.

Stalin cerró la hoja de acero y lentamente volvió a su escritorio. Era tarde para trabajar, hasta para el gran Corifeo, pero tragó una píldora y se sentó de nuevo.

Las cosas nunca trabajaban por sí solas para él; por lo tanto, debía esforzarse en trabajar él mismo. Las generaciones venideras lo apreciarían.

¿Cómo aconteció que hubiese un opresivo régimen Arakcheyev en filología? Todos temían decir una sola palabra en contra de Marr ¡Qué pueblo extraño y tímido era! Se le podía enseñar democracia y se podía hasta mascar las cosas para que ellos sólo tuvieran que tragarlas y ellos volverían hacia otro lado las cabezas.

Todo dependía de él, de Stalin; también aquí, todo dependía de él. Inspirado escribió algunas frases:

—La superestructura fue creada en las bases con motivo de...

—El lenguaje fue creado con motivo de...

Su cara gris amarronada, picada de viruelas, con su prominente nariz —inclinada sobre la hoja de papel– no veía al teológico ángel medieval que sonreía sobre su hombro.

Aquel Lafargue —todos los teorizadores son lo mismo– hablaba de "Una súbita revolución en el lenguaje entre 1789 y 1794". ¿Qué revolución fue aquélla? Era el idioma francés antes y siguió siendo el idioma francés. "Uno debe decir en general para los camaradas a quienes fascinan las explosiones, que la ley de transición por explosión de una vieja cualidad a una cualidad nueva no solamente es inaplicable a la historia del desarrollo lingüístico, sino que muy raramente a otro fenómeno humano".

Stalin se echó hacia atrás y releyó. Estaba bien expresado. Los propagandistas tendrían que elucidar totalmente el punto: que todas las revoluciones deben detenerse en un cierto momento y que el desarrollo hacia adelante procede por evolución. Y que hasta puede suceder, que la cantidad no se desenvuelve en calidad. Pero esto quedaba para otra vez.

—¿Raramente? No; esto podía resultar embarazoso. Stalin tachó "raramente" y escribió "no siempre". ¿Cuál sería el ejemplo apropiado?

—Nos movemos desde una estructura burguesa campesino-individual (¡Acababa de surgir un nuevo término y qué bueno!) hacia la de una granja colectiva socialista.

Y poniendo por fin punto a esta sentencia, pensó e intercaló la palabra "estructura". Este era su estilo favorito, otro golpe sobre el clavo ya introducido en la pared. La repetición de todas estas palabras hacía más comprensible cualquier párrafo. Inspirado escribió:

—Resultó posible realizar esto con éxito porque fue una revolución desde lo alto, porque la revolución fue llevada a cabo a iniciativa de una autoridad ya existente.

Stalin hizo una mueca. ¡Stop? Esto había salido pobre. ¿No haría ello aparecer como si la iniciativa de la colectivización hubiese partido de los granjeros colectivos?

Un golpe suave se oyó en la puerta. Stalin apretó el botón que liberaba el pestillo. En el umbral apareció Sashka con su cara de clowncastigado y contento de ser castigado.

—Ios Sarionich, preguntó cariñosamente con voz apenas perceptible, ¿desea usted que mande a Abakumov a casa o lo dejo que espere un poco más?

—¡Oh, sí! Abakumov. – Llevado por su trabajo creador Stalin se había olvidado completamente de él.

Bostezó, se sentía cansado. La pasión por la investigación se había encendido en él por breve tiempo y se había extinguido; además, su último párrafo no había sido logrado.

—Muy bien. Llámelo.

Y desde su escritorio sacó otro frasco idéntico con tapa de metal, lo abrió con la llave que llevaba en la cintura, y bebió una copa.

Tenía que ser constantemente, constantemente, un águila de la montaña.


¡DEVUÉLVENOS LA PENA DE MUERTE, JOSIF VISSARIONOVICH!



Pocos había qué se animasen a llamarlo Sashka en vez de Alexandr Nikolayevich, pero mucho menos quienes se lo dijesen en su cara. "Poskrebyshev llama" significaba "Llama el amo". "Poskrebyshev ordena" significaba "El ordena". Alejandro Nikolayevich Poskrebyshev había sido jefe de la secretaría personal de Stalin por más de quince años. Era mucho tiempo y todos los que no lo habían estudiado de cerca tenían derecho a estar sorprendidos de que tuviese todavía la cabeza sobre los hombros. Pero el secreto era simple. Este veterinario de Penza era ordenanza de alma metódica y esta era la simple razón que le aseguraba su puesto. Aun cuando había sido designado teniente general, miembro del Comité Central, y jefe de la Sección Especial para la vigilancia de los miembros del Comité Central, se seguía considerando una nulidad ante el Amo, riendo con jactancia apenas entre los dientes dondequiera que sé chocasen los vasos cuando se brindaba por su nativa aldea de Sopliki. La intuición de Stalin nunca detectó duda u oposición en Poskrebyshev. Su apellido se justificaba: cuando lo hornearon no "rasparon" toda la masa de la olla y quedó incompleto en cuanto a cualidades de mente y carácter cuando se lo amasó.

Pero al tratar con subordinados, ese pobre cortesano medio calvo con aire de simplón adquiría enorme arrogancia. A los de rango inferior les hablaba en el teléfono con voz apenas audible: era necesario pegar la cabeza en el auricular para entenderlo. Se podía en todo momento bromear con él acerca de tonterías, pero nadie podía preguntarle por casualidad: —¿Cómo anda todo por allá hoy? (Ni siquiera la hija del Amo podía no descubrir cómo andaba todo.)

Cuando ella llamaba, solamente decía "¿Hay movimiento?" o "¿No hay movimiento?", de acuerdo a si podían oírse o no los pasos del Amo.

Esta noche Poskrebyshev dijo a Abakumov-Iosif Vissarionovich está trabajando. Tal vez no lo recibirá. Pero ordenó: va a recibirlo. Dijo que lo esperara.

Tomó el portafolio de Abakumov, lo hizo pasar a la sala de recibo y lo abandonó. De tal manera, Abakumov no le preguntó lo que más deseaba saber en el mundo: de qué humor estaba el Amo ese día. Permaneció solo en la sala, con el corazón golpeándole pesadamente.

Ese fuerte, rudo, decisivo hombre, se mantenía rígido, llena de miedo, cada vez que debía dar su informe a Stalin, como los ciudadanos durante las olas de arresto cuando oían en la noche el sonido de los pasos en las escaleras. Primero sus oídos se helaban de miedo y después comenzaban a arder. Abakumov estaba cada vez más temeroso de que el fuego de sus orejas no despertara las sospechas del Amo.

Stalin se ponía desconfiado por la menor cosa. Por ejemplo, no le gustaba que nadie en su presencia se pusiera las manos en los bolsillos. Por eso Abakumov trasladó las tres lapiceras fuentes de su bolsillo interior a su bolsillo sobre el pecho, para tenerlas listas para escribir las instrucciones.

Las instrucciones diarias del Estado de Seguridad venían a través de Beria, de quien Abakumov recibía la mayor parte de las órdenes. Pero una vez al mes el Gobernante Supremo deseaba tener por sí mismo la impresión personal del hombre en quien confiaba la seguridad del sistema que regía.

Esas largas horas de audiencia eran un alto precio a pagar por el poder, o sea la autoridad que Abakumov detentaba. Vivía y gozaba solamente entre cita y cita. Cuando el momento se aproximaba, se hundía todo dentro de él, sus orejas se helaban. Entregaba su portafolio antes de entrar, sin saber nunca si lo volvería a recibir; en la puerta de la oficina agachaba la cabeza como un buey sin saber si volvería a enderezarla de nuevo en algún momento.

Stalin aterrorizaba, porque un error en su presencia podía ser el error de la vida que desatase la explosión, irreversible en su efecto. Stalin aterrorizaba porque no atendía excusas, ni acusaba, sus ojos amarillos de tigre simplemente brillaban, su párpado inferior se cerraba hacia arriba un poco —entonces dentro de él, pasaba la sentencia, que el hombre condenado ignoraba; se iba en paz, era arrestado a la noche y fusilado por la mañana.

El silencio y el pequeño temblor del párpado inferior eran lo peor de todo. Si Stalin te arrojaba algo pesado o puntiagudo, si taconeaba con su bota en tu pie, si te escupía o te soplaba la ceniza caliente de la pipa en tu cara, este enojo no era definitivo, este enojo pasaba. Si estaba rudo e insultante, aunque usara las más profanas blasfemias, Abakumov se regocijaba: quería decir que el Amo todavía esperaba enderezarlo y seguiría trabajando con él.

Desde luego, Abakumov comprendía ahora que en su entusiasmo celoso él había ascendido demasiado alto. Haber permanecido más abajo habría sido menos peligroso. Stalin hablaba tranquilo, benévolamente, manteniendo una buena distancia con él. Pero no había manera de retirarse una vez que se entablaba intimidad con él.

La única cosa que quedaba era esperar la muerte. La propia, o... Y las cosas sucedían de manera tan inexorable que en presencia de Stalin, Abakumov siempre tenía pavor de que algo se hubiese descubierto.

Antes de todo esto tenía que temblar para que no se descubriera la historia de su enriquecimiento en Alemania.

Al final de la guerra, Abakumov había sido cabeza del SMERSH, y del servicio de contraespionaje en todos los frentes, y toda la armada estaba bajo su dirección. Había sido un período de saqueo sin restricción, que había durado hasta hacía poco. Para asegurar un efectivo golpe final contra Alemania, Stalin adoptó la práctica de Hitler de permitir enviar los botines a los hogares desde el frente. La decisión estaba basada sobre la naturaleza del soldado, sobre lo que él mismo habría sentido siendo soldado: era hermoso luchar por el honor del país —y mucho más luchar por Stalin– pero para arriesgar la vida en un tiempo aterrorizador, cuando el final de la guerra estaba al alcance de la mano, se necesitaba un poderoso incentivo. Específicamente, se permitía a cada soldado enviar a su casa cinco kilos de botín por mes, diez kilos a cada oficial y dieciséis kilos a cada general. (Este arreglo resultaba justo, puesto que la mochila del soldado no debía pesar demasiado, durante la campaña; en cambio un general siempre tenía automóvil.) SMERSH estaba en mejor situación. Fuera del alcance de las bombas no era blanco para los aeroplanos enemigos. Estaba siempre en un área, detrás de las líneas, donde ya no había lucha pero donde no llegaron aún los inspectores del ministerio de Finanzas. Estos oficiales estaban encerrados en una nube de secretos. Nadie osaba verificar lo que trasportaban en sus coches sellados, lo que sacaban de las propiedades confiscadas que se guardaban bajo la custodia de centinelas. Camiones, trenes y aeroplanos trasportaban la riqueza de los oficiales de SMERSH. Los tenientes, si no eran tontos, podían salir con miles, los coroneles con cientos de miles. Abakumov con millones.

Es verdad que él sabía que todo el oro, aun el depositado en un banco de Suiza no lo hubiera salvado si caía de su puesto de ministro, Está claro que la fortuna no ayudaría mucho a un ministro decapitado. Sin embargo era superior a sus fuerzas quedarse mirando cómo se hacían ricos sus subordinados mientras él nada tomaba. Así envió un destacamento especial después de otro de cazadores de fortuna. Ni siquiera pudo renunciar a llevarse dos valijas llenas de tiradores para hombres. Parecía hipnotizado. Pero sus tesoros de nibelungo no le servían de nada a Abakumov y lo exponían en cambio, ocasionándole un miedo constante. Nadie que supiera algo habría ido a informar al omnipotente ministro, y al mismo tiempo cualquier accidente podía sacar a luz todo y destruirlo. Había sido un tonto al tomarlo, pero era ya demasiado tarde ahora.

Habiendo llegado a las 2.30, a las 3.10 seguía yendo y viniendo por la sala de espera, con su grande, limpia libreta, sintiéndose débil por dentro, con miedo. Sus orejas comenzaban a arder. Por encima de todo, lo hubiese aliviado que Stalin estuviera trabajando y no lo recibiese. Abakumov se aterrorizó al ser llamado por el teléfono secreto. En ese momento no sabía qué mentira contar.

La pesada puerta se abrió a medias. Poskrebyshev entró en silencio, casi en punta de pie y le hizo seña. Abakumov lo siguió, tratando de no descargar todo su peso sobre sus pies. Desapareció tras la siguiente puerta, que estaba sólo medio abierta, sosteniendo sus manijas de bronce pulido para que no se abriese demasiado. En el umbral dijo: —¡Buenas noches Iosif Vissarionovich! ¿Puedo entrar?

Tembló; no había aclarado su garganta a tiempo y su voz sonó en falsete, no bastante leal.

Stalin llevaba una chaqueta con botones lustrosos y varias hileras de medallas con cintas; estaba sentado, escribiendo sobre su mesa. Terminó su párrafo y solamente entonces miró con la malicia de un buho a su visitante. No dijo nada.

Mal signo. No había dicho una palabra. Volvió a escribir de nuevo.

Abakumov cerró la puerta detrás de él, pero no se animó a avanzar antes de que un gesto o una seña lo invitara a hacerlo. Quedó de pie con sus largos brazos caídos, apenas separados del cuerpo, con una respetuosa sonrisa en sus labios carnosos. Sus orejas ardían.

Abakumov había estado en ambos despachos del Líder, el oficial de día y el pequeño de noche.

El gran despacho de día en el piso superior era soleado y tenía ventanas comunes. Las estanterías ostentaban reunidas todo el pensamiento y la cultura del mundo, encuadernada en colores. En las altas y espaciosas paredes colgaban los retratos favoritos del Líder, en su uniforme de invierno, de Generalísimo, en traje de Mariscal, de verano. Habían divanes, sillones, y otras muchas sillas, para la recepción de las delegaciones extranjeras, para las conferencias. Allí es donde Stalin era fotografiado.

Aquí en el despacho nocturno no habían pinturas ni decoraciones, y las ventanas eran pequeñas. Cuatro estanterías bajas estaban colocadas contra los paneles de roble de las paredes, y un escritorio retirado de una de ellas. Había también un combinado en un rincón, cerca de una biblioteca, con discos. A Stalin le gustaba escuchar sus antiguos discursos, de noche.

Abakumov se inclinó sumisamente y aguardó.

Stalin siguió escribiendo. Escribía con la conciencia de que cada palabra suya pertenecía a la historia. Su lámpara de escritorio iluminaba el papel; la luz indirecta de arriba era débil. No escribía todo el tiempo. Se apartaba, inclinándose de un lado hacia el suelo o mirando con desagrado a Abakumov, como si fuese a escuchar algo que no sonase en la habitación:

¿Cómo había logrado esa manera de comandar, desarrollar la importancia imperceptible de un movimiento? ¿Nunca había el pequeño Koba (como Stalin había sido llamado en el Cáucaso) movido sus dedos, sus brazos, alzado sus cejas, y clavado la vista exactamente de esa misma manera? Pero entonces nadie se asustaba, nadie infería de esos gestos un sentido pavoroso. Fue solamente después de que un número de nucas agujereadas por las balas alcanzaron cierta cifra que el pueblo comenzó a ver en esos mismos pequeños gestos una indicación, una advertencia una amenaza, una orden. Y al darse cuenta de lo que los otros notaban, Stalin comenzó a observarse a sí mismo y a ellos también. Vio en sus gestos, en sus muecas, lo que la amenaza interior significaba y comenzó conscientemente a trabajar en ello y llegó a ser mejor aún y a impresionar a los que estaban en torno suyo más fuertemente.

Por fin, Stalin miró severamente a Abakumov y, gesticulando con su pipa, le indicó dónde sentarse.

Temblando y aliviado, Abakumov cruzó la habitación y se sentó —pero solamente en el borde del asiento– de manera de poder levantarse con más facilidad.

—¿Y bien?, preguntó Stalin, buscando entre sus papeles. ¡El momento había llegado! Ahora él debía tomar la iniciativa y no perderla. Abakumov aclaró su garganta y habló rápidamente, en un tono extasiado. (Más tarde se maldeciría por su gárrulo servilismo en el despacho de Stalin y por sus inmoderadas promesas, pero algo siempre sucedía de manera que cuanto más hostil fuese la actitud del Omnipotente, más irrefrenable fuese Abakumov en sus aseveraciones, para hundirse más y más).

El invariable ornamento de los informes nocturnos de Abakumov, que los hacía atrayentes para Stalin, era la revelación de algún importante grupo hostil. Sin tal grupo para identificar y desbaratar —uno nuevo cada vez– Abakumov no hacía ningún informe. Hoy había preparado un caso contra un grupo de la Academia Militar de Frunze, y podía perder mucho tiempo en detalles.

Comenzó por informar sobre el venturoso desarrollo —sin saber él mismo, si era ilusorio o real– del complot para asesinar a Tito. Anunció que una bomba de tiempo sería colocada a bordo del yachtde Tito antes de que saliera hacia las islas Brioni.


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