Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
Жанры:
Классическая проза
,сообщить о нарушении
Текущая страница: 6 (всего у книги 50 страниц)
—¿Qué es lo que anduvo mal?
—Sintió el calor de su leve cuerpo sobre sus rodillas; su mejilla estaba apoyada contra la de ella. Una sensación muy extraña para un prisionero. ¿Cuántos años hacía que no estaba tan cerca de una mujer?
Simochka era asombrosamente ligera, como si sus huesos estuvieran llenos de aire, como si estuviese hecha de cera. Parecía ridículamente liviana, como un pájaro plumoso.
—Bueno, perdiz... parece que me iré pronto. Se dio vuelta entre sus brazos y oprimió sus pequeñas manos contra las sienes de él dejando caer el chal de sus hombros.
—¿Adonde?
—¿Qué quieres decir con adonde? Venimos de un infierno. Volvemos de dónde vinimos ¡el campo de concentración!
—Mi amor, ¿por qué?
Nerzhin miró atentamente, sin comprender, a los dilatados ojos de esta joven fea cuyo amor se había ganado tan inesperadamente. Ella estaba más conmovida por su destino que él mismo.
—Podría haberme quedado —dijo tristemente—. Pero en otro laboratorio. No hubiéramos estado juntos de cualquier manera.
Con todo su pequeño cuerpo se apretó contra él, lo besó, y le preguntó si la quería.
Estas semanas pasadas después del primer beso ¿por qué había eludido a Simochka? ¿Por qué sentía lástima por su ilusoria felicidad futura? Era poco probable que encontrara alguien que se casara con ella; caería en las manos de alguien. La muchacha vino a tus brazos por sí misma, asiéndose estrechamente a ti con una desenvoltura aterrorizante. ¿Por qué negarse a sí mismo y a ella? Antes de sumergirse dentro del campo de concentración, donde seguramente no habrá oportunidad de esto por muchos años.
Gleb dijo aguadamente: —Sentiré mucho irme así. Me gustaría llevarme conmigo un recuerdo de tú... tú... quiero decir... dejarte con un hijo.
Ella inmediatamente escondió su cara avergonzada y se resistió a sus dedos, que trataban de levantarle la cabeza otra vez.
—Pobrecita mía, por favor no te escondas. Levanta tu cabecita. ¿Por qué no dices algo? ¿No quieres eso?
Levantó su cabeza y desde lo más profundo de su ser dijo: —¡Lo esperaré! ¿Quedan cinco años? Lo esperaré los cinco años. Y cuando lo liberen, ¿volverá a mí?
—Él no le había dicho eso. Ella había distorsionado las cosas, como si él no tuviera esposa. Ella estaba decidida a casarse —la pobre chiquilla de nariz larga.
La esposa de Gleb vivía por allí, en algún lugar de Moscú. En algún lugar de Moscú, pero lo mismo podría haber estado en Marte.
Y además de Simochka sobre sus rodillas y además de su esposa en Marte, también había, ocultos en su escritorio, los resúmenes que le habían costado tanto trabajo, sus primeras notas propias sobre el período post-leninista, las primeras formulaciones que contenían sus más elaborados pensamientos.
Si lo despachaban, en un trasporte de la prisión, todas aquellas notas estarían destinadas a las llamas.
Debería haberle mentido ahora. Mentido prometiendo como siempre se promete. Después, cuando se fuera le podría dejar lo que había escrito bajo su custodia.
Pero para esa finalidad no tenía valor para mentir a aquellos ojos, que lo miraban tan esperanzados.
Eludiéndolos, besó los angulosos y pequeños hombros que sus manos habían descubierto debajo de su blusa.
Momentos después dijo titubeante. – Una vez me preguntaste qué es lo que estoy escribiendo todo el tiempo.
—Sí, ¿qué estás escribiendo? – Simochka preguntó con ávida curiosidad, usando el tono familiar por primera vez.
Si ella no lo hubiera interrumpido, si no lo hubiera presionado tan impacientemente, probablemente le hubiera dicho algo allí mismo. Pero había preguntado con una insistencia que lo puso en guardia. Había vivido tantos años en un mundo donde por todas partes estaban tendidos los ingeniosos alambres de las minas, alambres disparadores.
Estos confiados y amantes ojos podrían muy bien estar trabajando para el oficial de seguridad.
Al fin y al cabo, después de todo, ¿cómo fue que empezó todo entre ellos? La primera vez fue ella quien rozó su mejilla con la de él, no él a ella. Podría haber sido una trampa.
—Es algo histórico —dijo– histórico en un sentido general desde los tiempos de Pedro. Pero tiene un gran significado para mí. Sí, seguiré escribiendo hasta que Yakonov me eche. Pero ¿dónde lo dejaré cuando me vaya?
Sospechosamente sus ojos buscaron las profundidades de los de ella.
Simochka sonrió serenamente.
—¿Por qué tienes que preguntar? Dámelo a mí. Yo lo guardaré. Sigue escribiendo, mi amor. – Y luego, escudriñando dentro de él lo que ella quería saber, dijo:– Cuéntame, ¿es muy linda tu esposa?
El teléfono que conectaba la casilla con el laboratorio sonó. Simochka lo levantó sin acercarlo a su boca y apretó el botón para hablar para que lo pudieran oír en el otro extremo de la línea. Sentada allí, ruborizada, sus ropas desaliñadas, empezó a leer la lista de pronunciación en voz apagada y medida: "Dop, fskop, shtap. ¿Sí? Valentine Martynich, un doble diodo-triodo. No tenemos un 6G7, pero creo que tenemos un 6G2. Terminaré ahora mismo con la lista de palabras y salgo. Droot, moot, shoot.” Soltó el botón para hablar y restregó suavemente su cabeza contra la de Gleb. – Tengo que irme. Se está haciendo tarde. ¡Bueno! déjame ir. Por favor...
Pero no había determinación en su voz.
El la abrazó, estrechando aun más fuerte todo su cuerpo contra el suyo.
—¡No te vas a ningún lado! Yo quiero... yo...
—¡No! Me están esperando. Tengo que cerrar el laboratorio.
—¡Ahora mismo! ¡Aquí! – exigió. Y la besó.
—Hoy no.
—¿Cuándo?
Lo miró sumisa. – El lunes. Seré oficial de servicio otra vez. En lugar de Lyra. Venga aquí durante el intervalo de la comida. Estaremos solos durante toda la hora. Siempre que ese loco de Valentulya no venga aquí a trabajar.
Mientras Gleb destrababa y abría las puertas, Simochka logró abotonarse y peinar sus cabellos, y salió delante de él arrogante y fría.
LA LUZ AZUL
—Voy a arrojar mi zapato a esa lámpara de luz azul, uno de estos días. ¡Me pone nervioso!
—Le vas a errar.
—¿A cinco metros? ¿Cómo voy a errar? Te apuesto la compota de mañana que le puedo acertar!
—Te sacas los zapatos en la litera más baja. Debes agregarle un metro.
—¿Entonces, a seis metros. ¡Esos monstruos! ¿Qué no se les ocurrirá ahora con tal de hacer a un zek desdichado? Me oprime los ojos toda la noche.
—¿La luz azul?
—Sí, la luz azul. La luz ejerce presión, Levedev descubrió eso. Aristip Ivanich, ¿está dormido? Hágame un favor, alcánceme uno de mis zapatos.
—Puedo darle uno de sus zapatos, Yyacheslav Petrovich, pero primero dígame ¿qué es lo que le incomoda de la luz azul?
—Para empezar tiene una longitud de onda corta y por lo tanto más energía, y la energía me hiere los ojos.
—Da una luz suave, y personalmente me recuerda la lámpara azul de icono que usaba mi madre para prender de noche cuando yo era chico.
—¡Mamá! En charreteras azul cielo! Ahí está —yo pregunto:– ¿cómo puede uno otorgar la verdadera democracia al pueblo? He notado que en cualquier celda, la más insignificante controversia —sobré lavar tazones o barrer el piso– suscita todos los posibles matices de opiniones en conflicto. La libertad será el fin de la humanidad. Desgraciadamente, sólo el garrote puede mostrarles la verdad.
—Sí, – pero no sería mala idea poner un icono de luz aquí. Si esto era antiguamente el altar.
—Un altar no, la cúpula que estaba encima del altar. Agregaron un piso entre medio.
—Dimitri Aleksandrovich, ¿qué está haciendo? Abriendo una ventana en diciembre. ¡Basta de eso!
—Caballeros, es el oxígeno lo que hace inmortal a un zek. Hay veinticuatro hombres en el cuarto, y no hay escarcha ni viento afuera. Estoy abriéndola sólo un tomo de Ehrenburg.
—Abra uno y medio ¡Está sofocante aquí arriba!
—¿Un Ehrenburg a lo ancho o un Ehrenburg a lo largo?
—Un Ehrenburg a lo largo, por supuesto. Calza en el marco perfectamente.
—¡Un tipo se puede volver loco aquí! ¿Dónde está mi capote de Campamento?
—Yo mandaría a todos estos adictos al oxígeno a Oy-Miakon. Para trabajos generales. A sesenta grados bajo cero, doce horas por día, se arrastrarían hasta dentro del establo de las cabras con tal de repararse del frío.
—Por principio, no estoy en contra del oxígeno, pero, ¿por qué siempre tiene que ser oxígeno frío en vez de oxígeno cálido?
—¿Qué diablos pasa aquí? Por qué está oscuro el cuarto? ¿Por qué han apagado la luz blanca tan temprano?
—Valentulya, usted está actuando como un inocente. Usted estaría aún rondando hasta la una. ¿Qué luz necesita a medianoche?
—Y usted un petimetre.
En el mamelucos azul
está el petimetre arriba de mí
Tengo una lámina de modas enfrente mío
en la zona del campamento
¡Qué bien!
—¿Tienen el lugar todo lleno de humo otra vez? ¿Por qué fuman todos ustedes? ¡Puf, qué porquería...! y la tetera está fría.
—¿Dónde está Lev?
—¿Cómo no está en su cama?
—Hay allí un par de decenas de libros, pero Lev no está.
—Sin duda estará cerca del baño.
—¿Por qué? Al lado.
Allí han atornillado una lámpara blanca, y la cocina calienta la pared. Probablemente está leyendo. Me voy a lavar. ¿Qué le digo?
—Si, i... me tiende un lecho en el suelo para mí y ella se acuesta en la cama. ¡Qué mujer jugosa, jugosa!
—Amigos, por favor. Hablen de alguna otra cosa, no de mujeres. Con nuestra dieta de carne ese es un tema socialmente peligroso.
—Vamos, camaradas, ¡terminen! La campana para apagar las luces sonó hace un largo rato!
—No sólo la campana; creo que se oye el himno.
—En África estuve al servicio de Rommel. Lo malo era que hacía mucho calor y había poca agua.
—En el Océano Ártico hay una isla llamada Majotkim. Majotkin era un piloto del Ártico. Ahora está preso por propaganda anti-soviética.
—Mikhail Kuzmich, ¿para qué está dándose vuelta?
—Tengo derecho a darme vuelta ¿no es así?
—Sí, pero recuerde que cada vueltita allí abajo se siente aquí enormemente amplificada.
—Ivan Ivanovich, usted no conoce los campamentos. Si allí alguien se trepa a una litera para cuatro, tres hombres son bamboleados y luego alguien de la litera de abajo cuelga una cortina, mete adentro a una mujer y empieza... Es un terremoto. Pero la gente duerme de todos modos.
—Grigori Borisovich, ¿cuándo entró por primera vez a una sharashka?
—Estaba pensando en poner un pentodo allí y un pequeño reóstato.
—Era una persona independiente y cuidadosa. Cuando se sacaba los zapatos de noche, no los dejaba en el piso, se los ponía bajo su cabeza.
—En aquellos tiempos uno no dejaba nada en el piso.
—Yo estaba en Auschwitz, era horrible: te llevaban derecho al crematorio desde la estación, tocando música.
—La pesca allí era maravillosa, por lo menos era algo, y también la casa. En otoño se podía salir por una hora y tenías faisanes dando vueltas arriba tuyo por todos lados. Si ibas a los cañaverales, había jabalíes, y afuera en los campos, liebres.
—Todas estas sharashkasfueron comenzadas en 1930 cuando sentenciaron a los ingenieros de la "Promparty" con el cargo de conspirar con los británicos, y luego decidieron ver cuánto trabajo producirían en la prisión. El ingeniero principal de la primer sharashkaera Leonid Konstantinovich Ramzin. El experimento fue un éxito. Fuera de la prisión era imposible tener dos grandes ingenieros o dos científicos en un mismo grupo de diseño. Se pelearían por conseguir el nombre, la fama, el premio Stalin, e invariablemente uno lo desplazaría al otro por la fuerza. Por eso es que fuera de la prisión todas las oficinas de diseño están constituidas por un grupo descolorido que rodea a un director brillante. Pero ¿en una sharashka? Ni el dinero ni la fama amenaza a nadie. Nikolai Nikolaich recibe medio vaso de crema agria y Petr Pretrovich recibe la misma ración. Una docena de osos académicos viven juntos pacíficamente en una guarida porque no tienen otro sitio donde ir. Juegan al ajedrez, fuman, luego se aburren. ¿Qué tal si inventamos algo? Vamos fue así creado mucho. Esa es la idea básica de la sharashka.
—¡Amigos, hay novedades! A Bobynin se lo han llevado a algún lado.
—Valentulya, basta de chillar o te ahogo con mi almohada!
—¿A dónde, Valentulya?
—¿Cómo se lo llevaron?
—Vino el segundo lugarteniente; le dijo que se pusiera su sobretodo y su gorra.
—Con sus pertenencias.
—Sin sus pertenencias.
—Probablemente fue llamado por los superiores,
—¿Por Oskolupov?
—Oskolupov hubiera venido aquí él mismo. Piensa en alguien más alto.
—El té está frío, ¡qué vulgaridad!
—Valentulya, usted está siempre haciendo sonar su cuchara contra su vaso después del toque de apagar las luces y estoy harto de eso.
—¿Cómo pretende que disuelva el azúcar?
—Silenciosamente.
—Sólo las catástrofes cósmicas ocurren silenciosamente porque el sonido no se trasmite en el espacio exterior. Si una nueva estrella estallase detrás nuestro, no la oiríamos nunca. Ruska, se te está cayendo la frazada, ¿por qué está colgando sobre el borde? ¿Estás dormido? ¿Sabes que nuestro sol es una nueva estrella, y que la tierra está condenada a perecer en un futuro próximo?
—No quiero creerlo. Soy joven y quiero vivir.
—Ja, ja, qué primitivo... ¡qué frío está el té! ¡c'est le mot! él quiere vivir.
—Valentulya, ¿adonde lo llevaron a Bobynin?
—Qué se yo. Tal vez a Stalin.
—¿Y qué haría usted, Valentulya, si lo llevaron a Stalin?
—Yo, ¡jo, jo! le diría todas mis quejas de principio a fin...
—Por ejemplo ¿cuál?
—Bueno, todas, todas. Par excelence, por qué tenemos que vivir sin mujeres. Eso limita nuestras posibilidades creativas.
—¡Pryanchikov, cállese! Todos se han ido a dormir hace rato, ¿Qué es este griterío?
—¿Pero si no quiero dormir?
—Amigos, ¿quién está fumando? escondan sus cigarrillos. El segundo teniente se aproxima.
—¿Qué está haciendo esta carroña aquí? No tropieces, teniente segundo ciudadano, puede quebrarse su nariz.
—¡Pryanchikov!
—¿Qué?
—¿Dónde está? ¿Todavía no duerme?
—Sí, estoy dormido.
—¡Vístase, vamos, vístase, póngase su sobretodo y gorra!
—¿Con mis pertenencias?
—Sin ellas. Rápido. El coche está esperando.
—¿Voy con Bobynin?
—Él ya se ha ido. Hay otro coche para usted.
—¿Qué clase de coche, segundo teniente, un coche policial?
—Más rápido, más rápido. No, es un Pobeda.
—¿Quién me mandó llamar?
—Vamos Pryanchikov ¿por qué tengo que explicarle todo? Yo mismo no lo sé. Más ligero.
—Valentulya, usted dígales a ellos.
—Cuénteles sobre nuestros privilegios de visita. ¿Por qué diablos a los prisioneros del artículo cincuenta y ocho se les permite visitas sólo una vez por año?
—Cuénteles sobre nuestras caminatas afuera.
—Y cartas.
—Y sobre nuestra vestimenta.
—¡Rot front, amigos! ¡Ja, Ja! Adiós.
—¡Camarada segundo teniente! ¿Dónde está por fin Pryranchikov?
—Ya viene, camarada comandante. ¡Aquí está! Pégueles por todo, Valentulya, no sea tímido.
—Corren como perros esta noche.
—¿Qué pasó?
—Esto nunca ocurrió antes.
—Tal vez haya una guerra. Los están arrastrando afuera para fusilarlos.
—¡No seas tonto! ¿Quién se va a molestar por nosotros de uno en uno? Si hubiera guerra, nos liquidarían a todos de golpe o infectarían nuestra kasha con alguna peste.
—Muy bien amigos, ¡es hora de dormir! Ya nos enteraremos mañana.
—Solía ocurrir en 1939, y en 1940 Beria lo citó a Boris Petrovich Stechkin de la sharashka. El no era del tipo de los que vuelven con las manos vacías. O bien el jefe de la prisión sería cambiado o les permitirían más tiempo para caminatas afuera. Stechkin nunca pudo resistir ese sistema de coimas, esas distintas categorías de ración, cuando un, académico recibe huevos y crema agria, un profesor cuarenta gramos de manteca, y los vulgares burros de trabajo la mitad de eso. Era un buen hombre Boris Petrovich —Dios lo tenga en su gloria.
—Murió.
—No, lo soltaron. Le dieron un premio Stalin.
TODOS LOS HOMBRES NECESITAN UNA MUJER
Después la voz tediosa y mesurada de Adamson, que estaba en su segundo período, quedó en silencio. Había estado en sharashkasdurante su primer período, también. Todavía se susurraba en algunas partes una historia incompleta. Alguien estaba roncando fuerte, y por momentos en forma explosiva.
La bombita de luz azul ubicada dentro del arco circular, arriba de las puertas dobles, proyectaba su pálida luz sobre una docena de literas de dos pisos colocadas en forma de abanico en el gran cuarto semicircular. Este cuarto, indudablemente, el único de ese tipo en Moscú, tenía sus buenos doce pasos de diámetro. Arriba había una amplia cúpula sobrepuesta por una torre hexagonal, y en la cúpula había cinco graciosas ventanas circulares. Las ventanas de la pared exterior tenían enrejado carecían de bozales, y durante el día uno podía ver a través de la carretera, un descuidado parque tipo bosque. Desde allí, en las tardes de verano uno oía las excitantes y molestas canciones de las chicas sin hombres de los suburbios de Moscú.
Recostado en la litera superior al lado de la ventana central, Nerzhin no estaba dormido, ni siquiera trataba de dormir. Debajo de él el ingeniero Potapov hacía rato que estaba durmiendo con el sueño sereno de un hombre que trabaja fuerte. Sobre las literas superiores cerca de él estaban, a su izquierda, al otro lado del pasillo, Zemelya, el especialista en vacío, de cara redonda, tendido confiadamente y respirando en forma profunda, a su derecha, sobre la litera pegada contra la suya, Ruska Doronin, uno de los zeks más jóvenes de la sharashka, se agitaba insomne. Abajo de Zemelya, la litera de Pyranchicov estaba vacía.
Ahora, que podía reflexionar sobre la conversación en la oficina de Yakonov, Nerzhin comprendió todo más claramente. Su negativa a participar en el grupo criptográfico no era un mero incidente sino un punto crucial en toda su vida. Se resolvería ciertamente, muy pronto quizá, en un largo y arduo viaje a Siberia o al Ártico, hacia la muerte o hacia una difícil victoria sobre la muerte.
Quería pensar sobre este repentino intervalo de su vida. ¿Qué había logrado hacer durante estos tres años de tregua en la sharashka? ¿Había templado suficientemente su carácter antes de este nuevo salto hacia el abismo del campo de concentración?
Ocurría que al día siguiente sería el trigésimo primer cumpleaños de Gleb. (Por supuesto que no tenía coraje de recordarles a sus amigos la fecha). ¿Sería esto la mitad de su vida, casi el final de ella, o sólo el comienzo?
Sus pensamientos se volvieron confusos. No podía mantener su mente en cosas esenciales. Por un lado le sobrevino un sentimiento de debilidad; al fin y al cabo no era demasiado tarde para corregir las cosas y consentir en incorporarse a la Criptografía. Sintió otra vez el dolor de los largos once meses sin ver a su esposa. ¿Le permitirían verla antes de partir?
Y finalmente dentro suyo revivió el astuto, rápido, tosco sujeto que había nacido tiempo atrás en el chicuelo que había cola en las panaderías durante el Primer Plan Quinquenal. Esta tenaz personalidad interior ya estaba preparada para las incontables revisaciones "shmon" que lo esperaban —al dejar Mavrino, en el centro de recepción en Butyrki; en Krasnaya Preshya– y pensaba cómo esconder trozos de mina de lápiz rota en su chaqueta forrada, cómo pasar de contrabando sus viejas ropas de trabajo fuera de la sharáshkapuesto que para un zek que trabaja cada capa suplementaria es preciosa, ¿cómo probar que la cuchara de té de aluminio que había conservado durante todo su término era suya y no robada de la sharashka, que eran casi iguales?
Estaba impaciente por levantarse, y con la luz de la bombita azul, empezar a prepararse, reempacar, preparar sus escondites.
Mientras tanto Ruska Doronin seguía cambiando bruscamente de posición. Primero se acostaba sobre su estómago con la cabeza bajo la almohada y tiraba de la frazada hacia arriba destapándose los pies. Luego se daba vuelta sobre sus espaldas arrojando su frazada y dejando expuestas la sábana blanca de arriba y la sábana oscurecida de abajo. (Después de cada baño cambiaban una de las dos sábanas, pero en diciembre la sharashkase había excedido en su cuota de jabón, y todos los baños habían sido suspendidos). De repente se sentó y poniendo la almohada contra la cabecera de la cama de hierro se recostó sobre ella. Sobre el borde del colchón abrió un tomo de la Historia de Roma de Mommsen. Notando que Nerzhin no estaba dormido sino mirando fijo a la lámpara, Ruska preguntó en un susurro ronco —¿Gleb, tienes un cigarrillo? Dame uno.
Ruska normalmente no fumaba. Nerzhin estiró su mano hasta el fondo del bolsillo de su mameluco que estaba colgado en el respaldo de la litera, sacó dos cigarrillos, y los prendieron.
Ruska fumaba concentrado, sin mirarlo a Nerzhin. Bajo una nube suelta de cabello moreno, su cara era atractiva aún en la mortecina luz de la lámpara azul. Siempre estaba cambiando: a veces ingenua e infantil, a veces la de un inspirado embustero —usa esto —dijo Herzhin, dándole un paquete vacío de cigarrillos "Belomor" para usarlo como cenicero.
Empezaron a echar sus cenizas en él.
Ruska había estado en la sharashkadesde el verano, y a Nerzhin le había gustado a primera vista. Ruska le despertaba su instinto protector.
Pero resultó que aunque Ruska tenía sólo veintitrés años de edad (y le habían dado una condena completa de veinticinco años) no necesitaba protección en lo más mínimo. Tanto su carácter como su enfoque del mundo había sido formado por una corta pero tormentosa vida —no tanto por sus dos semanas en la Universidad de Moscú o sus dos semanas en la Universidad de Leningrado—, como por sus dos años de vivir con pasaportes falsificados mientras estaba en la lista de toda la U.R.S.S. de criminales buscados (a Gleb le habían contado este secreto celosamente guardado), seguidos por dos años de cárcel —con una comprensión instantánea había dominado las enmarañadas leyes de lobo de GULAG—, estaba siempre en guardia, hablaba cándidamente con muy pocos, e impresionaba a todos los demás como infantilmente franco. Fuera de eso, era enérgico y trataba de hacer mucho en poco tiempo; la lectura era también una de sus ocupaciones.
Gleb, insatisfecho con sus desordenados y mezquinos pensamientos y no sintiendo ganas de dormir, susurró en el silencio del cuarto —Escúchame, ¿cómo te está saliendo tu teoría sobre los ciclos? Habían discutido esta teoría no hacía mucho, y Ruska había buscado confirmación en Mommsen.
Ruska se dio vuelta al oír el susurro pero lo miró sin comprender. Su ceño se frunció en el esfuerzo por entender lo que le preguntaban.
—Digo, que ¿cómo va tu teoría sobre cambios cíclicos?
Ruska suspiró profundamente y la tensión desapareció de su cara junto con el bullicioso pensamiento que lo había absorbido cuando estaba fumando. Se dejó caer sobre un codo, echó la colilla apagada en el paquete vacío que Nerzhin le había dado y dijo desganadamente, – Todo me aburre, los libros y las teorías, ambas cosas.
Nuevamente se quedaron en silencio. Nerzhin estaba por darse vuelta para el otro lado cuando repentinamente Ruska se rió y comenzó a susurrar dejándose llevar gradualmente y hablando más rápido.
La historia es tan monótona que es repulsiva para leer. Cuanto más noble y honrado es un hombre más vilmente lo tratan sus compatriotas. El cónsul Spurius Cassius Vecellinus quería darle tierras al pueblo, y éste lo condenó a muerte. Spulius Maelius quería alimentar a los hambrientos, con pan y fue ejecutado porque alegaron que buscaba el trono. El cónsul Marcus Maelius, que despertó con el graznido de los legendarios gansos y salvó el Capitolio, fue ejecutado por traidor. ¿Entonces? – se rió—. Y el gran Aníbal sin el cual nunca hubiéramos sabido el nombre de Cartago, fue exiliado por esa insignificante Cartago, confiscaron sus propiedades y su casa fue arrasada. Todo esto ocurrió antes. Pusieron preso a Gnaeus Naevius para que no escribiera más comedias liberales y valerosas. Y los etolianos declararon una falsa amnistía para inducir a los emigrados a volver y asesinarlos. También en los tiempos romanos descubrieron la verdad, luego olvidada, de que es antieconómico dejar que un esclavo pase hambre, aquél tiene que ser alimentado. Toda la historia es una continua pestilencia. No hay verdad y no hay ilusión. No hay dónde apelar ni dónde ir.
En la mortecina luz azul el estremecimiento del escepticismo sobre labios tan jóvenes era particularmente inquietante.
Nerzhin mismo había sembrado estos pensamientos en Ruska, pero ahora que Ruska los expresaba, sintió el deseo de protestar. Entre sus más antiguos camaradas, Gleb estaba habituado a ser el iconoclasta, pero se sentía responsable por los prisioneros más jóvenes.
—Quiero prevenirte, Ruska —replicó Nerzhin muy despacio, reclinándose más cerca del oído de su vecino– que por más inteligentes y absolutos que sean los métodos del escepticismo o agnosticismo o del pesimismo, debes comprender que por su misma naturaleza nos predestinan a una pérdida de la voluntad. No pueden realmente influenciar la conducta humana porque la gente no puede estarse quieta. Y eso significa que no pueden renunciar a los sistemas que afirman algo, que los intima a avanzar en alguna dirección.
¿Aunque sea adentro de un pantano? ¿Sólo por seguir adelante? – preguntó Ruska irritado.
—Aunque sea eso. ¿Quién diablos sabe? – titubeó Gleb.
—Mira, yo personalmente creo que la gente necesita seriamente del escepticismo. Se necesita para romper los escollos. Para atorar las gargantas de los fanáticos. Pero el escepticismo nunca puede proporcionar una base sólida para los pies de un hombre. Y quizá, después de todo, nosotros necesitamos una base sólida.
—Dame otro cigarrillo —dijo Ruska—. Fumó nerviosamente. "Qué gran cosa fue que la MGB no me diera oportunidad para estudiar", dijo en un susurro claro, un tanto fuerte. "Hubiera terminado con la Universidad y quizá hasta hubiera llegado a un nivel de graduado; todo el proceso idiota. Me hubiera convertido en un científico. Podría haber escrito un librote grueso. Podría haber hecho investigación sobre los primeros distritos administrativos de Novgorod enfocada desde algún octogésimo tercero punto de vista, o sobre la guerra de César con los Helvéticos. ¡Cuántas culturas que hay en el mundo! E idiomas, y países. ¡Cuánta gente inteligente hay en cada país y más aún, cuántos libros inteligentes! – y ¿qué necio los va a leer a todos? Cómo fue que dijiste: "Cualquier cosa que piensen los grandes cerebros, a costa de grandes esfuerzos, eventualmente aparece, ante cerebros aún superiores, como algo fantasmal. ¿Era eso?"
—¡Muy bien! contestó Nerzhin acusadoramente. "Estás perdiendo de vista todo lo sólido, todas las metas. Uno puede ciertamente dudar, uno está obligado a dudar. ¿Pero acaso no es también necesario amar algo?"
—¡Sí, sí, amar! Ruska lo reprochó con un triunfal y ronco susurro. "Amar pero —¡no a la historia ni a la teoría, sino a una mujer! Se inclinó sobre la litera de Nerzhin y lo asió del codo. ¿De qué nos han privado en realidad, dime? ¿Del derecho de ir a reuniones o de suscribirnos a bonos del estado? La única manera en que el Pajan podía herirnos realmente era en privarnos de mujeres. Y lo hizo. ¡Durante veinticinco años! ¡Perro! ¿Quién puede imaginar —y se golpeó el pecho con el puño– lo que una mujer significa para un prisionero?
—¡Ten cuidado de no terminar loco! dijo Nerzhin, tratando de defenderse, pero una súbita oleada creció dentro suyo ante el pensamiento de Simochka y su promesa para el lunes a la noche. "Líbrate de esa idea" —dijo. "Te va a oscurecer tu cerebro. Un complejo freudiano—. ¿Cómo diablos le dicen? Sublimación es la respuesta. Desvía tu energía hacia otras cosas. Reconcéntrate en filosofía —no necesitarás pan ni agua ni las caricias de una mujer para eso.
(¡Pero el lunes! Lo que los matrimonios felices dan por sentado excita el tormento de la lujuria en un prisionero).
—Mi cerebro ya está nublado. No me dormiré hasta la mañana. Una mujer. ¡Todo el mundo necesita una mujer! Tenerla temblorosa en tus brazos. Y —ah, ¡qué infierno!– Ruska tiró su cigarrillo aún encendido sobre la frazada sin darse cuenta y se volvió bruscamente, se dejó caer sobre su estómago y tiró de la frazada hasta cubrir su cabeza.
Nerzhin logró agarrar el cigarrillo cuando estaba por rodar de la litera hacia Potapov que se hallaba abajo, y lo apagó. ¡Sí! Sólo trascurrirían dos días más, y luego Simochka. En seguida se imaginó en detalle cómo ocurriría todo pasado mañana; luego con un estremecimiento echó de su mente el lacerante y dulce pensamiento que entorpecía su razón. Se inclinó sobre el oído de Ruska.
—Ruska, ¿y tú? ¿Tienes alguna?
—¡Sí, tengo!-susurró Ruska atormentado—, acostándose de espaldas y abrazando su almohada. Resolló dentro de ella, y el calor de la almohada y todo el ardor de su juventud, se tornaban en esterilidad y en marchitarse dentro de la prisión. Todo excitaba al cuerpo joven e inhibido que clamaba por liberarse y no encontraba la salida. Dijo —sí, tengo—, y quería creer que había una mujer, pero lo que había pasado era sólo ilusorio. No había ningún beso, ni siquiera una promesa. Era solamente una mujer que lo había escuchado aquella noche con ojos de conmiseración y admiración mientras le contaba sobre su vida, y en la mirada de esa chica, Ruska se vio por primera vez como un héroe cuya historia era extraordinaria. Aún no había ocurrido nada entre ellos, y al mismo tiempo había ocurrido algo que le daba derecho a decir que "tenía una mujer".
Levantando apenas la frazada, Ruska contestó desde la oscuridad —Shhh... Clara.
—¿Clara? ¿La hija del fiscal?
LA TROIKA DE MENTIROSOS
El jefe de la sección Cero-Uno estaba completando su informe al ministro Abakumov.
Alto, con cabello negro peinado hacia atrás, usando las charreteras de las tres estrellas de un comisario general de segundo grado, Abakumov autoritariamente plantó sus codos sobre su gran escritorio. Era pesado pero no gordo —tenía conciencia de su buena figura y jugaba tenis para conservarla—. Sus ojos eran los de un hombre que no se deja tomar por tonto; revelaban agilidad, suspicacia, y un rápido ingenio. Corregía al jefe de la sección donde fuese necesario y éste último se apresuraba a tomar notas.
La oficina de Abakumov, aunque no enorme, era un cuarto fuera de lo común. Había una chimenea de mármol, dejada desde los tiempos anteriores, que no se usaba y un alto espejo de pared. El cielorraso era alto con una moldura de yeso, una araña, y una pintura de cupidos y ninfas que se perseguían mutuamente. (El ministro había dejado la pintura como estaba, salvo la parte verde, que había sido repintada porque era un color que no toleraba). Había una puerta-balcón, clavada invierno y verano, y grandes ventanales, que no se abrían nunca; daban hacia la plaza. Había relojes: uno de pie con una esfera preciosa, uno fluorescente con una figurilla que tocaba las horas, y un reloj eléctrico de ferrocarril en la pared. Estos relojes mostraban horas diferentes pero Abakumov siempre sabía qué hora era porque tenía, además, dos relojes de oro sobre su persona, un reloj pulsera en su velluda muñeca y un reloj en su bolsillo.