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En el primer cí­rculo
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Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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"Pero, de repente, los corazones de los presos se encogieron al escuchar el sonido de las cerraduras; la puerta se abrió y en el marco apareció la estilizada figura de un nervioso capitán de guantes blancos. Estaba de lo más agitado. Detrás suyo se escuchaba el murmullo de un nutrido lote de tenientes y sargentos. En medio de un silencio sepulcral, hicieron salir a los prisioneros al corredor con todas sus pertenencias (En seguida corrió por lo bajo el rumor de que los llevaban a ser fusilados). Ya en el pasillo, cincuenta fueron separados del resto en grupos de diez, y repartidos entre las celdas cercanas donde cada uno, como pudo, se las arregló para encontrar un lugar donde dormir.

"Estos afortunadas individuos se libraron del aterrador destino que esperaba a los demás veinticinco. Lo último que alcanzaron a ver de su querida celda 72, fue que un tipo de máquina infernal provista de un atomizador, entraba por la puerta de la que hasta entonces había sido su morada. Se les ordenó dar media vuelta a la derecha, y, al son producido por las llaves de los carceleros contra las hebillas de sus cinturones y del castañetear de sus dedos (lo que en Butirsky quería decir estoy llevando un zek), fueron conducidos a través de varias puertas de acero, y se los hizo bajar un buen número de escaleras, hasta llegar a un cuarto que no era ni el sótano de ejecuciones ni la cámara de torturas, sino la archiconocida antecámara de los famosos baños de Butirsky. Esta habitación tenía un aire de decepcionante e inofensiva cotidianidad: las paredes, los bancos y el piso estaban embaldosados en color chocolate, colorado y verde; había poleas que rodaban estrepitosamente mientras accionaban cables que iban y volvían del 'asador' —la sala de esterilización– con ganchos de apariencia infernal para que los prisioneros colgaran de ellos sus piojosas vestiduras. Atropellándose unos a otros, ya que el tercer mandamiento de los zek reza 'si te lo dan, arrebátalo', los reclusos desengancharon las perchas calientes, colocando en ellas sus ropas harapientas, chamuscadas y en ciertos lugares agujereadas por las esterilizaciones a que las sometían cada diez días. Y dos viejas, arrugadas y enrojecidas por el calor, Siervas del Averno, mirando con desprecio la desnudez de los prisioneros, que no les inspiraban más que repulsión, movían las poleas chirriantes, que conducían los trapos sucios hacia los abismos infernales, al tiempo que cerraban con estrépito tras ellos las puertas de acero.

"Los veinticinco prisioneros estaban encerrados por todas partes. Sólo habían conservado sus pañuelos o los pedazos de camisas rotas que los sustituían. Aquellos que, a pesar de la consunción, poseían una delgada capa de carne en esa modesta parte del organismo sobre la cual la naturaleza nos concede la feliz facultad de sentarnos, estos afortunados sujetos se sentaron en los cálidos bancos, recubiertos de azulejos color esmeralda, frambuesa y marrón. (En el lujo de sus instalaciones los baños de Butyrsky superan en mucho a los de Sandukovsky y algunos sostienen que se ha dado el caso de extranjeros que, movidos por la curiosidad, se entregaron a propósito en manos de la Cheka (policía secreta), sólo para tener el privilegio de bañarse allí”.

Los prisioneros que habían enflaquecido a tal punto que les resultaba imposible sentarse sobre algo duro, recorrían lentamente la habitación, sin preocuparse por tapar sus partes íntimas. Trataban, en calurosa discusión, de penetrar el misterio de lo que sucedía. Mucho hacía que su imaginación anhelaba él alimento del saber.

"De todas maneras, se los mantuvo allí tantas horas que las discusiones desembocaron en el silencio. Los cuerpos se habían cubierto de piel de gallina, y los estómagos, acostumbrados a callarse después de las diez de la noche, hacía tiempo que pedían infructuosamente ser llenados. Entre los que habían discutido, la victoria se la habían llevado los pesimistas que sostenían que el gas venenoso ya se estaba colando por las parrillas que había sobre las paredes y en el suelo y que todos morirían inmediatamente. Unos cuantos ya se habían descompuesto a causa del evidente olor a gas.

"Pero la puerta se abrió con estrépito y todo se trasformó de repente: no había ni rastros de los dos guardias con uniformes sucios que generalmente aparecían con sus roñosas maquinillas para esquilar ovejas; nadie les tiró las tijeras más desafiladas del mundo para romperse las uñas. ¡No! Cuatro oficiales peluqueros entraron arrastrando cuatro equipos rodantes con grandes espejos, agua de colonia, fijador para cabello, barniz de uñas, etc... hasta pelucas teatrales. Y cuatro importantes y venerables maestros peluqueros, dos de ellos armenios, seguían el increíble cortejo. En la peluquería de campaña instalada detrás de la puerta, los prisioneros no sólo tuvieron el privilegio de que les cortaran el pelo puberal con la parte lisa de la maquinilla apretada contra las partes más tiernas, sino que incluso se las empolvaron con talco rosa. Las navajas pasaban suavemente por sobre sus macerados pómulos y sus oídos fueron gratamente sorprendidos por la frase '¿Acaso le molesta?'. No sólo no les esquilaron las cabezas al ras, sino que les ofrecían pelucas. No sólo no les desollaban los mentones, sino que a pedido de los clientes, les dejaban barbas y patillas incipientes. Al mismo tiempo, los oficiales barberos, echados en el suelo, les recortaban cuidadosamente las uñas de los pies. Por último (último en orden cronológico pero no en orden de importancia) nadie estaba parado en la entrada del baño para echar 20 gramos de hediondo y líquido jabón sobre las palmas del solicitante. En su lugar se encontraba un sargento que, contra entrega de un recibo, les daba a cada uno una esponja traída de las islas de Coral y un abundante trozo de un jabón de tocador que hasta se llamaba 'El hada de las lilas'.

"Entonces, como siempre, los encerraban en el baño y los dejaron bañarse a su gusto y paladar. Pero el baño había dejado de ofrecer interés alguno para los prisioneros. Su discusión era más calurosa que la humeante agua de Butyrsky. Ahora era el partido de los optimistas el que prevalecía. Declaraban que Stalin y Beria habían huido a China, que Molotov y Kaganovich se habían convertido al catolicismo, que había un gobierno socio-democrático en Rusia, con carácter provisional y que ya se estaba llamando a elecciones para la Asamblea Constituyente.

"Justo en ese momento la puerta del baño se abrió con un ruido parecido al de un cañón, y en el salón violeta de al lado las cosas más inverosímiles les estaban reservadas. A cada uno se le dio una afelpada toalla rosada y un cuenco lleno de avena cocida, equivalente a seis días de ración para un prisionero en los campos de trabajo. Los prisioneros tiraron las toallas al suelo y devoraron la sopa de avena a una velocidad sorprendente, sin ni siquiera esperar la llegada de cucharas u otros implementos. Hasta el viejo mayor carcelero que asistía al espectáculo se sorprendió y ordenó una segunda vuelta para todos. También devoraron eso sin chistar. Lo que sucedió después, nadie de ustedes va a adivinarlo. Trajeron papas normales —ni heladas, ni podridas, ni negras—, sino que simplemente comestibles.

“Esto es imposible, protestó la concurrencia. No pertenece a la vida real”.

"Pero eso, de hecho, era lo que había sucedido. Ciertamente, las papas eran del tipo de las que se dan a los chanchos; y un zek con el estómago lleno podía no haberlas comido. Pero la astucia diabólica consistía en que no las habían traído en porciones, sino todas en un balde. Con alaridos furiosos, propinando pesados golpes unos a otros y trepando por las espaldas desnudas de los demás, los zeks arremetieron contra el balde, que un minuto después rodaba vacío, sobre las piedras del piso. En ese momento trajeron sal, pero ya no quedaban más que salar.

"En el ínterin, sus cuerpos desnudos se habían secado. El viejo mayor les ordenó que recogieran las toallas del suelo y se dirigió a ellos: 'Amados hermanos', dijo, sois todos honestos ciudadanos soviéticos, que estáis sólo temporalmente apartados de la sociedad, algunos por diez, otros por veinticinco años, a causa de pequeñas irregularidades. Hasta ahora, y a pesar de directivas frecuentes emanadas del mismo camarada Stalin, la dirección de la cárcel de Butyrsky ha incurrido en faltas y extravíos que están a punto de corregirse, (Nos vamos para casa, decidieron no sin una buena dosis de descaro, algunos prisioneros). El mayor prosiguió: De ahora en adelante, nos vamos a preocupar de que gocen de las condiciones propias de un sanatorium.” ('Nos quedamos', advirtieron). Además de todo lo que se les ha permitido hacer en el pasado, de ahora en adelante se les autorizará: 1) rezar a su propio Dios; 2) permanecer en sus cuchetas todo el tiempo que deseen, día y noche; 3) abandonar la celda para ir al baño, sin interferencias; 4) escribir sus memorias.

Además de lo que hasta ahora les ha sido prohibido, se les prohibirá también: 1) sonarse la nariz en las sábanas y cortinas que os proporciona el gobierno; 2) pedir una segunda porción de comida; 3) contradecir al cuerpo administrativo de la prisión o quejarse de él cuando visitas de categoría entren en vuestra celda; 4) tomar cigarrillos Kazbeks sin pedir permiso.

El que viole cualquiera de estas normas, se hará acreedor a quince días de encierro y aislamiento y será luego deportado a un remoto campamento de trabajo, sin derecho de correspondencia. ¿Comprendido?

"Apenas había concluido el mayor su pequeño discurso, las ruidosas poleas sacaron los ganchos del asador, pero de éstos no colgaba la raída ropa interior de los prisioneros. El Hades se había tragado esos harapos, y no los devolvía. En vez, hicieron su aparición cuatro jovencitas encargadas del vestuario. Bajando los ojos y ruborizándose, con sus sonrisas radiantes, reanimaban a los prisioneros, que se sintieron inclinados a pensar que no todas sus posibilidades como hombres estaban perdidas; empezaron en seguida a repartir ropa interior de seda azul, camisas de algodón, corbatas de discreto colorido, lustrosos zapatos de color amarillo procedentes de América gracias al 'Lend-Lease' y trajes de sarga sintética.

"Mudos de terror y alegría, los prisioneros fueron llevados nuevamente, de a dos en fondo, a la celda N° 72”. Pero ¡Dios Santo, cómo había cambiado!

"Ya en el corredor sus pies se habían hundido en una gruesa alfombra que conducía en forma estimulante hasta el cuarto de baño. Y cuando entraron nuevamente en su celda, fueron envueltos en agradables corrientes de aire fresco y el sol inmortal les daba de lleno en los ojos. (El ajetreo les había tomado toda la noche y ya era de día). Encontraron los barrotes pintados de celeste, los 'bozales' de las ventanas habían desaparecido. Sobre la ex-iglesia de Butyrsky que estaba en el medio del campo se había montado un espejo móvil. Un guardia se hallaba a su lado, con el fin de regularlo en forma de que siempre la luz solar reflejada entrará a raudales por la ventana de la celda n° 72.

Las paredes de la celda, que hasta la noche anterior habían sido de un color oliva oscuro, ahora eran de un blanco brillante matizado aquí y allá con palomas de la paz de cuyos picos colgaban moños y cintas con los slogans: '¡Queremos la paz!' y '¡Paz en el mundo!'

Ni rastros quedaban de los tablones ni de las chinches que en ellos moraban. Lonas se extendían sobre los armazones de hierro, y sobre ellas se habían colocado colchones y almohadas rellenas de plumas; las frazadas, coquetamente recogidas, revelaban la blancura de las sábanas. Al costado de cada una de las veinticinco cuchetas había una mesita de luz. De las paredes surgieron unos estantes donde se encontraban obras de Marx, Engels, Santo Tomás de Aquino y San Agustín. En el medio del cuarto había una mesa cubierta con un mantel almidonado. Sobre ella, un cenicero y una caja de 'Kazbeks' sin abrir. (Toda la opulencia creada en una noche fue insertada hábilmente dentro de las cuentas de 'gastos' por los encargados de Contaduría en Butyrsky. Sólo los cigarrillos Kazbeks no pudieron ser ubicados en ninguna parte dentro de los gastos. Sin embargo, el responsable de la prisión había querido dar el toque final con Kazbeks, y lo había hecho de su propio peculio. Esa era la razón por la cual su uso estaba restringido al máximo y había penas tan graves para los infractores).

Pero el rincón más irreconocible, sin lugar a dudas, era aquel donde había sido instalado el balde que oficiaba de letrina. Habían lavado a fondo la pared y luego le habían dado una buena mano de pintura.

En lo alto, un gran candil ardía frente a un icono que representaba a la Virgen y el Niño. La llama se reflejaba sobre otro icono, el del milagroso San Nikolai Mirlikiski. En uno de los estantes había una Madonna, representante de la Religión Católica, y en un nicho hasta entonces vacío, producto de un descuido de los constructores, estaban la Biblia, el Corán y el Talmud. También daba cabida el piadoso nicho a una estatuilla en bronce de Buda. Sus ojos estaban casi cerrados, las comisuras de sus labios aparecían retrotraídas, dando la sensación de que el Buda sonreía.

"Los reclusos, satisfechos por la avena y las papas y algo aturdidos por el aluvión de nuevas impresiones, se desvistieron y se fueron a dormir inmediatamente. Una suavísima brisa mecía las cortinillas de encaje que impedían la entrada de las moscas. Un guardia permanecía en la puerta, que estaba entreabierta, vigilando para que nadie robara un Kazbeks.

"De esta forma retozaron hasta el mediodía, hora en la cual un capitán agitadísimo, de guante blanco, entró rápidamente y dio la voz de ¡Arriba! Los prisioneros se vistieron de prisa e hicieron sus camas. Una mesita redonda cubierta con una tela blanca, fue colocada dentro de la celda, y sobre ella desparramaron ejemplares de las revistas Ogonyek, La U.R.S.S. en Construcción y Amerika. Dos viejos y cómodos sillones también fueron introducidos sobre ruedillas. Un silencio siniestro, intolerable, descendió sobre la celda. El capitán se desplazaba con cierta dificultad por entre los catres, y con una fina varilla blanca, daba ligeros golpes en los dedos a quienes demostraban intenciones de apoderarse de la revista Amerika.

En medio del enervante silencio, los prisioneros escuchaban. Como habréis apreciado por experiencia propia, el oído es el sentido que más importancia cobra para un preso. Tiene generalmente la visión limitada por paredes y "bozales" en las ventanas. Su sentido del olfato se percude pronto a causa de los malos olores. No tiene muchos objetos que apreciar por el tacto. Pero su oído se desarrolla anormalmente, al punto que al instante capta cualquier sonido, incluso desde el otro extremo del corredor. Los ruidos le informan de lo que sucede en la prisión y del paso del tiempo; están trayendo agua caliente; están sacando a los prisioneros a dar su caminata habitual; están entregando un paquete a alguien.

También esta vez el oído les resolvió la incógnita. Una puerta de acero chirrió del lado de la celda 75 y un crecido número de personas invadió el corredor. Se podía oír una discreta conversación, luego el ruido de pasos ahogados por las alfombras, luego se destacaron voces femeninas, el fru-fru de las polleras, y ya en la puerta de la celda 72, la voz del jefe de la Prisión de Butyrsky; decía en un tono cordial: "Y ahora a la señora, quizás le resultaría interesante visitar una de nuestras celdas. ¿Pero cuál? Digamos que la primera que se nos presente. ¿La 72, por ejemplo? ¡Ábrala, Sargento!

"Y la señora R. hizo su entrada en la celda, acompañada de un secretario, un intérprete, dos venerables quákeras, el director de la Cárcel, varios personajes de civil y otros con el uniforme de la M.V.D. El capitán de guantes blancos se apartó. La viuda del afamado estadista, una mujer eficaz, que se había destacado en el servicio de varias buenas causas, que había hecho mucho en la defensa de los derechos del hombre, la Sra. R., había tomado a su cargo la misión de visitar al flamante aliado de su país, y de ver con sus propios ojos cómo se empleaba la ayuda de la UNRRA. (Se rumoreaba en América que la comida proporcionada por la UNRRA no se distribuía entre el pueblo). También quería cerciorarse de que la libertad de conciencia no se violaba en la Unión Soviética. Ya le habían mostrado a sencillos ciudadanos soviéticos —oficiales de la N.K.V.D. disfrazados para el caso– que vestidos con su tosca ropa de trabajo, habían agradecido a la O.N.U. su ayuda desinteresada. Ahora la Sra. R. había rogado que se le mostrara una cárcel. Su deseo había sido satisfecho. Ahora se sentó en uno de los sillones rodeada de su séquito y dio comienzo a una conversación a través del intérprete.

"Los rayos del sol reflejados por el espejo, inundaban la celda, acariciaban plácidamente la habitación y el amable soplo de Eolo movía con suavidad los cortinados”.

"La Sra. R. estaba muy satisfecha de que la celda donde había entrado al azar, y donde nadie esperaba, estuviera tan asombrosamente limpia y sin moscas y que el candil del icono estuviera ardiendo, aunque fuese un día de semana”.

"Al principio los prisioneros estaban duros y parecían tímidos, pero cuando la distinguida huésped preguntó por intermedio del intérprete si los presos no fumaban para no contaminar el aire, uno de ellos se levantó y, como al descuido, abrió el paquete de Kazbeks que había sobre la mesa, sacó un cigarrillo, lo encendió y ofreció otro a un compañero”.

La expresión del mayor general se oscureció por un momento.

Lucharemos contra este vicio, dijo con energía, porque el tabaco es un veneno.

Otro recluso se sentó a la mesa y empezó a hojear la revista Amerika, muy rápidamente por las dudas.

¿Por qué se ha castigado a estos hombres? 'Por ejemplo, ¿a ese caballero que está leyendo la revista?', preguntó la encumbrada visitante.

(A 'ese caballero' le habían dado diez años por una casual relación con un turista americano).

"El mayor general se apresuró a responder: 'Ese hombre era un activo nazi. Trabajaba para la Gestapo. Personalmente incendió un pueblo ruso y, si me disculpa por tocar estos temas, violó a tres jóvenes campesinas rusas. El número de niños que asesinó probablemente nunca se podrá saber con certeza.

¿Se lo ha condenado a muerte?, preguntó horrorizada la Sra. R.

No, esperamos que se reforme. Se lo ha sentenciado a diez años de trabajo honesto.

La cara del prisionero, denotaba sufrimiento, pero no se interrumpió y siguió leyendo la revista con temblorosa prisa.

En ese momento, un sacerdote de la Iglesia Ortodoxa Rusa, entró, como por accidente, a la celda. Ostentaba una gran cruz de madre perlas sobre el pecho. Era obvio que estaba en una de sus rondas habituales; se sentía muy incómodo por la presencia de las autoridades y sus desconocidos acompañantes en la celda.

Quería irse, pero a la Sra. R. le cayó en gracia su modestia y le encareció que prosiguiera con sus tareas. Inmediatamente el sacerdote le endilgó un evangelio de bolsillo a uno de los alarmados prisioneros. Luego se sentó en un catre al lado de otro, a quien la sorpresa lo había tornado de piedra, y le dijo: “Hijo mío, la última vez me pediste que te hablara de los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo".

Luego la Sra. R. le pidió al mayor general que ahora, en su presencia, les preguntara a los prisioneros si alguno deseaba quejarse a las Naciones Unidas. El mayor general, dijo en un tono amenazador: ¡Atención! ¿Qué dije de los Kazbeks? ¿Quieren que los confine?;

Los prisioneros, mudos hasta entonces, contestaron con indignación, hablando todos al mismo tiempo:

Ciudadano mayor general, no hay otra cosa que fumar".

"Dejé mi tabaco en los otros pantalones"

"No sabíamos"

La ilustre dama percibió la genuina indignación de los prisioneros y oyendo sus alaridos, prestó mucha atención a la traducción:

Que, unánimemente, protestan ante la situación de los negros en América y solicitan que el problema negro sea sometido a la O.N.U.

Pasaron así quince minutos de agradable plática. Fue entonces que el oficial de guardia informó en el corredor al director del establecimiento que el almuerzo de los presos estaba listo. Los invitados les pidieron que no hicieran cumplidos y comieran en su presencia. Abriose la puerta de par en par y lindas jóvenes (las encargadas del vestuario en el papel de camareras) trajeron una sopa de pollo con fideos de tipo corriente y comenzaron a servirla en cuencos. De golpe, una pasión primitiva se apoderó de los otrora dóciles prisioneros. Saltaron sobre sus literas con los zapatos puestos, agazapándose allí con las piernas contra el pecho y las manos cerca de los pies y, en esta postura casi canina, vigilaron en actitud amenazadora la distribución de la sopa. Las visitantes se sobresaltaron pero el intérprete les explicó que se trataba de una típica costumbre rusa.

No era posible persuadir a los prisioneros de que usaran las cucharas de plata que procedían de Alemania. Ya habían sacado sus veteranas cucharas de madera; y apenas el sacerdote bendijo la comida y las camareras distribuyeron las porciones entre los catres, indicándoles que en la mesa había un plato para los huesos, un impresionante conjunto de ruidos producidos por una desenfrenada, absorción se dejó oír, seguido de un crujir de huesos de pollo y todo lo que se les había puesto en los cuencos había desaparecido. El plato de huesos había resultado totalmente inútil.

“Tal vez tienen hambre, dijo la sorprendida visitante como quien deja sentada una inverosímil posibilidad. Puede que quieran más”. '¿Nadie quiere más?', preguntó el mayor general con una voz ronca. "Nadie contestó. Pero nadie quiso más, porque se acordaban de la sabia expresión del campo: "el fiscal dará más".

Con la misma increíble velocidad devoraron unas albóndigas con arroz.

No había frutas en almíbar en el menú ese día. Era día de semana.

Convencida de la falsedad de las calumnias que circulaban en Occidente, la Sra. R. y su séquito salieron al corredor. Allí dijo: ¡Qué defectuosos son sus modales! ¡Y qué bajo es el nivel de desarrollo de estos desgraciados! Claro que uno debe abrigar la esperanza de que diez años aquí los hagan adaptarse a la civilización. Tienen una magnífica prisión.

"El sacerdote sé colocó de un brinco en medio del grupo saliente, temeroso de que cerraran la puerta antes de que él estuviera afuera. "Cuando las visitas hubieron abandonado el corredor, el consabido capitán de los guantes blancos entró corriendo a la celda. "¡Arriba!, vociferó. ¡Alinearse de a dos! ¡Al corredor! "Como notara que algunos tardaban en comprender el significado de sus palabras, les propinó una explicación suplementaria con la suela de sus zapatos.

"Sólo entonces se supo que un prisionero con pretensiones literarias se había tomado en serio el permiso de escribir sus memorias. Esa mañana, mientras todos dormían, se las había arreglado para redactar un par de capítulos que se llamaban: 'Cómo fui torturado' y 'Mis encuentros en Lefortovo', respectivamente”.

Las memorias le fueron confiscadas 'ipso facto' y una nueva causa se abrió en contra del ansioso escritor, por bajas calumnias contra los Órganos de Seguridad del Estado.

Y nuevamente, con el castañetear de los dedos (llevó al zek) y el golpearse de las llaves contra los cinturones, fueron llevados a través de puertas de acero hasta la habitación contigua a los baños, la cual todavía brillaba en su eterna gama de malaquita y rubí. Allí se les quitó todo, hasta la ropa interior de color azul cielo que llevaba y cada uno fue objeto de una cuidadosa revisación. En el trascurso de dicha operación, el Sermón de la Montaña, arrancado del evangelio de bolsillo que había circulado por la celda, fue descubierto en un costado de la boca de un preso. El autor de la hazaña y en concordancia con ella, fue golpeado, primero en la mejilla derecha y luego en la izquierda. También les sacaron las esponjas y el jabón 'El hada de las lilas', y los hicieron firmar nuevamente por ellos.

Dos guardias entraron en sus roñosas vestimentas. Con maquinillas desafiladas y sucias les raparon la zona puberal y luego con el mismo instrumento les cortaron el pelo de la cara y de la cabeza. Finalmente les echaron 20 gramos de jabón líquido y maloliente y los encerraron en el baño. No había nada más que hacer, así que los prisioneros se volvieron a lavar.

Después, con el rugido de un cañón, se abrió la puerta, y salieron al oscuro vestíbulo púrpura. Dos viejas mujeres sirvientas del infierno sacaron por medio del conocido aparejo los ganchos calientes de donde pendían los antiguos harapos de nuestros héroes.

Cabizbajos, volvieron a la Celda 72, donde sus cincuenta compañeros compartían nuevamente los tablones con las chinches —camas, ardientes de curiosidad por saber qué había sucedido. Una vez más, los bozales cubrían las ventanas y las palomas blancas habían desaparecido bajo una mano de pintura verde oliva. En el acostumbrado rincón había una letrina de cuatro baldes.

“Sólo en el nicho, olvidado, el pequeño Buda de bronce sonreía misteriosamente".


SÓLO TENÉIS UNA CONCIENCIA



En el mismo momento en que se estaba contando este cuento, en otra parte de Moscú, Shchagov les estaba sacando brillo a sus botas, algo viejas pero que todavía conservaban su forma. Luego se puso el uniforme de gala, recién planchado, sus condecoraciones, bien limpias atornilladas, y sus galones otorgados por sus heridas y partió rumbo al otro extremo de la ciudad. Se lo había invitado por medio de Alexei Lanski, con quien había trabado amistad en el frente, a una fiesta en lo del fiscal Makarygin, cerca de los portones de Kaluga. (Por desgracia para Shchagov, la indumentaria militar catastróficamente estaba pasando de moda en Moscú y pronto se vería en la obligación de tomar parte en la incesante puja por trajes y zapatos).

La fiesta era para la gente joven y para la familia Makarygin en general, celebrando la segunda Orden de Lenín que le había sido otorgada al fiscal. Para el caso, los jóvenes que asistirían no eran muy allegados a la familia y nada les importaban las distinciones, con que se honrara al fiscal. Pero papá había sido generoso en cuanto a gastos, y esa sola razón bastaba para asistir a una fiesta. También iba a estar allí Lisa, la chica con quien Shchagov le había dicho a Nadya que se había comprometido, aunque todavía nada estaba decidido y menos publicado oficialmente. Era por Lisa que Shchagov le había pedido a Lanski que le consiguiera una invitación.

Ahora, con unas cuantas frases de iniciación preparadas de antemano, subía la misma escalinata en la que Clara continuaba viendo cómo la mujer fregaba los escalones; subió al mismo departamento donde el hombre cuya mujer estuvo a punto de seducir hacía poco, se había arrastrado de rodillas para colocar las planchas del "parquet", cuatro años más tarde.

Los edificios también tienen su historia.

Shchagov tocó el timbre, y Clara le abrió la puerta. No se conocían, pero ambos adivinaron quién era el otro.

Clara tenía un vestido de crepé de lana, verde mate, recogido en la cintura, de donde arrancaba una pollera larga. Una franja de brillantes bordados verde claro rodeaba el escote, le cruzaba el pecho y terminaba en los paños a modo de pulseras.

Ya había un buen número de sacos de piel colgados en el vestíbulo pequeño y angosto. Antes de que Clara pudiera invitarlo a sacarse el saco, sonó el teléfono. Ella levantó el tubo y empezó a hablar, al tiempo que indicaba con gestos a Shchagov que se quitara el sobretodo.

—¿"Ink"? ¡Hola! ¿qué? ¿Todavía no has salido? ¡Ven inmediatamente! "Ink", ¿qué es eso de que no te sientes con ganas? ¡Papá se va a ofender! Sí, tu voz suena a cansado, pero haz un esfuerzo. Bueno, un momentito, entonces, voy a llamar a Nara. ¡Nara! – llamó, dirigiéndose al cuarto de al lado—. Tu esposo llama. ¡Ven! ¡Sáquese el sobretodo! – Shchagov ya se había despojado de su abrigo militar—. ¡Sáquese las galochas! – No llevaba galochas—. Oye, no quiere venir. ¿Cómo puede ser?

La hermana de Clara, Dotnara —la mujer del diplomático tal como Lansky se la describió a Shchagov– entró en el hall y tomó el teléfono. Ella se paró interceptando el paso de Shchagov hacia el otro cuarto y él, por otra parte, no tenía ningún apuro en apartarse de esta criatura perfumada con su traje de color cereza claro. Bajó un poco la vista y la observó. Algo en su vestido lo sorprendió: las mangas no formaban parte del mismo, sino de una torerita que usaba encima. (Shchagov no entendió que por la ausencia de hombreras sus hombros redondeados se unían con los brazos en una línea natural marcada por la naturaleza e inmejorable). Algo hacía que Dotnara pareciera tremendamente femenina, distinta de todas las demás.

Ninguno de los que se hallaban en la amable sala de recibo podía suponer que en esa inocente conversación telefónica que versaba sobre ir o no ir a una reunión, yacía latente la ruina que puede aguardar a uno hasta en el esqueleto de un caballo muerto, como dice Pushkin en su poema "El Canto del Sabio Oleg"

Desde el día en que Rubín había pedido un suplemento de cintas grabadas con la voz de cada sospechoso, el auricular del teléfono en el departamento de Volodín le fue por primera vez levantado por él mismo. En la central telefónica la cinta magnetofónica giraba registrando la voz de Innokenti Volodin.

La prudencia le aconsejaba a Volodin no usar el teléfono por estos días, pero su mujer había salido dejando una nota en la que le decía que fuera esa noche sin falta a lo de su padre.

Entonces él llamó, paira decir que no iría.

Sin duda, todo hubiera sido más fácil para Innokenti si aquel hubiera sido un día cualquiera, y no un domingo. Entonces él podría haber estimado, según varios detalles, si su partida para una misión en París había sido denegada o confirmada. Pero nada podía saberse en domingo, si la paz o el peligro acechaban en la calma del día.

En las últimas veinticuatro horas sintió que su llamada había sido una locura, suicida y, además, probablemente infructuosa. Tuvo un pensamiento sombrío para la estúpida mujer de Dobrovnov; aunque, en realidad, ella no era verdaderamente culpable y la desconfianza no empezaba ni terminaba con ella.


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