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En el primer cí­rculo
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Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Ya en el descanso del tercer piso, no se dirigió a la oficina de Yakonov, sino que tomó la dirección opuesta, hacia el Laboratorio Número Siete. El oficial de guardia vio su espalda que desaparecía y de inmediato empezó a buscar a Yakonov, para darle aviso.

En el GRUPO SIETE reinaba la desorganización. No hacia falta ser especialista —y Oskolupov no lo era– para comprender que nada funcionaba bien, que todos los sistemas instalados durante largos meses estaban ahora desconectados, destrozados, en pedazos. El matrimonio de "vo-en-cla" con la tarea Siete había comenzado mal: ambos recién casados sometidos a una minuciosa disección, unidad por unidad, parte por parte, casi condensador por condensador. Aquí y allá se elevaba el humo de soldadores y de cigarrillos, se oía– el chillido de un torno manual, las maldiciones de los trabajadores y a Mamurin que, histérico, gritaba al teléfono.

Pero el humo y el ruido no impidieron a Siromakha notar de inmediato la presencia del teniente general. Su mirada vigilante nunca abandonaba la puerta de entrada. Arrojó su soldador y corrió a avisar a Mamurin, que seguía en el teléfono; levantó la silla tapizada de Mamurin y se la llevó al general, esperando que le dijese dónde ponerla. En cualquier otro todo aquello hubiera parecido servilismo, pero Siromakha le dio el aspecto de un servicio honorable prestado por un joven a una persona mayor y respetada. Quedó rígido, esperando instrucciones.

Siromakha no era ingeniero ni técnico: se convirtió nada más que en un obrero electricista en GRUPO SIETE, pero con su rapidez, su lealtad, su prontitud para trabajar veinticuatro horas diarias y para escuchar con paciencia todas, las deliberaciones y dudas de sus superiores, gozaba de excelente reputación y se le permitía asistir a las conferencias de los jefes. Él estaba convencido de que, a la larga, todo eso le sería más útil que su trabajo de delator, y le permitiría ganarse la libertad.

Foma Gurianovich Oskolupov se sentó sin quitarse el gorro y desabrochando sólo algunos botones de su abrigo.

El laboratorio quedó en silencio. El torno eléctrico dejó de tornear. Los cigarrillos se apagaron y las voces se aquietaron. Sólo Bóbinin, sin dejar su rincón apartado, siguió dando instrucciones a los obreros con su voz de bajo; y Prianchikov, irresponsable, siguió dando vueltas alrededor de su puesto en ruinas con un soldador caliente en la mano. El resto miró y esperó la palabra del jefe.

Tras su difícil conversación telefónica —durante la cual se había peleado con el jefe de reparaciones, culpable de arruinar los paneles armados– Mamurin, exhausto, se limpió el sudor de la cara y fue a saludar a su ex-colega, ahora gran jefe casi inaccesible. (Oskolupov le tendió tres dedos), Mamurin había llegado al punto de palidez y debilidad en que parece criminal dejar a una persona que salga de la cama. Los golpes de los últimos días le habían hecho mucho más daño que a sus colegas de alta graduación: la cólera del ministro y el desmantelamiento de la máquina. Si hubiese sido posible que los tendones, visibles a través de la piel, se parecieran aún más a cuerdas, eso habría ocurrido. Si los huesos humanos pudieran perder peso, los suyos lo habrían perdido. Durante más de un año Mamurin había vivido para la máquina, seguro de que ésta, como el caballito jorobado del cuento infantil ruso, lo sacaría de penas, Ninguna compensación, ni siquiera la trasferencia de Pryanchikov al Siete, con el Vo-en-cla, podía mitigar la catástrofe que se avecinaba.

Foma Gurinovieh Oskolupov era un director capaz, aunque nunca había llegado a dominar los conocimientos y habilidades inherentes a lo que dirigía. Pero sabía desde antiguo que lo único que debe hacer un jefe es reunir las opiniones de subordinados inteligentes y dirigir a éstos. Y eso hacía ahora.

—Bueno, ¿qué pasa? – preguntó ceñudo—. ¿Cómo van las cosas?

Los estaba obligando a hablar.

Comenzó una conversación aburrida, fútil y que sólo servía para alejar a la gente de su trabajo. Hablaban sin ganas, suspirando; si dos empezaban a decir algo al mismo tiempo, ambos cedían al instante.

Había dos temas dominantes: "Es esencial que..." y "Es difícil que..." "Es esencial", correspondía al frenético Markushev, apoyado por Siromakha. Markushev, pequeño, granujiento e inquieto, trataba febrilmente, día y noche, de descubrir el camino de la gloria, para quedar libre antes de tiempo. Había propuesto combinar la máquina y el "Vo-en-cla", no porque estuviese seguro de que la combinación era buena técnicamente, sino porque serviría para quitar importancia a Bobinin y Prianchikov y para dársela a él. Y aunque no le gustaba trabajar "para otros" (o sea, sin disfrutar del resultado de su trabajo), estaba furioso porque sus camaradas del Siete habían perdido él valor. En presencia de Oskolupov se quejó, con medias palabras, de la falta de interés de sus ingenieros.

Él era un hombre, es decir, pertenecía a aquella difundida especie de seres que los opresores crean a su imagen y semejanza. El rostro de Siromakha reflejaba resignación y fe. Mamurin, la cara de limón oculta por sus manos descarnadas, callaba por primera vez desde que estaba a cargo del Siete.

Jorobrov apenas podía ocultar la chispa de placer malicioso que le brillaba en los ojos. Él, más que nadie, había combatido la propuesta de Markushev, haciendo hincapié en las dificultades que suponía.

Oskolupov fue particularmente duro con Dyrsin, acusándolo de falta de celo. Cuando Dyrsin se sentía excitado o herido por alguna injusticia, casi perdía la voz. Por ese rasgo poco favorable, siempre resultaba el culpable.

En plena discusión, sin sentido para Oskolupov, entró Yakonov quien, por cortesía, tomó parte en lo que se hablaba. Al fin llamó a Markushev, éste se sentó a su lado y juntos comenzaron a bosquejar una nueva variante del diagrama.

Oskolupov hubiera preferido arreglar las cosas con reprimendas y recriminaciones, técnica que le era familiar y que, durante sus años de poder, había perfeccionado hasta los últimos detalles. Era lo que le daba mejores resultados. Pero vio que en este caso no conseguiría nada de ese modo.

Ya sea porque Oskolupov pensó que no podía contribuir nada importante a la conversación, o porque quiso respirar un aire diferente y menos tenso antes de terminar el fatídico mes de gracia, se levantó sin escuchar las palabras finales de Bulatov y salió sombrío del cuarto, dejando que todo el personal del Siete quedara sufriendo por las dificultades que sus deficiencias ocasionaban al jefe de sección.

Como lo exigía el protocolo, Yakonov estuvo obligado a levantarse pesadamente y llevó su corpulencia tras el hombre del gorro, que apenas le llegaba al hombro.

Caminaron por el pasillo, juntos y callados. El jefe de sección no veía con buenos ojos que su ingeniero principal caminara junto a él, debido al físico poderoso de Yakonov y al hecho de que éste le llevaba al menos una cabeza.

Yakonov podría haber aprovechado el momento para anunciar el progreso, sorprendente e inesperado, ocurrido con el codificador, lo cual hubiese tenido sus ventajas, suprimiendo de inmediato el resentimiento que Oskolupov le había demostrado desde la conferencia nocturna de Abakumov.

Pero no tenía el dibujo. El increíble dominio de sí de Sologdin, demostrado al preferir la muerte antes que entregar su dibujo a cambio de nada, lo había convencido de que debía cumplir su promesa, informando esta noche a Sevastianov sin hacer caso de Oskolupov. Claro que éste se pondría furioso, pero no tendría más remedio que calmarse.

Y más tarde Yakonov le diría que no había tenido seguridad acerca del éxito del experimento de Sologdin.

Este ingenuo cálculo no era el único elucubrado por Yakonov. Había visto a Oskolupov triste, preocupado por su destino, y se complacía en dejarlo sufrir unos días más. Antón Nikolaievich Yakonov sentía una furia de ingeniero concienzudo por el proyecto, como si él lo hubiese creado. Sologdin había tenido razón al pronosticar que sin duda Oskolupov haría todo lo posible para aparecer como coinventor. Y cuando lo descubriera ni siquiera miraría el dibujo de la sección central, sino que lo primero que haría sería aislar a Sologdin en cuarto aparte, trataría de impedir que sus colegas se pusieran en contacto con él para trabajar, llamaría a Sologdin para amenazarlo y darle plazos drásticos, y telefonearía desde el ministerio cada dos horas para mortificar a Yakonov para terminar dándose humos y diciendo que, sólo gracias a su supervisión, el experimento fue encaminado.

Cómo todo eso le era familiar hasta las náuseas, Yakonov prefería no decir nada por ahora. Pero, al entrar a su oficina, hizo algo que nunca hubiera hecho delante de extraños: ayudó a Oskolupov a quitarse el abrigo.

—¿Qué hace aquí Gerasimovich? – preguntó Foma Gurianovich, sentándose en el sillón de Yakonov sin quitarse el gorro. Yakonov se sentó a un costado.

—¿Gerasimovich? Vamos a ver, ¿cuándo vino de Stresnevka? Creo que en octubre. Bueno, desde entonces armó el televisor del camarada Stalin.

—Llámalo aquí.

Yakonov telefoneó.

Stresnevka era otra de las sharashkasde Moscú. Poco antes, bajo la dirección del ingeniero Bobier, se había inventado allí un dispositivo muy ingenioso y útil: una extensión para teléfonos urbanos comunes. Lo especial del aparato consistía en que comenzaba a funcionar cuando el teléfono no se usaba y estaba colgado y quieto. El dispositivo fue aprobado, y empezó a fabricarse.

Las ideas revolucionarias de las autoridades (y por definición todas sus ideas lo eran) sé aplicaban ahora a otros dispositivos.

El oficial de guardia asomó la cabeza en la puerta.

—El prisionero Gerasimovich.

—Que pase —dijo Yakonov, sentado en una sillita bastante alejada de su escritorio, con su corpachón desbordando a ambos lados. Entró Gerasimovich arreglándose los lentes y tropezando en la alfombra. Comparado con los dos gordos jefes, parecían muy estrechos sus hombros y muy pequeña su estatura.

—¿Me hizo llamar? – preguntó con sequedad mientras avanzaba, la vista fija en la pared entre Oskolupov y Yakonov...

—Aja —replicó Oskolupov—. Siéntese. Gerasimovich obedeció. Ocupaba media silla.

—Usted... este... —trató de recordar Oskolupov—. Usted es especialista en óptica, ¿no? No sabe de oídos, sino de ojos, ¿verdad?

—Sí.

—Y este... —Oskolupov parecía limpiarse los dientes con la lengua—. Goza de buena opinión, ¿no? Calló y con un ojo entrecerrado clavó el otro en el prisionero.

—¿Conoce los últimos trabajos de Bobier?

—Oí hablar de eso.

—Aja. ¿Y sabe que recomendamos que lo dejen libre antes de tiempo?

—No lo sabía.

—Ahora lo sabe; ¿cuánto le queda a usted?

—Tres años.

—¡Ah, cuánto tiempo! – dijo Oskolupov como sorprendido, como si todas las sentencias de sus prisioneros se contasen por meses—. ¡Ah, cuánto tiempo!

(Poco antes, tratando de animar a un recién llegado, había dicho: "¿Diez años? ¡Qué tontería! A otros les tocan veinticinco"). Ahora prosiguió:

—¿No le parecería mal salir también usted antes de tiempo, eh?

—Era extraña la coincidencia entre la pregunta y el pedido de Natasha, ayer.

Tratando de dominarse para cumplir con su propósito de no mostrar buen humor ni hacer concesiones al hablar con los jefes, Gerasimovich sonrió con ironía.

—¿Cómo podría ser eso? No regalan libertad condicional por aquí. Oskolupov se movió en su sillón.

—¡Ja, ja! Claro que no lo conseguirá armando televisores, pero dentro de unos días lo voy a pasar a Stresnevka y lo pondré al frente de un proyecto. Si puede terminarlo en seis meses, estará en su casa para el otoño.

—¿Puedo preguntar de qué trabajo se trata?

—Bueno, trabajo no falta. Le diré con franqueza: el asunto viene derecho del mismo Beria. Hay una idea, por ejemplo: poner micrófonos en los bancos de las plazas y parques. Allá la gente habla sin desconfianza y uno podría enterarse de muchas cosas. Pero supongo que no es esa su especialidad...

—No, no es mi especialidad.

—Bueno, ya verá que también hay algo para usted. Hay dos proyectos: uno bastante importante y el otro urgente. Y los dos son de su especialidad. ¿No es cierto, Antón Nikolaievitch? – Yakonov asintió con la cabeza—. Uno de ellos es una cámara que pueda usarse de noche. Funciona con esos... ¿cómo se llaman?... rayos ultrarrojos. Uno toma una foto de alguien de noche, en la calle, ve con quién está y el otro no sé entera en toda su vida. En el extranjero ya hay versiones primitivas del asunto, y no hace falta más que imitarlas con espíritu creativo. La cámara tiene que ser fácil de manejar. Nuestros agentes no son tan vivos como usted. Y la segunda cosa: estoy seguro que para que usted resuelva eso, será tan fácil como escupir, pero nos hace mucha falta. Una simple cámara, pero tan pequeña que se pueda instalar en el marco de. una puerta, y cuando ésta se abra, tome una foto automática de cualquiera que la atraviese, por lo menos de día o con luces encendidas. No se preocupe de que funcione en la oscuridad. Queremos fabricar un aparato así en serie. Bueno, ¿qué le parece? ¿Quiere hacerlo?

Gerasimovich había vuelto su cara delgada y seca hacia las ventanas y no miraba al teniente general.

En el vocabulario de Oskolupov no existía la palabra "luctuoso", y por eso no pudo identificar la expresión del rostro de Gerasimovich, ni le preocupó poder hacerlo o no. Esperaba una respuesta y nada más.

Aquí estaba la respuesta al ruego de Natasha.

Gerasimovich vio su cara arrugada, sus lágrimas heladas y vidriosas.

Por primera vez en muchos años la posibilidad real, la inminencia, la calidez de un retorno a su hogar se agitaron en su corazón.

Bastaba con hacer lo mismo que Bobier: arreglárselas para que unos centenares de personas confiadas y estúpidas quedaran entre rejas, en lugar suyo.

—¿Y no podría seguir... con la televisión? – preguntó vacilante y

dificultosamente.

—¿Rehúsa? – preguntó Oskolupov, indignado y ceñudo. La cólera era una expresión que le resultaba fácil—. ¿Y por qué?

Todas las leyes de la cruel tierra de los zeks le decían a Gerasimovich que sería tan extraño sentir lástima con los prósperos, trabajadores, miopes, y no castigados, libres, como negarse a matar un cerdo para convertirlo en tocino. Los que estaban libres carecían del alma inmortal ganada por los prisioneros en su interminable cárcel. Usaban con estupidez, con mezquindad la libertad que se les concedía. Se ensuciaban con intrigas menudas, con actos viles.

Natasha era la única compañera de toda su vida, y esperaba que terminara su segunda sentencia. Estaba a punto de extinguirse y cuando la vida de ella se apagara la suya también terminaría.

—¿Mis razones? ¿Por qué me pregunta eso? No puedo hacerlo. No sería capaz de ocuparme del asunto —contestó a media voz, casi inaudible.

Yakonov, indiferente hasta ese momento, miró ahora a Gerasimovich con curiosidad. Otro caso a punto de volverse loco, sin duda. Pero también ahora debía prevalecer la ley universal: "lo más cerca de tu cuerpo es tu camisa".

—Se ha desacostumbrado del trabajo importante y por eso se siente tímido —trató de persuadirlo Oskolupov—. ¿Quién más podría hacerlo? Muy bien le daré tiempo para pensarlo.

Gerasimovich no contestó y apretó su manecilla contra la frente.

—Aunque no sé qué tiene qué pensar. Es su especialidad.

Podría haber seguido callado. Podría haberlos engañado. Podría haber aceptado y luego fallar, según la regla de los prisioneros. Pero se puso de pie. Miró con desprecio al patán gordo, de doble papada, estúpido, que llevaba el gorro de astrakán de un general.

—¡No, no es mi especialidad!.-dijo con voz clara y aguda—. ¡Mandar gente a la cárcel no es mi especialidad! ¡Yo no armo trampas para seres humanos! Basta con que nos hayan puesto presos a nosotros...


EN LA FUENTE DE LA CIENCIA



Por la mañana Rubín seguía obsesionado por la disputa con Sologdin. Se le ocurrían nuevos argumentos que no había empleado la noche anterior. Pero al trascurrir el día tuvo la suerte de poder sumergirse en su magna tarea y la controversia se borró de su mente.

Estaba trabajando en el tercer piso, en el tranquilo cuartito, supersecreto, provisto de pesadas cortinas en puerta y ventana, un viejo sofá y una gastada alfombra, todo hecho con materiales que absorbían los sonidos, aunque de todos modos casi no había ruidos. Rubín escuchaba las cintas magnetofónicas con los audífonos puestos, y Smolosidov no había hablado en todo el día, su cara grosera y picada de viruelas vuelta hosca hacia éste, tal como si se tratara de un enemigo y no de un camarada dedicado al mismo trabajo. A su vez, Rubin no prestaba atención a Smolosidov, excepto como a una máquina que servía para cambiar los cartuchos del grabador.

Por los audífonos Rubin escuchó una y otra vez la fatídica conversación, y luego las cinco muestras de voces de sospechosos, compiladas para él. A veces confiaba en sus oídos; otras, no les tenía fe y consultaba las líneas violetas de las huellas vocales. Los metros de papel excedían hasta la longitud del vasto escritorio y caían al suelo en tiras blancas, a izquierda y derecha. De vez en cuando tomaba su álbum de muestras de voces, algunas clasificadas por sonidos-fonemas– otras por "tono básico" de diversas voces masculinas. Con un lápiz rojo y azul, ya gastado en ambos extremos —le costaba decidirse a sacar punta a los lápices—, fue marcando en los trazados los puntos que le llamaban la atención.

Rubin estaba absorto en su trabajo. Sus ojos pardos y oscuros parecían de fuego. Su barba negra, larga y descuidada caía en mechones revueltos, y la ceniza gris de su pipa y cigarrillos yacía por doquier, incluso en las mangas de su guardapolvo manchado, con botones de menos, en la mesa, en los trazados de voces, en el álbum y en el sillón.

Estaba en pleno vuelo del alma, misterioso y nunca explicado por los fisiólogos. Olvidando su hígado, sus dolores de hipertenso, sintiéndose bien a pesar de la terrible noche pasada, sin hambre aunque desde anoche no había comido más que unas masitas en la fiesta de cumpleaños, sé remontaba muy alto en alas del espíritu y su aguda visión distinguía cada grano de arena, su memoria podía rescatar todo lo que había acumulado en ella.

Ni una vez preguntó la hora. Al llegar quiso abrir la ventana para compensar la falta de aire puro sufrida antes, pero Smolosidov objetó, ceñudo:

—No; estoy resfriado.

Rubin cedió. Ni una vez se había levantado de su silla en todo el día, ni siquiera para mirar por la ventana cómo la nieve se había ablandado, tornándose grisácea bajo el húmedo viento del oeste. No había oído llamar a Shikin, ni notado que Smolosidov no lo dejó entrar. Había visto ir y venir a Roitman como rodeado de niebla; aunque no se había dado vuelta, tuvo vaga conciencia del hecho. Ignoraba que hubiese sonado la campana del almuerzo y luego la del trabajo. El instinto del prisionero, que convierte al ritual de las comidas en algo sagrado, apenas vibró en él cuando Roitman lo sacudió por el hombro y le mostró una tortilla, ravioles y una compota, colocados en otra mesa. Sus fosas nasales se estremecieron y la sorpresa le alargó el rostro, pero ni aun entonces recobró plena conciencia de lo que lo rodeaba. Miró atónito esos manjares dignos de los dioses, cómo tratando de comprender qué hacían allí, cambió de asiento y empezó a comer con rapidez, sin gustar realmente lo que comía, preocupado sólo por volver al trabajo.

Aunque Rubin no diera todo su valor a lo que estaba comiendo, a Roitman le había costado mucho más que si lo hubiera pagado de su bolsillo. Había estado telefoneando durante dos horas, llamando a un lugar y a otro, para coordinar ese almuerzo: primero habló con la Sección de Equipos Técnicos Especiales, luego con el General Bulbaniuk, después con la administración de la cárcel, más tarde con la Sección de Suministros y, por fin, con el Teniente Coronel Klimentiev. Los funcionarios con quienes habló a su vez dieron su permiso a la oficina de contaduría y a otros funcionarios. La dificultad consistía en que las raciones habituales de Rubín eran de "tercera categoría" de los zeks, pero en vista de la importancia especial de su trabajo, Roitman trató de conseguirle comida de "primera categoría" durante unos días, así como una dieta especial. Terminado todo el trabajo de coordinación, las autoridades de la prisión empezaron a presentar objeciones de organización: la comida pedida no estaba en el depósito de la prisión; necesitaban una autorización para la paga suplementaria del cocinero, que, de otro modo, no prepararía un menú aparte.

Ahora Roitman, sentado frente a Rubín, lo observaba, no como un amo que espera el fruto del trabajo de su esclavo, sino con sonrisa acariciante, como mirando un niño grande, admirándolo y envidiando la inspiración de Rubin y esperando ansioso el momento de poder comprender el significado del trabajo, para ser capaz de compartirlo.

Mientras comía, Rubin volvió a darse cuenta de las cosas y su expresión, se suavizó. Por primera vez en el día sonrió.

—Hizo mal en darme todo esto, Adaán Veniaminovich. "Satur venter non studet libenter". El viajero debe llegar a destino antes de pensar en comer.

—¡Pero si hace horas que trabaja, Lev Grigorich! Después de todo, ya son las tres y cuarto.

—¿Qué? Yo creí que no eran ni las doce.

—¡Lev Grigorich! Me muero de curiosidad: ¿qué ha descubierto?

No era la orden de un superior. Habló con humildad, como temiendo que Rubin rehusara compartir sus hallazgos. Cuando Roitman desnudaba su alma podía volverse muy simpático, a pesar de su ingrato aspecto; sus gruesos labios nunca se cerraban del todo porque sus pólipos nasales le impedían respirar.

—Estoy en el principio, haciendo las primeras deducciones nada más, Adaán Veniaminovich.

—¿Qué deducciones?

—Son discutibles, pero hay algo segurísimo. La ciencia de la fonoscopía, nacida hoy, 26 de diciembre de 1949, posee un origen racional.

—¿No estará exagerando un poco? – advirtió Roitman. Deseaba tanto como Rubin que todo eso fuese cierto, pero con su experiencia en ciencias exactas sabía que el especialista en humanidades era capaz de permitir que su objetividad científica quedara sumergida por el entusiasmo.

—¿He exagerado alguna vez? – preguntó Rubín, casi ofendido, alisándose la revuelta barba– Casi dos años reuniendo material, tantos análisis del idioma ruso hablado por sonidos y sílabas, nuestro estudio de las huellas vocales, la clasificación de voces y de modas de hablar nacionales, regionales, individuales, todo lo que para Antón Nikolaievich era perder el tiempo —y usted mismo tuvo dudas más de una vez—, todo eso está dando frutos reales. Nerzhin también tendría que entrar en esto. ¿Qué le parece?

—Si la operación va bien, ¿por qué no? Pero por ahora tenemos que probar nuestra eficacia y triunfar en el primer trabajo que nos han dado.

—¡Nuestro primer trabajo! Eso cubre la mitad de toda esta ciencia. Vamos más despacio.

—Pero... ¿qué quiere decir con eso? ¿No entiende la urgente necesidad?...

—¡Como si pudiera evitar entenderlo! "Necesario" y "urgente" eran palabras que Levka Rubin, miembro del Komsomol, había oído toda su vida. En la década del treinta eran los supremos lugares comunes. No había acero, ni electricidad, ni pan, ni ropa... pero había "necesario" y "urgente". Se construyeron hornos, empezaron a funcionar plantas metalúrgicas y poco antes de la guerra, cómodo en su trabajo científico y literario, absorto en el lento siglo dieciocho, Rubin perdió contacto con la realidad. Pero el grito "urgente y necesario", quedó en su alma y malograba sus esfuerzos para terminar bien, aunque fuera un sólo trabajo, alguna vez.

La escasa luz diurna estaba desapareciendo. Encendieron la luz del cielorraso, se sentaron a la mesa de trabajo, examinaron las muestras vocales y subrayaron en azul y rojo los sonidos característicos, las uniones entre consonantes, las líneas de entonación. Todo lo hicieron juntos, sin prestar atención a Smolosidov, que tampoco había dejado el cuarto ni una sola vez y que ahora, sentado junto a la cinta magnética, la vigilaba como un ceñudo perro negro, la mirada fija en la nuca de los otros dos. Esa mirada pesada, implacable, les perforaba el cráneo como un clavo y les presionaba él cerebro. Así conseguía privarlos de ese factor tan difícil de definir, pero esencial: libertad, ausencia de presiones; era testigo de sus vacilaciones y seguiría presente cuando entregaran al jefe su entusiasta informe.

Como por turno, uno tendía a dudar y el otro a estar seguro; luego el primero se convencía y su colega empezaba a sentir dudas. Para Roitman sus conocimientos matemáticos eran un freno, pero su posición oficial lo espoleaba. El deseo desinteresado de ayuda al nacimiento de una ciencia nueva, y genuina obraba como fuerza moderadora, pero las lecciones de las Planes Quinquenales lo urgían a seguir adelante.

Ambos pensaban que les bastaba con las conversaciones de los cinco sospechosos. No pidieron cintas de los cuatro detenidos en la estación Arbat del subterráneo. De todos modos los habían apresado demasiado tarde. Tampoco pidieron escuchar las voces grabadas de los otros empleados del ministerio, prometidas por Bulbaniuk en caso de extrema necesidad. Rechazaron la hipótesis de que el hombre del teléfono no tuviese acceso a información de primera mano sobre Dobrumov: no podía ser un extraño contratado para hacer esa llamada.

¡Bastante difícil era ocuparse de esos cinco! Compararon con el oído las cinco voces con la del criminal. Compararon las cinco huellas con la del criminal, una línea violeta tras otra.

—¡Mire cuánto sacamos del análisis! – señaló Rubín con entusiasmo—. En la cinta oímos que al principio el criminal hablaba con voz fingida. ¿Pero qué cambio muestra el trazado? Sólo la intensidad de frecuencia: ¡el modo de hablar individual no cambia en lo más mínimo! Ese es nuestro principal descubrimiento: que existen modos, pautas o diseños vocales. Aunque el criminal cambiara de voz varias veces, no podría ocultar sus características específicas.

—Pero todavía sabemos poco sobre límites de modificación vocal —objeto Roitman—. Contando por microentonaciones, quizá. Los límites son muy amplios.

Era fácil dudar si la voz, oída era o no la misma, pero en los trazados las variaciones de frecuencia y amplitud mostraban diferencias claras y precisas. (La máquina que usaban era muy primitiva, capaz de discriminar sólo pocas frecuencias, y su índice de amplitud consistía en borrones ilegibles. Pero no había, sido pensada para un trabajo de tan vital importancia).

De los cinco sospechosos se podía eliminar a Zavarzin y Siagovity sin vacilar (siempre que la futura ciencia permitiese sacar conclusiones de una sola conversación). Tras algunas dudas, decidieron eliminar también a Petrov —Rubín, en su entusiasmo, ya lo había descartado desde el principio—. Pero las voces de Volodin y Shevronov se parecían a la del criminal en frecuencia básica de tono y tenían ciertos fonemas en común con ella: a, r, l y sh, siendo asimismo similares en el modo general de expresarse.

Ahí mismo, con esas voces similares, es cómo la ciencia de la fonoscopía debía haber sido perfeccionada, mejorando sus técnicas. Únicamente basándose en esas pequeñas diferencias podía llegarse alguna vez a un equipo más sensible. Rubín y Roitman se apoyaron en los respaldos de sus sillas con la satisfacción de inventores triunfantes. Imaginaron el sistema que algún día se adoptaría, similar a las huellas digitales: una completa audio-biblioteca, con la voz de toda persona que alguna vez hubiese estado bajo sospecha. Toda conversación criminal sería grabada, comparada y en seguida atraparían al culpable, como un ladrón que deja huellas en la puerta de la caja fuerte.

Pero en ese momento el edecán de Oskolupov abrió la puerta unos centímetros y les avisó que su jefe se acercaba.

Dejaron de soñar despiertos. La ciencia era la ciencia, pero ahora era necesario formular conclusiones generales y defenderlas ante el jefe de sección.

En realidad, Roitman creía que ya habían logrado mucho y, sabiendo que a los jefes no les gustan las hipótesis sino las certidumbres, cedió al deseo de Rubín y consintió en eliminar toda sospecha de la voz de Petrov, y en informar con firmeza al teniente general que sólo Shevronok y Volodin seguían en estudio, y que al día siguiente era necesario obtener más grabaciones de sus voces.

—En conjunto —dijo Roitman, pensativo– nosotros dos no debemos descuidar la psicología. Tenemos que imaginarnos qué clase de persona decidiría hacer una llamada así. ¿Qué motivos tendría? Y luego comparamos nuestras conclusiones con lo que sabemos de los sospechosos, haciendo las preguntas debidas para que en adelante a los fonoscopistas nos den, no sólo la voz y el apellido del sospechoso, sino datos concisos de su ambiente, ocupación, modo de vida y quizá toda una biografía. Me parece que, incluso, ahora podría hacer una especie de retrato psicológico de nuestro criminal.

Pero Rubín, que anoche mismo insistía ante Kondrashev-Ivanov en que el conocimiento objetivo no tiene contenido emocional, ya se inclinaba hacia uno de los dos sospechosos, y por ello protestó:

—Ya tomé en cuenta los factores psicológicos y parecerían indicar que el criminal es Volodin. En su conversación con su mujer se lo oye apagado, oprimido, incluso apático, todo lo cual sería típico de un criminal que teme ser descubierto. Y en las alegres tonterías dominicales de Shevronok no hay nada por el estilo. Pero no valdríamos nada si al principio basáramos nuestra opinión, no en los materiales objetivos de nuestra ciencia, sino en consideraciones exteriores. Ya tengo bastante experiencia en trabajos con huellas vocales, y tiene que creerme cuando le digo que innumerables signos indefinibles me dan la convicción absoluta de que Shevronok es el criminal. No tuvo tiempo de medir todas esas indicaciones en el trazado y traducirlas a términos numéricos por falta de tiempo —el filólogo nunca tenía tiempo para eso—. Pero si ahora me agarraran del cuello y me intimaran a mencionar un nombre, seguro de que es el criminal, nombraría a Shevronok casi sin vacilar.


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