Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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—¿No hay agua hervida? – preguntó el jefe que parecía un general. Muy bien, vamos a arreglar eso.
SIVKA – BURKA
Bobynin entró vestido con el mismo over-allazul. Era un hombre grande, su pelo rojo cortado a la manera de los convictos.
Demostró tanto interés en los muebles de la oficina como si fuese allí cien veces al día. Entró directamente y se sentó sin saludar al ministro. Se ubicó en uno de los confortables sillones cerca del escritorio de éste y se sonó la nariz deliberadamente en un, no-tan-blanco pañuelo; lavado por él mismo durante su último baño.
Abakumov, un tanto confundido por la frivolidad de Pryanchikov, a quien no tomó en serio, se regocijó que Bobynin fuese más imponente. No le gritó ¡párese! Al contrario, imaginando que no comprendía las diferencias de jerarquía y que no había adivinado, por la hilera de puertas, dónde estaba, le preguntó casi pacíficamente —¿Por qué se sentó sin permiso?
Bobynin, mirando de soslayo al ministro, seguía limpiándose la nariz con la ayuda de su pañuelo. Contestó con voz distraída. – Bueno, usted sabe, hay un proverbio chino: "Es mejor estar de pie que caminar, es mejor sentarse que estar de pie y lo mejor de todo es acostarse".
—Pero, ¿usted sabe quién soy yo?
Apoyando confortablemente los codos sobre los brazos de la silla elegida, Bobynin miró directamente a Abakumov y aventuró perezosamente una adivinanza: —Bueno, ¿quién? Alguien como el mariscal Goering?
—¿Cómo quién?
—El mariscal Goering. Una vez visitó la fábrica de aviación cerca de Halle, donde yo tenía que trabajar. Todos los generales locales caminaban en puntas de pie, pero yo ni siquiera miré en esa dirección. Él miró y miró y después siguió.
Algo semejante a una sonrisa se insinuó en la cara de Abakumov, pero frunció el ceño ante ese prisionero increíblemente descarado. La tensión lo hizo pestañear y preguntó:
—¿Cómo? ¿Usted no ve ninguna diferencia entre nosotros?
—¿Entre usted y él? o ¿entre nosotros!
La voz de Bobynin resonaba como un golpe sobre un hierro fundido.
—Entre nosotros dos, está bien claro: usted me necesita y yo no lo necesito a usted.
También Abakumov tenía una voz que podía sonar como un trueno, y sabía cómo usarla para intimidar a la gente. Pero en ese momento sintió que era inútil y hasta que podía resultar indigno el gritar. Comprendió que su prisionero no era fácil.
Le advirtió, – Oiga, recluso, no se desmande porque yo sea accesible con usted...
—Si hubiera sido usted rudo conmigo, ni siquiera le hubiera dirigido la palabra, ciudadano Ministro. Grite a sus coroneles y generales. Ellos tienen demasiado cosas que temen perder.
—En tal caso nosotros le hubiéramos hecho hablar.
—¡Se equivoca, ciudadano Ministro! Los duros ojos de Bobynin brillaron con odio. ¡No tengo nada, me entiende, nada! Usted no puede poner sus manos sobre mi mujer ni mi hijo, una bomba ya lo hizo antes. Mis padres están ya muertos. Todo cuanto poseo sobre la tierra es mi pañuelo, mi abrigo y mi ropa interior no tienen botones
—hizo la demostración descubriéndose el pecho– por orden del gobierno. Ustedes se han apoderado de mi libertad hace mucho, y no tienen poder para devolvérmela porque no la tienen ustedes tampoco. Tengo cuarenta y dos años, y ustedes me han encajado tanto como veinticinco. He estado ya en trabajos forzados, he llevado números en la frente y en el pecho, esposado, con perros de policía, en una brigada de régimen riguroso. ¿Qué otra cosa hay con la que puedan amenazarme? ¿De qué pueden privarme? ¿De mi trabajo como ingeniero? ¡Perderían más que yo! Me voy a fumar un rato.
Abakumov abrió una caja de Troikas especiales y se la tendió a Bobynin.
—Sírvase de éstos.
—¡Gracias!, pero no cambio de marca. Esos me hacen toser. – Y tomó un Belomor de su propia cigarrera.– Entienda de una vez, ustedes son poderosos en tanto que no le hayan quitado todoa la gente. Porque la persona a quien le hayan quitado todo, ya no está en poder de ustedes. Es libre otra vez.
Bobynin quedó callado, concentrado en el humo de su cigarrillo. Gozaba molestando al ministro, sentado en un asiento tan confortable. Sólo sentía haberse tenido que privarse del cigarrillo de lujo, para producir efecto.
El ministro revisó sus papeles. – Ingeniero Bobynin. ¿Es usted el ingeniero que maneja el interruptor?
—Sí.
—Le pido que me conteste con absoluta precisión: ¿cuándo estará listo para ser usado?
Bobynin alzó sus espesas cejas oscuras.
—¡Esto es algo nuevo! ¿No hay alguien más importante que yo para hacerle esta pregunta?
—Yo deseo saberlo por usted personalmente. ¿Estará listo para febrero?
—¿Para febrero? ¡Usted bromea! Si fuera cuestión de hacer a las cachetadas algo con gran apuro para arrepentirse después —bueno entonces– en medio año. Para una codificación exactamente ajustada, no tengo la menor idea. Tal vez un año.
Abakumov estaba aturdido. Recordaba, el temblor impaciente y enojado del bigote del "Amo", y se sentía enfermo, al rememorar la promesa que había hecho él, basado en lo que Sevastyanov había dicho. Tenía la penosa sensación de una persona que hubiese ido a curarse de un resfrío de cabeza y se encontraba con que tenía cáncer nasofaríngeo.
El ministro apoyó su cabeza en ambas manos y dijo con una voz constreñida, – Bobynin, le pido que pese cuidadosamente sus palabras. Si eso se puede apresurar ¿qué hay qué hacer?
—No se puede apresurar.
—¿Pero por qué? ¿Cuál es la razón? ¿A quién debe culparse? Dígamelo, ¡no tenga miedo! Dígame quién es el responsable, y no importa qué charreteras lleve: se las sacaré.
Bobynin miraba el cielorraso, donde jugueteaban las ninfas de la Compañía de Seguros "Rossiya".
—Si así resultan dos y medio a tres años, se indignaba el ministro —y ¡el término que les fue dado era de un año!
Bobynin estalló. – ¿Qué quiere decir dieron un término? ¿Qué se figura usted que es la ciencia? ¡Tú, corcel mago, constrúyeme un palacio por la mañana! y por la mañana se tiene el palacio. ¿Y qué, si el problema ha sido planteado incorrectamente de entrada? ¿Y qué, si un nuevo fenómeno se presenta? ¡Un término! No se le ocurre que además de dar órdenes, usted necesita gente calma, bien alimentada, y libre para hacer el trabajo, sin esta atmósfera de sospecha. Por ejemplo, arrastramos un pequeño torno de un lado a otro, y sucede de pronto que estando en nuestras manos o después, su base se rompe. ¡Sólo el diablo sabe porqué se rompe! Pero cuesta treinta rublos soldarla. Y el m... de torno es una pieza de ciento cincuenta años., no tiene motor, está impulsado por una polea, y por causa de este accidente el mayor Shikin, oficial de seguridad, ha estado investigando a cada uno e interrogándonos durante dos semanas buscando alguien a quien colgarle un segundo término por sabotaje. Esto es el oficial de seguridad del instituto, un parásito, y hay otro en la prisión y todo cuanto saben es sacar de quicio a la gente con sus informes y problemas. ¿Para qué diablos necesitamos todas estas oficinas de seguridad? Al final todos dicen que están trabajando en un teléfono secreto para Stalin, que Stalin personalmente está presionando para ello. Ni siquiera en una operación como ésta ustedes pueden asegurarnos un material suplementario. Faltan los condensadores necesarios, los tubos son de mala calidad o no tenemos suficientes oscilógrafos. ¡Qué miseria! ¡Qué vergüenza! ¿A quién hay que culpar? Y ¿piensan ustedes en la gente? Todos ellos trabajan doce y hasta dieciséis horas por día, y ustedes alimenten solamente a los ingenieros y jefes con carne y a los demás les dan los huesos que quedan. ¿Por qué no permiten a los condenados por el artículo 58 que los visiten sus familiares? Las visitas están fijadas una vez por mes, y ustedes sólo las permiten una vez al año. ¿Ayuda esto a la moral? ¿Tal vez no tengan suficientes coches celulares para trasportar a los prisioneros? ¿O plata para pagar a los guardias para que trabajen en sus días de salida? ¡El régimen! ¡El régimen! les perturbe las cabezas, el régimen los saca de quicio! El domingo se nos solía permitir pasear todo un día; ahora está prohibido. ¿Por qué? ¿Así se trabaja más? ¿Qué creen que hacen; juntan la crema sobre la m...? Hacer que la gente se sofoque por falta de aire fresco no hace andar más ligero las cosas. Pero ¿de qué sirve hablar? Ahí está usted, ¿por qué me convocó a la noche? ¿No hay bastante tiempo durante el día? Después de todo yo tengo que trabajar mañana. Necesito dormir. Bobynin se puso de pie, derecho, colérico, grande.
Resoplando pesadamente, Abakumov se tenía contra el borde del escritorio.
Era la una y veinte. Una hora después, a las dos y media, Abakumov debía presentar su informe a Stalin en su casa de Kuntsevo.
—Si este ingeniero dice la verdad, ¿cómo salir ahora del apuro?
Stalin no perdona...
Pero despachando a Bobynin se acordó de esta "troika de mentirosos" de la sección Técnica Especial. Una furia oscura le quemó los ojos.
Tocó el timbre para hacerlos volver.
EL ANIVERSARIO DEL "AMO"
El cuarto era pequeño y bajo. Tenía dos puertas y ninguna ventana, pero el aire era fresco y agradable. (Un ingeniero especial estaba a cargo de su circulación y pureza). La mayor parte de la habitación estaba ocupada por una otomana baja, oscura, con una almohada con flores. Dos luces gemelas con pantallas rosa pálido iluminaban desde la pared.
En la otomana estaba reclinado un hombre cuya efigie había sido esculpida en piedra, pintada al aceite, a la acuarela, al gouachey a la sepia; dibujado en carbonilla y cal; modelado en cemento, arena, cerámica, granos de trigo, granos de soya, esculpido en marfil, en el césped, bordado en alfombras, dibujado en el cielo por las escuadrillas de aviones en formación, fotografiado en el cinematógrafo... como ningún otro hombre lo fue durante los tres millones de año de la corteza terrestre.
Yacía allí con los pies en alto, calzado con suaves botas caucasianas semejantes a medias gruesas. Llevaba chaqueta de servicio con cuatro grandes bolsillos, dos sobre el pecho, dos a los lados; una de las tantas chaquetas viejas que él Había usado durante la guerra civil y que cambió por el uniforme de mariscal solamente después de Stalingrado.
El nombre de este hombre llenaba los diarios del mundo, pregonado por millares de locutores en ciento de lenguajes, voceado por los oradores al comienzo y al final de los discursos, vociferado por las tiernas voces de los "pioneros" y proclamado obligatoriamente por arzobispos. El nombre de este hombre ardía en los labios resecos de los prisioneros de guerra, en las encías hinchadas de los reclusos de los campos de concentración. Se le había dado a multitud de ciudades y barrios, calles y boulevares, universidades, escuelas, sanatorios, cadenas de montañas, canales, fábricas, minas, estados y granjas colectivas, barcos, rompehielos, barcos pesqueros, talleres de zapateros, casas-cunas —un grupo de periodistas de Moscú había propuesto que se le diese también al Volga y a la Luna.
Y era solamente un pequeño viejo con un disecado doble mentón, (que nunca se mostraba en sus retratos), una boca a través de la cual se filtraba el olor de la hoja de tabaco turco, y dedos grasosos que dejaban su marca sobre los libros. No se había sentido demasiado bien ayer ni hoy. A pesar del aire tibio, sentía escalofríos en la espalda, y se cubría con una manta de pelo de camello.
No tenía prisa por ir a ninguna parte, y hojeaba con gran satisfacción un pequeño libro encuadernado en color marrón. Miraba las fotografías con interés y aquí y allí leía el texto, que casi conocía de memoria; pasaba y daba vuelta las páginas. El libro se prestaba a ello pues cabía en un bolsillo del sobretodo. Podía acompañar a la gente a todas partes. Tenía doscientas cincuenta páginas, impreso en grandes letras, de tal manera, que aun una persona vieja y a medias letrada pudiese leer sin esfuerzo. Su título estaba impreso en oro: Iosif Vissarionovich Stalin: pequeña biografía.
Las honestas y elementales palabras del libro actuaban sobre el corazón humano con serenidad inevitable: Su genio estratégico, su videncia genial. Su poderosa voluntad. Su voluntad de acero. Desde 1918 en que llegó prácticamente a convertirse en reemplazante de Lenin. (Si, si, de tal manera habían sucedido las cosas). El jefe de la revolución encontró en el frente de batalla confusión e incertidumbre. Las indicaciones de Stalin formaron la base del plan operativo "Frunse"... (cierto, cierto) Fue nuestra gran suerte que en los días difíciles de la Guerra Patria hubiésemos sido comandados por la sabiduría de un líder experimentado —El Gran Stalin– (No cabe duda de que fuimos afortunados). Todo se hizo pedazos contra el poder de la lógica de Stalin, la claridad de cristal de su mente. (Sin falsa modestia, esto era la verdad). Su amor por el pueblo. Su sensibilidad para los otros. Su rechazo a toda pomposidad. Su sorprendente modestia. (Modestia —si– también esto era verdad). Muy bien. Dicen que este librito se vende muy bien. Se habían impreso cinco millones de ejemplares de esta segunda edición, algo poco para este país muy poblado. La tercera edición sería de diez millones, quizá de veinte. Se vendería directamente en las fábricas, escuelas, granjas colectivas.
Sintió algo de náuseas, puso el libro a un lado, tomó una fruta pelada de feijúade una mesa redonda y la mordió. Al chuparla la náusea desapareció y un sabor agradable con algo de iodeína le quedó ten la boca.
Se dio cuenta, pero tuvo miedo de admitirlo, que su salud empeoraba y empeoraba cada mes. Tenía lagunas en la memoria. La náusea lo atormentaba constantemente. No sentía un dolor fijo, pero horas de debilidad desagradable lo ataban a su cama. Ni siquiera el sueño ayudaba; se despertaba apenas refrescaba y casi exhausto, con la misma presión en la cabeza, que cuando estaba recostado, sin deseos de moverse.
¡En el Cáucaso un hombre de setenta era todavía joven! ¡Sobre la montaña, sobre el caballo, sobre una mujer! ¡Y él había sido tan sano! ¡...tan sano!... ¡Había estado seguro de vivir hasta los noventa! ¿Qué le había ocurrido? En los últimos años Stalin no podía gozar de su mayor placer en la vida, la buena comida. El jugo de naranja le ponía la boca rara, el caviar le daba dentera, y comía con torpe indiferencia hasta el cordero de Georgia con especias, que le era prohibido. No conseguía tampoco el antiguo placer del vino, sus proezas terminaban en opacas jaquecas. Hasta el pensamiento en mujeres le era repugnante.
Habiéndose establecido a sí mismo un límite de vida a los noventa, Stalin pensó tristemente en el hecho de que aquellos años no le aportarían ningún gozo personal, sino que simplemente debería padecer otros veinte años en nombre de la humanidad.
Un médico se lo había prevenido... (fue fusilado luego). Los estetoscopios temblaban en las manos de los más famosos médicos de Moscú. Nadie le prescribía inyecciones. (Él mismo había ordenado que se suprimiesen las inyecciones). Electroterapia de alta frecuencia y "mucha fruta". ¡Hablarle a un hombre del Cáucaso acerca de fruta! Mordió de nuevo y entrecerró los ojos.
Hacía tres días que había sido su glorioso septuagésimo quinto aniversario. Lo había celebrado en secuencias. La tarde del día veinte Traicho Kostov había sido golpeado a muerte. Los festejos no pudieron comenzar realmente sino cuando sus ojos de perro se volvieron vidriosos. El veintiuno fueron las ceremonias de la celebración en el teatro Bolshoi, y Mao Tse-Tung, Ibarruri y otros camaradas hablaron. A esto siguió un gran banquete. Después hubo otro más íntimo. Se bebieron viejos vinos de bodegas españolas. Debió beber con cautela, y todo el tiempo se pasó escudriñando la sorna en los rostros enrojecidos en torno suyo. Después, él y Lavrenty bebieron vino de Kakhetinskoye y cantaron cantos de Georgia. El veintidós hubo una gran recepción diplomática. El veintitrés se vio a sí mismo retratado en la pantalla en la segunda parte de La batalla de Stalin, de Virta y en el "Inolvidable 1919"de Vishnevsky.
Aunque lo aburrían, le gustaban mucho ambos trabajos. (Un premio Stalin para los dos). En la actualidad su papel en la Guerra Civil así como en la Gran Guerra era descripto más seguidamente y con más agudeza. Se veía claramente qué gran hombre era ya entonces. Su propia memoria le decía cuan a menudo había él contenido y corregido el arrebato y la excesiva confianza de Lenin. Vishnevsky había estado bien poniendo en su boca: "Cada trabajador tiene derecho de decir lo que piensa. Algún día pondremos este párrafo en la Constitución". ¿Qué quería decir? Quería decir que mientras defendía Petrogrado de Yudenich, Stalin ya pensaba acerca de una constitución democrática futura. En aquel tiempo esto se llamaba "la dictadura del proletariado", pero eso no tenía importancia, ¡era verdad, era fuerte!
Aquella noche con el Amigo, en el escenario de Virta, estaba bien escrita. Aun cuando un tal Amigo leal no le quedase a Stalin, por la perfidia y constante insinceridad del pueblo. (Además, nunca en toda su vida había tenido ese Amigo. ¡Tal como las cosas habían sucedido, nunca lo hubo!). Pero mirando la escena de Virta en la pantalla, Stalin había sentido contraérsele la garganta y subírsele las lágrimas a los ojos (¡que gran artista!) pensando toda la noche en ese recto, generoso amigo, al que podía trasmitirle cuanto pensaba.
No había que preocuparse. El pueblo por lo común ama a su Líder, lo comprende y lo ama, esto era verdad. Tanto más, que pudo verlo en los diarios y en el cine, y a través del despliegue de obsequios. Su cumpleaños se había convertido en una fecha nacional, y hacía bien saberlo. ¡Cuántos saludos habían llegado! De instituciones, fábricas, organizaciones, ciudadanos. Pravdale había pedido autorización para publicar dos columnas en cada ocasión. Bien podía estirarlo por varios años, lo que no era una mala idea. Los regalos habían cubierto diez salas del Museo de la Revolución. Para no privar de su vista a los moscovitas durante las horas del día, Stalin fue a verlos por la noche. La obra de miles y miles de maestros grabadores, los objetos más finos sobre la tierra, se alineaban recostados, parados o colgados delante de él. Pero allí también sintió la misma indiferencia, la misma falta de interés. ¿Qué podían importarle todos esos obsequios? Pronto se sintió harto. Además, el lugar mismo despertó algo desagradable en su memoria, como ocurría a menudo últimamente sin que pudiera alejarlo, ni asirlo; de lo único que estaba consciente era de su sensación amarga. Recorrió los tres salones y no eligió nada. Se detuvo delante del gran equipo de TV que tenía grabadas las palabras: "Al Gran Stalin, de los Chequistas" (Realizado en Mavrino, era único, el mayor equipo de televisión fabricado en U.R.S.S.) Entonces se dio vuelta y salió.
De este modo había trascurrido el ilustre cumpleaños, pero no había habido sentimiento de plenitud en la celebración.
Algo dentro del pecho turbaba a Stalin, algo qué tenía que ver con el Museo, sin que pudiera aclarar qué era.
El pueblo lo amaba, era verdad, pero el pueblo mismo tenía muchos defectos. ¿Cómo podía corregirse esto? ¡Cuánto más rápido hubiera podido ser construido el comunismo de no ser por, los desalmados burócratas! ¡De los dignatarios presuntuosos...! De no ser la debilidad en la organización de adoctrinamiento de las masas. Por la "marcha a la deriva" en la educación del Partido. Por el ritmo flojo de la construcción, las demoras en la producción, la mala calidad de los productos de fabricación masiva, los malos planeamientos, la apatía por la introducción de nuevas técnicas y equipos, el rechazo de la gente joven a iniciarse en las áreas distantes, las pérdidas de granos en el campo, el desperdicio de los aprovisionamientos, los robos en los almacenes balanceados por los encargados, los sabotajes de los prisioneros, la liberalidad de la policía, el abuso en la caja de construcción, la insolencia de los especuladores, los rezongos de las amas de casa, la corrupción de los niños, la charlatanería en los tranvías, la estrechez de criterio en la "crítica" literaria, las tendencias retorcidas en la cinematografía.
No, el pueblo era todavía demasiado deficiente.
¿Qué lo había hecho retroceder en el 41? ¡Al fin de cuentas, se le había ordenado mantenerse hasta morir! ¿Por qué no lo hizo? ¿Quién retrocedió entonces si no fue el pueblo?
Al recordar 1941, Stalin no podía evitar hacer memoria de su propia debilidad, su rápida e innecesaria salida de Moscú en octubre. No había huido, desde luego. Porque al partir dejó hombres responsables, dándoles orden absoluta de defender la capital hasta la última gota de sangre. Desgraciadamente aquellos verdaderos camaradas fallaron, y él mismo debió regresar de nuevo, a defender la capital por sí mismo.
Por lo tanto, envió a prisión a cada uno de los que se acordaban del pánico del 16 de octubre. Pero se castigó él también, además, firme en el desfile de la parada militar de noviembre.
Aquel momento de su vida fue como cuando cayó en un pozo de hielo durante su exilio en Turukhanask: hielo y desesperación, pero una vez fuera, hielo y desesperación se habían convertido en fuerza. No era una broma realizar un desfile militar con el enemigo a las puertas.
¿Pero era fácil acaso ser el Más Grande entre los Grandes?
Exhausto por la inacción, involuntariamente Stalin caía en pensamientos depresivos. No prestaba la menor atención a nada en ese particular momento.
Cerró los ojos, y quedó tendido, en tanto que recuerdos inconexos de su vida pasada le volvían a la cabeza. Por alguna razón ignorada, además, no era los buenos sino los malos y deprimentes. Si se acordaba de su lugar de nacimiento, Gori, no eran las hermosas colinas verdes ni las orillas del Medzhuda y del Liakhva, sino lo que había odiado allí, lo que le había impedido regresar, así fuera por una hora siquiera al hogar. Si volvía su pensamiento a 1917, era para recordar cómo apareció Lenin con sus tercas doctrinas, y volver a oír lo que había sucedido, su risa cuando Stalin le propuso formar un partido legal para vivir en paz con el gobierno Provisional. Más de una vez se habían reído de él, pero ¿por qué era la práctica de siempre descargar todo cuanto era difícil y receloso sobre él? Se reían de él pero el 6 de julio fue a él y no a otro, a quien enviaron del palacio de Kshesinskaya a la Fortaleza de Petropavlovsk para que convenciera a los marineros a que rindieran la fortaleza a Kerensky y se retiraran a Kronstad Grisha Zanoviev habría sido apedreado por aquéllos. Había que saber cómo hablar al pueblo ruso. Recordaba 1920, de nuevo, cómo Tuthachevsky, apretando los labios había gritado que era por culpa de Stalin que no se había tomado Warsaw. Pronto dejó de gritar el mocoso...
Nunca en su vida las cosas habían sido fáciles. Nunca había podido trabajar porque siempre le habían salido gentes que lo interfirieron.
Cuando alguien era quitado de en medio, otro venía a tomar su lugar.
Oyó cuatro débiles golpes en la puerta, ni siquiera golpes, apenas un suave roce, como si un perro la rasguñara.
Stalin movió el pestillo junto a su cama, el control remoto de la cerradura giró y la puerta sin cortinas se abrió apenas. Carecía de cortina pues Stalin no gustaba de cortinados, tapicerías, ni de nada donde alguien pudiera esconderse. Se abrió lo suficiente, sin embargo, como para dejar pasar un perro; pero en lugar de éste, en la parte superior apareció la joven cabeza rapada de Poskrebyshev, con su permanente expresión de honesta devoción y de absoluta complicidad.
Preocupado por la salud del Amo, observó a Stalin echado y cubierto a medias por la manta de pelo de camello, pero no le preguntó directamente por su salud (Se pretendía que era excelente). Dijo reposadamente: —Los Sarionich, Abakumov estará aquí a las dos y media. ¿Lo quiere recibir? ¿O no?
Iosif Vissarionovich desabotonó su bolsillo y sacó su reloj con cadena. (Como la gente antigua de pueblo, no usaba reloj pulsera).
No eran todavía las dos de la mañana.
No se sentía con ánimo como para cambiarse de ropa e ir a su oficina. Pero tampoco podía relajar la disciplina. Si aflojaba las riendas por poco que fuera, ellos se darían cuenta inmediatamente.
—Veremos, – contestó débilmente y con desgano—. No sé.
—Bien, dejémoslo venir. ¡Puede esperar! – dijo Poskrebyshev y asintió tres veces más. (Enfatizando su aparente puerilidad afirmaba su posición.) Después echó una nueva ojeada sobre su Amo con más atención—. ¿Qué ordena usted, los Sarionich?
Stalin miró con tristeza a aquella criatura, que ¡ay de él! no podía ser un amigo tampoco, a causa de su evidente obsecuencia.
—Veté ahora, Sashka, – le dijo entre los bigotes.
Poskrebyshev asintió una vez más, sacó su cabeza y cerró la puerta con cuidado.
Iosif Vissarionovich colocó el pestillo de control remoto en su lugar y, recogiendo la manta en torno de él, se volvió del otro lado.
Entonces vio en la mesa baja junto a la otomana, un libro en una edición barata con tapa en rojo y negro.
Inmediatamente recordó lo que tenía escondido dentro del pecho, lo que lo quemaba, lo que le había echado a perder su cumpleaños: la persona que interfería todavía y que no podía ser abatida —¡Tito, Tito!
¿Qué había sucedido? ¿Cómo había podido equivocarse con esa alma de escorpión? ¡Los años 1936 y 1937 habían sido tan gloriosos! ¡Tantas cabezas hasta entonces intocables habían caído y él había dejado escapar de sus manos a Tito!
Con un gruñido Stalin sacó la pierna fuera del lecho. Se sentó y se llevó las manos a su hirsuta, agrisada cabeza, donde podía verse el comienzo de la calvicie. Frustración, humillación de vejaciones pasadas se apoderaron de él. Como un héroe legendario. Stalin se había pasado toda su vida cortando las cabezas siempre crecientes de la hidra. Había dado cuenta de una montaña de enemigos durante su vida. Y tropezó en una raíz.
Iosif había tropezado en Iosif.
Kerensky, que todavía vivía en alguna parte, no molestaba a Stalin en lo más mínimo. Por otra parte por lo que hacía a Stalin, Nicolás II o Kolcha podían volver de sus tumbas —no sentía ninguna enemistad personal contra ellos– eran abiertamente sus enemigos, no andaban dando vueltas en torno para ofrecer ningún socialismo propio, nuevo y mejor.
¿Un socialismo mejor? ¿De otra manera que el de Stalin? ¡Moco de pavo! ¿Quién podía construir un socialismo sin Stalin?
No era cuestión de que Tito tuviese éxito. Nada podía salir de lo que estaba haciendo de cualquier manera. Stalin miraba a Tito del modo con que un viejo médico de campaña, que ha destripado incontables estómagos, cortado innumerables miembros, en grutas sin chimeneas a en planchas a lo largo de corredores, mira al pequeño médico interno con guardapolvo blanco.
Las obras compiladas de Lenin habían sido cambiadas tres veces y aquella del fundador dos. Hacía mucho que dormían todos los que habían disentido, mencionados en viejas notas al pie, los que habían pensado en construir un socialismo de otro modo. Y entonces, hasta cuando ni en la selva del norte podían oírse críticas ni dudas, Tito hizo su aparición detrás del maderamen con su teólogo-dogmático Kardel, para declarar que las cosas debían ser hechas de manera diferente.
Entonces y allí, Stalin se dio cuenta que su corazón golpeaba más ligero, que su vista había disminuido, que sentía desagradables espasmos en su cuerpo.
El ritmo de su respiración se alteró. Se frotó la cara y se tiró de los bigotes. No podía rendirse. Si lo hacía, Tito le arrebataría toda paz, lo que le quedaba de apetito, su último sueño.
Cuando sus ojos se despejaron, una vez más se dio cuenta del libro rojo y negro. El libro no tenía la culpa; Stalin lo alcanzó con satisfacción, colocó la almohada detrás de su cuerpo y se reclinó a medias de nuevo.
Era una copia de la edición multimillonaria preparada en diez idiomas europeos de Tito, el Mariscal traidorpor Renaud de Jouvenel (Un autor aparentemente fuera de la lucha, un francés objetivo y con un nombre aristocrático, además). Stalin ya había leído cuidadosamente el libro hacía algunos días, pero como todo libro que agrada, no quería dejarlo. ¡Cuántos ojos se abrirían sobre ese ególatra, cruel, cobarde, pérfido, horrible tirano! ¡Ese abominable traidor! Hasta los comunistas del Oeste habían sido confundidos por él. ¡Hasta ese viejo tonto francés de André Marty —hasta él– tendrá que ser echado del Partido por defender a Tito!
Ojeó el libro por encima. Sí, ahí lo tenía. Ahora el pueblo no podría seguir glorificando a Tito como un héroe: el cobarde, por dos veces había querido rendirse a los alemanes, pero el jefe del Estado Mayor, Arso Jovanovich, lo había obligado a permanecer como Comandante en Jefe. El noble Arso fue muerto, y Petrichevich, también: "Muerto sólo por amor a Stalin". Siempre alguien mataba lo mejor del pueblo, y con lo peor tenía que acabar Stalin.
Todo estaba allí, todo, que Tito era aparentemente un espía británico, que se sentía orgulloso de su ropa interior con una corona real bordada en ella; cuan repulsivo era físicamente, semejante a Goering, recamado de condecoraciones, luciendo en sus gordos dedos el anillo con el diamante firmado. (¡Cuánta vanidad patética! – alguien totalmente desprovisto de las dotes militares de un conductor).
Era un libro objetivo, importante. ¿No tenía Tito cierta aberración sexual? Sobre eso también debía escribirse.
"El Partido Comunista yugoeslavo es un puñado de asesinos y de espías". "Tito pudo llegar al poder solamente porque lo apoyaron Bela Kun y Traicho Kostov".
¡Kostov! De qué manera ese nombre podría enfurecer a Stalin. La ira le hizo subir la sangre a la cabeza, golpear fuerte con sus botas en el hocico de ese sanguinario. Las cejas grisáceas de Stalin temblaron con un sentimiento de justicia satisfecha.
¡El maldito Kostov, el inmundo bastardo!
¡Es sorprendente cómo retrospectivamente las intrigas de estos miserables se volvían claras!
¡Qué astutamente se habían disfrazado! A Bela Kun lo liquidaron en 1937: pero todavía hace diez días, Kostov difamaba una carta socialista. ¡Cuántos procesos había conducido con éxito Stalin, cuántos enemigos había obligado a rebajarse y confesar todos sus despreciables crímenes! ¡y venía a fracasar en el caso de Kostov! ¡Una desgracia a través del mundo! ¡Con que negra habilidad, había despistado la experiencia de los jueces de instrucción a cuyos pies, se arrastraba para llegar a la sesión pública, y entonces en presencia de los corresponsales extranjeros, repudiarlo todo! ¿Qué había sido de la decencia? ¿Y de la conciencia del Partido? ¿Y de la solidaridad proletaria? ¡Muerto, es verdad, pero después de todo, de qué nos valió su muerte!