Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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—¿Como qué por ejemplo? – Lansky miró a Clara con curiosidad sonriente. No se había equivocado a su respecto. Y él pensaba: esta muchacha quizás no impresione por su apariencia, pero nunca te aburrirás con ella—. ¿Como ser qué?
Clara, tratando de no revelar el secreto de estado y el secreto de su compasión por esta gente le manifestó que ella estaba trabajando con prisioneros que habían sido descriptos como los perros del imperialismo, pero bastaba conocerlos para saber que eran otra cosa muy distinta y mucho mejor. Y una pregunta seguía molestándola y dejó que Lansky la contestara: ¿había inocentes entre ellos o no?
Lansky la escuchó atentamente y contestó con calma: —Por supuesto, los hay. Eso es inevitable en cualquier sistema penal.
—Pero Alexei, eso significa que hacen lo que quieren. Y eso es terrible. Con tierno cuidado, Lansky puso su mano rosada y de dedos largos, sobre el puño de Clara que reposaba sobre el terciopelo rojo.
—No —dijo suave pero convincentemente—, no hacen todo lo que quieren. ¿Quién quiere algo? ¿Quién hace algo? Historias; para ti y para mí alguna vez parece terrible, pero, Clara, es hora de acostumbrarse al hecho de que hay una ley de los grandes números. Y cuanto mayor es la meta de un acontecimiento histórico, mayores las probabilidades del error individual, sea judicial, táctico, ideológico o económico. Nosotros agarramos el proceso sólo en sus bases, en sus formas determinadas, y la cosa esencial es estar convencidos de que el proceso es inevitable y necesario. Sí, alguna vez alguien sufre. No siempre merecido. ¿Qué hay de esos muertos en el frente? ¿Y de esos que murieron sin sentido en el terremoto de Ashkhabad? ¿Y las fatalidades del tránsito? En cuanto el tránsito crece, también lo hace el número de víctimas. La sabiduría yace en aceptar el proceso como se desarrolla, con sus inevitables peldaños de víctimas. Pero Clara meneó la cabeza indignada.
—¿Peldaños? – exclamó como un susurro mientras la campana había llamado ya dos veces y la gente estaba volviendo a entrar en el hall—. La ley de los grandes números debería ser ensayada en ti. Todo va bien para ti y todo lo dices muy suavemente, pero ¿no ves que no todo es como lo describes?
—¿Significas que somos hipócritas? – Lansky contraatacó, pues le encantaba discutir.
—No, no digo eso. – La tercera campana sonaba, las luces se apagaban. Con una urgencia femenina de tener la última palabra, Clara susurró rápido en sus orejas—: Tú eres sincero, pero siempre que no se modifiquen tus puntos de vista y esquivas hablar con gente que piense diferente. Eliges tus pensamientos de gente que piensa como tú, de libros escritos por gente como tú. En física eso se llama "resonancia" —se apuró a acabar, justo cuando el telón comenzaba a levantarse—.
Comienzas con opiniones modestas, pero se engarzan y llegas a construir una escala...
Cayó en silencio, lamentando su incomprensible pasión. Había arruinado todo el tercer acto para Lansky como para sí misma.
Cómo suele suceder, la actriz Royek en el tercer acto actuó con claridad meridiana en el papel de hija de Vassa y comenzó a elevar la actuación hasta sus cúspides.
Clara misma falló en darse cuenta que estaba interesada no abstractamente en cierta persona inocente cualquiera que hacía tiempo estaba probablemente trabajando en el Ártico, sino concretamente en el joven especialista del vacío, de ojos azules, con color oro en sus mejillas aun un muchacho, a pesar de sus veintitrés años. Desde el primer encuentro su mirada había revelado su fascinación por Clara, una inconcebible y gozosa fascinación distinta a todo lo que ella había conocido hasta entonces entre sus admiradores de Moscú. Clara no entendió que sus seguidores que vivían en libertad estaban rodeados de mujeres, veían a muchas más bellas que ella, y conocían sus propios valores, mientras que Ruska había venido de un campo donde por dos años no había oído el taconeo de un tobillo femenino y Clara, como Támara anteriormente, le había parecido un milagro increíble.
Pero aun en la reclusión de la sharashkaesa fascinación con Clara no lo obsedía totalmente. Casi todas las noches, bajo las luces eléctricas en el laboratorio oscuro a medias, su juventud vivía su propia plenitud y rápida vida. En ocasiones, escondiéndose de los patrones, construía algo. Estaba estudiando secretamente inglés durante las horas de trabajo. Ahora estaba llamando a sus amigos en los otros laboratorios y urgiéndolos para que lo encontrasen en el corredor. Siempre se movía impetuosamente y siempre, en cada momento, especialmente en ese momento particular, parecía intensamente absorbido en algo supremanente interesante. Y su fascinación por Clara era, precisamente, uno de esos momentos de intensa preocupación interesante.
En toda su actividad no dejaba de preocuparse de su apariencia personal. En el cuello de su mameluco, bajo su corbata multicolor, siempre se veía algo impecable de lino blanco. Clara no sabía que esa era una pechera, otra invención de Rostislav y consistía en una trigésima segunda parte de una sábana del gobierno.
La gente joven que Clara había conocido en libertad siempre había logrado crédito en cargos oficiales, se habían vestido bien, movían y conversaban circunspectos, como para no hacerse notar demasiado. Con Ruska, Clara sintió que se rejuvenecía, y que ella también deseaba ser despreocupada. Secretamente lo veía con creciente simpatía. No creía que él y el amable Zemelya fuesen esos perros peligrosos contra quienes le habían advertido. Deseaba saber más de Ruska, de los hechos malignos por los que había sido castigado, y si tenía una larga condena que servir. Era claro que no estaba casado. No podía dedicarse a preguntarle las otras cuestiones; imaginaba que debían ser muy penosas desde que le recordarían su abominable pasado que quería olvidar para reformarse.
Pasaron dos meses más. Clara se había acostumbrado a todos ellos. A menudo hablaban en su presencia de toda suerte de tonterías que nada tenían que ver con el trabajo. Ruska esperaba esos momentos durante el período de trabajo nocturno, durante la cena de los presos, cuando Clara estaba sola en el laboratorio. Y siempre, invariablemente, empezaba a hablarle a veces con la excusa que había dejado sus cosas sin hacer, para trabajar con tranquilidad, a solas con ella.
Durante esas noches Clara olvidaba todas las advertencias del oficial de seguridad.
La última noche, de alguna manera, esa intensa conversación había, como un flujo, borrado las barreras convencionales entre ellos.
La juventud no tiene un pasado abominable que eliminar. Tiene sólo una juventud que ha sido destrozada sin ninguna razón y una sed apasionada de aprender y explorar.
El había vivido con su madre en una ciudad cerca de Moscú. Apenas había concluido sus estudios superiores cuando los americanos de la embajada alquilaron una casa en su ciudad. Ruska y sus camaradas eran lo suficientemente descuidados —y también curiosos– como para ir a pescar un par de veces con ellos. Todo había ido aparentemente bien, Ruska entró en la universidad de Moscú, pero lo arrestaron en septiembre. Lo tomaron, secretamente en el camino, de modo que su madre no tuvo idea de dónde había desaparecido. (Ruska explicó a Clara que siempre trataban de arrestar a una persona de manera que no pudiese esconder nada de lo que llevase, y no pudiera dar a nadie una señal o palabra clave). (Lo pusieron en Lubyanka. Clara ni siquiera había escuchado el nombre de esa prisión hasta que llegó a Mavrino). Comenzaron los interrogatorios. Querían que confesara las indicaciones que había recibido del Servicio de Inteligencia norteamericano. ¿De qué departamento secreto debía dar información? Ruska era, en sus propias palabras, simplemente un tornero y tardó en comprender y luego lloró. Después sucedió repentinamente un milagro. Ruska fue dejado en libertad, que nadie había nunca alcanzado.
Era en 1945.
Y allí había acabado su historia el día anterior. Toda la noche Clara estuvo obsesa por el relato que él había comenzado. Al día siguiente, olvidándose de los más elementales reglamentos de seguridad y aun los límites de la propiedad, ella se había sentado al lado de Ruska y su bomba murmurante y había reiniciado su conversación.
Para el almuerzo eran amigos, como niños que tomasen mordiscos por turno de una gran manzana. Hasta les parecía extraño, ya que por tantos meses no habían dicho nada. Apenas podían expresar los pensamientos que los llenaban. Interrumpiéndola en su impaciencia por hablar, él había tocado sus manos, y ella no vio nada de malo en eso. Cuando todos salieron a almorzar, dejándolos solos, repentinamente existió un nuevo sentido en el roce de un hombro o en el toque de una mano, y Clara vio sus claros ojos azules deleitándose, en ella.
Ruska, con una voz que escasamente pasaba sus labios, dijo: —Clara, ¿quién sabe cuándo volveremos a estar sentados así? Para mí es un milagro. No lo creo; la adoro. Estoy preparado para morir aquí, ahora—. (Apretó y acarició sus manos). – Clara, quizás estoy destinado a perder mi vida en prisiones. Hazme feliz, para que dondequiera que esté pueda recordar este momento. ¡Sólo una vez déjame besarte!
Clara se sintió como una diosa que hubiera descendido a la tierra hasta un prisionero. No fue un beso común. Ruska la atrajo hacia sí y la besó con violencia, con el beso de un presidiario torturado por las privaciones. Y ella le respondió.
Quiso besarla otra vez, pero Clara se apartó, aturdida y temblorosa.
—Vete, por favor —dijo. Él vaciló.
—¡Vete por ahora!-ordenó Clara.
Él obedeció. En la puerta se volvió hacia Clara suplicante, lastimosamente, y luego dejó el cuarto. Pronto volvieron todos de almorzar. Clara no se atrevía a mirar a Ruska ni a nadie más. Tenía por dentro un ardiente sentimiento, pero no era vergüenza. Con todo, si era felicidad, no era una felicidad tranquila.
Entonces oyó que les sería permitido a los prisioneros tener un árbol de Año Nuevo.
Permaneció sentada y quieta durante tres horas, moviendo sólo sus dedos; tejía una canastilla de alambres vinílicos coloreados, regalo para el árbol de Año Nuevo.
Iván, el soplador de vidrio, volviendo de su visita, sopló dos graciosos demonios de cristal que parecían llevar fusiles, urdió una jaula con varillas de vidrio, y dentro de ella, con un hilo plateado, colgó una luna de vidrio que hacía un triste retintín.
EL CASTILLO DEL SANTO GRAAL
Durante la mitad del día un cielo bajo y oscuro cubrió Moscú. No hacía frío, pero antes de la hora del almuerzo, cuando los siete prisioneros que volvían salieron del ómnibus azul de ejercicios de la sharashka, los primeros copos impacientes volaban.
Justamente uno de esos copos de nieve, una estrella de seis puntas, cayó en la manga del viejo capote militar de Nerzhin, que se había vuelto de color marrón herrumbroso. Se detuvo en el medio del patio y aspiró el aire.
El teniente primero Shusterman, que estaba presente, le advirtió que no era hora de ejercicios y que debía entrar.
No quería entrar. No quería contarle a nadie su visita de hecho, no podía. No quería compartirla con ninguno ni darle a nadie participación en ella. No quería hablar ni escuchar a otros. Quería estar solo y revivir despacio todo lo que había traído consigo, antes de que se desintegrase, antes de que se convirtiera simplemente en un recuerdo.
Pero la soledad era precisamente lo que faltaba en la sharashka, como ocurría en todos los campos.
Entrando al edificio para los presos había una puerta especial, una rampa de madera llevaba a un corredor del sótano. Nerzhin se detuvo y consideró dónde podría ir.
Entonces pensó en un lugar.
Fue a la escalera posterior, que ya casi nadie usaba, pasó una pila de sillas rotas y subió hasta el descanso clausurado del tercer piso.
Ese espacio estaba asignado al pintor zek Kondrashev-Ivanov para su estudio. No tenía nada que ver con el trabajo básico de la sharashka, pero era mantenido allí en calidad podría decirse, de pintor palaciego. Habían extensos corredores y pasadizos en la sección del Ministerio al cual pertenecía la sharashka, que requerían ser decorados con pinturas. Menos extensos, pero más numerosos, eran los departamentos privados del ministro Delegado, de Foma Guryanovich Oskolupov y de otros oficiales próximos a ellos, y era aún más imperativo decorar todos esos departamentos con grandes y bellas pinturas libres de costo.
En verdad, Krondrashev-Ivanov escasamente satisfacía estos requerimientos artísticos. Pintaba grandes cuadros, pero si bien no costaban nada, tampoco eran bonitos. Los clientes que concurrían a su estudio trataban en vano de enseñarle cómo pintar, y con qué colores; después, suspirando, tomaban lo que hubiera. De cualquier manera, una vez colocados en marcos dorados, los cuadros mejoraban.
Al subir, Nerzhin pasó al lado de un gran cuadro terminado y encargado para el corredor de la sección ministerial, con el título "A. S. Popov mostrando al almirante Makarov el primer radiotelégrafo". Luego emprendió el último tramo de escalera y vio en lo alto de la pared un cuadro de seis pies de alto titulado: "El roble mutilado". Éste también estaba terminado, pero ningún cliente había querido llevárselo.
Mostraba un roble solitario creciendo por un poder misterioso, en la superficie desnuda de un acantilado, donde una senda peligrosa se enroscaba en torno al despeñadero. ¡Qué huracanes habían soplado allí! ¡Cómo habían curvado ese roble! Y el cielo atrás del árbol y en sus alrededores estaba eternamente tormentoso. Ese cielo nunca pudo haber conocido el sol. Este árbol empecinado y anguloso, con sus raíces como garras, con sus ramas rotas y torcidas, deformado por el combate con los vientos incansables que trataban de arrancarlo del risco, se negaba a abandonar la batalla y se aferraba peligrosamente a su sitio sobre el abismo.
De la pared de la escalera colgaban telas menores. Otras descansaban en caballetes. La luz provenía de dos ventanas, una hacia el norte, la otra hacia el oeste. La ventanilla de Máscara de Hierro se abría en este descanso, con su reja y su cortina rosa, una ventana a la luz del día no llegaba.
No había nada más, ni siquiera una silla. En vez, había un bloque bajo de madera.
Pese a que la escalera no estaba caldeada y a que la fría humedad la penetraba, la chaqueta acolchada de Kondrashev-Ivanov estaba en el suelo. El artista, con sus brazos y piernas sobresaliendo cómicamente de un mameluco muy chico para él, estaba parado, tieso, alto, erguido, sin incomodarse aparentemente por el frío. Sus grandes anteojos hacían parecer su rostro más largo y severo y quedaban firmemente sujetos detrás de sus orejas y sobre su nariz, siguiendo sus abruptos movimientos. Estaba mirando un punto de una pintura, sosteniendo a un lado el pincel y la paleta.
Al oír pasos sigilosos se volvió.
Las miradas de los dos hombres se encontraron. Cada uno estaba todavía sumergido en sus propios pensamientos.
Al artista no le agradaba recibir una visita. En ese momento necesitaba silencio y soledad.
Aún así, desde otro punto de vista, estaba contento de verlo. Sin la menor hipocresía, con su habitual exceso de entusiasmo, exclamó: ¡Gleb Vikentich! ¡Bienvenido! Y agitó el pincel y la paleta en un gesto de hospitalidad.
La cordialidad es un arma de doble filo para un artista: enriquece su imaginación, pero arruina su día programado.
Nerzhin vaciló tímido en el penúltimo escalón. Dijo casi en un susurró, como si temiera despertar a una tercera persona. – No, no, Hippolyte Mikhailich. Vine, si no tiene inconveniente, sólo para quedarme quieto aquí.
—Ah, sí, sí, por supuesto, – contestó el artista, también quedamente, mirando a su visitante en los ojos, o tal vez recordando qué Nerzhin acababa de ver a su esposa. Se volvió, señalando con su pincel y paleta el bloque de madera.
Recogiendo los faldones de su capote (se las había ingeniado para que éstos no fueran cortados en la prisión), Nerzhin se sentó en el bloque y recostó su espalda contra el pasamano. Aunque sentía fuertes deseos de fumar, no lo hizo.
El artista se concentraba en la pintura.
Ambos callaban.
Los sentimientos que evocaba Nerzhin eran gratamente dolorosos. Una vez más quiso tocar sus dedos con los cuales al decirle adiós, había tocado las manos de su esposa, sus brazos, su cuello, su pelo.
Uno vivía durante años sin aquello para lo cual el hombre fue puesto en la tierra.
Uno podrá conservar la inteligencia que haya tenido, sus convicciones si ha alcanzado la madurez necesaria para poseer alguna y, sobre todo, la capacidad de sacrificio y la preocupación por el bien público. Uno parecería el ciudadano ateniense, el ideal humano. Pero no hay corazón en ello.
El amor de una mujer, del cual uno se ve privado, parece más valioso que cualquier otra cosa en el mundo.
Las simples palabras: "¿Me quieres?" y "Te quiero ¿y tú"? dichas con miradas o con labios susurrantes, llenan el alma de gozo silencioso.
Fue una lástima no haberse decidido a besarla desde el primer momento de su visita, porque ahora no podía obtener por ningún medio ese beso.
Los labios de su mujer no eran como antes. Los sentía débiles. Y qué cansada parecía. Cuan atormentada y perseguida cuando habló de divorcio
Un divorcio legal —¿qué importaba? Gleb no tendría remordimiento en romper el documento oficial.
Pero él había sido suficientemente golpeado por la vida como para saber que los acontecimientos tienen su propia lógica implacable. La gente ni sueña que de sus actos ordinarios se seguirán consecuencias que son lo opuesto a lo que se pretende. Así ocurriría con Nadya. Se divorciaría para evitar persecuciones. Una vez divorciada, ni se daría cuenta al volver a casarse.
De alguna manera, por el último ademán de su mano sin anillo, él había sentido, con el corazón estrujado, que ésta es la forma en que la gente se despide para siempre.
Nerzhin se quedó allí sentado un largo rato en silencio y luego recapacitó. El exceso de alegría que había sentido después de la visita se había apaciguado, desplazado por consideraciones sombrías; sus pensamientos se habían estabilizado, y era otra vez un recluso. – "Te sienta este lugar", – había dicho ella. En otras palabras, la prisión.
Había algo de cierto en ello. A veces no sentía en absoluto haber pasado cinco años prisionero. Esos años habían llegado a significar algo de por sí.
¿Dónde podía uno conocer a la gente mejor que aquí? ¿Qué mejor lugar para reflexionar sobre uno mismo? ¿De cuántas vacilaciones juveniles, de cuántas iniciativas equivocadas, le habían salvado los caminos férreos de la prisión?
Como dijo Espiridon: "Tu voluntad es un tesoro, pero los demonios no le quitan la mirada".
tomemos este soñador aquí presente, tan poco receptivo a las burlas de la época —¿qué había perdido por permanecer encarcelado? Por supuesto, no podía vagar por los montes y bosques con una caja de pinturas. ¿Y las exposiciones? Nunca pudo haber organizado una; en cincuenta años no había expuesto ni un solo cuadro en una sala respetable. ¿Dinero? Tampoco había recibido nada afuera por sus pinturas. ¿Admiradores de su trabajo? Bueno, los tenía más aquí de los que había tenido allá. ¿Un estudio? En libertad ni siquiera había tenido este frío descanso de la escalera. Había debido vivir y pintar en un mismo sitio: un cuarto angosto y largo como un pasillo. Para tener espacio y poder trabajar, había tenido que poner una silla sobre otra y enrollar el colchón; las visitas le preguntaban si se estaba mudando. Había una sola mesa, y cuando armaba una naturaleza muerta, debía comer de pie con su mujer, hasta que el cuadro quedara concluido.
Durante la guerra no habían óleos para pintar. Debía hacerlo con aceite extraído de las semillas de girasol de sus raciones. Tuvo que emplearse para obtener tarjeta de racionamiento, y fue enviado a una división química militar a hacer retratos de damas distinguidas de las esferas políticas y militares. Se suponía que debía ejecutar diez retratos, pero sólo trabajó en uno, enloqueciendo a la modelo con poses interminables, y no la pintó de la manera en que los oficiales esperaban, de forma que después nadie quiso el retrato, que fue llamado "Moscú 1941".
Sin embargo, el retrato había captado el sentir de 1941. Mostraba una muchacha con el uniforme militar del regimiento de Gases. Su pelo lujurioso era castaño cobrizo y escapaba rebelde de su gorra. Su cabeza estaba echada hacia atrás y sus ojos enloquecidos estaban presenciando algo horrible, algo imborrable. Estaban llenos de lágrimas de ira, pero su cuerpo no estaba relajado por el llanto. Sus manos, tensas y listas para la batalla, sostenían las tiras de su máscara antigás y su uniforme gris oscuro contra el gas de mostaza, plegado en duros dobleces plateados, brillaba como una armadura medieval. La crueldad y la nobleza se unían en el rostro de esta muchacha consagrada a Kaluga Konrmosol, que no era bonita, pero en quien Kondrashev-Ivanov veía a la Doncella de Orleáns.
Uno podía haber pensado que el retrato se parecía al conocido cuadro: "¡No olvidaremos! ¡No perdonaremos!" Sin embargo los asustaba, no lo aceptaban, no lo exhibían en lugar alguno, y durante años permaneció en pie, como una madonna de cólera y venganza, vuelto contra la pared de su cuartucho; allí quedó hasta el día de su arresto.
Ocurrió una vez que un autor desconocido e inédito escribió una novela e invitó a un par de docenas de amigos para que la escucharan. Fue un jueves literario en el estilo del siglo diecinueve. Esta novela le costó a cada uno de los presentes una sentencia de veinticinco años en campos de trabajo correccionales. Kondrashev-Ivanov fue uno de quienes escucharon la novela sediciosa. (Era bisnieto del decembrista Kondrashev, que había estado exiliado durante veinte años y fue visitado en el exilio por una gobernanta francesa que estaba enamorada de él).
Kondrashev-Ivanov no fue realmente a un campo. Después de haber firmado la decisión del Tribunal especial, fue llevado directamente a Mavrino y puesto a trabajar en su pintura, al ritmo de un cuadro por mes, norma de producción establecida por Oskolupov. En el año último había pintado los cuadros que colgaban allí y otros que habían sido llevados. ¿Y qué diferencia hacía? Era un hombre de cincuenta años con una condena de veinticinco por delante y no vivía sino que volaba sobre ese tranquilo año de prisión, sin saber si volvería a tener otro igual. No se fijaba en la comida, ni en su vestimenta, ni cuando contaban su cabeza entre los demás.
Trabajaba en varios cuadros, al mismo tiempo, dejando y volviendo a la tela muchas veces. Todavía no había llevado ninguna de ella al nivel que le da a un maestro la sensación de perfección. Ni siquiera estaba seguro de que tal nivel existiera. Las abandonaba cuando dejaba de ver algo en ellas, cuando su ojo podía mejorar cada vez menos, cuando advertía que, en cambio, las estaba estropeando.
Las ponía contra la pared y las cubría. Se desentendía y quedaba distante de ellas, y cuando las volvía a mirar con nuevos ojos, antes de entregarlas para que colgaran para siempre entre el lujo pretencioso, el artista sentía un sentimiento triunfal de despedida. Aun cuando nadie las volviera a ver aun así, él las había pintado.
Atento ahora, Nerzhin empezó a examinar el último cuadro de Kondrashev, una tela con las proporciones del cuadrilátero egipcio, cuatro a cinco. Se titulaba "Arroyo otoñal" o, como el artista la llamaba en privado, "Largo en re menor".
Un arroyo quieto ocupaba el centro de la tela. No parecía estar corriendo en absoluto, y su superficie estaba a punto de congelarse. Donde el arroyo era bajo, su fondo estaba bordado por sombras castañas de hojas caídas. La margen izquierda era un cabo y la derecha se curvaba en la distancia. La primera nieve cubría en manchas ambas riberas y un pasto amarillento brotaba donde ella estaba derretida. Dos sauces blancos crecían en la costa, intangibles en la humareda y mojados con los copos de nieve derretidos. Pero el foco del cuadro no estaba allí. En segundo plano había un denso bosque de oscuros abetos, delante de los cuales llameaba un rebelde abedul carmesí. Detrás de este fuego tierno y solitario, las centinelas confieras siempre verdes se erguían aún más melancólicas, apretadas entre sí, apuntando sus agudos picos hacia el cielo. El cielo era irremediablemente desabrido, y el sol sofocado naufragaba en las nubes manchadas, incapaz de atravesarlas con un solo rayo. Pero ni aun ése era el elemento más importante; más bien lo era el agua estancada del arroyo quieto. Tenía una sensación de ser vertida, una profundidad. Era tenue, trasparente y muy fría. Contenía el término medio entre el otoño y el invierno y alguna otra clase de equilibrio.
El artista estaba concentrado precisamente en este cuadro.
Existe una ley suprema de la actividad creativa que Kondrashev conocía desde largo tiempo atrás. Había tratado de resistirla, pero otra vez se le sometía impotente. Esta ley dice que nada que el artista haya realizado antes tiene valor alguno, ni cuenta para nada ni le sirve de crédito. Sólo la única tela que pinta hoy contiene la esencia de la experiencia total de su vida, marca la cúspide de su habilidad, la piedra de toque de su talento.
i Y tan frecuentemente es un fracaso!
En cada cuadro anterior, justamente cuando estaba por alcanzar el éxito, también había fracasado, pero su desesperación anterior había sido olvidada y ahora éste —el primero que realmente había aprendido a pintar– estaba fracasando también; toda su vida había sido vivida en vano y no tenía talento en absoluto.
El agua del arroyo ciertamente daba la sensación de ser vertida; era fría, profunda y estática, pero todo ello era vano si fallaba en comunicar la síntesis más alta de la naturaleza. Esta síntesis —comprensión, paz, la unidad de todas las cosas– nunca había sido hallada por Kondrashev consigo mismo, en sus sentimientos más intensos, pero la reconocía en la naturaleza y se inclinaba ante ella. Luego, el agua de su cuadro ¿comunicaba o no esa suprema paz? Quería entenderlo y dudaba de llegar a saberlo alguna vez.
—Sabe, Hippolyte Mikhailich —dijo Nerzhin despacio—, comienzo a estar de acuerdo con usted: todos esos paisajes son Rusia.
—¿No el Cáucaso? – dijo Kondrashev-Ivanov, volviéndose rápidamente. Sus anteojos quedaron en su sitio, como si le estuvieran soldados.
Esta pregunta, aunque no era la más importante, tampoco era desdeñable. Mucha gente interpretaba mal los cuadros de Kondrashev. Sea porque fueran demasiado majestuosos o demasiado exaltados, no parecían retratar a Rusia sino al Cáucaso.
—Bien pueden haber lugares así en Rusia, – admitió Nerzhin. Se paró y caminó, mirando la "Mañana de un día original" y los otros paisajes.
—¡Pero por supuesto! ¡Pero por supuesto!, – insistió el artista—. No sólo pueden existir tales lugares en Rusia, sino que existen. Me gustaría llevarlo a algunos lugares cerca de Moscú sin guardia. Más aún, no puede ser el Cáucaso. Entienda esto: él público ha sido engañado por Levitan. Después de Levitan hemos llegado a considerar nuestra naturaleza rusa como de tono menor, empobrecida, agradable en un sentido modesto. Pero si esa fuera toda nuestra naturaleza, dígame de dónde salieron todos esos rebeldes de nuestra historia: los auto-inmolados, los amotinados, Pedro el Grande, los decembristas, los revolucionarios de la "Voluntad Popular".
—¡Zhelyabov! ¡Lenin! – acordó Nerzhin exaltado—. ¡Es cierto!... Pero Kondrashev no necesitaba aliento. Él también se estaba exaltando. Torció la cabeza y sus anteojos relampaguearon.
—¡Nuestra naturaleza rusa exulta y se enardece, y no se entrega Sumisa ante los cascos de los tártaros!
—Sí, sí —dijo Nerzhin—. Y este roble aquí torcido ¡qué diablos va a ser un roble caucásico! Si aun aquí, en el lugar más iluminado de GULAG, a cada uno de nosotros... —Gesticuló impaciente—. ¿Y en el campo? A cambio de doscientos gramos de pan negro nos piden, no solamente nuestra armonía espiritual, sino también los últimos restos de conciencia.
Kondrashev-Ivanov se irguió en toda su estatura. – ¡Jamás! ¡Jamás!– Levantó la mirada, como un hombre conducido al cadalso. – Ningún campo debe quebrar la belleza espiritual de un hombre.
Nerzhin río fríamente. – Tal vez no debería, pero lo hace. Usted no ha estado aún en un campo, de modo que no juzgue. Usted no sabe cómo nos quiebran allí. La gente entra, y cuando sale —si sale– está irreconociblemente diferente. Es bien sabido que las circunstancias determinan la conciencia.
—¡No! – Kondrashev estiró sus largos brazos, listo en ese momento para combatir con el mundo entero. – ¡No! ¡No! ¡No! Eso sería degradante. ¿Para qué vive uno entonces? Y dígame, ¿por qué hay personas que se quieren lealmente cuando están separadas? Después de todo, las circunstancias dictan que deben traicionarse. Y ¿cómo explica usted las diferencias entre la gente que ha caído, en las mismas condiciones, aun en el mismo campo?
Nerzhin conocía la ventaja que le daba su experiencia en comparación con los fantásticos conceptos de este idealista que no envejecía. Con todo, no pudo menos que respetar sus objeciones.
—Un ser humano —continuó Kondrashev—, posee desde su nacimiento una cierta esencia, el núcleo, por así decirlo, de su condición humana. Su "yo"– Todavía es incierto quién forma a quién: si la vida forma al hombre o si el hombre, con su fuerte espíritu, forma su vida. Porque —Kondrashev-Ivanov repentinamente bajó la voz y se inclinó hacia Nerzhin, que otra vez estaba sentado en el bloque– porque tiene algo frente a lo cual se puede medir, algo que puede mirar. Porque tiene en sí una imagen de la perfección que en raros momentos emerge repentinamente ante su mirada espiritual.
Kondrashev se corrió muy cerca de Nerzhin y le preguntó en un susurro de conspirador, con sus anteojos brillando prometedoramente, – ¿Se lo muestro?
Esta es la manera en que terminan todas las discusiones con artistas. Ellos tienen su propia lógica.
—Pero por supuesto.
Kondrashev se dirigió a un rincón, sacó una pequeña tela clavada en un marco y la trajo, sosteniéndola con el lado gris despintado hacia Nerzhin.