Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
Жанры:
Классическая проза
,сообщить о нарушении
Текущая страница: 32 (всего у книги 50 страниц)
Lo que le resultaba cada vez más deprimente y difícil era escribir cada nueva página. Se imponía a sí mismo la obligación de escribir dentro de un determinado horario y tenía que luchar contra la somnolencia, contra su pereza mental, contra las distracciones, contra su manía de esperar, con el oído atento, la llegada del cartero que a lo mejor traía diarios. Se esforzaba durante meses en no leer a Tolstoi, porque el insistente estilo tolstoiano impregnaba luego lo que salía de su pluma. Cuidaba de que su estudio fuera ventilado, manteniéndolo a una temperatura de 18 grados y de que la mesa estuviera siempre limpia. De otra manera, no podía escribir.
Cada vez que empezaba un trabajo de cierta envergadura, se prometía a sí mismo y a sus amigos que no iba a hacer concesiones a nada ni a nadie; que esta vez escribiría un libro auténtico. Trabajaba con entusiasmo durante las primeras páginas. Pero pronto se percataba de que no escribía solo; que la persona para quien escribía flotaba ante él en el aire como una eterna sombra; que, sin quererlo, releía cada párrafo con el criterio de esa persona. Esa persona no era el lector, el camarada, o el amigo; ni siquiera era la crítica en general; era siempre, el crítico más importante de Moscú, el celebérrimo Zhabov.
Galakhov se imaginaba a Zhabov leyendo su nueva obra y escribiendo en seguida un largo ensayo en contra de ella, que ocuparía. una columna entera de "La Gaceta Literaria" (lo que de hecho había ocurrido).
El título del artículo sería: "¿Por qué Puerta se Cuelan estas Brisas?" o bien "Más Acerca de Ciertas Tendencias en Boga de ir por los Senderos Trillados". No empezaría atacándolo directamente, sino citando un par de frases sacrosantas de Belinsky o Nekrasov, con quienes sólo un villano podía discrepar, Luego procedería a darlas vuelta con suma habilidad, presentándolas desde un punto de vista totalmente distinto, de modo que Belinsky o Herzen le servirían para probar que Galakhov era un sujeto antisocial, enemigo de la humanidad, con una base filosófica tambaleante.
Así que, párrafo tras párrafo, Galakhov se esforzaba por anticiparse a las objeciones de Zhabov y adaptarse a ellas; y el libro iba saliendo más y más insípido, colocándose con sumisión dentro de los cánones establecidos.
Cuando ya había hecho la mitad, Galakhov se daba cuenta de que su libro era totalmente distinto de lo que hubiera debido ser y que había fracasado una vez más.
—Bueno, ¿y las características de nuestro diplomático?... —dijo Innokenty con una sonrisa triste, mientras acariciaba el brazo de su mujer.
—Bueno, ¿qué quieres que te diga? Puedes imaginártelo tú mismo. Un alto nivel de orientación ideológica. Principios elevados. Profunda lealtad a la causa. Profunda devoción personal hacia Iosif Vissarionovich. Obediencia al pie de la letra a las instrucciones de Moscú. Algunos, dominan los idiomas extranjeros; otros, no tanto. Y algunos, bueno, unos pocos, tienen una gran afición a los placeres de la carne. Porque, como dicen, vivimos una sola vez. Pero eso ya ha dejado de ser típico.
EL REACCIONARIO
Radovich era un perdedor confirmado, ya cabal. Sus cátedras habían sido abolidas por los años treinta; ni uno solo de sus libros se había publicado; y por sobre todo eso, era víctima de numerosas dolencias. Tenía todavía el trozo de una granada de Kolchak incrustada en el pecho. Una úlcera del duodeno le aquejaba desde hacía quince años, Y durante varios años tuvo que someterse diariamente a una dolorosa operación matinal, sin la cual no podía alimentarse ni vivir, que consistía en irrigar su estómago a través del esófago.
Pero el destino, que sabe administrar con equidad reveses y favores, protegía a Radovich por intermedio de sus mismos males. Aunque era una figura conocida dentro de los círculos del Comintern, Radovich permaneció intacto a través de los años más críticos, por la razón de que nunca asomó fuera del hospital. En una oportunidad, hacía sólo un año, cuando todos los servios que quedaban en la Unión Soviética fueron tomados presos o bien obligados a tomar parte en el movimiento contra Tito, Radovich, fuera de la circulación por razones de salud, fue pasado por alto una vez más.
Como comprendía lo equívoco de su situación, Radovich hacía grandes esfuerzos para contenerse, no permitiéndose hablar, ni dejarse arrastrar por el fanatismo durante una discusión; en una palabra, hacía lo que podía para llevar la vida aburrida de un inválido.
Se estaba conteniendo ahora también, ayudado en esto por la mesa de les tabacos. Era una mesa ovalada de ébano, labrada, que ocupaba un lugar prominente en el estudio. Largas fundas para llenar con tabaco, un pequeño dispositivo que servía para ello, una colección de pipas colgadas de sus respectivas perchas y un enorme cenicero de madreperla, se hallaban sobre ella. A su lado, un pequeño armario de abedul procedente de Karelia (parecía un botiquín) con muchos cajones, cada uno de los cuales contenía un tipo especial de cigarrillo; o de cigarro, o de tabaco para pipa, hasta de rapé. Ambas, la mesa y el armario, componían lo que Makarygin llamaba "el altar del tabaco".
Mientras escuchaba silencioso el discurso de Slovuta sobre el armamento bacteriológico, completado con sus juicios sobre los atroces crímenes perpetrados contra la humanidad por los oficiales japoneses (basados en el estudio del material oficial recogido durante la investigación anterior al juicio), Radovich revisaba y olía voluptuosamente el contenido de los cajones de tabaco, sin saber por cuál decidirse. Fumar, para él, era un suicidio. Todos los médicos se lo habían prohibido categóricamente. Pero como también le habían prohibido comer y beber y, de hecho, no comió casi nada durante la comida, sus sentidos del gusto y del olfato se le habían hecho particularmente sensibles para percibir las bondades de las distintas clases de tabaco. La vida sin fumar le parecía totalmente vulgar. Para todas las órdenes profesionales que iban en contra de su diversión favorita, tenía una única contestación: "Fumo, ergo sum", fumo luego existo; y acto seguido procedía invariablemente a arrollar algunas hojas del más fuerte de los tabacos baratos "majorka" que había en plaza, el único que podía adquirir dadas sus actuales estrecheces económicas. En Sterlitamak, durante la evacuación, les compraba la hoja de tabaco a los ancianos campesinos, la secaba y picaba él mismo. Actualmente, en la inactividad de su soltería, la elaboración del tabaco resultaba beneficiosa para sus procesos mentales.
En realidad, aun en el caso de que Radovich se hubiese dejado llevar por su natural vehemencia, no tenía nada tan terrible que decir. Era marxista, carne de su carne y sangre de su sangre y ostentaba puntos de vista ortodoxos respecto a todos los demás. Pues bien; los que rodeaban a Stalin eran más violentamente alérgicos a pequeñas diferencias de tono y sombra que a los contrastes completos de color y, por esto, Radovich podía ser inmediatamente liquidado a causa de las leves desviaciones que lo diferenciaban ideológicamente de los demás.
Por fortuna, había, logrado permanecer en silencio, y la conversación pasó de los militares japoneses a las apreciaciones sobre las distintas clases de cigarros, de los cuales Slovuta no entendía absolutamente nada. De hecho, casi se ahoga a causa de una pitada poco hábil. Luego de los cigarros, el tema viró nuevamente, esta vez hacia los fiscales. No sólo su trabajo no disminuye con el paso de los años, sino que, a pesar de haber más fiscales, su carga se torna más y más pesada.
—¿Y qué es lo que dicen las estadísticas de crímenes? – preguntó Radovich aparentemente apacible, encerrado en la armadura de su piel apergaminada.
Las estadísticas no decían absolutamente nada. Mudas e invisibles, nadie tenía pruebas concluyentes de su existencia.
Pero Slovuta contestó: —Las estadísticas demuestran que el número de crímenes ha bajado.
No había leído las estadísticas mismas, sino lo que sobre ellas había dicho una revista.
Y agregó en el mismo tono de sinceridad: —A pesar de lo cual todavía hay muchos crímenes. Es una herencia del antiguo régimen. La gente está muy depravada por causa de la ideología burguesa.
Las tres cuartas partes de los que comparecían ante los tribunales hoy en día, habían crecido después de 1917, pero el hecho pasó inadvertido para Slovuta. No había nada de eso en las revistas que él leía.
Makarygin asintió con la cabeza; estaba persuadido de ello.
—Cuando Vladimir Illich nos dijo que la revolución cultural iba a ser mucho más difícil que la Revolución de Octubre, nunca nos pudimos llegar a imaginar lo que nos quiso decir. – Sólo ahora comprendemos lo visionario que era.
Makarygin tenía una frente deprimida en sesgo, enmarcada por un par de orejas prominentes.
Pitando todos juntos, llenaron el estudio de humo.
El estudio de Makarygin estaba amueblado con variados y diversos objetos. Estaban la mesa de escribir, una valiosa antigüedad, sostenida por ocho columnas anchas y redondas y el recado de escribir, del más moderno estilo con una reproducción de cuarenta y cinco centímetros de alto de la Torre Spasskaya con el reloj del Kremlin y una Estrella Roja. En los dos macizos tinteros, (que tenían la forma de las torrecillas del Kremlin) no había tinta.
Hacía ya mucho tiempo que el licenciado en ciencias jurídicas Makarygin no escribía en su casa; el tiempo que permanecía en su oficina le alcanzaba para todo y los tinteros, de todos modos, resultaban inútiles, ya que escribía sus cartas con una lapicera fuente. Detrás de los cristales de la biblioteca traída de Riga estaban colocadas obras de derecho, debidamente clasificadas y algunos volúmenes encuadernados de la revista "Estado Soviético y Derecho". También estaba la vieja "Gran Enciclopedia Soviética" (que todavía incluía a enemigos del pueblo) y la edición reducida, la "Enciclopedia Breve" (que también contenía errores y enemigos del pueblo).
Makarygin no consultaba ninguno de estos libros desde hacía mucho tiempo, ni siquiera el anticuado pero todavía válido Código Penal de 1926. Todos habían sido tan eficientemente reemplazados por una serie de instrucciones más o menos secretas, que se conocían por número, 083 ó 005 barra 2742. Estas instrucciones, la quinta esencia de la sabiduría en materia de procedimientos jurídicos, estaban ordenadas en un pequeño archivo que Makarygin guardaba celosamente en su oficina. Los libros que había en su gabinete de trabajo no estaban allí para ser leídos, sino para impresionar favorablemente a los visitantes. Los libros que el fiscal realmente leía, de noche, en el tren o durante las vacaciones, estaban escondidos en un armario y bajo llave. Eran novelas de detectives.
Sobre el escritorio de Makarygin colgaba un gran cuadro de Stalin, con su uniforme de Generalísimo. Un pequeño busto de Lenín descansaba sobre una repisa.
Slovuta, con su gran abdomen, y su cuello grueso que rebasaba los límites del cuello del uniforme, paseó una mirada aprobatoria por el salón.
—¡Vives bien, Makarygin! El mayor de tus yernos ha recibido, el Premio "Stalin" dos veces, si no me equivoco.
—Dos veces, – repitió el fiscal con satisfacción.
—¿Y el menor, es consejero de primer rango?
—Segundo, todavía.
—No te preocupes, es un chico inteligente, y cuando te quieras acordar, ¡será embajador! ¿Y con quién piensas casar a la menor?
—¿La menor? He tratado de hacerlo varias veces, Slovuta, pero es una chica terca y no quiere ni oír hablar del matrimonio. En mi opinión, ya ha esperado demasiado.
—¿Eso quiere decir que es una intelectual? "¿Anda buscando un ingeniero?
Cuando Slovuta se reía, toda su adiposidad se conmocionaba al ritmo de la risa.
—¿Un ingeniero? ¿Con sólo ochocientos rublos por mes? Más bien, cásala con uno de la Cheka, eso es, uno de la Cheka, ¡una inversión segura!
—Bueno, Makarygin, gracias por acordarse de mí, pero debo ponerme en marcha. No debes detenerme, sabes, porqué tengo gente esperando y ya van a ser las once. Que sigas con buena salud, Profesor, no te vayas a descomponer.
—Adiós, Camarada general.
Radovich se levantó para despedirse, pero Slovuta no le ofreció la mano. La mirada ofendida y despreciativa al mismo tiempo del humillado Radovich, recorrió la espalda amplia y redonda de Slovuta mientras éste, escoltado por Makarygin, traspuso con él la puerta y juntos bajaron las escaleras hasta el automóvil que lo esperaba.
Solo, con los libros, Radovich se volvió en seguida hacia ellos. Después de recorrer con la vista y con la mano los estantes, eligió, luego de un ligero titubeo, un libro de Plekhanov. Cuando estaba a punto de instalarse en un sillón, le llamó la atención un librito con una vistosa encuadernación en rojo y negro que estaba sobre el escritorio de Makarygin, y lo tomó también. Pero este segundo libro le quemó las manos resecas y apergaminadas. Era una obra recientemente publicada, que se llamaba "Tito, el Mariscal de les Traidores", de un tal Renaud de Juvenel. La primera edición de un millón de ejemplares acababa de aparecer.
En los últimos doce años mucha literatura deshonesta había pasado por las manos de Radovich; libres infames, serviles, totalmente falsos, pero nunca había tropezado con una cosa tan vil, tan inmunda, como ésta. Con la vista experimentada de un conocedor de libros, hojeó éste y en seguida se dio cuenta de quien era el que lo necesitaba y por qué, qué tipo bastardo era el autor, y cuánta animadversión iba a despertar contra Yugoslavia, que, por supuesto, no la merecía. Se detuvo indignado en una frase; la leyó por segunda vez: "No hay necesidad de detallar los motivos que impulsaron a Lázló Rajk a confesar; el hecho de que confesó quiere decir que era culpable”. Disgustado, Radovich tiró el libro.
¡Claro, no era necesario detallar sus motivos! Era superfino aclarar que Rajk había sido castigado por sus interrogadores y verdugos. No interesaba el hecho de que se lo hubiera torturado por medio del hambre y la falta de sueño. Total, resulta indiferente que lo hayan estirado sobre el suelo y le hayan pisoteado con sus botas los órganos genitales. En Sterlitamak, el antiguo prisionero Adamson con quien había intimado desde un principio, interiorizó a Radovich de algunos de sus métodos favoritos. Sin embargo, "los detalles carecían de importancia". ¡El hecho de que había confesado quería decir que era culpable!
¡La humma summarum de la justicia Staliniana!
Pero Yugoeslavia era una herida muy profunda, demasiado dolorosa para tocar el tema con Makarygin. De modo que cuando éste último volvió, acariciando con una mirada amorosa su nueva cinta ("No es la medalla en sí, sino el hecho de que no se hayan olvidado de uno"), encontró a Dushan echado hacia adelante en un sillón, ardiendo por dentro, y mirando sin verlo al libro de Plekhanov. —
—Gracias, Dushan, por no haber soltado nada inconveniente. Tenía miedo de que lo hicieras, – dijo Makarygin, sacando un cigarro y dejándose caer pesadamente sobre un diván.
—¿Y qué crees que podía haber soltado?, – exclamó Radovich un
poco sorprendido.
—¿Qué podrías haber dicho? ¡Oh, no sé! – Él fiscal despuntó su cigarro y lo prendió.– Podrías haber sido cualquier cosa. No puedes estar sin que se te escape algo. Cuando hablaba sobre los japoneses, yo me di cuenta por el gesto de tu boca que te morías de ganas de oponerte.
Radovich se enderezó. Porque es un fraude. Eso se huele a millas de distancia.
. – ¿Estás en tus cabales, Dushan? ¡Es un asunto del partido! ¿Cómo puedes llamarlo un fraude?
—¡No tiene nada que ver con el partido! ¿Crees que Slovuta es el partido? Dedúcelo tú mismo. Porque justo ahora, recién en el año 1949, ¿descubrimos los preparativos que hacían en 1943? Después de todo, ya hace cuatro años que son nuestros prisioneros. Y si continúas dentro de esa línea de razonamiento, dime qué país en medio de una guerra, no hace cualquier tipo de planes para aumentar su potencia. ¿Cómo puedes ser tan crédulo? ¿Supongo que también te habrás tragado eso de que los americanos andan tirando escarabajos colorados desde los aviones?
Las orejas prominentes de Makarygin enrojecieron.
—Bueno, podría ser, y si no, ¿qué importa? Es la política del gobierno; uno tiene que actuar como si estuviera sobre un escenario: hay que hablar un poco más fuerte y aumentar el maquillaje, para que el público se enteré de lo que está sucediendo.
Radovich, más tieso que nunca, continuaba hojeando el libro de Plekhanov. Makarygin fumaba en silencio, persiguiendo un pensamiento que se mostraba algo esquivo.
En seguida cayó en la cuenta. Se trataba de su hija Clara. Aparentemente, todo estaba perfectamente para las tres hijas de Makarygin. Pero, en realidad, algo andaba mal con Clara, la menor, la favorita, la que más se parecía a su madre. Desde hacía mucho tiempo, las cosas no andaban del todo bien, pero en los últimos meses la situación se había agravado. Durante las comidas, cuando estaban todos reunidos, ninguno de los tres gozaba de ese calor de hogar, en ese estrecho vínculo de familia que antes los unía, sino que, por el contrario, siempre terminaban peleándose como perros y gatos. Clara rechazaba de plano cualquier tema humano y sencillo, que se podía discutir sin perjuicio para la digestión. En vez de esto siempre desviaba la conversación hacia el tema de los "infortunados" con quienes trabajaba y frente a quienes evidentemente había dejado de tomar precauciones y de ejercer una vigilancia de tipo ideológico. Había sido presa de un absurdo sentimentalismo; sostenía que había inocentes entre los presos; insultaba a su padre y le echaba la culpa de tal situación, ya que era él el directo responsable de que se condenara a gente inocente. Se ponía totalmente fuera de si, y, en la mitad de la comida, abandonaba ruidosamente la mesa, sin haber terminado de comer.
Hacía unos pocos días, Makirygin había encontrado a su hija en el comedor. Estaba parada junto al aparador, clavando un clavo en su zapato con un candelabro, canturreando unas palabras sin sentido, algo como "toca el tambor", acompañadas de una melodía que su padre reconoció al punto como una vieja canción revolucionaria.
Haciendo lo posible por parecer indiferente, comentó, " 'El ancho mundo está inundado de lágrimas', podrías elegir otra canción para arreglar un zapato. ¡Mucha gente murió con esa canción en los labios, o marchó al exilio o a trabajos forzados!
Por tozudez quién sabe porqué, se erizó con furia: "¡Vean eso! ¡Los abnegados héroes! Ibanal exilio y a trabajos forzados! Bueno, ¡todavía van hoy!
—¿Qué? – El fiscal estaba azorado ante una comparación tan imprudente e injusta. ¿Cómo podía alguien perder la perspectiva histórica en esa forma? Apenas podía contenerse y haciendo un esfuerzo para no pegarle a su hija, le arrancó el zapato de las manos y lo arrojó violentamente sobre el piso.
—¿Cómo osas comparar al partido de la clase trabajadora con esos fascistas infames?
Era muy cabeza dura. Aunque le pegara, no lloraría ni se daría, por vencida. Permanecía allí, parada, con un pie calzado y el otro en medias.
—¡No vengas con discursos, papá! ¿Qué clase de trabajadores? Fuiste un obrero durante dos años, hace siglos, y por los treinta años siguientes, has sido sólo un fiscal. Lindo trabajador eres, que no tienes ni un martillo en toda la casa. ¡Un trabajador que ni se acerca a un auto sin chófer! Nuestra existencia determina nuestra conciencia; eso es lo que se nos ha enseñado, ¿no es así?
—Sí, la existencia social, pequeña imbécil. ¡Y la conciencia social!
—Bueno, ¿y a qué llamáis ser socialmenteconscientes, entonces? Unos poseen mansiones y otros viven en covachas. Unos tienen auto y otros van a trabajar caminando con los zapatos agujereados. ¿Quién de los dos es social?
Su padre se ahogaba de rabia e impotencia. Otra vez la eterna imposibilidad de explicarle la sabiduría de la vieja generación a esta estúpida juventud.
—¡Eres una imbécil! ¡No entiendes nada y no aprendes nada!
—Bueno, ¡enséñame! Vamos, ¡enséñame! ¿De qué vives? ¡No te estarían pagando miles y miles si no les dieras algo a cambio! Un relámpago de ira iluminó la oscurecida cara de Clara.
—Trabajo acumulado, idiotita. Lee a Marx. Tienes una determinada educación, una profesión. Eso no es trabajo acumulado y te pagan más por ello. ¿Y qué de los mil ochocientos rublos que te dan en el instituto? ¿Qué haces para ganarlos?
Justo en ese memento su mujer irrumpió en la habitación porque había oído el barullo y empezó a reconvenir a Clara por tratar de arreglar un zapato por su cuenta. Debería pagarle a un zapatero para que lo hiciera. Para eso estaban los remendones; no había por qué estropear el candelabro o el aparador.
Ahora, sentado en el diván, Makarygin, con los ojos entrecerrados, volvía a ver a su hija, a su amada y odiosa hija, cubriéndolo hábilmente de insultos; la veía recoger el zapato que él había tirado al suelo y alejarse rengueando rumbo a su cuarto.
—Dushan, Dushan —suspiró blandamente Makarygin—. ¿Qué puedo hacer con mi hija?
—¿Qué hija? – dijo Radovich sorprendido, y siguió hojeando a Plekhanov.
La cara de Makarygin era casi tan ancha en la barbilla como en la frente. Su fisonomía gruesa, rectangular, cuadraba con la severa posición de responsabilidad social de un fiscal. Sus grandes orejas sobresalían del conjunto como las alas de la esfinge. Era un espectáculo lamentable ver la confusión pintada en semejante cara.
—¿Cómo pudo suceder, Dushan? Cuando perseguíamos a Kolchak, ¿quién se hubiera imaginado que recibiríamos semejantes pruebas de ingratitud por parte de nuestros hijos?
Le contó el cuento del zapato.
Radovich sacó un sucio trozo de gamuza del bolsillo y limpió con él los cristales de sus anteojos, empañados por la emoción. Era muy corto de vista, no podía ver sin ellos. Luego dijo:
—Un magnífico joven vive cerca mío. Un oficial dado de baja. A veces viene a conversar conmigo. Una vez me dijo que en el ejército compartía los parapetos con los conscriptos. Cuando alguno de sus superiores pasaba por allí, siempre le decía: "¿Por qué no se hace construir un refugio aparte? ¿Porqué no consigue un ordenanza para que le cocine? ¡Usted no se da su lugar! ¿Por qué cree que recibe ración de oficial?" Ahora bien, este tipo tenía nuestra educación, nuestra instrucción leninista; uno simplemente no podía hacer una. cosa así. Sería como ofenderse a uno mismo. De modo que fue necesaria la orden del comandante. "¡No desprestigie su rango de oficial!", para que se volviera hacia sus soldados y les dijera: "¡Constrúyanme un refugio nuevo! "¡Y coloquen en él mis enseres!" Y sus superiores lo alabaron por este gesto. "Debería haberlo hecho hace mucho tiempo", le dijeron.
—Bueno, ¿y qué quieres? – le preguntó el fiscal frunciendo el ceño. El viejo Dushan se había tornado desagradable con los años. Estaba celoso porque no había llegado a ninguna parte, así que tenía que recriminar a otros las posiciones que habían sabido hacerse.
—¿Qué es lo que quiero? – repitió Radovich colocándose nuevamente los anteojos y poniéndose de pie, delgado y tieso como era—. La chica tiene toda la razón del mundo, y eso se nos ha avisado ya. Uno tiene que aprender hasta de sus enemigos.
—¿Sugieres que aprendamos de los anarquistas? – preguntó asombrado el fiscal.
—Para nada, Pyotr. ¡Sólo apelo a tu conciencia como miembro del partido! – exclamó Dushan, levantando su mano y apuntando al cielorraso con su largo índice—. El ancho mundo está inundado de lágrimas, ¿y hablas de trabajo acumulado? ¿Y probablemente algunas pagas adicionales? Ganas unos ocho mil rublos, ¿no es así? Y una fregona gana doscientos cincuenta, ¿no?
La cara de Makarygin se convirtió en un perfecto rectángulo. Una de sus mejillas se contraía espasmódicamente.
—¡Te has vuelto loco en esa cueva donde vives! ¡Has perdido todo contacto con la realidad! ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Ir mañana y pedir que me rebajen el sueldo a doscientos cincuenta rublos? ¿De qué viviría? ¡Sin contar con que en una de esas me toman por loco y me echan! Los otros no renunciarán a su sueldo.
Para darle más fuerza a su respuesta, Radovich, apuntando con su dedo como si se tratara de una lanza, acompañaba sus palabras con estocadas imaginarias.
—Lo que necesitamos es purgarnos de la podredumbre burguesa. Una limpieza general; he ahí lo que hace falta. Mira lo que eres y las ideas que tienes incrustadas en la cabeza. ¡Pyotr, mira en lo que te has convertido!
Makarygin se protegió con la mano abierta.
—¿Para qué vivir entonces? ¿Para qué hemos luchado? ¿No te acuerdas de Engels? ¡La igualdad no significa igualar el todo a cero! ¡Vamos hacia el momento histórico en el cual todos podrán triunfar y prosperar!
—¡No te escondas detrás de Engels! El ejemplo que das se parece a Feuerbach: Tu primera responsabilidad es hacia ti mismo. Si eres feliz, ¿harás también felices a los demás?
—¡Mag-ní-fi-co! – rió Makarygin, batiendo palmas en señal de aprobación—. Nunca había leído eso. Muéstrame dónde lo sacaste.
—"Mag-ní-fi-co" —rió Radovich, y toda su persona se conmovió presa de una horripilante risa mezclada con tos—. ¡Esa es la moral del Molinero del cuento de Oscar Wilde! No. Decididamente, alguien que no ha sufrido por veinte años, no está autorizado a meterse en filosofía.
—¡Eres un fanático disecado! ¡Una momia! ¡Un comunista prehistórico!
—¿Y tú no te has vuelto históricocon demasiada rapidez? – Radovich tomó con violencia la fotografía enmarcada de una mujer rubia de chaqueta de cuero que sostenía un máuser.– Lena estaba al lado de Shlyapnikov. ¿No te acuerdas? Deberías alegrarte de su muerte. Si hubiera vivido, con toda seguridad no te hubieran puesto en el caso Shaktinsky.
—¡Deja eso! —ordenó Makarygin, palideciendo de repente—. No ofendas su memoria. ¡Reaccionario! ¡Reaccionario!
—No soy un reaccionario. ¡Lo único que pido es que volvamos a la pureza de los tiempos de Lenin! – Radovich bajo la voz.– Nadie escribe una palabra de eso por aquí. En Yugoslavia los obreros controlan la producción. Aquí...
Makarygin sonrió irónica y hostilmente.
—Eres un servio. Es difícil que un servio sea objetivo. Te comprendo y te excuso. ¿Recuerdas lo que dijo Marx acerca del "localismo balcánico"? Dushan, amigo mío, el mundo no se acaba en los Balcanes.
—¡De todos modos!... —clamó Radovich, pero se contuvo. Este era el límite después del cual una amistad que había comenzado en un destacamento de la guardia Roja hacía treinta años, podía desaparecer. Este era el límite detrás del cual Pyotr Makarygin podía no convertirse en un fiscal.
Radovich se redujo nuevamente a la dimensión de un insignificante hombrecillo de cara apergaminada.
—Bueno, termina con lo que ibas a decir, ¡reaccionario! – insistió Makarygin con voz hostil—. ¿Quieres decir que un régimen semi-fascista como el de Yugoeslavia es un gobierno socialista? ¿Que lo que tenemos aquí es una aberración? ¿El fin de la Revolución? Estas son acusaciones viejas. Y los que osaron pronunciarlas están ahora en el otro mundo. Lo único que te has olvidado de decir es que estamos destinados a perecer en la lucha con el mundo capitalista. ¿Eso es lo que quieres decir?
—¡No, no, por supuesto que no! – dijo Radovich animado por su renovada convicción, con la cara iluminada por una profética visión del futuro—. Eso nunca sucederá. El mundo capitalista está condenado a la ruina a causa de sus tremendas contradicciones. Y como los del Comintern predijeron, creo firmemente que pronto seremos testigos de un conflicto armado entre América e Inglaterra por la posesión de los mercados mundiales.
CÓMO ENTRARON PRIMERO EN LAS CIUDADES
En el "living" estaban bailando al compás de la música que salía de un enorme combinado. Makarygin tenía una nutrida discoteca que ocupaba todo un aparador, en la que se encontraban los discursos del Padre de los Pueblos, con su pronunciación penosa y lenta, sus mugidos y su peculiar acento. (Estos discos se encontraban en todos los hogares socialmente ortodoxos, pero los Makarygin, como cualquiera en su sano juicio, jamás les escuchaban). También había canciones como "El más amado", y otras que versaban sobre los aviones que "están primero" y las chicas "sólo después". (Pero, hubiera sido tan absurdo escuchar estos cantos en esa casa como hablar en serio de los milagros bíblicos en el salón de un aristócrata). Los discos que se tocaban en ese momento venían del exterior, y no se los podía conseguir en los negocios, ni los pasaban por la radio. Entre ellos había hasta unos cuantos del emigrado Leschenko.
En el cuarto contiguo la luz difusa estaba apagada. Clara había prendido el televisor. En esa pieza también había un piano en el que nadie había tocado desde el día en que se lo compró y el brillante pedazo de tela que lo cubría nunca se había quitado. Los aparatos de televisión recién habían aparecido y la pantalla de éste no era mucho más grande que un sobre. La imagen estaba como manchada y se negaba a estarse quieta.
Dado que era ingeniera en radio, Clara debía haber sido capaz de resolver el problema por su cuenta, pero prefirió apelar a Zhenka, el cual, aunque en ese momento se encontraba bastante borracho, conocía bien su oficio. (Su trabajo cotidiano consistía en silenciar con una enorme estación de radio a las emisiones extranjeras). Aunque se tambaleaba un poco, todavía tenía Suficiente lucidez como para ajustar el televisor antes de sumirse definitivamente en su progresiva borrachera.
En el "living", una puerta de vidrio se abría sobre el balcón. Las cortinas de seda estaban recogidas, de modo que el cuarto tenía una animada vista sobre las Puertas de Kaluga, los faros de los autos, las luces coloradas y verdes de los semáforos, las señales rojas de "Pare", todo bajo la nieve que continuaba cayendo y cayendo...
El cuarto estaba demasiado lleno de muebles para que ocho parejas bailaran al mismo tiempo, de manera que lo hacían por turno. Formaban un interesante contraste las actitudes alegres de las chicas, la expresión deseosa de agradar del teniente de la M.V.D., y la suave sonrisa de Lansky, que parecía pedir disculpas por dedicarse a un pasatiempo tan trivial. El joven asesor informante bailó sólo con Dinera hasta que, al final, deleitándose de su turbación, ésta le ordenó que se fuera a conseguir otra pareja. Durante toda la velada, una joven esbelta y agradable, una de las compañeras de estudio de Clara, no le había sacado la vista de encima al joven oficial del Soviet Supremo. Él generalmente, se apartaba de la juventud intrascendente; sin embargo, halagado por las atenciones de que había sido objeto, decidió premiar a esta flacucha con una pieza. Un paso doble empezó a oírse, y al poco tiempo hubo una moción general a favor de un descanso.