Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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La vida de una mariposa dura sólo un momento.
Un roble florece durante cien años.
La ley natural —¿entiendes el significado de ese término? Inevitable, condicionado; la ley natural—. Todo sigue su inevitable curso y es inútil indagar cualquier clase de escepticismo podrido.
—No creas Levka que me resulta fácil. Mi escepticismo es tal vez, un tinglado al borde del camino donde me puedo sentar hasta que pasa el mal tiempo. Pero el escepticismo es una forma de liberar la mente dogmática; allí está su valor.
—¿Dogmática? ¡Eres estúpido!
—¿Cómo voy a ser dogmático? – los grandes ojos cálidos de Rubin lo miraban con reproche– soy la misma clase de prisionero que tú. De la clase 1945. Y cuatro años en el frente, una esquirla de granada en mi costado y cinco años de prisión hace que vea las cosas como tú. Lo que debe ser, debe ser. El estado no puede existir sin un sistema penal bien organizado.
—No quiero oír eso, no lo acepto.
—Desde luego. Ahí va el escepticismo ¡Sonido de pífano y de tambor! ¡Qué clase de Sextus Empiricus tenemos aquí! ¿Por qué estás tan afectado? ¿Es esa la manera de ser un escéptico de verdad? Se supone que un escéptico se abstiene de juzgar; se supone que es imperturbable.
—Sí, tienes razón —dijo Gleb desalentado agarrándose la cabeza—. Sueño con refrenarme. Solamente trato de tener... pensamientos elevados. Pero las circunstancias me sobrepasan y me mareo y peleo contra ellas, ultrajado.
—¡Pensamientos elevados! Y me atacas porque en Dzherzkazgan no hay agua suficiente para beber.
—Te deberían mandar allí, degenerado. Eres el único entre nosotros que cree que el Pajan tiene razón, que su método es normal y necesario. Si te destinaran a Dzherzkazgan, muy pronto cantarías otra cantilena.
—¡Oye, oye! – ahora era Rubin el que tomaba a Nezhin por su overall.
—¡Es el hombre más grande! algún día entenderás. Es el Robespierre y el Napoleón de nuestra revolución amalgamados en uno solo. Tiene sabiduría, tiene realmente sabiduría. Ve mucho más allá de lo que tú puedes ver.
—Deberías creer lo que ven tus propios ojos —interrumpió Nerzhin—. Oye, cuando yo era chico, empecé a leer sus libros después de haber leído a Lenin y no pude leerlos. Después de un estilo directo, ardiente, preciso; de golpe apareció una insípida papilla de sémola. Cada una de sus ideas es tosca, estúpida, ni siquiera se da cuenta que siempre deja de lado lo que es importante.
¿Descubriste todo eso cuando eras chico?
—Cuando estaba en los años superiores. ¿No me crees? Bueno, tampoco el juez de instrucción que el expuso el caso en mi contra. Toda esa pretensión, la condescendencia didáctica de sus proclamas me indignan. Cree seriamente que es más inteligente que cualquier ruso...
—¡Pero es!
—¡...y que nos hace feliz dejándonos admirarlo!
Embalados en esta discusión, los amigos se descuidaron y su conversación podía, ahora, ser oída por Simochka; durante un rato había estado observando a Nerzhin con severa desaprobación. Estaba dolida, no solamente por el hecho que él no aprovechara que estaba de turno, sino que ni siquiera mirara en esa dirección.
—Estás equivocado —principalmente porque te estás metiendo en un terreno en el cual no sabes nada. Eres matemático y no tienes verdaderos conocimientos de historia o filosofía; entonces: ¿cómo te atreves a llegar a esta conclusión?
—Óyeme, basta ya de esas leyendas de gente que ha descubierto el neutrino y pesado Beta Sirius sin haberlos visto; son tan infantiles que no se pueden orientar en los simples problemas de la existencia humana, No tenemos elección. Si tus historiadores no se atienen a la historia, ¿qué nos queda por hacer a nosotros, matemáticos y técnicos? Veo quién se gana los premios y quién gana los salarios académicos. No escriben historia, lamen con la lengua un lugar conocido. Entonces nosotros, la intelligentsiacientífica, tenemos que estudiar historia.
—Vamos, qué dramático suena.
—Y lo que es más, nuestro acercamiento es técnico y los métodos matemáticos no son tan malos. La historia se beneficiaría con algo de ellos.
En el escritorio vacío del ingeniero mayor Roitman del jefe de laboratorio de Acústica, sonó el teléfono interno del instituto. Simochka se levantó a contestar.
—...¡Sí! Entonces el juez de instrucción del juicio previo no creyó que mi estudio sobre materialismo dialéctico fue lo que me llevó al sumario en la Sección 58 —Párrafo 10—.No conocía la vida real, lo admito. Siempre he estado sumergido en los libros, pero comparo esos dos estilos una y otra vez, esos dos métodos de discusión y en los textos.
—¡Gleb Vikentich!
—En los textos descubro errores, distorsiones, simplificaciones torpes —¡Y aquí estoy!
—¡Gleb Vikentich!
—¿Sí? – dijo Nerzhin. Dándose cuenta que se lo llamaba, se apartó de Rubín.
—¿No oía? ¿Sonaba el teléfono? Simochka se dirigió a él severamente. Estaba junto a su escritorio, frunciendo el ceño, cruzada de brazos, los hombros cubiertos con el chal marrón de pelo de cabra. – Antón Nikolayevich quiere verlo en su oficina.
—¿Ah sí? – En la cara de Nerzhin el entusiasmo de la discusión se había borrado y le habían aparecido arrugas. – Muy bien, gracias, Serafina Vitalyevna. Oyes, Levka, es Antón ¿Por qué será?...
Una citación en la oficina del jefe del instituto a las diez, un sábado a la noche, era un acontecimiento extraordinario. Aunque Simochka trató de mantener una apariencia de indiferencia oficial, su mirada, Nerzhin se percató, expresaba alarma.
Rubín miró a su amigo con inquietud; fue como si nunca hubiese tenido explosiones de amargura. Cuando sus ojos no se trasformaban, por el calor de la discusión, eran casi femeninos en su dulzura.
—No me gusta cuando los agentes superiores se interesan por nosotros decretó, "no construyas tu casa cerca del palacio del príncipe".
—Pero no lo hacemos. Nuestra tarea es secundaria: Ciertas voces...
—Y ahora Antón va a estar atrás nuestro. Nos costará un infierno las memorias de Stanislavsky y los discursos de famosos abogados —rió Rubin—. O tal vez es sobre articulación en la TAREA SIETE.
—Bueno, los resultados del proyecto ya han sido entregados y no hay caso de retroceder. Por si acaso, si no vuelvo...
—No seas sonso.
—¿Por qué? sonso. Así es la vida... Quema eso, ya sabes dónde. Cerró estrepitosamente la tapa corrediza de su escritorio, le dio la llave a Rubin y se retiró con el andar pausado de un prisionero en su quinto año de arneses que nunca se apura porque imagina que le espera lo peor.
LOS ROSACRUCES
Nerzhin subió por la ancha escalera alfombrada de rojo bajo los candelabros de bronce y el techo artesonado. Estaba desierta por la hora. Cuando se cruzó con el oficial de turno en el teléfono hizo un esfuerzo por caminar despreocupadamente y golpeó la puerta del jefe del instituto, coronel de ingenieros del Servicio de Seguridad del Estado, Antón Nikolavevich Yakonov. La oficina era espaciosa, ancha, alfombrada, amueblada con sillones, divanes. En el centro había una larga mesa de conferencias cubierta con un género azul fuerte. En un rincón, el escritorio de madera y un sillón de Yakonov. Nerzhin había visto este lujo muy pocas veces, más en reuniones que estando solo.
El coronel de ingenieros Yakonov pasaba las cincuenta pero seguía todavía en su juventud. Alto, la cara ligeramente empolvada después de afeitarse; usaba lentes con bordes de oro y había en él, la blanda apariencia de un príncipe Obolensky o Dolgorukov. Sus movimientos majestuosos lo distinguían de los otros jerarcas en el ministerio.
—Tome asiento, Gleb Vikentich – dijo expansivamente, acurrucándose en su sillón desmesurado, mientras jugueteaba con un ancho lápiz rojo sobre la superficie marrón de su escritorio.
El uso del primer nombre y patronímico, indicaba cortesía y buena voluntad, aunque no le costara mayor esfuerzo al coronel de ingenieros ya que, debajo del vidrio de su escritorio, había una lista de reclusos con sus primeros nombres y patronímicos. (Alguien que no supiera esto se sorprendería de la memoria de Yakonov). Nerzhin lo saludó silenciosamente, sin ponerse en la posición de firme y tampoco sin gesticular con las manos, se sentó expectante cerca de una hermosa mesa barnizada. La voz de Yakonov tronaba con naturalidad. Uno se preguntaba por qué este gran señor no poseía el vicio rebuscado de pronunciar las "erres".
—Usted sabe Gleb Vikentich, hace media hora tuve ocasión de acordarme de usted. Me preguntaba qué lo habría llevado al Laboratorio de Acústica, a... Roitman.
Yakonov pronunció el nombre en una forma deliberadamente despreciativa, ni tomándose el trabajo de llamarlo mayor, aun delante de un subordinado. Las malas relaciones entre el jefe del instituto y su primer delegado habían llegado a un punto donde no se consideraba necesario ocultarlas.
Nerzhin se puso tenso. Intuyó que la entrevista tomaba ya un mal rumbo. Se había manifestado la misma ironía en sus labios, ni gruesos ni delgados de la boca grande, cuando le había dicho a Nerzhin, unos días antes; que aunque él, Nerzhin, fuera objetivo acerca de los resultados del trabajo sobre articulación pero su actitud hacia la TAREA SIETE, no era el trato que se da a un muerto querido sino el que se da al cadáver de un borracho desconocido encontrado bajo la verja de Mavrino.
La TAREA SIETE era el caballo favorito de Yakonov, pero el trabajo allí andaba mal —... por supuesto valoro mucho sus éxitos personales en la técnica de la articulación... (Se estaba burlando de él).
—... y siento tanto que su original monografía fuese publicada en una edición pequeña, privándolo de la gloria de ser reconocido como un George Fletcher ruso.
(Se burlaba descaradamente).
—De todos modos, me gustaría poder extraer más "rendimiento", como dicen los anglosajones, de su trabajo. Después de todo, usted sabe que a pesar de toda mi consideración por las ciencias abstractas, soy un práctico hombre de negocios.
—El coronel de ingenieros Yakonov tenía un puesto importante, pero no estaba tan cerca del Líder de las Naciones como para tener que disfrazar su inteligencia o abstenerse de tener opiniones personales.
—Bueno, de todas maneras le voy a preguntar francamente: ¿qué está usted haciendo en el Laboratorio de Acústica, en este preciso instante?
No pudo haber preguntado nada más cruel. Yakonov no tenía tiempo de estar en todo; de haberlo tenido, bien lo hubiera sabido.
—¿Por qué diablos se está preocupando por ese trabajo de locos "Stir", "Smir"? Usted, un matemático, un universitario. – Dese vuelta.
Nerzhin se dio vuelta y luego se puso de pie. Había una tercera persona en la oficina. Un hombre de aspecto modesto, vestido de negro con ropa civil, se levantó de un diván y se acercó a Nerzhin. Sus anteojos redondos brillaban por la luz generosa del techo. Nerzhin reconoció a Petr Trofimovich Verenyov, asistente de profesor en su propia universidad, antes de la guerra.
Pero, acostumbrado al hábito adquirido en la prisión, Nerzhin no dijo nada y no hizo ningún movimiento. Imaginó que la persona que tenía delante era también un recluso, y temía hacerle algún daño si se apuraba con una señal de reconocimiento. Verenyov sonrió, él también parecía incómodo. – La voz de Yakonov tronaba tranquilizadora:
—Verdaderamente, hay un envidiable despliegue de reserva entre la secta de los matemáticos. Toda mi vida he considerado a los matemáticos como rosacruces de alguna especie y siempre lamenté no tener la oportunidad de haber sido iniciado en sus secretos. Por favor, pónganse cómodos. Dense la mano y siéntense como en sus casas; los dejo por media hora para que recuerden tiempos idos y también para permitirle al Profesor Verenyov explicarle la tarea que se nos ha asignado.
Yakonov se levantó de su enorme sillón —sus charreteras, azul y plata, acentuaban la imponente masa de su cuerpo pesado y se dirigió ágilmente y con soltura hacia la puerta. Cuando Verenyov y Nerzhin se dieron la mano, estaban solos.
Este hombre pálido cuyos anteojos brillaban con el reflejo de la luz, fue para el prisionero Nerzhin, un fantasma que volvía ilegalmente de un mundo olvidado. Entre ese mundo y el mundo de hoy, habían trascurrido selvas bajo el lago Ilmen; colinas y cañadas de Orel; arenas y pantanos de Belorusia; granjas polacas generosas; tejas de las ciudades alemanas. En un período de nueve años que los separaba, se interponían resplandecientes celdas desnudas; como "cajas” y cámaras de la Bolshaya Lubyanka; grises, apestosas prisiones de tránsito; sofocantes compartimientos de trasportes "Stolypín"; el viento cortante de la estepa sobre los hambrientos zeks qué temblaban de frío. Todo esto, hacía imposible recobrar los sentimientos que había experimentado cuando escribía las funciones de una variable independiente, sobre la blanda superficie de un pizarrón de linóleo.
¿Por qué Nerzhin se sentía inquieto?
Ambos se sentaron y encendieron cigarrillos, separados por una pequeña mesa barnizada.
Este no era el primer encuentro de Verenyov con uno de sus antiguos estudiantes de la universidad de Moscú o de R– donde antes de la guerra, durante luchas entre escuelas teóricas, se lo mandaba a poner las cosas en orden. Pero para él, también había elementos fuera de lo común en ese encuentro; lo aislado de ese instituto en los suburbios de Moscú, envuelto en una niebla de secreto y adornado con alambres de púa; los extraños over-allazul-oscuro en vez de ropa común...
Inesperadamente, Nerzhin, el más joven de los dos, el fracasado sin título académico, hizo la pregunta, los pliegues alrededor de su boca, muy tenso... Y el mayor contestaba tímido, como si tuviera vergüenza de su historia personal como científico. Evacuación en tiempo de guerra, re-evacuación, tres años de trabajo con K—, una disertación sobre topología matemática. Nerzhin, distraído al punto de ser descortés, no lo seguía; no le preguntó el tema de su disertación en esa ciencia seca en la cual, él había participado una vez. Sintió lástima por Veroynov. Cantidades resueltas, cantidades no resueltas, cantidades desconocidas. ¡Topología! ¡La estratosfera del pensamiento humano! En el siglo veinticuatro posiblemente será útil a alguien, pero por ahora... por ahora...
No tengo nada que decir del sol y el mundo
Veo solamente los tormentos del hombre
¿Cómo había Vereyov entrado en esta organización? ¿Por qué había dejado la universidad? Bueno, había sido nombrado en ella. ¿Y no se podía negar? Sí, se podía negar. Pero... los salarios son dobles. ¿Tiene hijos?...
Por casualidad empezaron a recordar la lista de estudiantes de la clase de Nerzhin que, como él, habían rendido los exámenes el día que empezó la guerra. Los más talentosos habían muerto, o habían quedado mentalmente alterados. Eran de esa clase de personas que siempre avanza, que no se detienen a sí mismas; en cuanto a los otros, los mediocres, estaban ahora completando su trabajo de postgraduados o ya tenían nombramientos como conferencistas en las instituciones de alta educación. ¿Y nuestro orgullo y gozo Dmitri Dmitrich Goryainov-Siajovscoi?
Goryainov-Siajovscoi. El pequeño anciano desaliñado en su profunda vejez, con la chaqueta de cordero y negra manchada de tiza, que a veces guardaba el trapo del pizarrón en el bolsillo en vez del pañuelo. Era una leyenda viviente, fabricada de una cantidad de chistes sobre profesores distraídos. Había sido el alma de la Universidad Imperial de Varsovia, se fue a la ciudad industrial de R– en 1915, como quien se muda a un cementerio. Medio siglo de trabajo científico le valieron telegramas de felicitación de Milwaukee, Ciudad del Cabo, Yokohama. Y después sufrió la purga por los intereses de "rejuvenecimiento" del personal. Fue a Moscú y volvió con una nota de Kalinin: "No toquen a este viejo." Corría el rumor que el padre de Kalinin había sido siervo del padre de este profesor.
Entonces no lo tocaron. No lo tocaron a tal punto que los demás temían por él. Podía escribir un diario de investigaciones sobre ciencias naturales, probando en forma matemática la existencia de Dios. O en una conferencia pública sobre su adorado Newton, emitir detrás de sus bigotes amarillos. "Me acaban de pasar una nota: Marx escribió que Newton era un materialista y usted dice que era un idealista; yo contesto: Marx estaba equivocado. Newton, como todos los grandes científicos, creía en Dios".
Tratar de tomar notas durante sus conferencias era terrible. Las taquígrafas se desesperaban. Como tenía las piernas débiles, sentado junto al pizarrón, la espalda al auditorio, escribía con la mano derecha mientras borraba con la izquierda, murmurando constantemente. Era imposible entender sus ideas mientras se oían sus conferencias, pero cuando Nerzhin, trabajando con uno de sus compañeros, pudo apuntar lo que se dijo y reconstruirlo esa noche, ambos se conmovieron interiormente como con la luminosidad de una noche estrellada.
Bueno, ¿qué le había pasado? Cuando R– fue bombardeada, el viejo sufrió un desequilibrio mental y se lo evacuó a Kirghizia medio muerto. Después había vuelto, pero aparentemente no estaba más en la universidad sino en el Instituto Pedagógico. ¿Vivía? Sí, vivía. Sorprendente. El tiempo vuela y sin embargo, no.
¿Pero por qué? en resumidas cuentas, había sido arrestado Nerzhin. Nerzhin ¿Por qué en resumidas cuentas? Por mi modo de pensar Petr Trofimovich, – En el Japón hay una ley bajo la cual una persona puede ser juzgada por sus ideas no expresadas.
—¡En el Japón! Pero nosotros no tenemos esa ley.
—Claro que sí. Se llama Sección 58 Párrafo ro.
Nerzhin oyó a medias la explicación de Verenyov acerca del propósito de juntarlos, Verenyov había sido mandado a Mavrino a intensificar y sistematizar el trabajo criptográfico en clave. Se necesitaban matemáticos, muchos matemáticos, y Verenyov estaba encantado de saber que tenía a mano a su propio alumno cuyas perspectivas habían sido tan brillantes.
Nerzhin hacía preguntas específicas. Petr Trofimovich, acalorándose por el fervor matemático, explicaba el problema y le decía qué pruebas se debían hacer y qué fórmulas dejarse de lado. Pero Nerzhin pensaba en esas hojitas de papel cubiertas con su letra pequeña, esas notas que pudo escribir tan serenamente detrás de sus biblioratos bajo la mirada veladamente enamorada de Simochka, y el murmullo benévolo de Rubín al oído. Esas hojitas de papel, eran la primera prueba de madurez de sus treinta años.
Desde luego, hubiera sido más de desear, adquirir la madurez en su propio terreno. ¿Por qué? uno podría preguntarse, metía la cabeza en esas fauces de donde los mismos historiadores habían huido hacia épocas más seguras, en el pasado distante. ¿Qué lo impulsaba a asir el enigma del inflado y melancólico gigante, quien, con pestañear solamente haría volar la cabeza de Nerzhin. Mientras decía: ¿por qué te metes en lo que no te importa?y lo más importante: ¿qué buscas?
Tenía él entonces que rendirse a los tentáculos de la criptología, catorce horas diarias, sin asuetos, sin intervalos. Con la cabeza abarrotada de teorías de probabilidad, teorías de números, teorías de errores; ¿una mente muerta, un alma seca? ¿Qué le quedaría para pensar? ¿Qué le quedaría para aprender sobre la vida?
Sin embargo, ahí estaba la sharashka. No era un campo de concentración. Carne en la comida; manteca por la mañana; manos sin despellejarse por el trabajo. Dedos sin congelarse. No tener que acostarse sobre tablas, muerto como un leño con sucias sandalias de cáñamo. En la sharashkauno se mete en la cama, entre sábanas blancas que dan una sensación de satisfacción.
Pero ¿por qué vivir toda una vida? ¿Solamente por estar viviendo? ¿Solamente por mantener funcionando el cuerpo? ¡Preciado consuelo! ¿Para qué lo necesitamos si no hay nada más?
Y el buen sentido dijo "Sí" pero el corazón dijo:¡Retírate, Satanás!"
—Petr Trofimovich, ¿sabe hacer zapatos?
—¿Qué dijo?
—¿Pregunté si me enseñaría a hacer zapatos?
—Perdón, no comprendo.
—Petr Trofimovich, estás viviendo en un caparazón. Yo, al fin y al cabo, terminaré mi condena y partiré hacia la remota taiga al perpetuo exilio. Yo no sé trabajar con mis manos, entonces ¿cómo viviré? Está lleno de osos. Allí no vamos a necesitar las funciones de Leonardo Euler por otras tres eras geológicas más.
—¿De qué está hablando, Nerzhin? Como criptógrafo, sí el trabajo es satisfactorio, será liberado antes de término, la condena será borrada de su expediente, y le darán un departamento en Moscú.
—Borrarán la condena de mi expediente —gritó Merzhin coléricamente, contrayendo los ojos.
—¿De dónde sacó la idea de que yo quiero esa limosna?
—Trabajaste bien, así que te liberaremos, te perdonaremos. No, Petr Trofimovich, y con su dedo índice golpeó la superficie barnizada de la mesita. Está tomando, las cosas al revés. Que ellos reconozcan primero que no está bien poner presa a la gente por su modo de pensar, y luego nosotrosdecidiremos si los perdonamos.
La puerta se abrió para dejar entrar al majestuoso dignatario con el pince-nez de oro sobre su gruesa nariz.
—¿Y bien, mis Rosacruces, han llegado a un acuerdo?
Nerzhin no se levantó pero miró fijamente a los ojos de Yakonov mientras contestaba. Depende de usted, Antón Nikolayevich pero considero que mi trabajo en el laboratorio de Acústica está incompleto.
Yakonov estaba ahora parado detrás de su escritorio, apoyándose en el vidrio con las articulaciones de sus puños blandos. Sólo aquellos que lo conocían podían haber percibido que estaba enojado.
Dijo. – ¡Matemáticas y articulación de palabras! Ustedes han canjeado el néctar de los Dioses por una sopa de lentejas. Adiós.
Y con su grueso lápiz de dos colores escribió en el paño de su escritorio: A Nerzhin borrarlo de la lista.
EL CASTILLO ENCANTADO
Por muchos años —durante la guerra y después– Yakonov estuvo seguro en su puesto como Ingeniero Jefe de la Sección de Equipos Especiales. Llevó con dignidad las charreteras de plata con borde azul cielo y las tres grandes estrellas correspondientes a coronel ingeniero. Su puesto le permitía actuar por encima de toda dirección dentro de un límite considerable; en ocasiones, leyendo un informe erudito ante oyentes importantes, á veces, hablando inteligente y vivazmente con un ingeniero sobre su modelo terminado. En general tenía que mantener la impresión de ser un experto sin tener que responder por nada, y todos los meses recibía unos cuantos miles de rublos. Yakonov presidía el nacimiento de todos los compromisos técnicos de la sección, se ausentaba en los períodos difíciles de sus crecientes dificultades y madurez, y reaparecía para oficiar sobre sus negros ataúdes o para coronarlos con la corona dorada de los héroes.
Antón Nikolayevich no era ni tan joven ni tan seguro de sí mismo como para perseguir el brillo ilusorio de una Estrella de Oro o de un premio Stalin, o aferrarse a todas las oportunidades para tomar un proyecto asignado por el ministerio o aun por el Jefe mismo.
Antón Nikolayevich era lo suficientemente experimentado y lo suficientemente viejo como para querer evitar todo el complejo de emociones, alarmas, y ambición intensa.
Manteniendo estos puntos de vista, llevó una existencia bastante cómoda hasta enero de 1948. En aquel enero alguien le sugirió al Padre de los Pueblos Orientales y Occidentales, la idea de crear un teléfono especial secreto, destinado a su uso exclusivo, un aparato construido de tal manera que nadie pudiera entender sus conversaciones telefónicas aunque fueran intervenidas. Con su augusto dedo, cuya uña estaba amarillenta por la nicotina, el Padre de los Pueblos señaló en el mapa a la unidad Mavrina, que hasta entonces había sido usada para crear pequeños trasceptores para uso policial. Sus históricas palabras en esta ocasión fueron: ¿Para qué necesito esos trasceptores? ¿Para capturar ladrones? ¿A quién le interesa?
Anunció un tiempo límite: el 1° de enero de 1949. Luego reflexionó un momento y dijo "Bueno pueden tener hasta el 1° de mayo".
La tarea tenía suma importancia y prioridad y un tiempo límite particularmente estrecho. En el ministerio consideraron el asunto y seleccionaron a Yakonov para que él solo arrastre la carga encomendada a Mavrino. Yakonov se esforzó en vano en probar que estaba sobrecargado de trabajo y que era inconcebible hacer dos tareas a la vez. El jefe de la sección. Foma Guryanovich Oskolupov, miró fijamente a Yakonov con sus ojos verdes y felinos, y Yakonov recordó la mancha en su prontuario. Estuvo preso 6 años. Entonces optó por callarse.
Desde entonces —hacen casi 2 años– el estudio del ingeniero principal de la Sección en el departamento del ministerio estuvo vacante. El jefe de Ingenieros pasaba día y noche en el instituto suburbano, que estaba coronado por una torre hexagonal que se elevaba por encima de la cúpula donde estaba ubicado el altar de la capilla que fue suprimido.
Al principio había sido agradable dirigir las cosas él mismo: dar portazos en su coche Pobeda, para uso personal, con gesto de hastío, ser mecido en él mientras corría hacia Mavrino, pasar al guarda que se cuadraba en las puertas envueltas en alambre de púas. Era lindo en primavera cuando todo era tan joven y verde, caminar entre los centenarios tilos de la arboleda de Mavrino rodeado por un séquito de capitanes y mayores. Sus superiores no habían exigido nada de Yakonov aún; sólo interminables planes en borrador y el cumplimiento de las promesas de las "Obligaciones Socialistas." Y el cuerno de la abundancia había vaciado su munificencia en el Instituto Mavrino: piezas de radio importadas y de industria soviética, equipos, mobiliario, una biblioteca técnica de 30.000 ejemplares, de reciente aparición, especialistas recluidos sacados de los campos de concentración, los mejores oficiales de seguridad y supervisores de archivos (siempre "gallitos del lugar" en proyectos secretos), y finalmente un férreo cuerpo de guardias especiales. Era necesario reparar el viejo edificio y edificar nuevos: un cuartel para el personal de la prisión especial, para talleres experimentales de máquinas, y para la época en que los tilos estuvieran en flor amarilla y perfume dulce, la plañidera y fúnebre conversación de los incapaces alemanes POW en sus túnicas tipo lagarto, se dejaría oír a la sombra de los antiguos gigantes.
Los fascistas haraganes de su cuarto año de prisión de post guerra no tenían deseo alguno de trabajar. A los ojos de los rusos era insoportable verlos descargar ladrillos de los camiones, despacito y cuidadosamente, como si los ladrillos fueran hechos de cristal, pasando cada uno de mano en mano hasta que lo amontonaban en la pila. Mientras instalaban radiadores en las ventanas y rehacían los pisos podridos, los alemanes rondaban por los cuartos super secretos y leían malhumorados las inscripciones alemanas e inglesas sobre los equipos. Cualquier escolar alemán podría haber adivinado qué tipo de laboratorio era aquél. Rubin adelantó todo esto en un informe al coronel de Ingenieros, y su informe fue muy preciso. Pero era también muy inconveniente para los oficiales jefes de seguridad Shikin y Myshin (conocidos entre los prisioneros, – colectivamente como Shishkin-Myshkin), porque ¿qué se le podía hacer ahora? ¿Iban ellos a denunciar su propio descuido a las altas autoridades? Y ya era demasiado tarde, de cualquier forma, para corregir las cosas, porque los prisioneros de guerra habían sido repatriados y aquellos que fueron a Alemania Occidental, podrían, sí uno se detuviera a pensar, delatar la ubicación del instituto y la disposición de los laboratorios industriales a cualquiera que le interesase. Por lo tanto, sin difundir el informe de Rubín, el comandantemayor Shikin insistió en que ningún taller del instituto debía saber los secretos de cualquiera de los otros, tanto como desconocerían las novedades del mercado de la isla de Madagascar. Si oficiales de otras divisiones del mismo ministerio salían a buscar al coronel de Ingenieros por trabajos del ministerio, no le era permitido divulgar la dirección de su instituto; para preservar este inviolable secreto se reunía con ellos en el Lubyanka.
Cuando los alemanes fueron enviados de vuelta a sus hogares, trajeron zeks para reemplazarlos, exactamente como aquéllos de la sharashka, salvo que sus ropas estaban sucias y rotas y no recibían pan blanco. Ahora bajo los tilos resonaban las grandes maldiciones del campo de concentración, algunas veces justificadas y otras no, lo que les recordaba a los zeks de la sharashkasu leal Madre patria, y su propio implacable destino. Los ladrillos fueron arrancados de los camiones como por ráfagas de viento, de modo que casi ninguno quedaba entero. Con un grito de ¡uno, dos, tres arriba! los zeks levantaban una campana de madera terciada hasta el interior del camión. Se encaramaban bajo ella siendo encerrados adentro y conducidos por las calles de Moscú, abrazándose alegremente a las jóvenes que los injuriaban. Así, cada noche encerrados todos bajo la campana eran llevados a su campamento.
Y así, en este castillo encantado, separado de la capital y de sus mal informados habitantes por una mágica tierra de nadie, estos lémures en sus negras chaquetas acolchadas forjaron cambios fabulosos: un abastecimiento de agua, un sistema de cloacas, calefacción central y canteros de flores.
Mientras tanto esta privilegiada institución estaba creciendo y expandiéndose. El instituto Mavrino tomó bajo su ala otro instituto de investigación más, con personal suficiente que había sido contratado en trabajo similar. Este instituto vino completo, con escritorios, mesas, gabinetes, y archivos de documentos; el tipo de material que se vuelve obsoleto no en años sino en meses, y su jefe, mayor de Ingenieros Roitman, se trasformó en el remplazante de Yakonov. Desgraciadamente, el creador, inspirador, y protector del reciente instituto, coronel Yakov Ivanovich Mamurin, el jefe de Comunicaciones Especiales y uno de los más importantes oficiales del gobierno, había desaparecido anteriormente bajo trágicas circunstancias.
Ocurrió, que el Líder de toda Humanidad Progresista habló una vez con la provincia Yañ-mañ y se mostró insatisfecho con los chillidos e interrupciones del teléfono. Lo llamó a Beria y dijo en georgiano: ¡Lavrenty! ¿Qué clase de idiota tienes como jefe de comunicaciones? ¡Despréndete de él!