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En el primer cí­rculo
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Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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¡Pero cuántos defectos tenía! Él teniente coronel comenzó a reprenderlo. Recordaba en detalle qué omisiones habían habido en el curso de su pasado período de tarea. Se había soltado a los zeks para el trabajo matinal dos minutos más tarde; muchos de sus camastros estaban mal tendidos; Nadelashin había fallado en demostrar la debida firmeza al no hacer volver a estos prisioneros y ordenarles que rehicieran sus lechos. Ya se le había hablado sobre esto en su momento. Pero no importaba cuan a menudo uno hablara a Nadelashin; era como golpear la cabeza contra una piedra. ¿Y qué había ocurrido durante el período de ejercicios de la mañana? El joven Doronin había estado parado sobre el límite mismo del área de ejercicio, mirando fijamente el área de más allá, hacia afuera del invernáculo, que después de todo era un área de quebrada tierra, con una pequeña pendiente, muy conveniente para huir. Y la sentencia de Doronin era de veinticinco años; en sus antecedentes se incluía falsificación de documentos, fue buscado por la policía dos años. Nadie en el destacamento le había dicho a Doronin que siguiese su ronda sin detenerse. ¿Y adonde había ido Gerasimovich? Había salido como si nada en dirección a la tienda de máquinas detrás de los tilos. ¿Y cuál era el crimen de Gerasimovich? Gerasimovich estaba en su segundo término —había sido mandado a la cárcel por el artículo 58, IA, Sección 19—. En otras palabras, intento de traición a la patria. No había llegado es verdad a cometerla, pero había sido incapaz de probar que cuando llegó a Leningrado durante los primeros días de la guerra, no era para esperar ahí a los alemanes. ¿Había olvidado Nadelashin que era obligatorio estudiar y conocer a los prisioneros, ya fuera por observación directa o por sus fichas personales? Finalmente, ¿qué clase de apariencia ofrecía el mismo Nadelashin? Su camisa de campo no estaba tirante —Nadelashin la estiró hacia abajo—. La estrella de su gorro, estaba torcida —Nadelashin la corrigió—. Saludaba como una mujer campesina. No era de extrañar, pues, que los prisioneros hicieran sus lechos incorrectamente cuando Nadelashin estaba de servicio. Camas mal hechas eran una brecha peligrosa en la disciplina de una prisión. Camas mal hechas hoy y mañana se rehusarían a trabajar.

El teniente coronel procedió después a dar sus órdenes. Los guardias designados a acompañar a los prisioneros en sus días de visita se reunirían en el tercer cuarto para recibir instrucciones... Que se dejase a Nerzhin en el corredor entretanto. Nadelashin fue despedido.

Salió hecho pedazos. Sinceramente se arrepentía cada vez que oía a sus superiores. Reconocía la justicia de sus acusaciones y reprensiones y se prometía no repetir sus faltas. Pero su trabajo proseguía y de nuevo debía chocar contra la voluntad de docenas de prisioneros, todos presionándolo en diferentes direcciones, rogando cada uno su pedacito de libertad, que Nadelashin no podía rehusarles, esperando que esas cosas pasarían inadvertidas.

Klimentiev tomó su pluma y cruzó la nota "Árbol de Navidad" sobre el calendario de su escritorio. Había tomado su decisión ayer.

Nunca hubo "Árbol de Navidad" en las prisiones especiales. Klimentiev no pudo recordar tal milagro. Pero los prisioneros, aquellos que hacían peso, habían pedido con insistencia que hubiese un Árbol de Navidad aquel año. Y Klimentiev había comenzado a pensar: ¿Por qué razón, después de todo, no permitirlo? Era obvio que nada malo podía resultar de un árbol; no iba a haber un incendio —justamente aquí donde todos eran profesores de ingeniería eléctrica—. Y era muy importante que en vísperas de Año Nuevo, cuando todos los empleados libres salían para disfrutar de un tiempo feliz en Moscú, se les concediera algo moderado aquí también. Sabía que las vísperas de fiesta eran las más difíciles para los prisioneros; siempre había alguno capaz de hacer algo desesperado o insensato. Por eso la noche antes había telefoneado a la administración de la prisión —a la que estaba directamente subordinado– y había discutido el Árbol de Navidad. Existía una prohibición en las leyes de la prisión sobre los instrumentos musicales, pero no pudieron encontrar nada acerca de los árboles de Año Nuevo. Por lo tanto, no lo aprobaban oficialmente, ni lo prohibían formalmente. Largos e infalibles servicios dejaban constancia y otorgaban autoridad a los actos del teniente coronel Klimentiev. Klimentiev ya había decidido esa noche, en la escalera del subterráneo, camino de su casa, permitir de una vez por todas, que hubiese Árbol de Navidad.

Entrando en el subterráneo había pensado en sí mismo con satisfacción; después de todo, era inteligente, una persona de negocios y no un cerrado burocrático; más aún, una persona bondadosa; los prisioneros nunca apreciarían esto ni sabrían quién había deseado permitirles el árbol de Año Nuevo y quién no.

Por alguna razón Klimentiev se sintió tan bueno acerca de su decisión que se olvidó de abrirse camino con los otros moscovitas y tuvo que tomar justo el último coche antes de que se cerraran las puertas automáticas. No intentó abalanzarse a ningún asiento sino que se tomó de la agarradera niquelada y se puso a reflexionar sobre su imagen reflejada en los gratos vidrios de la ventanilla contra la oscuridad del túnel que hacían pedazos los interminables tubos y cables. Después su mirada se trasladó a una joven sentada cerca. Estaba vestida cuidadosamente pero sin lujo, con un saco negro imitando caracul y un gorro del mismo material. Una pequeña y repleta valija necesaire estaba sobre sus rodillas. Mirándola, Klimentiev pensó que tenía un rostro agradable, pero cansado y una mirada poco común en una mujer joven, falta de interés en todo cuanto la rodeaba.

En ese mismo momento la mujer lo miró, y sus miradas se cruzaron sin expresión por el tiempo exacto en que pueden dos pasajeros mirarse uno al otro. En ese instante la mirada de la mujer se volvió alerta, como si una pregunta inquietante e incierta la atravesara. Klimentiev trató de ubicar esa cara como asunto de rutina profesional; recordó de quién era, y fue incapaz de ocultar el hecho de que la reconociese. Ella se dio cuenta de su duda y evidentemente vio confirmada la suya.

Era la mujer del prisionero Nerzhin. Klimentiev la había visto durante su visita a la prisión de Taganka.

Ella frunció el entrecejo, apartó los ojos, y de nuevo los volvió a Klimentiev. Él hizo como que miraba fijo dentro del túnel, pero con el rabo del ojo sentía que ella lo observaba. De pronto, dejó su asiento con determinación y vino hacia él, que se vio forzado a hacerle frente.

A pesar de haberse levantado con tanta decisión, después de hacerlo perdió su desenvoltura y el equilibrio relativo con que dentro de un subterráneo se viaja con un pesado maletín; parecía quererle ofrecer su asiento. Sobre ella pesaba el desdichado destino de todas las mujeres de presos políticos. Es decir, las esposas, de los enemigos del pueblo. No importaba a quién ellas suplicasen, adonde pudiesen ir, una vez que su desgraciado matrimonio se conocía, era como si arrastrasen detrás de ellas la imborrable vergüenza de los maridos. A los ojos de cada uno parecían compartir la carga de vergüenza de las negras maldades de aquél a quien alguna vez confiaron su destino. Las mujeres comenzaban a sentir que eran realmente culpables, cosa que sus maridos – los enemigos del pueblo– acostumbrados a la situación, no sentían.

Parada junto a él, de manera que pudiera oír sus palabras, a pesar del ruido del tren, la mujer le preguntó: —camarada teniente coronel ¡perdóneme! ¿es usted... superior de mi marido? ¿o me equivoco?

Durante sus muchos años de servicio como oficial de la prisión toda clase de mujeres se habían parado delante de él, sin que viera nada de particular en sus apariencias tímidas y obsecuentes. Pero aquí en el subterráneo, aunque ella hablaba con mucho cuidado, esta mujer rogando delante de él, ante los ojos de todos, resultaba impropio.

—¿Usted... por qué se ha puesto de pie? Siéntese, siéntese, le dijo confundido, tratando de tomarla por el codo para hacerla sentar.

—No, no, esto no tiene importancia, dijo la mujer, apartándose algo y mirando al teniente coronel con insistente mirada, casi fanática. – ¡Dígame porque no han habido visitas en todo un año! ¿Por qué no puedo verlo? ¡Cuándo podré? ¡Dígamelo!

Era como si un grano de arena hubiese golpeado otro grano de arena a cuarenta pasos. La semana antes, la administración de la prisión del M.G.B. había enviado el permiso al zek Nerzhin, entre otros, para visitar a su mujer el domingo, 25 de diciembre de 1949, en la prisión Lefortevo. Pero junto con este permiso llegó el anuncio de la prohibición de enviar el aviso a "poste restante" como lo pidió el recluso.

Nerzhin había sido llamado en su momento y se le había preguntado acerca de la verdadera dirección de su mujer.

Murmuró que no la conocía. Klimentiev estaba bien aleccionado sobre los estatutos de la prisión para no revelar nunca la verdad a los prisioneros y no esperaba mayor honestidad de ellos. Nerzhin desde luego, conocía la dirección de su mujer, pero no quería decirla, y era claro que no quería decirla por la misma razón que la administración de la prisión no permitía el envío a "poste restante". Los anuncios de las visitas próximas se hacían por tarjetas postales: "Le ha sido permitido una visita con su marido en tal y tal prisión". No sólo eso sino que la dirección de la esposa se registraba en M.G.B. El ministerio hacía cuanto podía para que tan pocas mujeres como fuese posible pudieran obtener aquellas tarjetas; los vecinos debían estar al tanto de cuanto se refería a las mujeres de los enemigos del pueblo; tales mujeres debían quedar en descubierto, aisladas, de la opinión sana de la población que las rodeaba, que era precisamente lo que las esposas temían. La mujer de Nerzhin hasta usaba un nombre diferente últimamente. Obviamente se ocultaba de la M.G.B., Klimentiev le había dicho a Nerzhin en su momento que eso quería decir que no habría visita. Y no envió el anuncio.

Y ahora su mujer estaba parada de manera tan molesta delante de él, mientras la gente en torno los miraba en silencio.

—No les está permitido usar "poste restante", le dijo en voz lo suficientemente alta como para que lo oyera solamente ella en el ruido del coche; —usted tiene que dar una dirección.

—¡Pero yo me voy! – los ojos de la mujer estaban trasformados por la animación—. ¡Me voy muy pronto! y no tengo dirección permanente.

Mentía a ojos vista.

Klimentiev pensó bajarse en la primera parada —y en el caso de que ella lo siguiera– explicarle a la entrada del subterráneo, donde siempre había menos gente, que esa molesta conversación era inadmisible.

La mujer del enemigo del pueblo parecía haber olvidado su irreparable culpa. Miraba fijo en los ojos al teniente coronel con una mirada seca, ardiente, suplicante, alucinada. Klimentiev estaba sorprendido con esa mirada. ¿Qué fuerza, se preguntaba a sí mismo, la obligaba tan terca y desesperadamente hacia una persona que no vería durante años y que sólo podía destruir toda su vida?

Me es muy necesario, aseguraba con ojos muy abiertos, que habían visto el titubeo en su cara.

Klimentiev recordó el papel que tenía en su caja fuerte de la prisión especial. Afirmando "El reforzamiento de la Retaguardia" se asestaba un nuevo golpe a los parientes que declinaban dar sus direcciones. El mayor Myshin había propuesto que el contenido del papel fuera anunciado a los prisioneros el lunes. Si esa mujer no veía a su marido mañana, si ella insistía en rehusarse a dar su dirección, no volvería a verlo en el futuro. Si él le hablara sobre la visita de mañana, ahora, aunque la notificación no hubiera sido formalmente enviada, y no hubiese sido registrada en el libro, ella podría venir a Lefortevo como por casualidad.

El tren se estaba deteniendo.

Todos aquellos pensamientos atravesaban veloces la cabeza del teniente coronel. Sabía que los mayores enemigos de los prisioneros eran los mismos prisioneros. Sabía que el mayor enemigo de cada mujer es la mujer misma. La gente no puede mantenerse callada ni siquiera para su propia salvación. Él ya había manifestado en el curso de su carrera, estúpida benignidad, algunas concesiones y nadie sabría nunca acerca de esto, pero aquellos que fueron favorecidos no supieron guardar el secreto.

No podía demostrar ningún ablandamiento.

Sin embargo, mientras el ronquido del tren aumentaba de volumen al aproximarse a la estación, y entrar en ella y a la vista de sus pálidos mármoles, Klimentiev dijo a la mujer: —Le es permitida la visita. Venga mañana a las 10 a. m. No dijo "Prisión Lefortevo", pues muchos pasajeros ya se apiñaban hacia las puertas parados alrededor de él. ¿Sabe usted donde queda la Pendiente de Lefortevo?

—¡Sí sé! ¡sé! – dijo la mujer asintiendo con gratitud.

Y ahora esos ojos antes secos se llenaron súbitamente de lágrimas.

Esquivando esas lágrimas, aquella gratitud y toda aquella insensatez, Klimentiev salió a la plataforma para cambiarse a otro tren.

Estaba sorprendido de lo que había dicho que haría y se sentía fastidiado consigo mismo.

El teniente coronel dejó a Nerzhin esperando en el corredor de la oficina principal del cuartel a causa de que Nerzhin era un prisionero insolente, que siempre trataba de buscar la manera de salirse de lo que era la ley.

El cálculo del teniente coronel era correcto: Nerzhin, después de estar parado un largo rato en el corredor, no solamente había abandonado toda esperanza de que se le concediese una visita, sino que, acostumbrado como estaba a toda clase de infortunios, esperaba que algo malo le ocurriese.

Por eso fue el más sorprendido al saber que dentro de una hora saldría para una visita. De acuerdo con el alto código de ética de los prisioneros, implantado por cada uno de ellos con el otro, se podía no demostrar alegría ni siquiera satisfacción, sino preguntar con indiferencia a qué hora exactamente se debía estar listo, para salir. Pero el cambio fue tan brusco y la felicidad tan intensa que Nerzhin no pudo contenerse, y, radiante de placer, agradeció al teniente coronel con calor.

El teniente coronel no movió un músculo de su cara.

Inmediatamente salió a impartir las órdenes detalladas a los guardias que estaban designados para la visita.

Las indicaciones incluían una serie de pormenores: recordarles la importancia y el absoluto secreto del "objetivo"; una explicación sobre la incorregibilidad de los criminales del estado que saldrían de visita hoy; su único y obcecado deseo de usar esta entrevista para trasmitir secretos de estado en su posesión a través de sus mujeres a los U.S.A. (los guardias no tenían siquiera una idea aproximada de quiénes estaban trabajando entre las paredes de los laboratorios, y era fácil llenarlos de terror sobre que un pedazo de papel, trasmitido desde Mavrino, pudiese destruir todo el país). Después seguía la lista de los posibles lugares secretos donde podían esconderse cosas: en ropas, zapatos y métodos conocidos de ellos. (Las ropas, incidentalmente, eran puestas en circulación una hora antes de las visitas, ropas especiales solamente para ser mostradas). Un período de preguntas y respuestas comprobaban si las instrucciones habían ido bien comprendidas.

Entonces, como último ítem, se daban varios ejemplos del desarrollo que las conversaciones podían tener, cómo se las debía escuchar y cortar si eran sobre algo que no fuese personal y familiar. El teniente coronel Klimentiev conocía los reglamentos y amaba el orden.


UN PERPLEJO ROBOT



En su apuro por ganar el dormitorio de la prisión, Nerzhin casi aplasta al teniente primero Nadelashin en el oscuro corredor. La ordinaria toallita tejida estaba todavía colgando de su cuello bajo su saco acolchado.

Por la asombrosa capacidad humana, todo había cambiado instantáneamente dentro de Nerzhin. Hacía cinco minutos mientras parado en el corredor esperaba, sus treinta años de vida le habían parecido una insignificante y dolorosa cadena de fracasos en la que no había tenido la fuerza de desenvolverse solo. El peor de estos fracasos le parecía ser su partida para la guerra, en seguida de su matrimonio, después su arresto, y la larga separación de su esposa. Claramente veía como una fatalidad, predestinado a ser pisoteado, el amor entre ellos.

Pero vino el anuncio de la visita a mediodía de hoy y sus treinta años de vida aparecieron bajo la luz de un nuevo sol: tensa como la cuerda de un arco; una vida lleva de significado en las cosas grandes y las pequeñas: una vida a grandes saltos de un éxito a otro, donde los pasos inesperados que lo conducían a su meta eran la partida hacia la guerra y su arresto, y la larga separación de su esposa. Visto desde afuera parecía una gran desdicha pero Nerzhin estaba feliz secretamente de su infelicidad. La bebía como agua de primavera. Aquí había aprendido a conocer la gente y los hechos como no hubiera podido en ninguna otra parte sobre la tierra. Y ciertamente no, en la callada, bien alimentada vida doméstica. Desde su juventud, Gleb Nerzhin había temido más que nada el estancamiento en la vida diaria. Cómo el proverbio decía: No es el mar el que te ahoga, es el charco.

¡Estaría con su mujer de nuevo! La unión de sus almas era permanente ¿Una visita? ¿Y en su cumpleaños? Y especialmente después de su conversación con Yakonov ayer. Nunca tendría otra visita, así que hoy era más importante que nunca. ¡Sus pensamientos volaban como flechas de fuego: no debía olvidarse de mencionar esto; debía recordar de hablar de aquello, acerca de esto, y acerca de aquello, también!

Corría dentro de la habitación semicircular donde los prisioneros estaban dándose prisa ruidosamente, algunos de regreso del desayuno, algunos camino a lavarse; Valentulya Pryanchikov sentado en ropa interior, después de quitar la frazada sobre su cama, con los brazos extendidos mientras relataba sonriente su conversación de la noche con el jefe nocturno, describiendo cómo más tarde se aclaró que era el ministro. Nerzhin detestaba escuchar a Valentulya. Pero era un delicioso momento de su vida, cuando uno estalla con cantos, cuando cien años parecen demasiado cortos para remoldear todo. Y no podía omitir un desayuno; un prisionero no siempre tiene desayuno. De todos modos, la historia de Valentulya estaba alcanzando su poco glorioso final. La habitación le dictó su veredicto: era barato y ruin, puesto que no había hablado a Abakumov acerca de las esenciales necesidades de los prisioneros. Aquél trató de alejarse gritando, pero cinco verdugos voluntarios lo despojaron de sus calzoncillos y en medio de la grita general, vocerío y risas lo persiguieron alrededor de la habitación, golpeándolo con sus cinturones, salpicándolo con té caliente.

En la tarima más baja, a lo largo del camino de pasaje a la ventana central, debajo de la tarima de Nerzhin y a través de la vacía de Valentulya, Andrés Andrevich Potapov estaba tomando su té matinal. Observando el juego general, reía hasta que las lágrimas le subieron a los ojos, salpicándole los anteojos. Antes de que despertaran los demás, la cama de Potapov ya estaba hecha; como un paralelepípedo regular. En ese momento extendió una finísima capa de manteca sobre el pan; no compraba nada en la tienda de la prisión pues trataba de enviar todo el dinero que ganaba a su "vieja". (De acuerdo al standard de la sharashkaa él se le pagaba una alta suma, 150 rublos al mes, tres veces menos que a una mujer para trabajos domésticos, en libertad; era irremplazable especialista y estaba en los buenos libros de sus jefes).

Nerzhin dejó caer su saco acolchado en la corrida, lo tiró sobre su cama todavía sin tender y, saludando a Potapov pero sin esperar respuesta, corrió a desayunar.

Potapov era el ingeniero que había confesado durante su interrogatorio, y firmado la confesión, y confirmado en su juicio que personalmente había vendido a los germanos —y muy barato– el ornamento del Plan Quinquenal Stalinista, Dnepreges, la Estación de Poder Hidroeléctrico del Dniéper —aunque había sido demolida cuando él lo vendió a ellos—. Gracias solamente a la merced de una corte muy humana, la sentencia de Potapov por su increíble y sin igual crimen tuvo sólo diez años de prisión, seguidos de la pérdida de sus derechos por cinco años, lo que en el lenguaje de los prisioneros se llamaba "diez, más cinco en los cuernos".

Nadie que hubiera conocido a Potapov en su juventud, y menos todavía el mismo Potapov, hubiera soñado que a los cuarenta y cinco sería arrojado en prisión por política. Los amigos de Potapov, justificadamente lo llamaban un robot. La vida entera de Potapov era su trabajo, y hasta los tres días de fiesta lo aburrían. Solamente había tomado una vacación en su vida, cuando se casó. En los años siguientes, nunca pudo encontrar a nadie que lo reemplazara y voluntariamente renunciaba a sus vacaciones. Cuando hubo escasez de pan, o de vegetales, o azúcar, él apenas se daba cuenta de aquello. Corría un agujero de su cinturón, lo apretaba y continuaba preocupado con la sola cosa en el mundo que le interesaba: trasmisión de alto voltaje. A aquellos que no creaban nada con sus manos pero que trabajaban solamente con sus lenguas, Potapov no los miraba siquiera como a gente. Había dirigido todos los cálculos eléctricos en Dneprostroi, se había casado en Dneprostroi, y a la vida de su mujer, como a la suya propia habían alimentado la insaciable hoguera de aquellos años.

En 1941, mientras construían otra estación, Potapov tuvo una excepción de servicio militar. Pero sabiendo que Dneproges, la creación de su juventud, había sido volada, dijo a su mujer: —Katya, después de todo yo debo ir.

Ella le respondió: —Sí, Andryusha, debes.

Y así fue Potapov con sus anteojos menos tres dioptrías, con el cinturón retorcido, una camisa arrugada, con sus insignias de oficial y la funda de su pistola vacía. En el segundo año de esa buena preparación para la guerra no habían todavía bastantes armas para oficiales. Abajo de Kastornoye, en medio del humo del centeno en llamas y del calor de julio, fue tomado prisionero. Escapó, pero no pudo alcanzar su propia línea y fue apresado por segunda vez. Escapó de nuevo, pero en campo abierto fue tomado por tercera vez por un destacamento de paracaidistas (todas las veces sin armas).

Atravesó los canibalistas campos de Novograd-Volynsk y Chenstokhov, donde los prisioneros comían la corteza de los árboles, hierba, y a sus camaradas muertos. De tales campos los germanos de pronto lo llevaron a Berlín, y allí una persona (atento, pero bastardo) que hablaba hermosamente el ruso le preguntó si era posible que fuese él mismo Potapov qué había estado en Dneprostoi. ¿Podía él demostrarlo, dibujando, por ejemplo, el diagrama para el conmutador del generador de allí?

El diagrama ampliamente publicado en todas partes y Potapov, sin hesitar lo dibujó. Habló por sí mismo acerca de ello en su interrogatorio, aunque no se lo había obligado a hacerlo.

Lo que hizo fue calificado en su sumario de "descubrir los secretos de Dneproges".

Aunque el caso contra él no incluía otra prosecución: el ruso desconocido que había por estos medios verificados la identidad de Potapov, le propuso firmara una declaración de estar listo para reconstruir Dneproges —y que inmediatamente sería puesto en libertad– se le dará su ración de comida, dinero, y volvería a su propio y amado trabajo.

Cuando esta atrayente, hoja de papel fue puesta delante de él, un hondo pensamiento cruzó el arrugado rostro del robot. Sin golpear su pecho y sin proferir orgullosas palabras, sin pretender ejercer sus derechos de convertirse en un héroe póstumo de la Unión Soviética, modestamente replicó: —Pero ustedes deben comprender que he firmado un juramento. Y si firmo esto. ¿No habría una contradicción?

De este modo, con dulce y antiteatral manera, Potapov escogió la muerte sobre el bienestar. "Muy bien, respetamos sus convicciones", replicó el desconocido ruso y envió de nuevo a Potapov al campo de los caníbales.

Es por eso que el tribunal soviético no juzgó a Potapov y le dio solamente diez años. El ingeniero Markushex, por el contrario, firmó una declaración similar y se puso a trabajar para los germanos. Y la corte le dio los mismos diez años. Esa era la firma de Stalin; aquella ecuanimidad magnífica con amigos y enemigos que lo hacían único en toda la historia humana.

La corte no le aumentó la sentencia a Potapov por haber entrado a Berlín en 1945, en un tanque soviético con sus anteojos rotos y atados sosteniendo un fusil automático.

De tal modo, Potapov salió bastante bien con "diez años, y cinco en los cuernos".

Nerzhin volvió del desayuno, se sacó los zapatos, y subió a su tarima, balanceándose junto con Potapov. Tenía por delante su diaria hazaña acrobática —hacer su cama sin arrugarla, parado desde allí. Pero cuando movió a un lado la almohada, encontró debajo de ella una caja de cigarrillos hecha de plástico trasparente color rojo oscuro, bien llena con doce cigarrillos Belomorkanal, entrelazados con una tira de papel donde estaba escrito con letras de imprenta:



Así es como él mató diez años


consumiendo la flor de la vida.


No podía equivocarse. En toda la sharashkasolamente Potapov combinaba el talento para semejante manualidad con la total memoria de pasajes de Evgeny Onegrinque había conservado desde sus días de colegio.

—¡Andreich! – dijo Nerzhin, bajando su cabeza de debajo de la tarima.

Potapov había concluido de beber su té, había abierto el diario y estaba leyéndolo sentado de manera de no deshacer su cama.

—¿Bien, qué es? – murmuró.

—¿Es esto obra de sus manos?

—No sé. Usted lo encontró —trataba de no sonreír.

—¡Andreich! – gritó con pesadez Nerzhin—. ¿Esto es un sueño?

La delicada arruga de astucia aumentaba y se ahondaba en el rostro de Potapov. Ajustándose los anteojos, replicó: —Cuando estaba en Lubyanka con el duque Esterhazy, ambos en una celda, sacando los cubos de la letrina cada día, y él en los días impares, yo le enseñaba el ruso por medio de los Reglamentos de la Prisióncolgados en las paredes. Para su cumpleaños yo le di tres botones que confeccioné con el pan; a él le cortaron todos y juró que nunca recibió regalo más oportuno de ningún Habsburgo.

De acuerdo a la clasificación vocal, la de Potapov se definía como "desentonada y cascada".

Todavía sobre su tarjeta, Nerzhin miraba cálidamente la cara marcada de surcos de Potapov. Cuando llevaba puesto los anteojos, no representaba más de sus cuarenta y cinco años y hasta tenía apariencia enérgica. Pero cuando se los sacaba, la profunda cavidad oscura de sus ojos le daba el aspecto de una calavera.

—Me confunde, Andreich. Después de todo yo no puedo darle nada semejante. No tengo manos como las suyas. ¿Cómo ha podido acordarse de mi cumpleaños?

—No se preocupe, – replicó Potapov—. ¿Qué otra fecha notable nos queda en la vida? Ambos pestañearon.

—¿Quiere té? – preguntó Potapov—. Tengo una marca especial.

—No Andreich, no necesito té. Voy a salir de visita.

—¡Magnífico! – dijo Potapov complacido—. ¿Con su "vieja"?

—¡Sí!

—Esa es la cosa; Ven Valentulya, no me grite en la oreja.

—¿Qué derecho tiene una persona de burlarse de otra?

—¿Qué hay en el diario, Andreich? – preguntó Nerzhin. Potapov, miró a Nerzhin con sus apagados ojos estrábicos de ucraniano todavía colgado de su tarima:



Las fábulas de la musa británica


molestan el sueño de la doncella.


Más de tres años habían pasado desde que Nerzhin y Potapov se habían encontrado en la prisión de Butyoskaya en una ruidosa, superpoblada celda, casi a oscuras hasta en el mes de julio. Allí, en el segundo verano después de la guerra, la vida de muchas personas diferentes se había cruzado. Recién llegados de Europa pasaron a través de aquella celda, fornidos prisioneros rusos que habían conseguido trocar la prisión germana por una prisión natal; golpeados y crispados presos de los campos, en tránsito desde las cuevas de GULAG al oasis de la sharashka. Cuando hubo entrado en la celda, Nerzhin se arrastró a ciegas bajo el tablón de la cama. (Los tablones de la cama eran tan bajos que no se podía pasar bajo ellos con todas las pieles sino arrastrándose apenas sobre el estómago y los codos). Allí sobre el sucio piso de asfalto, con los ojos todavía desacostumbrados a la oscuridad, preguntó jovialmente: —¿Quién es el último, amigos?

Y una voz desentonada y cascada le respondió —Cu-cu. Usted se acuesta detrás de mí.

Día tras día, mientras los prisioneros eran sacados de la celda para ser trasportados, ellos se movían bajo los tablones de la cama, "del cubo de la letrina a la ventana"; en la tercera semana retrocedieron "de la ventana al cubo de la letrina"; pero esta vez desde la cima de los tablones camas. Más tarde se movieron de nuevo a través de los catres de madera, a la ventana. De este modo se había creado esa amistad, a pesar de las diferencias de edad, historia personal y gustos.

Fue entonces, en los últimos meses de deliberación después del juicio, que Potapov admitió a Nerzhin que nunca le hubiera sucedido que la política le preocupara, si los políticos no hubieran empezado a destrozarla.

Fue entonces, bajo la plancha de la cama de la prisión de Butyrskaya, que el robot se volvió perplejo por primera vez, algo que está bien reconocido no ser recomendable para los robots. No, no estaba arrepentido de haber rehusado pan germano, ni los tres años muerto de hambre, los tres años mortales de la prisión germana. Todavía consideraba inadmisible que los extranjeros juzgasen nuestras dificultades internas.

Pero la chispa de la duda se había encendido en él y había comenzado a arder. De algún modo, no podía comprender por qué se encarcelaba a la gente cuya única culpa era haber construido Dneproges.


CÓMO REMENDAR CALCETINES



A las 8 y 55 había una inspección en los cuartos de la prisión especial. Esta operación, que llevaba horas en los campos, con los zeks de pie en el frío, mandados de un lugar en otro, contados uno a uno, de a cinco, de a cien, a veces por brigada, se hacía rápido y sin sufrimientos aquí en la sharashka. Los zeks tomaban el té en sus mesas de noche; dos oficiales de turno, uno que abandonaba la guardia y otro que la tomaba entraban en la habitación; los zeks se paraban (algunos no se ponían en pie); el nuevo oficial atentamente contaba las cabezas; y entonces se daban las instrucciones y se oían con desgano las quejas.


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