Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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—¿Sabe algo sobre Parsifal? – le preguntó con voz emocionada.
—¿Algo que ver con Lohengrin?
—Su padre. El guardián del cáliz del Santo Graal.
—¿Hay una ópera de Wagner, no es cierto?
—El momento que yo he retratado no es para ser hallado en Wagner ni en von Eschenbach, sino que es el que me interesa a mí. Cualquiera puede experimentar tal momento cuando ve repentinamente la imagen de la perfección.
Kondrashev cerró los ojos y se mordió los labios. Estaba concentrado.
Nerzhin se preguntó por qué el cuadro que iba a ver sería tan pequeño.
El artista abrió los ojos. – Es sólo un estudio. Un estudio para el cuadro principal de mi vida. Probablemente nunca lo pinte. Este es el momento en que Parsifal ve por primera vez el castillo: ¡El Castillo del Santo Graal!
Colocó el estudio en un caballete delante de Nerzhin, conservando su mirada fija sobre el mismo. Levantó las manos hasta los ojos, como si estuviera protegiéndolos de una luz. Retrocediendo, tropezó con el primer peldaño de la escalera y casi se cae.
El cuadro era el doble de alto que de ancho. Representaba un desfiladero en forma de cuña, entre dos montañas escarpadas. En ambas laderas, derecha e izquierda, había un bosque espeso y ancestral. Helechos rastreros y arbustos hostiles y feos, habían invadido los riscos. En la parte superior izquierda, desde el bosque, un caballo gris claro llevaba un jinete con casco y capa. El corcel no temía al abismo y acababa de alzar su casco, listo, a la orden del jinete, para retroceder o saltar.
Pero el caballero no miraba el abismo. Perplejo y asombrado, estaba divisando a la distancia, donde un resplandor dorado, viniendo tal vez del sol o de algo más puro que el sol, inundaba el cielo tras un castillo. Éste se erguía en la cumbre de la montaña —que subía roca sobre roca trepando en escalones y torrecillas, visible desde el fondo de la garganta a través de la grieta y en la quebrada entre los riscos, los helechos y los árboles, apuntando como una aguja al cielo, irreal como tejido de nubes, vibrante y confuso, sin embargo, visible en los detalles de su perfección ultraterrena: el aureolado castillo del Santo Graal.
EL AGENTE DOBLE
Excepto el gordo Gustavo con sus orejas rosadas, Doronin era el zek más joven de la sharashka. Todavía aparecían en su cara granos de adolescente. Su naturalidad, su buena suerte, su ligereza, lo hacían querido por todos. En los pocos minutos que la administración concedía para volleyball, Ruska se entregaba al juego de todo corazón. Si los delanteros dejaban pasar la pelota, se zambullía desde atrás para devolverla, aunque se desollara las rodillas. A todos les gustaba su original sobrenombre, Ruska, que demostró ser justificado cuando, después de dos meses en la sharashka, su pelo, que había sido rapado en el campo, volvió a crecer enrulado y rubio.
Había sido traído desde un campo de Vorkuta porque figuraba en su registro oficial del GULAG como operario industrial. Pero resultó ser un falso operario y fue prontamente reemplazado por uno verdadero. Dvoyetyosov lo salvó de que lo retornaran al campo y le enseñó a manejar la pequeña bomba al vacío. Como era imitativo, Ruska aprendió pronto. Para él la sharashkaera como una casa de descanso, y quería quedarse allí. En el campo había tenido que soportar toda clase de adversidades, que ahora relataba con alegre ardor: cómo casi había muerto en una mina húmeda, cómo había simulado fiebre diaria colocando piedras calientes en sus axilas. (Cuando trataron de descubrirlo usando dos termómetros, encontró piedras de tamaños similares, de modo que los termómetros no demostraran una diferencia mayor de una décima).
Pero recordando el pasado con risas —un pasado al cual acudiría una y otra vez en los veinticinco años siguientes– Ruska contó sólo a unos pocos, bajo secreto, su hazaña principal; haber engañado durante dos años a los cazadores nacionales de fugitivos.
Hasta un día de septiembre, Ruska no se destacaba particularmente entre la abigarrada multitud de los habitantes de la sharashka. Ese día, con una mirada de conspirador, se fue acercando a veinte de los zeks más influyentes de la sharashka, aquellos que representaban lo opinión pública. Comunicó excitado, a cada uno de ellos, que esa mañana el mayor Shikin, el oficial de seguridad, lo había enrolado como delator y que él había aceptado, con idea de hacer uso de tal situación.
Pese al hecho de que el legajo personal de Rostilav Doronin estaba salpicado con cinco apellidos falsos, tildes, letras y signos cifrados indicando que era peligroso, predispuesto a fugarse y debía ser esposado cuando era trasladado de un lugar a otro, el mayor Shikin, deseoso de ampliar su equipo de soplones, había decidido que Doronin, siendo joven, debía ser inestable, que ambicionaba que le fuera permitido quedarse en la sharashkay que por consiguiente sería leal al oficial de seguridad.
Secretamente llamado a la oficina de Shikin —primero eran llamados a la secretaría, y les decían, "sí, sí, vaya a ver al mayor Shikin"– estuvo allí tres horas. Durante todo este tiempo, mientras escuchaba las tediosas instrucciones y explicaciones del policía, los ojos agudos de Ruska no sólo estudiaban la cabezota del mayor, con el pelo encanecido a fuerza de recoger denuncias y calumnias, su cara oscura, sus manos pequeñas, sus zapatos infantiles, el juego de escritorio de mármol y las cortinas de seda, sino que también leía, del revés, desde cinco pies de distancia, los títulos de las carpetas y los papeles bajo el vidrio del escritorio de Shikin, y advertía qué documentos guardaba en la caja fuerte y cuáles conservaba en el escritorio.
Mientras observaba estas cosas, Ruska fijaba sus ojos azules en los del mayor y asentía con la cabeza. Tras esta melancólica inocencia, bullían planes aventurados, pero el oficial de seguridad, acostumbrado a la monotonía gris de la sumisión humana, no podía adivinarlo.
Ruska entendió que Shikin podía devolverlo a Vorkuta si se negaba a convertirse en delator.
Ruska y su generación habían sido enseñados a creer que la "misericordia" era un sentimiento vergonzoso, que la "bondad" era risible y que la "conciencia" era jerga clerical. A la vez les enseñaron que la delación era un deber patriótico, que era lo mejor que podía hacerse para ayudar al denunciado, y que mejoraría la salud social. No es que Ruska estuviera convencido de todo esto, pero algún efecto le había hecho. Para él la cuestión principal no era lo malo o inaceptable de convertirse en un delator, sino adonde podía esto conducirlo. Enriquecido por una experiencia turbulenta, por muchos choques y violentas discusiones en los presidios, – este joven podía imaginarse todos aquellos archivos siendo abiertos y todos los Shirkins sometidos a Tribunales de infamia.
Se dio cuenta así de que, a la larga sería tan peligroso cooperar con el "policía" como en este momento negarse a hacerlo.
Pero, por encima de tales consideraciones, Ruska tenía pasión por el juego. Mientras leía del revés los interesantes documentos bajo el vidrio del escritorio de Shikin, vibraba previendo la posibilidad de jugar por apuestas arriesgadas. Estaba aburrido de la falta de actividad en la acogedora monotonía de la sharashka.
Y cuando, por el afán de hacer parecer todo real, concretó cuánto recibiría en pago, aceptó ansioso.
Cuando Ruska se fue, Shikin, complacido por su propia penetración psicológica, se paseó por su oficina batiendo sus minúsculas palmas una contra otra; un delator tan entusiasta prometía una rica cosecha de denuncias. Por su parte, Ruska, no menos satisfecho, recorría los zeks de confianza confirmándoles que había aceptado ser un soplón por espíritu deportivo y que estudiaría los métodos del oficial de seguridad y revelaría quiénes eran los verdaderos delatores.
Los zeks, aún los más antiguos, no recordaban ningún precedente similar. Recelosamente preguntaron a Ruska por qué arriesgaba el pescuezo jactándose de ello. Él contestó: —Cuando llegue el día en que sea juzgada toda la pandilla, ustedes testificarán en mi favor.
Cada zek que lo supo se lo contó a uno o dos más, y sin embargo nadie denunció a Ruska ante el "policía". Así, cincuenta personas demostraron ser irreprochables.
Este acontecimiento excitó durante largo tiempo a la sharashka. Los zeks creyeron en Ruska y siguieron confiando en él, pero, como siempre, los hechos tomaron su propio curso intrínseco. Shikin exigía material, o sea denuncias. Ruska debía darle algo. Ruska recorrió sus confidentes y se quejó:– ¡Señores! Piensen cuánta más información debe existir, puesto que no ha pasado un mes y Shikin ya me presiona duramente. Por favor comprendan mi situación. Denme algún material.
Algunos no quisieron saber nada, otros lo ayudaron. Existía la decisión de terminar con cierta señora que trabajaba allí sólo por codicia, para agregar algunos rublos a los miles que el marido traía a casa.
Despreciaba a los zeks y había expresado la opinión de que debían ser todos fusilados. Hizo este comentario entre otros empleados libres, pero los zeks pronto se enteraron. Había denunciado personalmente dos zeks, uno por mantener relaciones con una de las chicas y otro por fabricar una valija con materiales del gobierno. Ruska, sin misericordia, la hizo objeto de una falsa denuncia, informando que había despachado cartas para los zeks y robado condensadores de los gabinetes. Aunque no presentó una sola prueba ante Shikin y pese a las protestas del marido, un coronel del MVD, el poder de la denuncia secreta, tan irresistible en nuestro país, surtió su efecto y la señora en cuestión fue despedida y debió partir llorando.
A veces Ruska denunciaba también a los zeks, pero por hechos insignificantes y advirtiéndolos previamente. Después dejó de advertirles y ellos tampoco le preguntaban. Entendían por instinto que seguía informando, pero sobre asuntos que prefería no admitir.
Ruska sufrió así el destino habitual de los agentes dobles. Como antes, nadie lo denunció a él ni al juego que estaba llevando, pero comenzaron a eludirlo. El hecho de que les dijera que Shikin —tenía un programa bajo el vidrio de su escritorio, mostrando las horas en que los soplones podían llegar sin ser citados —lo cual los hubiera dejado en evidencia– no compensaba, en forma alguna, su adherencia a la cofradía de los alcahuetes.
Nerzhin, que simpatizaba con Ruska y admiraba sus intrigas, no sospechaba que era él quien lo había denunciado por poseer un ejemplar de Esenin. Ruska nunca pudo suponer que la pérdida del libro le podía causar tanta pena. Pensó que el libro pertenecía a Nerzhin, que de todos modos sería descubierto, que nadie se lo quitaría y que en cambio Shikin podía ser atraído hacia otra pista mediante la imputación de que el libro hallado en la valija de Nerzhin probablemente le habría sido entregado por un empleado libre.
Con el gusto dulce salado del beso de Clara todavía en sus labios, Ruska salió al patio. La nieve en los tilos le parecía capullos y sentía el aire tan tibio como en primavera. En sus dos años de secretos rodeos, con todos sus pensamientos juveniles concentrados en burlar a los pesquisas que lo perseguían, nunca había buscado el amor de una mujer. Había entrado virgen a la prisión, y por las noches, tal pensamiento gravitaba sobre él como una pesada carga.
Pero en el patio, la vista de los edificios bajos y largos de la Dirección le recordaron que al día siguiente, en horas del almuerzo, quería montar un espectáculo. Había llegado el momento de anunciarlo; no podía haberlo hecho antes porque el proyecto podía fracasar. Envuelto en la admiración de Clara, que lo hacía sentirse triplemente capaz e inteligente, miró a su alrededor y vio a Rubin y Nerzhin en el límite más lejano del patio de ejercicios, junto a un tilo corpulento, y se dirigió decididamente hacia ellos. Su gorra estaba echada a un lado, y su pelo enrulado expuesto al aire apacible.
Al acercarse a ellos, Rubin se encontraba de espaldas, Nerzhin de frente. Evidentemente no estaban discutiendo temas triviales, porque Nerzhin parecía ceñudo y muy absorto. Mientras Ruska se aproximaba, Nerzhin no lo miró, no cambió su expresión en lo más mínimo ni interrumpió el ritmo de su conversación; no hizo un gesto, pero era indudable que las palabras que oyó Ruska no era parte de su diálogo.
—En principio, si un compositor escribe demasiado, estoy siempre predispuesto en su contra. Por ejemplo, Mozart compuso cuarenta y una sinfonías. ¿Es posible producir tanto y evitar obras apresuradas?
No, no confiaban en él. Esas palabras eran, por supuesto, un desvío, y advertían a Rubin que alguien se acercaba, porque se volvió. Viendo a Ruska dijo: —Oiga joven. ¿Qué piensa usted?, ¿son compatibles el genio y la villanía?– Rostislav contempló a Rubin con una mirada directa. Su cara reflejaba pureza y picardía. – En mi opinión no, Lev Grigorich, pero desde hace algún tiempo todos me evitan como si yo reuniera esas dos condiciones. Caballeros, he venido a hacerles una propuesta ¿les gustaría que yo denunciara durante el almuerzo de mañana a todos los Judas en el momento en que reciben sus treinta monedas de plata?
—¿Cómo puedes hacer eso?
—Bueno, ustedes conocen el principio general de una sociedad justa de que todo trabajo debe ser remunerado. Mañana cada Judas recibirá sus monedas de plata por el tercer trimestre del año.
Nerzhin expresó falsa indignación: ¡Qué ineficiencia! ¡Estamos ya en el cuarto trimestre y recién pagan el tercero! ¿Por qué esa demora?
—La lista de pagos debe ser aprobada por muchas instancias—, explicó Ruska en tono apologético. – Yo también recibiré el mío.
—¿Por qué te pagan el tercer trimestre? – preguntó Rubin sorprendido—. Después de todo sólo trabajaste la mitad de él.
—¿Y qué? ¡Me he distinguido! – dijo Ruska mirándolos con una sonrisa conquistadora.
—¿Así nomás, en efectivo?
—No, por Dios. Una orden de pago librada por una persona ficticia para ser depositada en tu cuenta personal. Me preguntaron a nombre de quién debían enviarla. Me dijeron si me gustaría de Ivan Ivanovich Ivanov. El cliché me desagradó, de modo que pregunté si podía provenir de Klava Kudryavtseva. Después de todo, es agradable pensar que una mujer se ocupa de uno.
—¿Y cuánto te pagan por el tercer trimestre?
—¡Esta es la parte más astuta! De acuerdo con la lista, el delator gana 150 rublos por trimestre. Pero por decoro, el dinero debe ser enviado por correo, y la oficina postal cobra una comisión de tres rublos. Los "policías" son tan tacaños que no agregan nada de sus bolsillos y tan perezosos que tampoco sugieren aumentar en tres rublos la paga de los informantes. Como nadie enviaría por correo una suma tan peculiar, los tres rublos faltantes son la marca de Judas. Mañana durante la hora del almuerzo pueden reunirse todos ustedes ante la dirección del personal y mirar las órdenes de pago de todos los que salen de la oficina de seguridad. Este país debiera llegar a conocer sus alcahuetes, ¿no les parece, caballeros?
LA VIDA NO ES UNA HISTORIA DE AMOR
Mientras los copos dispersos de nieve comenzaron a caer, uno por uno, en la oscura vereda de la calle del Descanso de los Marineros, en cuyos adoquines no quedaban ni rastros de la nieve de dos días anteriores, barrida por las ruedas de los automóviles, las chicas del cuarto 418 de la residencia estudiantil de Stromynka se estaban preparando para la noche del domingo.
La habitación 418 estaba en el tercer piso. Los nueve paneles de su ventanal rectangular miraban a la calle del Descanso de los Marineros. Contra las paredes, a derecha e izquierda, había tres catres en fila, estantes de mimbre con libros y mesas de noche. Dos escritorios ocupaban el centro del cuarto, dejando sólo dos angostos espacios entre ellos y los catres. El más próximo a la ventana era llamado "el escritorio de las tesis" y estaba abarrotado con libros, anotadores, dibujos y pilas de hojas mecanografiadas. En un rincón del mismo Olenka, una cabeza rubia, leía algunas de estas hojas. Algo más lejos estaba la mesa común, en la cual Muza escribía una carta y Lyuda, frente a un espejo, desenrollaba sus rulos. Los catres llegaban hasta cerca de la pared de la puerta, dejando espacio para perchas de un lado y para un lavabo del otro, oculto tras una cortina. Se suponía que las chicas debían lavarse en el fondo del corredor, pero lo encontraban muy frío y poco confortable.
La húngara, Erzhika, estaba recostada leyendo en el catre próximo al lavabo. Tenía puesta una bata que las chicas llamaban "la bandera brasilera". Tenía otras batas seductoras que encantaban a sus compañeras, pero cuando se mostraba en público se vestía con gran sobriedad, como si buscara deliberadamente no llamar la atención. Había tomado esta costumbre durante sus años de actividad secreta en Hungría.
El catre siguiente en la fila pertenecía a Lyuda y estaba en total desorden. Lyuda acababa de levantarse poco antes. La frazada y la sábana andaban por el suelo, en tanto que sobre la almohada estaban cuidadosamente colocados un vestido de seda azul recién planchado y un par de medias. Desde el escritorio Lyuda estaba contando a nadie en especial, porque nadie en especial la escuchaba —cómo la había cortejado un poeta español, sacado de su país cuando niño. Se acordaba con todo detalle del restaurante al cual él la había llevado, la orquesta que allí tocaba, los platos que les habían servido y las bebidas que habían tomado.
Con su mentón descansando en sus puños, pequeños y redondeados, Olenka trataba de leer sin escuchar a Lyuda. Por cierto le podría haber dicho que se callara, pero su difunta madre le había advertido: —Evita la gente peleadora; nunca se sabe hasta dónde puede llegar—. Ya sabían que cuando alguien trataba de detener a Lyuda, sólo conseguía, enardecerla. Lyuda no era realmente una estudiante graduada. Había terminado el Instituto Financiero y había venido a Moscú a seguir cursos de economía política. Provenía de una familia adinerada y aparentemente seguía esos cursos principalmente para divertirse.
Para Olenka los cuentos de Lyuda eran nauseabundos, por cuánto residían exclusivamente en los aspectos frívolos de la vida, cuyas únicas exigencias eran el dinero, el ocio, y el vacío del alma, y le parecía aún más repulsiva la noción primitiva de Lyuda, de que todo el sentido de la vida consiste en citas y relaciones con hombres.
Olenka creía firmemente que su desafortunada generación de mujeres —había, nacido en 1923– simplemente no, podía permitirse mirar las cosas de esa manera. Aceptar semejante idea significaba colgar toda su vida de una telaraña y pasar cada día esperando que se rompiera o bien descubrir que nunca había estado, unida a nada.
Sin embargo, esta dorada perspectiva acababa justamente de presentarse en la propia vida de Olenka, y sé balanceaba delante de ella como un columpio. Esta noche Olenka debía ir a un concierto con un hombre que le gustaba mucho. La perspectiva estaba allí, si la quería, y podía tomarla con las manos, pero tenía miedo de lanzarse por temor de que pudiera romperse.
Olenka todavía no había empezado a planchar su ropa para esa noche. Estaba terminando su lectura, no por sentido de obligación sino por auténtica fascinación. Estaba leyendo la tercera copia carbónica de un informe mal mecanografiado sobre las excavaciones realizadas ese otoño en Novgorod, después que ella regresó de allí. Se había pasado tarde a los estudios de arqueología, cuando ya comenzaba su quinto año. Quería trabajar en la historia con sus propias manos tanto como fuera posible, y desde la trasferencia estaba encantada con su decisión. Ese verano había tenido la suerte de desenterrar una carta escrita en la corteza de un abedul, un documento vivo del siglo XII. En ella, en "su" carta, habían sólo unas pocas palabras. Un marido le escribía a su mujer pidiéndole que enviara a Sashka con dos caballos a un determinado sitio en una determinada fecha. Pero para Olenka esas líneas que ella había desenterrado eran como un sonido de trompeta que partía la tierra, y eran mucho más importantes que las exaltadas frases de las crónicas. Después de todo, era obvio que esta ama de casa de Novgorod en el siglo XII sabía leer y escribir. ¿Qué clase de mujer habría sido? ¿Y qué tipo de ciudad sería Novgorod en esa época? ¿Quién era Sashka —un hijo, un trabajador? ¿Qué aspecto tendrían los caballos cuando Sashka los guiaba? Esta ordinaria misiva doméstica llevaba más y más a Olenka a las viejas calles de Novgorod. Se le hacía difícil refrenar su imaginación. A veces, aun en el salón de lectura, cerraba los ojos y se imaginaba en una noche de invierno, sin frío ni tormenta, dirigiéndose a Novgorod en un trineo por el camino de Tver, y desde lejos podía ver gran cantidad de fogatas (porque todavía no usaban mechas de madera) soñaba que ella era una muchacha del antiguo Novgorod y que su corazón latía de felicidad de estar de regreso, después de una larga ausencia, en su querida, libre, ruidosa y única ciudad de medio millón de habitantes.
En cuanto a Lyuda, la parte más excitante de su relato no eran los detalles externos de su "affaire" con el poeta. En su pueblo, Voronezh, donde estuvo casada tres meses y después tuvo un buen número de otros hombres, Lyuda siempre consideró que su virginidad había pasado muy pronto. Por eso aquí, desde el comienzo de su relación con el poeta español, había jugado el papel de la casta virgen, actuando como avergonzada y temblorosa ante su menor toque. Cuando el poeta asombrado le rogó su primer beso, ella se había estremecido y pasado del deleite a la desilusión, lo cual le inspiró un poema de veinticuatro líneas, lamentablemente no en ruso.
Muza, demasiado regordeta, tosca y con anteojos, parecía tener más de treinta años. Aunque le parecía incorrecto pedirle a Lyuda que se callara, estaba tratando, mientras seguía el cuento indiscreto y ofensivo, de escribir una carta a sus viejos padres que estaban en una lejana ciudad de provincia. Su madre y su padre todavía se querían como recién casados y cada mañana, cuando salía a trabajar, su padre se volvía una y otra vez a saludar a su mujer, que lo despedía desde la puerta. La hija los quería de la misma manera. Nadie en el mundo estaba más cerca de ella que sus padres. Le gustaba escribirles con frecuencia, detallándoles. sus experiencias.
Pero en este momento estaba fuera de sí. Durante dos días, desde la noche del viernes, algo le había ocurrido a Muza que ensombrecía su cansador trabajo diario sobre Turgenev, el trabajo que había desplazado todo otro interés de su vida. Se sentía como si hubiese sido untada con algo sucio y vergonzoso, algo que no era posible lavar, esconder ni mostrar a nadie y con lo cual tampoco era posible seguir viviendo.
Pasó así. El viernes por la noche, cuando había regresado de la biblioteca y se disponía a acostarse, había sido llamada de abajo, a la administración de la residencia y se le dijo que entrara a un cuarto. Allí estaban sentados dos hombres vestidos de civil, al principio muy educados, presentándose como Nikolai Ivanovich y Sergei Ivanovich. Sin preocuparse porque ya era tarde, la retuvieron una hora, dos horas, tres. Empezaron con preguntas: con quién vivía, con quién trabajaba —aunque lo sabían tan bien como ella. Hablaron sin apuro sobre patriotismo, sobre la obligación social de todos los estudiantes y científicos de no cerrarse en su propia especialidad, sino de servir al pueblo con toda su mente y sus potencialidades. Muza no tenía nada que decir contra esto; era totalmente cierto. Entonces los hermanos Ivanovich le propusieron que los ayudara; esto es, que se reuniera con uno de ellos en esa oficina en determinadas fechas, o en el centro de propaganda política de la universidad, o en el club, o en cualquier edificio universitario convenido, y allí contestar ciertas preguntas y comunicar sus observaciones.
Así empezó este hecho largo y horrible. Comenzaron a hablarle cada vez más groseramente, gritándole, luego tratándola con insultante familiaridad: ¿Bueno, porque estás tan mal dispuesta? No es una potencia extranjera la que desea reclutarse. ¿Para qué podía servir en un servicio de inteligencia extranjero? Sería la quinta rueda del carro. Entonces declararon que no le permitirían presentar su tesis y que arruinarían su carrera universitaria, porque los estudiantes bobos no eran útiles al país. Esto la asustó mucho, ya que debía terminar sus estudios en junio y tenía la tesis casi lista. Estaba completamente convencida de que la expulsarían de la escuela para graduados; a ellos no les costaría nada. Entonces sacaron una pistola, se la pasaron uno al otro y, como por casualidad, apuntaron a Muza. Cuando ésta vio la pistola, perdió el miedo. Después de todo, seguir viviendo luego de haber sido expulsada con malos antecedentes era lo peor. A la una de la mañana los Ivanovich la dejaron para que pudiera pensarlo hasta el martes, este martes 27 de diciembre, y le hicieron firmar una obligación de no declarar nada de lo ocurrido.
Le aseguraron que ellos lo sabían todo, de modo que si ella le contaba a alguien su conversación, sería inmediatamente arrestada y condenada sobre la base del documento que acababa de firmar.
¿Por qué desdichada casualidad la habían elegido a ella? Ahora, sentenciada, esperaba el martes. No tenía fuerzas para estudiar. Recordaba aquellos días recientes en los que no podía pensar más que en Turgenev, cuando nadie le oprimía el alma, cuando tontamente no se daba cuenta de su propia felicidad.
Y yo dije, "Ustedes los españoles le dan tanta importancia al honor de una persona, pero desde que me besaste en los labios estoy deshonrada".
La cara atractiva, aunque dura, de la rubia Lyuda, comunicaba la desesperación de una niña violada.
Olenka suspiró ruidosamente y puso el informe a un lado. Deseaba decir algo cortante, pero se contuvo otra vez. En tales momentos su barbilla regordeta, como toda su cara, adquiría líneas firmes. Frunciendo el ceño, se subió a la silla con dificultad —por su baja estatura– alcanzó a enchufar la plancha en el tomacorriente clandestino sobre la lámpara colgante, que no había sido retirado después que Lyuda había terminado su planchado. (Las planchas y los calentadores estaban estrictamente prohibidos en Stromynka. Los comandantes andaban a la caza de enchufes clandestinos y, por supuesto, no existían tomacorrientes en el piso de ninguno de los cuartos).
Durante todo este tiempo, la delegada Erzhika permanecía acostada, leyendo las obras escogidas de Galakhov. Este libro le abría un mundo de altas y brillantes personalidades, un mundo claro y hermoso, donde toda clase de sufrimientos era fácilmente conquistada. Los personajes de Galakhov nunca eran sacudidos por dudas, si servir a la patria o no, si sacrificarse o no. La profundidad e integridad de esta gente sorprendía a Erzhika. Admitía para sí que en sus años de trabajo subversivo en la Hungría de Horthy, ella nunca se hubiera preocupado de no haber pagado sus deudas, como lo hacía el joven "Komsomolet" de Galakhov, que estaba volando trenes en la retaguardia del enemigo.
Dejando el libro y poniéndose de costado, ella también empezó a escuchar a Lyuda. Aquí, en el cuarto 418, había aprendido cosas sorprendentes y contradictorias. Por ejemplo, un ingeniero que rehusaba ir a un atractivo proyecto en Siberia permanecía en Moscú, vendiendo cerveza, en tanto que otro que había aprobado su tesis no tenía trabajo. (Los ojos de Erzhika se habían dilatado. ¿Realmente existen desocupados en la Unión Soviética?) Asimismo, para estar registrado en Moscú había que dar una gran coima. Pero, después de todo, es un fenómeno momentáneo, ¿no es cierto? – había preguntado– queriendo decir "temporario" y no "momentáneo".
Lyuda estaba terminando su relato sobre el poeta, diciendo que si se casaba con él, no tendría más remedio de fingir ser una virgen, y empezó a explicar cómo se proponía concretar esta superchería en su primera noche.
Una mirada de sufrimiento cruzó la cara de Muza. No pudo contenerse y golpeó la mesa.
—¿Pero cómo puede ser? ¿Cuántas heroínas de la literatura mundial por eso?.
—¡Porque eran tontas! – contestó alegremente Lyuda, complacida porque alguien la escuchaba. Porque ellas mismas se crearon problemas—. ¡Todo es tan simple!
Olenka puso una manta en un extremo de la mesa común y probó la plancha. Su nueva chaqueta marrón grisácea y la pollera haciéndole juego eran todo para ella. Olenka había tenido que subsistir con patatas y "Kasha", y no recordaba un momento, desde el principio de la guerra, en que hubiera tenido realmente suficiente alimento. Si podía pasar en el troleybus sin pagar los cuarenta kopeks, lo hacía, pero este traje era de primera clase; no había nada en él que no fuere perfecto. No tenía que avergonzarse por ningún detalle. Hubiera sido preferible para ella estropear su propio cuerpo con la plancha, antes que el vestido.
Considerando todos los puntos de vista, Lyuda no sabía si debía casarse con el poeta: —No es miembro de la Unión de Escritores Soviéticos; escribe sólo en español, y no puedo imaginarme cómo andarán las cosas con sus derechos de autor.
Erzhika se asombró tanto que bajó sus pies al piso y se sentó. ¿Qué?
—preguntó—. ¿En la Unión Soviética también uno se casa por interés?
—Te acostumbrarás y comprenderás —dijo Lyuda, sacudiendo su cabeza de lado a lado frente al espejo. Se había quitado los ruleros y una profusión de rizos rubios temblaban en su cabeza. Uno solo de ellos hubiera bastado para capturar al joven poeta.
—Chicas, he llegado a la siguiente conclusión —comenzó Erzhika, pero observó la mirada extraña de Muza dirigida al piso, cerca de ella, y levantó rápidamente las piernas, sobre la cama.
—¿Qué?... ¿Pasó corriendo?-gritó alarmada. Las chicas rieron. Nada había pasado corriendo. A veces, en el cuarto 418, aun durante el día, y particularmente de noche, horribles "ratas rusas" pasaban por el suelo, chillando. Durante todos estos años de lucha subterránea contra Horthy, Erzhika no había temido a nada tanto como ahora temía que las ratas saltaran a su catre y corrieran sobre ella. Durante el día, entre las risas de sus amigas, el terror pasaba, pero de noche se arropaba en las mantas por todos lados y sobre su cabeza, jurando que si vivía hasta el día siguiente dejaría Stromynka. Nadya, la química, trajo veneno y lo desparramaron en los rincones. Las ratas se calmaban por un tiempo; luego volvían a sus hazañas. Un par de semanas antes se había producido una crisis. Por supuesto, tuvo que ser Erzhika la que, sacando agua del cubo esa mañana, encontró una pequeña rata ahogada en su taza. Temblando de disgusto y recordando la carita aguda y pacífica del roedor, Erzhika fue ese mismo día a la Embajada de Hungría y pidió ser trasladada a un departamento separado. La Embajada cursó el pedido al Ministerio de Relaciones Exteriores de la U.R.S.S., el Ministerio de Relaciones Exteriores lo pasó al Ministerio de Estudios Superiores y el Ministerio de Estudios Superiores lo giró al rector de la Universidad, quien dirigió un pedido de informes al Sector Administrativo y Económico; el Sector contestó que no existían departamentos privados y que, hasta ahora no habían existido quejas sobre ratas en Stromynka. La correspondencia siguió su curso inverso a través de las mismas vías. De todos modos, la Embajada le dio a Erzhika esperanzas de conseguir un cuarto.