Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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En un esfuerzo por decirle algo, lo más irritante posible a Rubin, Zimmel declaró que habían habido cientos de inflamados oradores por todo el Reich. Sería interesante saber —agregó—, por qué los bolcheviques preferían leer solamente esos discursos, que estaban preparados y aprobados de antemano.
La acusación era aun más hiriente por el hecho de ser justa. Y uno en realidad no podía explicar las razones históricas á este enemigo y asesino. Rubin experimentó hacia Zimmel una creciente repulsión. Lo recordó cómo había llegado a la sharashkadespués de muchos años de haber estado en la prisión de Butyrskaya, usando un crujiente sacón de cuero que todavía tenía resabios de su insignia civil de SS, habiendo sido la SS civil su peor rama. Ni siquiera la prisión pudo borrar la expresión de crueldad de la cara de Zimmel. La marca del verdugo estaba allí grabada. Para Rubin, la presencia de Zimmel en esta comida era francamente desagradable pero, todos los restantes habían insistido en ello y él los compadeció al verlos solos y tristes; por eso consideró que no podía empañar esta fiesta con una negativa. Aplacando su furia, Rubín citó en alemán, el consejo de Pushkin de tratar de no emitir juicios superiores a la altura de la caña de sus botas.
Max, alarmado, se apresuró a disipar el conflicto que se avecinaba. Contó que bajo la tutela de Lev, ya podía leer a Pushkin en ruso, sílaba tras sílaba. Preguntó a Reinhold ¿por qué había comido torta sin crema batida? Y a Lev ¿dónde había estado esa víspera de Navidad?
Reinhold se sirvió crema batida y Lev relató que había estado en su bunkeren la cabeza de puente de Narew cerca de Rozan.
Y, mientras los cinco alemanes recordaban su desgarrada y pisoteada Alemania, adornándola con los más brillantes colores de su alma, Rubín también recordó de pronto la cabeza de puente de Narew y la selva mojada alrededor del lago Ilmen.
Las lamparitas coloreadas se reflejaban en los cálidos ojos humanos.
Se le preguntó a Rubin acerca de las últimas noticias, pero tuvo vergüenza de contar lo que había sucedido en diciembre. Después de todo, no podría comportarse como un informador apolítico y abandonar la esperanza de reeducar esta gente. Y no podía tratar de explicarles que en esta era compleja, la verdad socialista progresa en curvas y en forma distorsionada. Por eso había que seleccionar para ellos y la historia, (como él subconscientemente seleccionaba para sí) solamente esos acontecimientos corrientes que indicaban el camino principal, dejando de lado aquello que puede oscurecerlo.
Pero ese especial diciembre, aparte de las conversaciones soviético chinas, que habían estado arrastrándose, y del setenta aniversario del Líder del Pueblo, nada positivo había ocurrido.
Y contarle a los alemanes sobre el juicio de Traicho Kostov donde toda la farsa del tribunal había sido una grosera comedia, donde a los corresponsales se les había entregado, a las cansadas, una confesión escrita falsa y atribuida a Kostov, hubiese sido vergonzoso y de muy poco hubiera servido para fines de adoctrinamiento.
Entonces, Rubin hizo hincapié en el triunfo histórico de los comunistas chinos.
Max escuchaba a Rubin y asentía con la cabeza. Sus ojos oscuros eran inocentes. Era leal a Rubin, pero desde el bloqueo de Berlín, había tenido sus dudas sobre la información que, Rubin les daba, Rubin no sabía que Max, arriesgando su cabeza en su propio laboratorio de microondas, a veces armaba, escuchaba y otra vez desmontaba un diminuto receptor, que en nada se parecía a tal. Con él, podía oír hasta Colonia, a la B.B.C. en alemán, y él no solamente sabía acerca de Traicho Kostov y su denuncia ante un tribunal abierto de confesiones falsas arrancadas durante un interrogatorio; sino también acerca de los planes de la Alianza del Atlántico Norte y las novedades económicas de Alemania Occidental. Todo esto, por supuesto, se lo retransmitía a los otros alemanes.
Y todos ellos asentían con sus cabezas a Rubin.
De todos modos, era ya hora que Rubin se retirase. Después de todo, él no estaba excluido de su trabajo nocturno. Rubin ponderó la torta y el estudiante vienes, halagado, aceptó la ponderación. Rubin se excusó. Los alemanes insistieron, en la medida en que la buena educación lo exigía, que se quedara y luego lo dejaron ir. Después se prepararon para cantar villancicos en voz baja.
Rubín salió al corredor llevando un diccionario mongol-finlandés y un volumen de Hemingway en inglés.
El corredor era ancho, con una rústica puerta provisoria. No tenía ventanas y se iluminaba con electricidad de día y de noche. Era el mismo corredor en el cual Rubin, junto con otros reclusos curiosos, una hora antes, había interrogado a los nuevos zeks del campamento. Una puerta que daba a la escalera interior, se abría hacia este corredor, como también otras puertas que daban a varias celdas-habitaciones. Eran habitaciones porque no tenían cerrojos y también eran celdas porque las puertas tenían ventanitas de vidrio que hacían de mirillas. Estas mirillas nunca fueron usadas por los guardias, pero habían sido colocadas, como siempre se hacía en las prisiones verdaderas, de acuerdo a los estatutos de prisiones, pues en los papeles oficiales a la sharashkase la consideraba una "prisión especial".
A través de una de estas mirillas, se podía ver otra celebración de Navidad: la colectividad de letones había pedido permiso para la fiesta.
El resto de los zeks estaba trabajando y Rubin temió ser detenido y enviado al mayor Shikin para explicar su ausencia. Amplias puertas dobles franqueaban la entrada y salida del corredor. Una de ellas era de paneles de madera y tenía un arco en la parte superior en el que estuvo el altar de la capilla, de una casa de campo. Ahora también era una celda-habitación. La otra puerta estaba cerrada con llave y recubierta de arriba a abajo con una plancha de acero. A esta puerta los reclusos le habían puesto por nombre "la Puerta Santa".
Rubin se acercó a esta puerta de hierro y golpeó en su ventanita. Desde el otro lado, la cara inmóvil y atenta de un guardia se apretó contra el vidrio.
La llave giró apagadamente en la cerradura; este guardia resultó ser indiferente.
Rubin emergió en la parte superior de la escalera principal del viejo edificio; ésta se dividía en dos, juntándose luego, cruzó el vestíbulo de mármol, caminando entre dos antiguos faroles en desuso, de hierro forjado. En este piso entró en el corredor del laboratorio y abrió de un empujón la puerta donde estaba escrita la palabra: ACÚSTICA.
BOOGIE-WOOGIE
El laboratorio de acústica era una habitación amplia de techos altos, con varias ventanas.
Estaba desordenada y abarrotada de instrumentos electrónicos sobre repisas, brillantes mostradores de aluminio, bancos para montajes, nuevas cabinas plegables de madera de una fábrica moscovita, y cómodos escritorios que fueron botín de guerra.
Arriba, grandes bombitas en tulipas esmeriladas arrojaban una luz blanca y agradable.
En un rincón apartado de la habitación, sin llegar al cielorraso, se hallaba una cabina aislante de acústica. Parecía terminada sólo en parte. Por fuera había sido forrada con arpillera clavada sobre paja. Su puerta gruesa, pero hueca como las pesas de los payasos de circo, estaba abierta en ese momento y la cortina de lana que la recubría, había sido corrida para aerear la cabina. Al lado, hileras de tapones de bronce brillaban sobre la negra faz de bakelita del tablero principal.
Cerca de la cabina, pero dándole la espalda, una muchacha menuda y frágil, de expresión austera, con los hombros angostos cubiertos por un chal de pelo de cabra, se hallaba sentada en un escritorio.
Toda la gente en la habitación, diez o más, eran hombres, todos vestidos con los mismos over-allazul oscuro. Iluminados por las luces del techo y por flexibles lámparas adicionales, trabajaban; caminaban de un lado al otro, martillaban, soldaban o estaban sentados en los bancos de montaje y escritorios.
Desde distintos lugares, tres diferentes receptores de radio de fabricación casera, sin cajas, y colocados sobre cualquier pie de aluminio, emitían ritmos de jazz, un concierto de piano o cantos típicos del Este.
Rubín lentamente cruzó el laboratorio hacia su escritorio, llevando en la mano el diccionario mongol-finlandés y su Hemingway. Se veían migas de torta sobre su ondulada barba negra.
Aunque los over-alldistribuidos a los prisioneros eran idénticamente confeccionados, se llevaban de diferentes maneras. Al de Rubin, se le había arrancado un botón, el cinturón estaba flojo y las arrugas del género caían sobre su estómago. Lo contrario le sucedía a un joven con abundante pelo castaño, que en ese momento le cerraba el paso a Rubin; llevaba exactamente el mismo over-allcomo si fuese un dandy. Tenía el cinturón azul bien ceñido con hebillas alrededor de su angosta cintura y usaba una camisa de seda azul, desteñida por los frecuentes lavados, que cerraba con una vistosa corbata. El joven bloqueó el costado del corredor por donde Rubin intentaba pasar; blandía en la mano derecha un soldador de hierro candente y había colocado su pie izquierdo sobre una silla. Apoyado en su rodilla, concentraba su atención en un diseño de radio de un ejemplar de la revista Wireless Engmeercantando al mismo tiempo:
Boogie-woogie, boogie-woogie
¡Samba! ¡Samba!
¡Boogie! woogie, boogie-woogie
¡Samba! ¡Samba!
Rubin no podía pasar y se detuvo allí por un momento con una falsa expresión de mansedumbre. El joven no parecía percatarse.
—Valentulya —dijo Rubin– ¿no podría usted mover un poquito su pie trasero? Valentín, sin levantar la cabeza, contestó marcando enérgicamente las frases.
—¡Lev Grigorich! ¡Apártese usted! ¡Arranque sus garras! ¿Por qué viene aquí de noche? ¿Qué tiene que hacer aquí? – Miró a Rubín con ojos claros y jóvenes cargados de asombro—. ¿Para qué diablos necesitamos filólogos aquí? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! – articulaba– Después de todo no es ingeniero, ¡qué vergüenza!
Plegando cómicamente sus labios carnosos y abriendo unos ojos enormes, Rubin ceceó: —¡Hijo mío! hay toda clase de ingenieros. Algunos de ellos se han hecho una sólida carrera vendiendo bebidas gaseosas.
—¡Yo no! Soy un ingeniero de primer orden. Piénselo bien, hombrecito —le contestó Valentín ácidamente, dejando su soldador contra la pared y enderezándose.
Tenía la mirada limpia de la juventud; la vida no había empañado su cara. Sus movimientos eran como los de un cachorro. Costaba creer que se había graduado en un instituto antes de la guerra, que fue prisionero de guerra de Alemania, que vivió luego en Europa y que ahora cumplía el quinto año de prisión en su propio país.
Rubín suspiró. – Sin una expresa recomendación de Bélgica la administración no puede...
—¡De qué recomendación me está hablando! – las cejas de Pryanchikov se levantaron– ¡ja! ¡ja! ¡ja! Usted está divagando. ¡Amo locamente a las mujeres!
La joven austera cerca de ellos no pudo evitar una sonrisa.
Otro recluso que estaba contra una ventana cerca del pasillo por donde Rubin trataba de pasar, dejó su trabajo y escuchó a Valentín con aprobación.
—Solo teóricamente, parecería —contestó Rubin con expresión aburrida y como masticando.
—¡Y adoro gastar dinero!
—Pero no tiene, nada.
—Bueno, ¡entonces cómo puedo ser un mal ingeniero! Piense: para poder querer a mujeres —y siempre distintas– necesito mucho dinero; lo tengo que ganar. Y para hacerlo, como ingeniero tengo que ser brillante en mi campo. Y ¿cómo puedo hacerlo si no estoy realmente fascinado con mi carrera? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ha empalidecido!
Una total convicción brillaba en la cara alargada de Valentín, levantada desafiante hacia Rubín.
—¡Aja! – exclamó el zek próximo a la ventana, cuyo escritorio estaba enfrente del de la joven– Lev, ven y oye lo bien que he captado la voz de Valentulya, tiene el sonido de una campana. Eso lo voy a escribir en mi informe: como una campana. Una voz así se puede reconocer en cualquier teléfono; a pesar de las interferencias.
Y abrió una gran hoja cuadriculada en la cual se veían columnas de nombres, seguidas de voces clasificadas en forma de árbol.
—¡Qué clase de estupidez es ésa! – dijo Valentín desechando el comentario y tomando su soldador que empezó a humear, se incorporó.
El corredor se despojó y Rubín caminó hacia su silla, deteniéndose frente a la hoja donde las voces estaban clasificadas.
Él y su amigo Gleb Nerzhin la observaron en silencio.
—Hemos progresado, Gleb —dijo—. En combinación con "la palabra visible" vamos a tener un buen arma. Pronto podremos comprender de qué depende una voz en el teléfono. – Hizo un movimiento brusco—: ¿Qué tocan en la radio?
El sonido de la música de jazz era más intenso en la habitación, pero una ondulante melodía producida por las burbujas de un piano se oía a través de un receptor casero, colocado sobre el antepecho de la ventana; una línea melódica que brillaba y desaparecía.
Nerzhin contestó: —Es un milagro; es la sonata 17 en Re menor de Beethoven. Por alguna razón, nunca... “escucha, escucha”.
Los dos se arrimaron más cerca del receptor pero la música de jazz interfería terriblemente.
—Valentín —dijo Gleb—, ¡Por favor! déjanos oír! Ten consideración.
—Ya he demostrado tener consideración —refunfuñó Valentín—, les hice el receptor; ahora voy a desoldar la bobina y nunca más la van a encontrar.
La pequeña joven arqueó sus cejas severas y dijo; ¡Valentín Martynich! Realmente, es imposible oír tres radios al mismo tiempo. Apague la suya, si le han pedido.
—La radio de Valentín en ese momento estaba tocando "un slow-fox"; y a la joven, secretamente, le gustaba mucho.
—Serafina Vitalyevna. ¡Es monstruoso! – tomó el respaldo de una silla y gesticuló como si estuviese hablando desde un estrado—. ¿Cómo puede una persona sana y normal no gozar del vital y vigorizante jazz? Todos ustedes se han corrompido por la influencia de antiguallas. ¿Es qué realmente nunca han bailado el "tango azul"? ¿Nunca han visto la revista de Arkady Raikin? No saben lo mejor que puede crear el hombre. Peor que peor, nunca han estado en Europa. ¿Dónde pueden haber aprendido a vivir? Les advierto muy, muy seriamente, qué tienen que enamorarse de alguien. – Espetó esta pieza oratoria desde detrás de la silla, sin darse cuenta de la amargura que trasuntaban los labios de la joven. Alguien– ¡dependça!Luces guiñando en la noche. El frú-frú de ropa elegante.
—¡Se ha salido de la órbita, otra vez! – acotó Rubín preocupado. De manera que tenemos que emplear la fuerza.
Y detrás de la espalda de Valentín apagó la jazz, él mismo.
Valentín se volvió, herido —Lev Grigorich, ¿quién le dio el derecho de hacer eso?
Frunció el ceño y trató de parecer amenazante. La melodía liberada de la sonata 17 se elevó fluyendo en toda su pureza, compitiendo solamente ahora con la tercera radio, del otro lado del rincón.
Todo el cuerpo de Rubín se aflojó. Toda su cara era, unos ojos pardos rendidos y una barba moteada con migas de torta.
—Ingeniero Pryanchikov. ¿Todavía se preocupa por la Carta del Atlántico? ¿Ha escrita usted su testamento? ¿A quién quiere usted dejar sus chinelas?
La cara de Pryanchikov se volvió seria al instante. Miró a Rubín en los ojos y le dijo pausadamente: —Oiga, ¡qué diablos! me está volviendo loco. Un hombre debería tener cierta libertad en la prisión.
Uno de los obreros lo llamó y él se retiró sombrío.
Rubín se instaló silenciosamente en su sillón, de espaldas contra la espalda de Gleb, dispuesto a escuchar la música. Pero la sedante melodía se apagó inesperadamente como un discurso se apaga en la mitad de una palabra. Y ese fue el final, sencillo y nada pomposo de la Sonata diecisiete.
Rubín emitió unas malas palabras, comprensibles solamente para Gleb.
—Deletréalas, no puedo oírte —dijo Gleb—, dándole todavía la espalda.
—Esa es mi suerte, te lo aseguro —dijo Rubín roncamente, sin volverse– Ahí tienes, he perdido la sonata, y no la he oído nunca.
—Pero eres desorganizado, ¿cuántas veces te lo he machacado? – declaró su amigo. Un minuto antes, cuando estaba registrando la voz de Pryanchikov, había estado lleno de entusiasmo, ahora se había vuelto indiferente y triste—. Y la sonata era muy, muy buena. ¿Por qué no tiene un nombre como las otras? "La sonata fulgurante" ¿No estaría bien? Todo en ella fulgura, lo bueno y lo malo, lo triste y lo alegre, de la misma manera como lo es en la vida. Y no tiene fin... exactamente como en la vida. Así debería llamarse la Sonata Ut in Vita. Y ¿dónde has estado?
—Con los alemanes. Estuvimos festejando la Navidad —dijo Rubín sonriendo irónicamente.
Hablaban de espaldas, sin verse, las nucas casi tocándose.
—Un buen hombre —Gleb reflexionó un instante—: Me gusta tu actitud hacia ellos. Pasar horas enseñándole ruso a Max. Sin embargo tienes todas las razones para odiarlos.
—¿Odiarlos? No, pero mi anterior amor hacia ellos, ha sido desde luego un poco oscurecido. Aun al apolítico y suave Max. ¿No comparte él también, cierta responsabilidad con los verdugos? Después de todo, no hizo nada para detenerlos.
—Exactamente como nosotros, ahora mismo no hacemos nada para detener a Abakumov o Shishkin-Myshkin.
—Oye, Gleb, de una vez por todas. No soy más judío de lo que soy ruso y no soy más ruso de lo que soy ciudadano del mundo.
—¡Bien dicho! ¡Ciudadano del mundo! suena puro y nada sanguinario.
—En otras palabras, cosmopolita. Tuvieron razón al ponernos en la prisión.
—Por supuesto que tuvieron razón. Aunque tu siempre estás tratando de probarle lo contrario al Soviet Supremo.
La radio sobre el antepecho de la ventana anunciaba que leería la lista diaria del Concurro de Producción, en treinta segundos.
Durante el transcurso de estos treinta segundos, Gleb Nerzhin deliberadamente giró la perilla con toda calma, apagando el ronco croar del locutor. Su cara estaba grisácea.
Valetín Pryanchikov estaba en ese momento absorbido en un nuevo problema. Calculando qué cantidad de amplificaciones usar, cantaba para sí, distraídamente, en voz alta:
Boogie-woogie, boogie-woogie
¡Samba, samba!
UNA EXISTENCIA PACÍFICA
Nerzhin tenía la misma edad de Valentine Pryanchikov, pero parecía mayor. Su pelo rubio no era, ni fino, ni gris pero habían ya muchas, muchas arrugas profundas en su cara contraída, había guirnaldas de ellas alrededor de sus ojos, en las comisuras de sus labios, profundos surcos en su frente. Su piel parecía marchita por la falta, de aire fresco.
Pero lo que más lo envejecía era la parquedad de sus movimientos, esta parquedad sabia con la cual la naturaleza sostiene la fuerza de un prisionero que se consume con el régimen de un campo de concentración. Ciertamente en la relativa libertad de la sharashka, donde la dieta incluía carne y la energía no se consumía en labor física, no había necesidad real para parquedad de movimientos, pero Nerzhin comprendió la naturaleza incierta de su sentencia a prisión y practicaba esa restricción de esfuerzo para asegurar se convirtiera en un hábito permanente.
Barricadas de libros y carpetas de archivos se hallaban apilados en su amplio escritorio, aun el espacio del centro que le permitía trabajar, estaba cubierto de biblioratos, textos escritos a máquina, libros rusos, extranjeros y revistas —todas ellas abiertas– cualquier persona candida vería en ese caos el resultado de un huracán de pensamiento científico.
Pero en realidad, era todo una fachada falsa. Nerzhin arreglaba sus cosas todas las noches, por si los jefes aparecían.
La verdad es que no miraban lo que tenía delante de sí. Había corrido la clara cortina de seda y miraba por la ventana hacia la oscuridad. Más allá de la profundidad de la noche, las diversas luces de Moscú se encendían y toda la ciudad, oculta detrás de una colina, brillaba como un enorme pilar de luz, pálido y difuso que convertía al cielo en marrón oscuro.
La silla especial de Nerzhin, con un respaldo a resorte que cedía confortablemente a cualquier movimiento; su escritorio, con tapa corrediza, de modelo no fabricado en la Unión Soviética y su confortable ubicación cerca de una ventana mirando al sur —hubiera indicado a cualquier conocedor de la historia de la sharashkade Mavrino, que Nerzhin era uno de sus miembros fundadores.
La sharashkatomaba su nombre del vecino pueblo de Mavrino, que había sido absorbido, hacía tiempo, por los límites de la ciudad de Moscú. La sharashkase había establecido una tarde de julio hacía poco más de tres años. Se habían traído quince zeks de campos de concentración y ubicado en una vieja casona en el suburbio de Moscú, rodeándolos de alambres de púa. A las sharashkasde ese tiempo, se las llamaba ahora "el período Krylov" y se los recordaba como una "época pastoril".
Entonces, se podía caminar libremente durante el atardecer por lo que luego se trasformó en la "zona"; recostarse sobre el pasto cubierto de rocío, al que, contra todas las reglas de prisiones, no se lo cortaba; (el pasto tenía que cortarse hasta la raíz para que los zeks no se deslizaran hasta los alambres de púa); y observar o bien las eternas estrellas o la transitoria traspiración de Zhvakun, el sargento de turno en su tarea nocturna, mientras robaba leños de la obra de reparaciones y los pasaba haciéndolos rodar debajo de los alambres de púa, hacía su casa para usarlos como combustible.
Nadie en la sharashkade entonces sabía qué campo de esfuerzo científico sería ese. Se los mantenía ocupados desembalando una enorme cantidad de cajones enviados en dos trenes de carga...Juntando sillas confortables y escritorio... seleccionando aparatos rotos y pasados de moda para telefonía, comunicaciones de radio de alta frecuencia y acústica. Resultó que los mejores aparatos y documentos de los últimos instrumentos de investigación, habían sido robados o destruidos por los alemanes mientras el capitán de M.V.D, que había sido enviado para embalar los equipos alemanes y destinarlos a Moscú; había saqueado los alrededores de Berlín para amueblar mejor su departamento moscovita y el de sus superiores. (Entendía mucho de muebles pero no sabía nada del idioma alemán o de radiofonía).
Desde entonces se había cortado el pasto. Las puertas para salir al paseo se abrían solamente al sonido del timbre. La sharashkahabía pasado de la jurisdicción de Beria a Abakumov y se lo hacía trabajar en comunicaciones telefónicas secretas. Esta función específica debería haber durado un año pero se había estirado a dos, haciéndose más amplia, confusa y englobando proyecciones cada vez mayores. Y aquí, en el escritorio de Rubín y Nerzhin, se había llegado a la altura de identificar voces en él teléfono, hasta establecer la particularidad que hace característica a cada voz humana.
Parecería que nadie se había dedicado a este estudio anteriormente. De todos modos no pudieron encontrar ninguna monografía al respecto. Se les había asignado medio año para el trabajo y después otro medio año; pero habían progresado muy poco y ahora el tiempo urgía.
Consciente de esta desagradable urgencia, Rubin se quejó. – Por alguna razón no tengo el menor deseo de trabajar hoy.
—Es asombroso —refunfuñó Nerzhin. ¿Será que después de haber estado peleando durante cuatro años y haber estado solo cinco en la prisión; estás cansado ya? Consíguete unas vacaciones pagas en Crimea.
Permanecieron silenciosos.
—¿Estás ocupado en algo personal?
—Aja.
—Y ¿quién va ha hacer el trabajo sobre las voces?
—:Para serte franco, contaba contigo.
—¡Qué coincidencia! Y yo contigo.
—Eres un inconsciente. ¿Cuánto material has sacado de la Biblioteca Lenin con pretexto de ese trabajo?; —discursos de abogados famosos, las Memoriasde Koni; Un actor se preparade Stanislavsky. Y perdiste toda vergüenza con tu búsqueda de La princesa Turandot. ¿Qué otro zek en el país de GULAG puede jactarse de tal selección de libros?
Rubin colocó sus gruesos labios en forma de trompa, dando a su cara una expresión cómicamente tonta. – ¡Qué gracioso!, leí todos esos libros, aun La Princesa Turandot con alguien más, también durante horas de trabajo. ¿No fue contigo?
—Sí, fue conmigo; y debería estar trabajando y trabajando, también hoy. Pero dos cosas me han sacado de mi rutina. En primer lugar he estado muy preocupado con los pisos de parquet.
—¿Qué pisos de parquet?
—En las puertas de Kaluga, en el departamento MVD, él redondo, con la torre. Nuestro campo lo estaba construyendo en 1945, yo trabajaba como aprendiz, poniendo parquets de madera. Acabo de saber hoy que Roitman está viviendo en esa misma casa. Desde entonces estoy preocupado por lo que fue mi especialidad, si tú prefieres, por mi prestigio. ¿Crujen mis pisos o no? Después de todo si crujen, quiere decir que son pisos de mala calidad. Y aquí me tienes, no pudiendo corregirlos.
—Sí, eso podría llegar a ser una pesadilla.
—Exactamente. Y la segunda cosa: ¿No es de mal gusto tener que trabajar los sábados a la noche cuando se sabe que el domingo va a ser día franco solamente para los empleados libres.
Rubin suspiró. – Aun en este momento los empleados libres se han ido a sitios de diversión. Desde luego, es abiertamente juego sucio.
—Pero, ¿eligen los sitios apropiados?
—¿Le sacan más satisfacción a la vida que nosotros? Esa es la verdadera pregunta. Con la cautela habitual de los prisioneros, hablaban bajo, aun Serafina Vitalyevna, sentada del otro lado de Nerzhin, no podía oírlos.
Dieron media vuelta, y de espaldas al resto de la habitación enfrentaron la ventana y las luces de la zona prohibida; la torre de control cuya presencia podía adivinarse solamente en la oscuridad, las luces separadas de los distantes invernáculos y el apenas visible, blancuzco pilar de luz de Moscú.
Nerzhin, aunque matemático, no desconocía la lingüística y desde que el sonido de la lengua rusa se había convertido en proyecto de investigación en el Instituto Científico de Investigación de Mavrino, compartía su trabajo con el único filólogo que había allí: Rubin. Durante dos años habían estado sentados, espalda con espalda, durante doce horas diarias. Al comenzar su relación, descubrieron que ambos habían sido soldados en la línea de fronteras, que habían estado juntos en el frente Noroeste y en el frente Beloruso; ambos poseían una buena colección de condecoraciones de guerra; ambos habían sido arrestados en el frente el mismo mes y por la misma unidad SMERSH bajo las medidas del mismo universalmente aplicablepunto diez —en otras palabras, educación, propiedad o situación material—. Y ambos habían recibido un término de diez años (la verdad es que todos recibían lo mismo). Había una diferencia solamente de seis años entre ellos y de un grado en el escalafón militar. Nerzhin había sido capitán. Resultó además, que antes de la guerra, Nerzhin pudo haber asistido a alguna de las conferencias del asistente a profesor Rubin.
Miraron hacia la oscuridad.
Rubín dijo tristemente: —De todos modos, eres intelectualmente deficiente. Eso me preocupa.
—Pero yo no estoy tratando, de comprender las cosas; hay mucha inteligencia en el mundo, pero no hay mucha que valga.
—Aquí tienes un buen libro para leer.
—¿Hemingway?; ¿es otro sobre los pobres toros confundidos?
—No.
—¿Leones perseguidos? ¡En absoluto!
—Oye, si puedo comprender a la gente ¿por qué preocuparme de los toros?
—Tienes que leerlo.
—No tengo que hacer nada por nadie, acuérdate que ya he pagado todas mis deudas, como nuestro amigo Spiridon dice.
—¡Pobre tipo!
—¡Léelo! es uno de los mejores libros del siglo veinte.
—Y ¿va a revelarme lo que cada uno necesita comprender? ¿Ha descubierto qué hace confundir a la gente?
—Es un escritor inteligente, moralmente bueno, de honestidad sin fronteras, un soldado, cazador, pescador, borracho, mujeriego; desprecia toda falsedad con franqueza y tranquilidad, simple, muy humano, con la inocencia del genio.
—¡Oh, basta! – rió Nerzhin—. Me estás llenando los oídos con tu jerga. He vivido durante treinta años sin Hemingway, y me las voy a arregla para seguir algunos más. Primero trataste de metérmelo a Chapek, después Fallada. Hasta ahora, mi vida ha sido desgarrada sin esto ya; ¡no quiero desmembrarme tanto! Déjame por lo menos, encontrar alguna dirección.
Y volvió a su escritorio.
Rubin suspiró. Todavía no estaba con ánimo de trabajar.
Miró el mapa de China apoyado contra un estante de su escritorio. Había cortado este mapa de un diario, pegándolo sobre un cartón. Durante todo el año anterior había marcado con lápiz rojo el avance del ejército comunista; ahora, después de la victoria total, lo había dejado allí adelante, para que en sus momentos de depresión y fatiga pudiera levantar su ánimo.
Pero hoy la tristeza roía a Rubin, y aun la masa roja de la China victoriosa no podía vencerla.
Nerzhin, pensativo, chupando la punta de su lapicera plástica, escribió con su letra fina como si lo hiciera, no con una pluma sino con la punta de una aguja en una hoja muy pequeña, enterrada entre su "camouflage" de libros y biblioratos:
Recuerdo un pasaje de Marx (si pudiese encontrarlo) donde dice que tal vez el proletario victorioso pueda seguir sin expropiar a los paisanos prósperos. Esto significa que vio alguna forma económica de incluir a todos los paisanos en el nuevo sistema social. Pajan en 1929, por supuesto, no buscó estas salidas. ¿Cuándo buscó alguna vez algo inteligente o que valiera la pena? ¿Por qué un carnicero pretendía ser terapista?
El amplio laboratorio de acústica sonaba con su propia existencia pacífica todos los días. El motor del torno zumbaba. Se gritaban órdenes: "¡Prendan eso!" "¡Apaguen eso!" Por la radio, se oía música sentimental. Alguien llamaba a gritos por el tubo 6k7.
Aprovechando un momento en que nadie la veía, Serafina Vitalyevna observaba fijamente a Nerzhin quien estaba todavía escribiendo con su microscópica letra.
Shikin, el oficial mayor de seguridad, le había ordenado que observara a ese prisionero.
UN CORAZÓN DE MUJER
Serafina Vitalyevna era tan pequeña que resultaba difícil no llamarla "Simochka". Llevaba una blusa de hilo y un abrigado chal alrededor de sus hombros, y era teniente en el MGB del ministerio de Seguridad Social.
Todos los empleados libres de este edificio eran oficiales del MGB.