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En el primer cí­rculo
  • Текст добавлен: 3 октября 2016, 22:21

Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Como levantando sus ojos de una página que hubiera estado leyendo en voz alta, Sologdin miró abstraídamente desde abajo a Nerzhin.

—Ahora escucha: La regla, de la pulgada final. ¡La región de la pulgada final! En el lenguaje de la Máxima Claridad esto es lo inmediatamente claro. El trabajo ha sido casi completo, la meta casi lograda, todo parece completamente correcto y las dificultades superadas. Pero la calidad de la cosa no es del todo correcta. Se necesitan toques finales, tal vez más búsqueda. En aquel momento de fatiga y de autosatisfacción es especialmente tentador dejar el trabajo sin haber logrado la cúspide de la calidad. El trabajo en el área de la pulgada final es muy, muy complejo y también particularmente valioso, porque se ejecuta por los medios más perfectos. De hecho, la regla de la Pulgada Final consiste en esto: no eludir el trabajo crucial. No renunciar y posponerlo, porque los pensamientos de la persona que lo realiza se alejarían de la región de la Pulgada Final. Y no hay que preocuparse por el tiempo gastado en ello, sabiendo que los propósitos de uno reposan, no en el hecho de completar las cosas más ligero, sino en el logro de la perfección.

—¡Muy bien! – susurró Nerzhin.

En una voz completamente diferente, groseramente burlona, Sologdin dijo: —¿Bien, dónde ha estado usted teniente primero? Yo —no lo reconozco. ¿Por qué ha traído tan tarde el hacha? No hay tiempo para hachar la leña.

El teniente primero Nadelashin con su cara de luna había sido sargento hasta hacía poco tiempo. Cuando se lo hizo oficial, los zeks de la sharashka, que tenían cálidos sentimientos hacia él, lo rebautizaron "tenientecíto".

Apresurándose, con menudos pasos y resoplando cómicamente, trasportó el hacha con una sonrisa culpable, y replicó vivamente: —¡Le imploro Sologdin, corte un poco de leña! No hay nada con qué cocinar.

Usted no se da cuenta de cuánto trabajo debo hacer, sin incluirle a usted.

—¿Qué?-rió Nerzhin. ¿Trabajo?Teniente primero, ¿Es que usted trabaja?

El oficial de turno volvió su cara de luna hacia Nerzhin. Una arruga se marcaba en su frente mientras recitaba de memoria: —El trabajo vence la resistencia. Cuando camino ligero, venzo la resistencia del aire, y por lo tanto estoy trabajando. Deseaba permanecer imperturbable, pero una sonrisa le iluminaba la cara cuando Sologdin y Nerzhin estallaron con una amigable carcajada en el aire helado. – Bueno, pues, hachemos algo de leña.

Desviándose regresó con su andar menudo afuera del edificio de la prisión especial, donde en ese momento, el elegante, vigoroso tipo de cabeza del teniente coronel Klimentiev, apareció con él, luciendo su levita de oficial.

—Gleb, – dijo Sologdin, con sorpresa—. ¿Me engañan mis ojos? ¿Es Klimentiadis? ¿Por qué Klimentiadis en día domingo?

Aquel año los diarios escribían mucho acerca de los prisioneros políticos en Grecia, quienes enviaban telegramas desde sus celdas a todos los parlamentos y a las Naciones Unidas acerca de sus sufrimientos. En la sharashka, donde los prisioneros no podían siquiera enviar una postal a sus mujeres, para no mencionar parlamentos extranjeros, había una manía en rehacer los apellidos de las autoridades de la prisión en forma griega: Myshinopulo, Klimentiadis, Shikinidi, etc.

—¿No lo sabías realmente? Seis hombres han obtenido privilegio de visitas.

Recordando el hecho, el espíritu de Nerzhin, que había estado brillante toda la mañana, de nuevo se inundó de amargura. Casi un año había pasado desde que por última vez le permitieron a su mujer visitar la prisión, y hacía ocho meses que había solicitado un nuevo permiso. Habían varias razones para esto, pero una en particular; para proteger el nivel de estudio de su mujer en la universidad, no usaba la dirección de su dormitorio de estudiante sino que dirigía sus cartas a "poste restante". Y las autoridades no deseaban enviar cartas a "poste restante".

Nerzhin, a causa de su intensa vida interior, estaba libre de envidia; ni los salarios ni las comidas extra de los otros más meritorios zeks lo perturbaban. Pero su sensación de que alguien fuera bien tratado en materia de privilegios de visitas, el hecho de que a una persona se le permitieran visitas de afuera cada dos meses, cuando su esbelta y vulnerable mujer suspiraba peregrinando en vano en torno de las paredes de la fortaleza, enterarse de esto, lo atormentaba.

Además ese día era su cumpleaños.

—¿Salen? – preguntó Sologdin con la misma amarga envidia. A los soplones los llevan cada mes. Pero yo no veré nunca a mi Ninochka...

Sologdin nunca usaba la expresión "hasta el final de mi término" porque tenía más que conciencia del hecho de que aquel término no podía no tener fin. Vio a Klimentiev, que había estado parado con Nadelashin, entrar en el edificio central.

De pronto habló rápidamente: —¡Mira Gleb! tu mujer conoce a la mía. Si ellos te permiten su visita, pide a Nadya que trate de encontrar a Ninochka y que le diga tres cosas, nada más de mi parte. Miró hacia arriba al cielo. – "¡Él la ama a ella!" "¡Él cree en ella!" "¡Él espera!"

—¿De que estás hablando?; me han rehusado —dijo Nerzhin molesto, ensayando la manera de cortar un pedazo de leña.

—¡Pero, mira!

Nerzhin se dio vuelta. El "tenientecito" caminaba hacia ellos, y cuando estaba todavía a alguna distancia, lo llamó con el dedo. Dejando caer el hacha y golpeando sobre la sierra, que retumbó sobre la tierra, Gleb corrió tomo un chiquillo.

Sologdin miró al teniente primero conducir a Nerzhin dentro del edificio principal; entonces colocó la pieza de madera parada sobre un extremo y la golpeó tan violentamente que no solamente la rompió en dos sino que hundió el hacha en la tierra.

Pero, el hacha era de propiedad estatal


LA TAREA DEL TENIENTECITO



La definición de trabajo en el libro de texto, según había sido citado por el teniente primero Nadelashin, era de hecho aplicable a su tarea. Aunque él trabajaba solamente doce horas de cada cuarenta y ocho, se trataba de un trabajo de mucho ajetreo, que involucraba muchas corridas escalera arriba y escalera abajo, además de ser de gran responsabilidad.

Había tenido un período particularmente trabajoso la noche previa. No bien se había hecho cargo a las nueve de la noche y después de haber comprobado que los 281 prisioneros estaban presentes y de haber dado cuenta de ello, los despidió hacia sus trabajos de la noche, puesto de guardia (en los descansos de las escaleras, los corredores del cuerpo del edificio, patrullas bajo las ventanas de la prisión especial); comenzó la tarea de alimentar y albergar a los nuevos recién venidos, cuando fue llamado a requerimiento del mayor Myshin, el oficial de seguridad de la prisión, que todavía no se había ido a su casa.

Nadelashin era una persona inusual, no solamente entre los carceleros —o como eran llamados ahora "trabajadores de la prisión"– sino entre sus compatriotas en general. En una tierra donde cada dos personas han pasado por el campo, líneas del frente, escuelas de blasfemias, donde los juramentos más locos eran usados comúnmente no sólo por los borrachos en presencia de niños (y por los niños en sus juegos); no solamente en los autobuses suburbanos, sino a veces hasta en la conversación de corazón a corazón —especialmente en los interrogatorios—; Nadelashin, no solamente no sabía cómo usar el juramento de la madre, pero ni siquiera palabras como "diablo" y "bastardo". Cuando estaba encolerizado solamente usaba un término de condenación "¡Que te cornee el toro!" y hasta esto lo pronunciaba en voz baja.

De tal modo, habiéndose dicho "¡Que te cornee el toro!" se apresuró a ver al mayor. El mayor Myshin, oficial de seguridad de la prisión —a quien Bobynin había muy injustamente calificado de parásito– un gordo sin salud, de rostro violáceo que había permanecido en su tarea esa noche de sábado, a causa de circunstancias extraordinarias, dio sus instrucciones a Nadelashin:

"Verifique si comenzó la celebración de la Navidad germana y la letona".

"Haga la lista por grupos de quienes celebran la Navidad".

“Anote personalmente, y tenga además la anotación regular del chequeo de guardia en sus diez minutos de ronda, sí han bebido vino, si están cavando túneles de huida, de qué hablan, y —lo que es más importante– si divulgan o no propaganda antisoviética".

"Si se encuentran posibles desviaciones del régimen de prisión que se termine con este ultrajante ritual religioso".

A Nadelashin no le habían dicho "haga terminar" sino "trate de hacer terminar". Una pacífica celebración no estaba prohibida explícitamente, pero el corazón del camarada Myshin no podía soportar la idea de esto.

El teniente primero Nadelashin, con su cara de luna plácida, le recordó al mayor que los idiomas alemán y letón no eran conocidos por él ni sus carceleros (no todos sabían ruso).

Myshin recordaba que en cuatro años de servicio como comisario de una compañía de guardia en un campo de prisioneros alemanes él mismo había aprendido solamente tres palabras: "Halt" "Zuruk" y "Weg". De tal modo que abrevió sus instrucciones.

Habiendo oído las órdenes y saludado torpemente (de cuando en cuando estaba obligado a realizar ejercicios militares), Nadelashin salió a asignar su ubicación a los prisioneros recién llegados —habían recibido una lista del oficial de seguridad indicándole a quién poner en cual cuarto y sobre qué litera. (Myshin, al planear la distribución de los dormitorios, instalaba entre ellos a sus informantes. Sabía que la franqueza en las conversaciones se desliza, no en medio de la agitación del trabajo diario, sino justamente a la hora de dormir, y que las observaciones penosas y amargas se hacen por la mañana, razón por la que era particularmente útil observar a la gente cuando esteba en la cama).

Nadelashin entraba sistemáticamente en cada habitación donde se celebraba la Navidad, alegando que debía averiguar el voltaje de las lamparitas que colgaban allí. Después enviaba a los guardias otra vez. Escribió el nombre de cada uno en una lista.

El mayor Myshin lo citó de nuevo y Nadelashin le pasó la pequeña lista. Myshin estaba particularmente interesado en el hecho de que Rubín hubiera estado con los germanos. Por lo tanto entraba en la lista.

Había llegado el momento de cambiar la guardia, y una discusión se produjo entre dos, sobre cuál había estado de turno más tiempo, y cuál debía quedarse más por lo tanto.

Venía después la orden de "apagar las luces", la discusión nocturna con Pryanchikov sobre hervir el agua para el té, una inspección de todos los cuartos, apagar la luz blanca y encender la azul. El mayor Myshin volvió a llamar a Nadelashin de nuevo. Todavía no se había ido a su casa; lo que pasaba en realidad era que su mujer estaba enferma y no se sentía con ánimo de oírla quejarse toda la noche. El mayor Myshin estaba sentado en su sillón, y mantenía a Nadelashin parado mientras lo interrogaba: ¿Con quién, de acuerdo a sus observaciones, andaba Rubin?, y si no se había hablado la semana pasada, desafiantemente acerca de la administración de la prisión o se había puesto a vociferar pedidos en nombre de la gente.

Nadelashin ocupaba un lugar particular entre los colegas que estaban a cargo del movimiento de guardia. Lo reprendían mucho y frecuentemente. Su bondad natural fue impedimento durante mucho tiempo para su trabajo en la policía. De no haberse adaptado, hace tiempo que habría sido despedido o encarcelado. Nadelashin nunca era rudo con los prisioneros. Les sonreía con honesta buena voluntad, y era indulgente en pequeños detalles cada vez que podía permitirse serlo. Por esto los prisioneros lo querían. Nunca se quejaron de él. Nunca lo maldijeron. Ni titubeaban en hablar francamente delante suyo, el era un buen observador, de buen oído y casi letrado, y para recordar lo escribía todo en una libreta especial. Informaba del contenido de esta libreta a sus superiores, compensando sus otras faltas en el servicio.

Y así hizo esta vez. Tomó su pequeña libreta e informó al mayor que el 17 de diciembre los prisioneros agrupados regresaban del almuerzo por el corredor y Nadelashin los seguía. Los prisioneros murmuraban que el día siguiente a pesar de ser domingo, no podrían obtener pases de los jefes de seguridad y que Rubin les había dicho: ¿Cuándo van ustedes a entender, muchachos, que nunca moverán a piedad a estas ratas? ¿Dijo él a estas ratas? – preguntó resplandeciente de alegría.

—Eso es lo que dijo, confirmaba Nadelashin con candida sonrisa en su cara de luna.

Myshin abrió el informe y añadió una nota. Ordenó además a Nadelashin redactar uno por su parte en forma de denuncia individual.

El mayor Myshin odiaba a Rubin y estaba coleccionando evidencias perjudiciales contra él. Cuando recién vino a Mavrino y supo que Rubín, comunista de la primera hora, bravuconeaba sobre que él seguía siendo comunista de corazón, a pesar de la prisión, Myshin lo llamó para conversar acerca de la vida en general y de trabajar juntos en particular. Pero no pudo llegar a un entendimiento. Myshin pasó el asunto a Rubin exactamente de la manera en que se suponía que debía hacerse en una sesión de instrucción:

—Si es usted soviético, ayúdenos.

—Si usted no nos ayuda, no es usted soviético.

—Si usted no es soviético, entonces es usted antisoviético y merece un término adicional.

Pero Rubin le preguntó: —¿Cómo se supone que debe escribir las denuncias, con tinta o con lápiz?

—Bueno, sería mejor con tinta —aconsejó Myshin.

—Sí, pero usted ve, yo he demostrado ya mi devoción a las autoridades del Soviet con sangre, y no necesito demostrarlas con tinta.

De tal manera Rubin mostró al mayor su deshonestidad e hipocresía.

El mayor lo llamó una vez más. En esa ocasión Rubin se excusó diciendo —cosa que era obviamente una falsa manera de esquivar– que la confianza política le había sido retirada puesto que estaba prisionero y mientras continuase estándolo, él no cooperaría con la oficialidad de seguridad.

Desde entonces Myshin recogía cuanto podía contra Rubin.

La conversación de Myshin con el teniente primero estaba desarrollándose, cuando un coche de pasajeros del ministerio de Seguridad del Estado llegó de pronto por Bobynin. Sacando ventaja de una circunstancia tan favorable para su carrera, Myshin rápidamente se puso su chaqueta y salió a revolotear en torno del coche. Invitó al oficial recién llegado a entrar para tomar calor, y dirigió su atención hacia el hecho de que estaba trabajando de noche. Mareó a Nadelashin dándole una serie de pequeñas órdenes; como buena medida preguntó a Bobynin si estaba bastante abrigado. (Deliberadamente Bobynin no se había puesto el hermoso saco que le entregaron para esta ocasión, sino su casaca roja de campo).

Inmediatamente después de la partida de Bobynin, Pryanchikov había sido citado. Ahora el mayor ciertamente no podía irse a su casa. Mientras esperaba para ver a quién otro debía citar y en qué momento los ya llamados regresarían, el mayor anotó cuáles de los guardias de servicio estaban con tiempo libre, (estos estaban jugando al dominó). Procedió a interrogarlos sobre historia del partido pues él era responsable de su nivel político. Aunque los guardias eran considerados como estando de servicio, si no tenían tarea, usualmente a esa hora podían dormir. Pero a ellos en ese momento les gustaba jugar al dominó, de manera que respondieron a las preguntas del mayor con una justificable falta de interés. Sus respuestas eran defectuosas además. No solamente esos guerreros confundían por qué fue correcto separarse después del Segundo Congreso y unirse cuando el Cuarto Congreso, sino que hasta dijeron que Plekhanov había sido el ministro zarista responsable del fusilamiento de los trabajadores el 9 de junio de 1905. Myshin reprendió a Nadelashin por todo esto.

En ese punto Bobynin y Pryanchikov, que habían regresado juntos y en el mismo coche, se rehusaron a contar nada al mayor y se fueron a dormir. Despechado y aún más alarmado, el mayor regresó a su casa en ese mismo coche, para no caminar. Los autobuses no corrían ya a esa hora.

Los guardias que estaban libres renegaban contra el mayor y se preparaban para irse a dormir; Nadelashin también deseaba hacerlo, pero no le estaba destinado eso. El teléfono sonó. El llamado venía de la sala de guardia exterior, los responsables de las torres de vigilancia que rodeaban al instituto de Mavrino. Los jefes de vigilancia informaron con inquietud que desde la torre de guardia ubicada en la esquina sudeste, se había telefoneado diciendo que parecía haberse visto claramente a alguien escondido entre los arbustos en medio de la niebla, arrastrándose hacia el alambrado de púa que rodeaba el contorno, quien, asustado por la alarma del guardia, había corrido hacia dentro, al fondo del patio.

El jefe de vigilancia informó que inmediatamente alarmaría a los cuarteles del regimiento y escribió un informe sobre el extraordinario incidente; entretanto pidió al oficial de turno de la prisión especial que revisara el patio.

Aunque Nadelashin estaba firmemente convencido que la guardia había visto visiones, que los prisioneros estaban seguros bajo llave detrás de las puertas de acero y de las viejas y gruesas paredes de cuatro ladrillos, el hecho de que el jefe de guardia hubiese escrito un informe exigía de su parte una actitud enérgica y otro correspondiente informe. Despertó por lo tanto a la guardia que dormía, haciendo sonar la alarma y los condujo con su linterna "murciélago" a través del gran patio cubierto de espesa niebla. Una vez hecho esto recorrió todas las celdas. No quiso encender las luces blancas —para que no hubieran quejas– pero como no podía ver suficientemente bien la luz azul, se golpeó fuertemente la rodilla contra la esquina de una litera. Finalmente verificó por cabeza a cada prisionero al rayo de luz de su linterna, y contó 281.

Regresó entonces a la oficina y escribió con letra clara y pulso firme que revelaban la limpieza de su ser interior, un informe de lo que había tenido lugar, dirigido al teniente coronel Klimentiev, jefe de la prisión especial.

Entretanto se hizo de mañana. Hora de revisar la cocina, abrir los gabinetes y sonar el despertador.

Esta fue la manera en que el teniente primero Nadelashin pasó su noche, y tenía razón de sobra para decir a Nerzhin que no comía su pan regalado. Nadelashin estaba bien sobre los treinta, aunque parecía más joven a causa de la frescura de su limpio rostro imberbe.

El padre de Nadelashin y su abuelo habían sido sastres, no de hechura de categoría sino para gente de modestos medios. Daban vuelta la ropa con buena voluntad, la acomodaban y cuando se lo requerían, lo hacían mientras el interesado esperaba. Desearon que el muchacho siguiera sus pasos. Desde la niñez le había sentado este trabajo fácil y gentil para el que ellos lo preparaban haciéndole ver cómo se hacían las cosas y ayudar en ellas. Pero de pronto se puso fin a la Nueva Política Económica. A su padre se le asignó un impuesto: lo pagó. Dos días después de eso, con total desenvoltura se le asignó uno más, y otro triple impuesto. Su padre hizo pedazos la licencia, quitó el anuncio y se puso a trabajar en una fábrica. El hijo pronto fue incorporado al ejército. Y de allí ingresó en el cuerpo de M.V.D. Después fue trasladado a la prisión.

No servía con brillo. En el curso de catorce años de servicio otros guardias, tres o cinco camaradas de ellos, lo sobrepasaron uno después del otro. Algunos ascendieron a capitán, mientras él sólo había recibido su comisión y su única estrella un mes atrás, y así mismo, apenas.

Nadelashin comprendía mucho más de lo que nunca hablaba. Comprendía, por ejemplo, que muchos de los prisioneros, que no tenían derechos humanos, pertenecían a un nivel muy superior al suyo. Además de esto, imaginando a los otros de acuerdo a su propia imagen. Nadelashin no podía descubrir en los prisioneros sanguinarios criminales de acuerdo a como eran descriptos en las sesiones de adoctrinamiento político.

Con mucha más exactitud de lo que recordaba la definición de trabajo del curso de física de su escuela de trabajo, recordaba cada curvatura de los cinco corredores del Gran Lubyanka y el interior de cada una de sus 110 celdas. De acuerdo a los reglamentos de Lubyanka, los guardias cambiaban cada dos horas, yendo de una parte del corredor a la otra, como precaución para que no llegaran a conocer a los prisioneros, de manera de no ser influidos o sobornados por ellos. (Los guardias estaban muy bien pagados)._Se suponía que cada guardia miraba los calabozos cada tres minutos. Nadelashin, con su excepcional memoria fisonómica, sentía que podía recordar a cada prisionero desde que comenzó su servicio de prisión en 1935 a 1947, cuando fue trasferido a Mavrino. Había allí líderes famosos, lo mismo que oficiales ordinarios del frente, como Nerzhin. Pensaba que podía reconocer a cualquiera de ellos en la calle con cualquier clase de ropa, con la sola excepción de que nunca los encontraría en la calle.

Porque no había regreso de aquelmundo a este mundo. Solamente aquí en Mavrino era donde él encontró algunos de sus viejos reclusos —obviamente sin permitir que ellos se dieran cuenta de que los reconocía—. Los recordaba entumecidos por el insomnio forzoso en los boxes de un metro cuadrado bajo la luz enceguecedora; cortando con un hilo su ración de cuatrocientos gramos de pan medio crudo; enterrados en los hermosos libros que abundaban en la prisión; saliendo en fila de a uno a lavarse; con las manos a la espalda cuando eran llamados para los interrogatorios; enfrascados en conversaciones que se hacían más animadas en la media hora antes de irse a dormir; echados bajo la luz brillante o en las noches de invierno, con las manos fuera de las cobijas envueltas en una toalla para abrigarlas; el reglamento obligaba que a quien tuviera las manos bajo las cobijas se lo despertara y se lo obligara a sacarlas fuera.

Más que nada, a Nadelashin le gustaba escuchar las discusiones y las conversaciones de los profesores, académicos de barbas grises, sacerdotes, antiguos bolcheviques, generales y extranjeros cómicos. Era su deber escucharlos, pero lo hacía, también, por su sola satisfacción. Hubiera preferido escuchar esas historias desde el principio hasta el fin: cómo algunos habían vivido previamente y por qué habían sido arrestados. Pero por culpa de sus obligaciones nunca podía. Lo asombraba que en los meses de horror en que se quebraban sus vidas, se decidían sus destinos, aquellas gentes encontrasen coraje para no hablar de sus sufrimientos sino acerca de cualquier cosa que les pasase por la mente: artistas italianos, las costumbres de las abejas, la caza de lobos, cómo un tipo Le Corbousier construye casas aunque no construía para ellos.

Una vez se le ocurrió a Nadelashin oír una conversación que le interesó especialmente. Sentado en la parte de atrás de un coche celular "Varanok", acompañaba a dos prisioneros encerrados dentro bajo llave. Se los trasportaba de Bolshaya Lubyanka a Sukhanov "dacha" como se lo llamaba —una endiablada prisión fuera de Moscú– de donde muchos iban a la tumba, otros al manicomio y muy pocos retornaban a Lubyanka. Nadelashin no había trabajado nunca allí, pero sabía que la comida era administrada con tortura refinada. No se les daba a los prisioneros el alimento ordinario, la comida pesada, de cualquier otra parte, sino que se les daba una alimentación sabrosa, ligera, de sanatorio. La tortura estaba en las porciones. Medio platillo de caldo, una octava parte de albóndiga, dos tiritas de papas fritas. Esto no los alimentaba —solamente les recordaba lo que habían perdido—. Era mucho más desesperante que un bol de sopa aguada, y los ayudaba a perder la razón.

Se trataba de dos prisioneros del "Varanov" que se trasladaban no separados sino juntos por alguna razón especial. Al principio Nadelashin no escuchaba lo que ellos hablaban a causa del ruido del motor. Pero algo anduvo mal en él y el conductor tuvo que salir por un rato dejando al oficial sentado al frente. Nadelashin pudo oír entonces la tranquila conversación de los prisioneros a través de las rendijas de la puerta de atrás. Reñían a propósito de deliberar sobre el gobierno y el zar, pero no del actual gobierno ni de Stalin. Discutían sobre Pedro el Grande.;Qué había hecho él con ellos? Lo estaban criticando de todas las formas posibles. Uno de ellos lo criticaba, entre otras cosas, por haber eliminado el traje nacional privando a la gente de individualidad. Enumeraban en detalle, con un conocimiento extraordinario del tema, qué ropas usaban, qué apariencia tenían y en qué circunstancia se las ponían. Decían, que todavía ahora no era tarde para revivir ciertas vestimentas, que podrían todavía ser deseables y confortables combinados con las ropas actuales, sin copiar ciegamente a París. El otro prisionero bromeó —cómo podían bromear todavía– que para esto se necesitarían dos hombres: un sastre brillante capaz de ordenar el conjunto y un tenor de moda que se fotografiara luciéndolo. De tal modo pronto toda Rusia lo adoptaría.

La conversación era particularmente interesante para Nadelashin puesto que el oficio de sastre era todavía su pasión secreta. Después de sus períodos de tarea en los corredores supercargados de locuras, se calmaba con el ruido de las telas, la suave flexibilidad de los pliegues, la bondad de este trabajo.

Cosía ropas para sus hijos, cortaba vestidos para su mujer, trajes para él. Pero lo guardaba en secreto.

El oficio de sastre era considerado una ocupación inconveniente dentro del servicio militar.


LA TAREA DEL TENIENTE CORONEL



El teniente coronel Klimentiev tenía el cabello lacio, negro y brillante como ala de cuervo, que llevaba alisado con raya a un lado; su bigote redondeado parecía tratado con pomada. No le había crecido barriga, y a los cuarenta y cinco se mantenía como un joven, bien plantado militar. Nunca sonreía mientras estaba en su trabajo, lo que intensificaba el sombrío malhumor del rostro.

A pesar de ser domingo llegó más temprano de lo usual. Cortó a través del patio de ejercicios mientras los prisioneros se paseaban alrededor, pescó la infracción con una sola ojeada. Pera como hubiera sido inferior a su rango el interferir, entró en los cuarteles del edificio y, todavía sobre los peldaños, ordenó a Nadelashin que llamase al prisionero Nerzhin y que volviese después. Al cruzar el patio, el teniente coronel había notado que algunos prisioneros habían intentado alejarse con rapidez mientras otros lentamente se daban vuelta para no tener que saludarlo. Klimentiev observaba fríamente, pero no estaba ofendido. Sabía que eso era sugerido solamente en parte por desagrado hacia su posición, pero mucho más por la timidez entre los camaradas, el miedo de aparecer servil. Casi todos los prisioneros se conducían amigablemente cuando eran llamados solos a su oficina. Algunos hasta trataban de ganar su favor. Habían diferentes clases de gente detrás de las rejas, de distinto valor. Hacía mucho que Klimentiev se había dado cuenta de ello. Respetando su orgullo insistía invariablemente sobre su derecho de ser estricto. Pensaba que una prisión, no se podía manejar con una disciplina deteriorada sino que exigía un racional orden militar.

Abrió su oficina, que estaba caliente. Los radiadores exhalaban un desagradable olor a pintura quemada. El teniente coronel abrió las ventanas, se quitó el sobretodo, se sentó engrillado en su chaqueta y examinó la superficie de su escritorio. La hoja de sábado de su calendario no había sido dada vuelta, y una nota estaba escrita sobre ella:

—¿Árbol de Navidad?

Desde su oficina semivacía, donde los únicos instrumentos de producción eran un armario de hierro que contenía el prontuario de los prisioneros, una media docena de sillas, un teléfono y un timbre, el teniente coronel Klimentiev sin ningún elemento a la vista —supervisaba el visible movimiento de 281 vidas y el servicio de 50 guardias.

A pesar de haber llegado en día domingo —a cambio de lo cual tendría un día libre durante la semana– y de haber llegado media hora antes, Klimentiev no perdió su acostumbrada ecuanimidad y control.

El teniente primero Nadelashin estaba parado angustiado frente a él. Un disco rojo aparecía en cada una de sus mejillas. Se sentía temeroso del teniente coronel, aun cuando Klimentiev ignoraba sus múltiples errores en su legajo personal. Ridículo, con su cara redonda, para nada de corte militar, Nadelashin inútilmente trataba de estar "firme".

Informó que aquella noche de labor todo había trascurrido en perfecto orden, sin violaciones del reglamento, salvo dos incidentes extraordinarios. Sobre uno de ellos tenía redactado un informe. Puso éste sobre un rincón del escritorio, que se deslizó resbalando bajo los intrincados arcos de una silla distante. Nadelashin corrió tras él y lo volvió a poner sobre el escritorio. El segundo incidente extraordinario era la citación de los prisioneros Bobynin y Pryanchikov al ministerio de Seguridad del Estado.

El teniente coronel frunció sus cejas y preguntó detalles acerca de las circunstancias de la citación y del retorno de los prisioneros. La nueva, era desde luego desagradable y alarmante. Ser la cabeza de la prisión especial era estar sentado siempre sobre la boca de un volcán, justo siempre bajo la nariz del ministro. Este no era campo alejado en el bosque, donde el jefe podía tener un harén y un bufón y llevar a cabo sus sentencias como un señor feudal. Aquí había que observar la carta de la ley, marchar sobre la cuerda floja de las regulaciones, y no dar escape a una gota de fastidio personal o de clemencia. Pero esa era la clase de persona que era Klimentiev de todos modos. No pensaba que Bobynin ni Pryanchikov la noche anterior hubiesen encontrado nada ilegal de qué quejarse acerca del comportamiento de él. Como resultado de su larga experiencia en el servicio, no temía ser calumniado por los prisioneros. La calumnia vendría más fácilmente de sus colegas.

Dio una ojeada al informe de Nadelashin y se dio cuenta de que toda la cosa carecía de sentido. Conservaba a Nadelashin justamente porque era letrado y cumplidor.


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