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En el primer cí­rculo
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Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Así se desembarazaron de Mamurin: es decir, lo encarcelaran en Lubyanka. Se desembarazaron de su persona, pero no sabían qué hacer con él. No hubo ninguna de las habituales directivas subsiguientes; ninguna instrucción sobre si lo sentenciaban, y, si así lo hacían, por qué causa y qué plazo de prisión darle. Si no hubiera sido uno de los de ellos, le hubieran dado como ellos dicen —25 años adicionales de privación de los derechos civiles– y lo hubieran mandado a Norilsk. Pero, atentos al refrán "Hoy por ti, mañana por mí", sus colegas anteriores lo detuvieron el caso Mamurin, y cuando se convencieron que Stalin lo había olvidado, lo mandaron sin interrogarlo y sin sentencia a la casa de campo suburbana en Mavrino.

Entonces, en una tarde de verano en 1948, trajeron a un nuevo zek a la sharashka. Todo en este advenimiento resultaba insólito: el hecho de que había sido traído en un coche de pasajeros y no en el coche policial "Voronok", que estaba acompañado por el mismo jefe de la Sección de la Prisión, y finalmente, que le fue servida su primera comida, cubierta por una servilleta de hilo, en la oficina del jefe de la prisión especial.

Oyeron (supuestamente los zeks no deben oír nada, pero siempre oyen todo) cómo el prisionero recién llegado había dicho que "no le gustaba la salchicha"(?) y cómo el jefe de la sección Prisión lo incitaba amablemente a comer. Un zek yendo camino al doctor para su medicación oyó eso por encima de un tabique. Discutiendo noticias tan interesantes, la población indígena de la sharaskallegó a la conclusión que el recién llegado era a pesar de todo un zek, y se durmió satisfecho.

Los historiadores de la sharashkanunca comprobaron dónde durmió el recién llegado aquella primera noche. Temprano, a la mañana siguiente, en la ancha pista de mármol donde más tarde no dejaban entrar a los prisioneros, un rudo zek, un desmañado tornero, se topó con él cara a cara.

Y bien, hermano, – dijo dándole un golpe en el pecho—, ¿de dónde eres? ¿Cómo caíste? Siéntate, vamos a fumar.

Pero el recién llegado se apartó del tornero horrorizado y desdeñoso. El tornero miró ferozmente sus ojos blanquecinos, su fino y ralo cabello, y dijo furioso: ¡Eh! tú, reptil del frasco de vidrio, estate más seguro que el diablo que vas a hablarnos después que te encierren con nosotros una noche.

Pero el reptil del frasco de vidrio no fue encerrado en la prisión general. Saliendo del corredor del laboratorio en el tercer piso le encontraron un cuartito que previamente había sido usado como cuarto para revelaciones fotográficas, e introdujeron un catre, una mesa, un ropero, una maceta con flores y un plato térmico eléctrico. Arrancaron el cartón que cubría la ventana clausurada, que miraba no a la luz de Dios sino hacia un descanso de la escalera trasera. Las escaleras daban al norte, así que aun durante el día la luz alcanzaba escasamente la celda del prisionero privilegiado. Por supuesto, los barrotes podían haber sido sacados de la ventana, pero la administración de la prisión, después de algún titubeo decidió por fin dejar los barrotecitos. Aún aquellos que tenían autoridad no comprendían este asunto confuso y no podían ubicarse en una correcta línea de acción.

Fue entonces que al nuevo prisionero se lo bautizó "El hombre de la máscara de hierro". Por mucho tiempo nadie supo su nombre, nadie podía hablar con él. A través de la ventana los zeks podían verlo sentado en su celda solitaria con su cabeza gacha, o vagando como una pálida sombra entre los tilos en horas en que otros zeks no podían salir afuera. Máscara de Hierro era amarillento y flaco como un zek generalmente se vuelve después de dos buenos años de investigación. Sin embargo, su rechazo irracional por la salchicha descartó esta suposición.

Mucho después, cuando Máscara de Hierro empezó a trabajar en la TAREA SIETE, los zeks se enteraron por los empleados libres que él era el mismo coronel Mamurin quien, como jefe de Comunicaciones Especiales, había prohibido a todos apoyar los talones Cuando pasaban por su oficina, tenían que caminar en puntas de pies. De lo contrario salía como un rayo enfurecido por la antecámara de su secretario y gritaba. ¿De quién cree que es la oficina por la que pasa taconeando, grosero? ¿Cómo se llama?

Más tarde aún se vio claramente que el sufrimiento de Mamurin en la sharashkaera en el plano moral. El mundo de los libres lo rechazaba y no quería tener nada que ver con el mundo de los zeks. Al principio en su soledad leía libros todo el tiempo, "obras inmortales" como "La lucha por la Paz" de Panferov y "El Caballero de la Estrella de Oro" de Babayevsky, Sobolev, Nikulin y los versos de Pokofiev y Gribachev. Dentro suyo aconteció una milagrosa trasformación: empezó a escribir poesías él mismo. Es muy conocido que la infelicidad y el tormento del alma originan poetas, y los tormentos de Mamurin eran más agudos que los de cualquier otro prisionero. Preso por dos años, sin investigación ni juicio, vivió como había vivido previamente, sólo de acuerdo con las últimas directivas del Partido y, como antes, endiosaba al Maestro Sabio. Mamurin le confesó a Rubin que no era que la comida de la prisión fuera tan fea (se le preparaba una especial), ni era el dolor de estar separado de su familia (una vez al mes lo llevaban secretamente a su propio departamento, donde pasaba la noche); no eran tanto sus primitivas necesidades animales, pero era amargo el haber perdido la confianza de Josif Vissarionovich, era doloroso verse destituido del grado de coronel, degradado y humillado. Era por eso que a la gente como Rubin y como él les resultaba desmesuradamente más difícil soportar la reclusión que a los deprejuiciados bastardos que los rodeaban.

Rubín era comunista. Pero después de oír las confesiones de su colega presuntamente ortodoxo y de igual mentalidad, y luego de leer sus poesías, Rubin comenzó a eludir a Mamurin, hasta a esconderse de él, y pasaba su tiempo con los hombres que lo atacaban injustamente pero que compartían su suerte.

En cuanto a Mamurin, se dejaba llevar por un deseo, tan insistente como un dolor de muelas, de justificarse por medio del trabajo. Desgraciadamente, todo su conocimiento sobre comunicaciones, aunque había sido un alto oficial en ese terreno, empezaba y terminaba con sostener un teléfono. Por lo tanto él, personalmente, era incapaz de trabajar; sólo podía dirigir. Pero si le fuera confiada la dirección de este asunto de Mavrino, condenado al fracaso, nunca le devolvería el afecto de El Mejor Amigo de los Obreros de Comunicaciones. Tenía que administrar un proyecto con alguna perspectiva.

Mientras tanto, dos de estos proyectos prometedores estaban tomando forma en el Instituto Mavrino: el Traductor Automático y la TAREA SIETE.

Por alguna razón profundamente arraigada e ¡lógica, las personas se llevan o no bien entre sí desde la primer mirada. Yakonov y su reemplazante diputado Roitman no se entendían. Todos los meses cada uno se volvía más y más intolerable para con el otro; estando atados al mismo carro por una mano más pesada que la de ellos, no podían zafarse, pero tiraban en diferentes direcciones. Cuando la telefonía secreta comenzaba a ser abordada por medio de dos esquemas experimentales paralelos, Roitman reunió a todos los que pudo para trabajar en los Laboratorios Acústicos sobre el Traductor Automático, que en ruso era conocido por "el invento del habla artificial". En represalia, Yakonov eligió entre todos los otros grupos y reunió a los más expertos ingenieros y a los mejores equipos importados para la TAREA SIETE —es decir, para Laboratorio Siete.

Los intentos de comenzar otros trabajos fueron destruidos en la desigual batalla.

Mamurin eligió la TAREA SIETE para sí porque no podía convertirse en el subordinado de su propio ex subordinado, Roitman, y también porque el ministerio consideraba conveniente tener una fiera y vigilante mirada sobre el hombro del no Partidario y ligeramente corrupto Yakonov.

A partir de ese día, Yakonov podía estar en el Instituto durante la noche, o no, como le plugiese. El coronel MVD degradado, el solitario prisionero de blancos y febriles ojos, mejillas horriblemente hundidas que reunía en sí a Homero y Gribachev, rehusando comida y bebida, reprimiendo su reciente pasión por la poesía, esclavizado hasta las dos de la madrugada, imponía a los de la TAREA SIETE un día de quince horas laborables. Un horario de trabajo tan conveniente podía existir sólo en la TAREA SIETE porque los empleados libres no tenían que soportar el servicio especial nocturno, puesto que no había necesidad de una vigilancia de seguridad sobre Mamurin.

Cuando Yakonov dejó a Verenyov y a Nerzhin en su oficina, se fue directamente al laboratorio de TAREA SIETE.


TAREA SIETE



Nunca se les dice a los soldados rasos lo que los generales están planeando, pero ellos saben perfectamente bien si han sido desplegados en la línea principal de avanzada o en flanco. Del mismo modo, los trescientos zeks de la sharashkade Mavrino estaban acertados en suponer que la TAREA SIETE era el sector crucial.

Nadie en el instituto debía saber el verdadero nombre de TAREA SIETE, pero todos lo sabían. Era el "Laboratorio de Habla Abreviada". "Habla Abreviada" había sido tomado del inglés, y no sólo los ingenieros y traductores, sino también la asamblea y los instaladores, los torneros, y quizá hasta el semisordo carpintero, sabían que la pieza del equipo en cuestión se estaba construyendo siguiendo la línea de los modelos americanos. Pero era una práctica aceptada el pretender que todo era de origen nativo. Por lo tanto las revistas de radio americanas con diagramas y artículos sobre la teoría de la abreviatura, que se vendían en los puestos de libros de Nueva York, estaban aquí numeradas, atadas con cintas, clasificadas, y selladas en cajas fuertes a prueba de fuego, lejos del alcance de los espías americanos.

Abreviatura, amortiguación, compresión de la amplitud, diferenciación electrónica e integración del habla humana normal eran profanación de la ingeniería en comparación a la desmembración de un área de refugio meridional, como Novy Afon o Gurzuf, en pequeños fragmentos de material, rellenando con ellos millones de cajas de fósforos, mezclándolas todas, pasándoselas rápidamente a Nerchinsk, clasificándolas y recopilándolas en su nueva ubicación, para que el resultado no pueda ser diferenciado del original. Una nueva creación de los subtrópicos, el sonido de las olas en la playa, el viento del sur y la luz de la luna.

Lo mismo, usando pequeñas dosis de impulsos eléctricos, había que hacer con el habla, reconstruirla de un modo tal que no sólo todo sería comprensible sino que el Jefe sería capaz de reconocer por la voz, a la persona con quien estaba hablando.

En las sharaschkas, aquellas instituciones aterciopeladas donde no penetraba el rechinar de dientes de la lucha por la vida de los campos de concentración, desde tiempo atrás había sido una regla establecida que aquellos zeks más comprometidos en la próspera solución de un problema recibirían todo: —libertad, un pasaporte limpio, un departamento en Moscú; mientras que el resto no recibía nada, ni un solo día menos del plazo, ni cien gramos de vodka en honor a los triunfadores.

No había términos medios.

Entonces los prisioneros que fueron capaces de adquirir esa tenacidad de campo de concentración, gracias a la cual un zek podía al parecer aferrarse con sus uñas a la superficie de un espejo vertical, los prisioneros más tenaces trataron de meterse en el grupo de TAREA SIETE para poder saltar de allí a la libertad.

Así fue cómo entró allí el brutal ingeniero Markhushev, con su cara granujienta y jadeante de avidez por morir por las ideas del coronel de ingenieros Yakonov y otros de la misma especie también entraron allí de ese modo.

Pero el perspicaz Yakonov eligió también hombres para la TAREA SIETE que no trataron de meterse allí. Ese era el caso del ingeniero Amantay Bulatov, un tártaro de Kazan que usaba grandes anteojos enmarcados en carey, una persona recta con una risa ensordecedora, sentenciado a diez años por haber sido capturado por los alemanes y haberse pasado a los enemigos de pueblo Musa Dzjalil. Esto también ocurría con Andrei Andreyevich Potapov, un especialista en voltajes ultra altos y en la construcción de estaciones de fuerza motriz. Entró a la sharashkaen Mavrino a causa del error de un empleado ignorante que manejaba las tarjetas en el GULAG. Pero siendo un ingeniero auténtico y un trabajador tesonero, Potapov en seguida encontró su lugar en Mavrino y se volvió irremplazable en los trabajos que involucraran equipos precisos y complejos de medición de frecuencias de radio.

Otro miembro del grupo era el ingeniero Jorobrov, un gran experto en radio. Había sido destinado a la TAREA SIETE desde el comienzo, cuando aquello era una unidad común. Últimamente se había hastiado de la TAREA SIETE y no acompañaba su ritmo vertiginoso y Mamurin se había cansado de él.

Por fin, sin apiadarse de hombres y caballos, acá el grupo SIETE de Mavrino, fue traído desde Salejard el sombrío recluso e ingeniero genial Alexander Bobynin, proveniente de una brigada de régimen muy riguroso del campamento de trabajos forzados, inmediatamente fue ubicado para la conducción, por encima de todos los demás, había sido arrebatado de las puertas de la muerte, y en caso de éxito sería el primer candidato a la libertad. Entonces se quedaba levantado y trabajaba hasta después de medianoche, pero trabajaba con una dignidad tan altanera que Mamurin le temía. Bobynin era el único en todo el grupo al que no se atrevía a censurar.

El laboratorio de TAREA SIETE era un cuarto similar al Laboratorio de Acústica del piso inferior. Estaba equipado y amueblado como el otro, salvo que no tenía casilla acústica.

Yakonov visitaba el laboratorio TAREA SIETE varias veces al día, y por esa razón su presencia allí no provocaba la agitación que provocaba una visita del jefe principal. Sólo Markrushev y los otros adulones se adelantaban atropellándose y se movían por todos lados con más ansia que nunca. En cambio Potapov, colocaba un medidor de frecuencia en el único lugar abierto de arriba, en los estantes repletos de instrumentos que lo separaban del resto del laboratorio. Hacía su trabajo rápido, sin explosiones frenéticas de esfuerzo, y en este momento estaba haciendo una cigarrera de plástico colorado trasparente, con la idea de presentarla como regalo a la mañana siguiente.

Mamurin se levantó para saludar a Yakonov como a un igual. No estaba usando los overoles azul oscuro de todos los zeks, sino un traje de lana caro; sin embargo no conseguía realzar su cara demacrada y su huesuda figura.

Lo que apareció en ese momento sobre su frente color limón y sus exangües y cadavéricos labios fue interpretado por Yakonov como placer: —¡Antón Nikolaich! Hemos regulado a cada decimosexto impulso, y es mucho mejor. Ahora escuche, yo le leeré– "Leer" y "escuchar" era la prueba habitual para definir la calidad de un circuito telefónico. El circuito se alteraba varias veces al día, con la añadidura, o la supresión o reemplazo de una unidad u otra y establecer cada vez una prueba de pronunciación era un procedimiento engorroso, demasiado lento para seguir la marcha de cada nuevo diseño de ideas soñadas por los ingenieros. Además, no había motivos para obtener cifras descorazonantes de un sistema que antes había sido objetivo pero más tarde había sido copado por el protegido de Roitman, Nerzhin.

Dominado, como de costumbre, por un único pensamiento, sin preguntar nada ni explicar nada, Mamurin se retiró a un alejado rincón del cuarto y allí, volviéndose de espaldas, oprimiendo el teléfono contra su mejilla, empezó a leer un diario en el trasmisor. En el otro extremo del circuito, Yakonov se puso un par de audífonos y escuchó. Algo espantoso estaba sucediendo en los audífonos: el sonido de la voz de Mamurin era interrumpido por estallidos de crepitación, rugidos, y chillidos. Pero, como una madre que contempla amorosamente a su horrible prole, Yakonov no sólo no se arrancó los audífonos de sus sobresaltados oídos, sino que escuchó mucho más atentamente, y llegó a la conclusión de que el espantoso ruido parecía menos horrible que el que había oído antes de la comida. El habla de Mamurin no era el lenguaje vivaz y fluido de la conversación, sino que era medido e intencionalmente preciso. Además, estaba leyendo un fragmento sobre la insolencia de los guardias de la frontera yugoslava y el desenfreno del sanguinario verdugo de Yugoslavia, Rankovich, quién había trasformado a un país amante de la libertad en una cámara de tortura masiva. Por eso Yakonov adivinaba fácilmente lo que no podía oír, comprendía que lo había adivinado, olvidaba que lo había adivinado y estaba cada vez más convencido que la audición era mejor de lo que había sido antes de la comida.

Quería también un intercambio de ideas con Bobynin Este último estaba sentado allí cerca, macizo, ancho de hombros, con su cabello rapado como el de un convicto, aunque en la sharashkase permitían cortes de pelo de cualquier estilo. No se dio vuelta cuando Yakonov entró en el laboratorio; inclinado sobre la larga cinta del oscilograma, estaba midiendo algo con las puntas de su compás calibrador.

Este Bobynin era uno de los insectos de la creación, un zek insignificante, un miembro de la clase más baja, y Yakonov era un dignatario. Sin embargo Yakonov no podía permitirse interrumpir a Bobynin, por más que quisiera.

Uno puede edificar el Empire State Building, disciplinar la armada prusiana, elevar la jerarquía del estado por encima del trono del Todopoderoso, pero uno no puede superar la inexplicable superioridad espiritual de ciertas personas.

Algunos soldados son temidos por sus comandantes. Hay obreros que cohiben a sus capataces, prisioneros que hacen temblar a sus acusadores. Bobynin sabía esto y hacía uso de este poder en sus tratos con las autoridades.

Cada vez que Yakonov hablaba con él se sorprendía a sí mismo con el cobarde deseo de adular a este zek, de evitar irritarlo. Se enojaba consigo mismo por sentir de ese modo, pero notó que todo el mundo reaccionaba en forma parecida con Bobynin.

Quitándose los audífonos, Yakonov interrumpió a Mamurin: —Es mejor, Yakov Ivanich, ¡definitivamente mejor! Me gustaría que Rubin lo escuchara. Tiene buen oído.

Alguno que fue gratificado por una opinión de Rubin dijo una vez que tenía "buen oído". Inconscientemente esta premisa fue aceptada y creída. Rubin había entrado a la sharashkapor accidente, y se las había ingeniado para permanecer allí haciendo traducciones. Su oído izquierdo era tan bueno como el de cualquier otra persona, pero su oído derecho se había ensordecido por una contusión en el frente noroeste —un hecho que había tenido que ocultar después de haber sido elogiado por su "buen oído". La reputación de tener "un buen oído" había afirmado su posición, hasta que la reafirmó– más aún con su obra magna en tres tomos: El aspecto audio-sintético y electroacústico de la lengua rusa.

Entonces telefonearon al laboratorio de Acústica para hablar con Rubin. Mientras esperaban escucharon otra vez ellos mismos por décima vez. Markrushev, con las cejas unidas y los ojos tensos de concentración, sostuvo un momento el teléfono y declaró categóricamente que estaba mejor, que estaba mucho mejor. (La idea de regularlo en base a dieciséis impulsos era suya; por eso, aún antes de hacer la readaptación, él sabía que iba a haber mejoría) Dyrsin sonrió de mala gana, apologéticamente, y meneó la cabeza, Bulatov gritó a través del laboratorio que debían reunirse con los expertos del código y readaptarlo en base a treinta y dos. Dos electricistas complacientes tirando de los auriculares en direcciones opuestas mientras cada uno escuchaba con gozosa exuberancia que realmente se había oído más claro.

Bobynin continuaba midiendo el oscilograma sin levantar la mirada.

La negra manecilla del gran reloj eléctrico de pared saltó a las diez y treinta horas. Pronto terminaría el trabajo en todos los laboratorios salvo TAREA SIETE; las revistas clasificadas serían guardadas bajo llave en cajas fuertes, los zeks volverían a sus dependencias para dormir, y los empleados libres correrían a las paradas de ómnibus, donde pasaban cada vez menos vehículos, en las últimas horas.

Ilya Terentevich Jorobrov, al fondo del laboratorio y fuera de la vista de los jefes, caminó con andar pesado detrás del muro de estantes hacia Potapov. Jorobrov era de Uyatka, y del área más remota, cerca de Kai, tras de la cual se extendía por cientos de millas, a través de bosques y pantanos, una región mucho más grande que Francia, la tierra de Gulag. Él vio y comprendió más que muchos, pero la necesidad de estar siempre escondiendo sus pensamientos y reprimiendo su sentido de justicia había doblegado su cuerpo, le había dado un aspecto desagradable, marcándole duras líneas en sus labios. Finalmente, en las primeras elecciones de post guerra no lo pudo soportar más y escribió sobre su tarjeta de sufragio crudas y rudas injurias campesinas dirigidas contra el Mayor Genio de los Genios. Era la época en que las casas arruinadas no se reconstruían y los campos no eran sembrados a causa de la escasez de obreros. Pero durante un mes entero varios detectives jóvenes estudiaron la caligrafía de cada votante del distrito y Khorokrov fue arrestado. Salió para el campo de concentración con un ingenuo sentimiento de placer —allí por lo menos podía decir lo que quisiera. Pero los campos generalmente no operaban de esa manera. (Llovían las denuncias de los delatores sobre Khorokrov, y tuvo que callarse).

En la sharashkael buen sentido le exigía que se perdiera en la actividad de la tarea común del grupo Siete y que se asegurara, si no de la liberación, por lo menos de una existencia decente. Pero dentro suyo le daban náuseas por todas las injusticias aparte de su propio caso, hasta que alcanzó el punto cuando un hombre ya no quiere vivir más.

Yendo detrás de la pared de estantes de Potapov, se inclinó sobre el escritorio y propuso en voz baja: —Andreich. Es hora de marcharse. Es sábado.

Potapov acababa de colocar una cerradura color rosa a la cigarrera colorada trasparente. Ladeó la cabeza admirando su artefacto, y preguntó: —¿Qué te parece, Terentich? – el color combina, ¿no es cierto?

Sin recibir ni aprobación ni desaprobación, Potapov miró a Khorokrov con el interés de una abuela sobre el armazón liso de metal de sus anteojos. – ¿Por qué tentar al dragón —dijo—. El tiempo nos está ayudando. Antón se irá y entonces desapareceremos inmediatamente, como el aire ligero.

Tenía su modo de dividir una palabra en sílabas y prolongar cada una de ellas.

Para entonces Rubín estaba en el laboratorio. Ahora, a las once de la noche, habiendo pasado el día de trabajo, Rubín, que de todos modos había estado de un humor lírico la tarde entera, sólo quería volver a la prisión y seguir leyendo a Hemingway. Sin embargo, simulando demostrar gran interés en la calidad del nuevo circuito de la TAREA SIETE, le pidió a Markrushev que leyera, puesto que su alta voz, con un tono básico de ciento sesenta ciclos por segundo, debía de trasmitir pobremente. Con esta manera de encarar el asunto, se evidenció como un especialista. Poniéndose los auriculares, Rubín escuchaba y varias veces le daba órdenes a Markrushev para que leyera más fuerte, o más despacio, para que repitiera las frases "Los gordos pescados se escondieron bajo la cubierta" y "vio, saltó, conquistó" —frases pensadas por Rubin para la verificación de combinaciones individuales de sonidos que eran muy conocidas para todos los de la sharashka. Finalmente, pronunció el veredicto de que había una tendencia general hacia el mejoramiento: los sonidos de las vocales eran trasmitidos notablemente bien, los ruidos dentales un tanto peor; aún estaba preocupado por la fonética de la letra "zh"; y la formación de la consonante tan predominante en el lenguaje eslavo, "vsp" no era trasmitida para nada, y requería trabajo.

Hubo un coro de voces, expresando satisfacción por que el circuito estaba mejor. Bobynin levanto la vista del oscilograma y en un burlesco, y denso tono grave dijo: —¡Idiotez! Un paso adelante, dos pasos atrás. No hay razón para estar percibiéndolo por conjeturas. Tienen que encontrar un método.

Todos quedaron silenciosos bajo su firme y resuelta mirada.

Detrás de sus estantes, Potapov encoló la cerradura rosa a la cigarrera, usando esencia de pera. Potapov había pasado tres años en campos alemanes de concentración y sobrevivió principalmente por su habilidad sobrehumana para hacer encendedores atractivos, cigarreras, y porta cigarrillos con desechos, sin usar ninguna herramienta.

Nadie se apuró en dejar el trabajo, aunque era la víspera de un domingo "robado".

Khorokrov se enderezó. Poniendo su material clasificado sobre el escritorio de Potapov para ser guardado bajo llave en la caja de seguridad, salió de atrás de los estantes y se encaminó hacia la salida, pasando por el lugar donde estaban todos ellos reunidos alrededor del abreviador.

Mamurin, pálido, miró fijamente para atrás y llamó, – Ilya Terentich. ¿Por qué no lo escucha? En realidad, ¿adonde va?

Khorokrov se dio vuelta lentamente y con una media sonrisa torcida contestó claramente, – Hubiera preferido no mencionarlo en voz alta. Pero si insiste: en este preciso instante me voy al baño o, si prefiere a la letrina—. Si todo marcha bien allí, seguiré hasta la prisión y me acostaré a dormir.

En el silencio que sobrevino, Bobynin, que casi nunca sonreía, se sacudió con fuertes carcajadas.

Era un motín en el barco de guerra.

Mamurin dio un paso adelante como para pegarle a Khorokrov y preguntó chillonamente, – ¿Qué quiere decir con dormir. Todo el mundo está trabajando y usted se va a dormir?

Con su mano en el picaporte Khorokrov contestó, casi sobre el límite de su propio dominio, – Sí, justamente eso, ¡dormir! He trabajado las doce horas que la Constitución exige y eso es suficiente.

Estaba a punto de explotar con algo peor que hubiese sido irreparable, pero la puerta se abrió de golpe y el oficial de servicio anunció: —¡Antón Nikolaich! Se lo necesita urgente en el teléfono urbano municipal.

Yakonov se levantó apresuradamente y salió adelante de Khorokrov.

Pronto, Potapov, también, apagó la lámpara de su escritorio, ubicó sus documentos clasificados y los de Khorokrov sobre el escritorio de Bulatov y cojeó inofensivamente hacia la salida. Su pierna derecha renqueaba a causa de un accidente de motocicleta que había tenido antes de la guerra.

El llamado telefónico de Yakonov era del vice-ministro diputado Sevastyanov. Debía estar en el ministerio a media noche. ¡Y esto era la vida!

Yakonov volvió a su oficina, con Verenyov y Nerzhín, despidió a éste último e invitó a Verenyov a que lo acompañara en su coche. Luego se puso su saco y guantes, volvió a su escritorio, y bajo la anotación "Que se lo eche a Nerzhin", agregó: "A Khorokrov también".


DEBERÍA HABER MENTIDO



Cuando Nerzhin, presintiendo vagamente que lo que había hecho no podía ser enmendado, pero aún sin darse cuenta por completo de ello, volvió al laboratorio de Acústica, Rubín se había ido. Todos los demás estaban aún allí. Valentulya, dando golpecitos en el pasillo con un panel sobre el cual estaban montadas decenas de válvulas de radio, volvió sus vivos ojos hacía aquél.

—¡Despacio, joven! – dijo, deteniendo a Nerzhin con su palma en alto, como un policía parando a un auto.– ¿Por qué es que no hay corriente en mi tercer plataforma? – Luego recordó—: Ah, si. ¿por qué fue que lo llamaron? ¿Qu' est que c'est passé?

—No seas bruto, Valentyne, – dijo Nerzhin, evadiendo la pregunta hoscamente. No podía admitir ante este sacerdote de su propia ciencia que acababa de repudiar las matemáticas.

—Si tiene problemas, – declaró Valentyne– puedo darle un consejo: ponga música bailable. Ha leído la cosa en,... ¡caramba, no me acuerdo el nombre! Ya sabe, el poeta del cigarrillo entre los dientes. No maneja ni siquiera una pala. Llame a otros.



Mi policía


Protéjame


En la zona reservada


¡Qué lindo es!

En realidad, ¿qué otra cosa además de música bailable podríamos pedir nosotros?

Luego Valentyne, sin esperar respuesta, pero ya preocupado con un nuevo pensamiento exclamó: —¡Vadka, enchufe el oscilógrafo!

Mientras se aproximaba a su escritorio, Nerzhin notó que Simochka estaba en estado de alerta. Lo miró abiertamente y sus finas cejas se contrajeron.

—¿Dónde está La Barba, Serafina Vitalyevna?

—Antón Nikolayevich lo citó también en el laboratorio Siete —contestó Simochka en alta voz. Y aún más fuerte para que todos pudieran oír, dijo—: Gleb Vikentich, vamos a revisar las nuevas listas de palabras. Todavía tenemos media hora.

Simochka era una de las encargadas de los ejercicios de pronunciación. La pronunciación de todas ellas estaba evaluada con referencia a una norma de claridad.

—¿Dónde puedo revisarlo en medio de todo este ruido?

—¡Uh! vamos adentro de la casilla. – Miró a Nerzhin significativamente, tomó la lista de palabras escritas en tinta china sobre un papel de dibujo, y entró en la casilla.

Nerzhin la siguió. Cerró tras de sí la puerta hueca de setenta centímetros de ancho y la atrancó, luego se escurrió por la segunda puerta chica, la cerró también, y bajó el visillo. Simochka se colgó de su cuello, parada en punta de pies, y lo besó en los labios.

Levantó a esta frágil joven en sus brazos; el espacio era tan restringido que la punta de sus zapatos chocaron contra la pared y se sentó en la única silla, en frente al micrófono de concierto, acomodándola sobre sus rodillas.

—¿Por qué Antón lo mandó a buscar? ¿Pasa algo malo?

—¿El amplificador no está encendido? ¿No estaremos difundiendo por el parlante?

—¿Qué ocurrió de malo?

—¿Por qué piensas que ocurrió algo?

—Lo presentí en seguida cuando llamaron. Y lo veo en su cara.

—¿Cuántas veces te he pedido que no uses ese "usted" formal?

—Pero, ¿si me es difícil no hacerlo?

—Pero, ¿si yo quiero que lo hagas?


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