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En el primer cí­rculo
  • Текст добавлен: 3 октября 2016, 22:21

Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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—Pero no vamos a hacerle eso —objetó Roitman con suavidad—. Veamos las medidas, traduzcámoslas a términos numéricos y entonces hablaremos de nombres.

—¡Pero piense cuanto tiempo llevará eso; después de todo, esto es urgente!

¿Y la verdad?

—¡Mire usted mismo, mire aquí! – y levantando los trazados, al mismo tiempo que dejaba caer sobre ellos más y más ceniza, Rubin trató de demostrar la culpabilidad de Shevronok.

Así los encontró Oskolupov, quien se acercó dando pasos lentos y poderosos con sus cortas piernas. Lo conocían bastante para saber, por el ángulo del gorro y la mueca del labio superior, que estaba enormemente disgustado.

Se levantaron de un salto; él se sentó en un extremo del sofá y se metió las manos en los bolsillos, hasta el fondo.

—¡Bueno! – ladró como si fuera una orden.

Rubín mantuvo un silencio cortés, dejando a Roitman hacer el informe.

Mientras hablaba Roitman, la cara de mejillas fláccidas de Oskolupov expresaba profunda absorción, sus párpados cayeron somnolientos y ni se dignó examinar las muestras que le ofrecían.

Rubín sentía turbación. A pesar de las palabras exactas del inteligente Roitman, pensó que había perdido la obsesión, la inspiración que lo llevaran a investigar. Roitman terminó diciendo que Shevronok y Volodin estaban bajo sospecha, pero eran necesarias nuevas grabaciones de sus voces antes de llegar a una opinión definitiva. Miró a Rubin y agregó:

—Pero parece que Lev Grigorich quiere agregar o corregir algo.-

—Para– Rubín, Foma Oskolupov no era más que un imbécil. Pero también era un alto funcionario del gobierno y como tal representaba las fuerzas progresistas a las que él estaba dedicado. Por eso habló con energía, blandiendo los trazados y el álbum. Rogó al general su comprensión: aunque subsistía una doble posibilidad, tal ambigüedad no era en absoluto típica de la ciencia fonoscópica y se debía a la falta de tiempo para formar juicio definitivo, hacían falta más grabaciones, pero hablando de la impresión personal de Rubin, entonces.

El jefe ya no parecía dormido. Frunció el ceño con desdén —y, sin esperar a que Rubin terminara, dijo:

—¡Las viejas adivinan el porvenir con porotos! ¿Para qué quiero su "ciencia"? Lo que necesito es agarrar al criminal; Quiero una respuesta sensata: ¿el criminal está aquí, sobre la mesa, lo tienen es algo definido, están seguros de que no camina libre por ahí, hay alguien más aparté de estos cinco?

Los miró con los ojos entrecerrados, rígidos frente a él, con los brazos pegados al cuerpo. Las tiras de papel escapaban hasta el suelo de las manos pendientes de Rubin. A sus espaldas, Smolosidov se inclinaba sobre el grabador como un dragón negro.

Rubín se desplomó por dentro. Había hablado en general, no en particular.

Roitman, más acostumbrado a los modales de los jefes, habló con todo el valor que le fue posible.

—Sí, Foma Guríanovich. Yo, claro, nosotros seguramente... estamos convencidos de que está entre esos cinco. (¿Qué otra cosa podía decir?) Oskolupov bizqueó con un ojo.

—¿Son responsablesde lo que dicen?

—Sí... nosotros... somos responsables. Oskolupov se levantó pesadamente del sofá.

—Escuchen bien: yo no los obligué a hablar. Ahora voy a informar al ministro. ¡Arrestaremos a los dos hijos de perra!

Lo dijo de tal modo, con mirada tan hostil, que bien pudieron imaginarse que iban a ser ellos los arrestados.

—Un momento —objetó Rubin—. Dénos un día más para tener pruebas completas.

—Cuando empiece el interrogatorio ya podrán poner un micrófono en el escritorio y pasarse tres horas grabando, si quieren.

—¡Pero uno de ellos no es culpable! – exclamó Rubin.

—¿Cómo qué no es culpable? – preguntó Oskolupov atónito, abriendo mucho sus ojos verdes—. ¿No es culpable de nada, en absoluto? Las organizaciones de seguridad ya encontrarán algo, como siempre.

Se fue sin una sola palabra de aliento para los pioneros de la nueva ciencia. Era su forma de gobernar: para que sus subordinados rindieran más, nunca los elogiaba. Ni siquiera era un estilo personal sino que descendía en línea directa de El.

Pero, con todo, resultaba penoso.

Volvieron a sentarse en las mismas sillas donde acababan de soñar con el gran futuro de la ciencia recién nacida. Y no hablaron.

Como si estuviera pisoteada la delicada estructura que habían levantado, como si la fonoscopía no fuera una ciencia. Si era posible arrestar a dos en lugar de uno, ¿por qué no arrestar a los cinco, para estar completamente seguro?

Roitman tuvo aguda conciencia de lo precario que era el futuro del nuevo grupo y, recordando que la mitad del Laboratorio de Acústica había sido dispersada, volvió a sentir, como anoche, la fría hostilidad del mundo y su propia soledad. Rubin, libre del ímpetu creador, sintió alivio indirecto: lo rápido de la decisión de Oskolupov probaba que todos los hombres habrían sido arrestados sin la complicidad de Rubin ni de la fonoscopía: por lo menos, había salvado a tres hombres.

La pasión de servir que lo consumiera durante tantas horas estaba extinguida. Recordó que le dolían el hígado y la cabeza, que se le caía el pelo, que su esposa envejecía, que le quedaban más de cinco años de sentencia y que "ellos" seguían cometiendo errores. Ahora habían difamado a Yugoslavia.

Pero ninguno dijo lo que pensaba; siguieron sentados sin hablar.

Tras sus nucas, Smolosidov tampoco hablaba.

El mapa de China de Rubin estaba prendido en la pared, con las áreas comunistas coloreadas a lápiz rojo.

Era lo único que lo alegraba. A pesar de todo, a pesar de todo, triunfaremos...

Un golpe en la puerta; llamaban a Roitman para ver que los empleados libres del Laboratorio de Acústica concurrieran a la conferencia de un visitante. Después de todo, era lunes: el único día dedicado a doctrina política.


NO, TU NO



Todos los asistentes a la conferencia se aferraban a la esperanza de que terminase pronto. Todos habían salido de casa a las siete u ocho de la mañana en tranvías, ómnibus o trenes. Pero ya era casi imposible que volvieran antes de las nueve y media de la noche.

Simochka deseaba todavía más que los otros que la conferencia terminase, aunque debía quedarse como funcionaria de guardia y no le importaba llegar a casa. Cálidas oleadas de miedo y esperanzada alegría la atravesaban por turno, y tenía las rodillas tan débiles como si hubiera bebido champán. Hoy era aquella misma noche de lunes que ella citó a Nerzhin. No podía dejar que este eminente y solemne momento de su vida la tomara desprevenida y, por eso, había vacilado dos días antes. Pero ayer y hoy los había pasado como en vísperas de una gran fiesta. Urgió a la modista para que terminara un vestido, que le quedaba muy bien. Se había bañado a fondo en una bañera de estaño, aislada en su cuarto de Moscú. Por la noche se colocó ruleros y por la mañana los desenrolló y peinó largamente; se había contemplado sin cesar frente al espejo, volviendo la cabeza a un lado y otro, tratando de convencerse de que vista desdé cierto ángulo era de veras atrayente.

Debía verse con Nerzhin a las tres de la tarde, en seguida después de la hora libre, pero Gleb volvió tarde de almorzar, desafiando las órdenes (tenía que hablarle de eso hoy; ¡que tuviera cuidado!), y, mientras tanto Simochka fue enviada con otro grupo a la interminable tarea de contar y recoger repuestos. Volvió a Acústica muy poco antes de las seis y otra vez no pudo ver a Gleb, aunque su escritorio estaba cubierto de revistas y carpetas y la luz encendida. Tuvo que ir a la conferencia sin verlo, pero también sin enterarse de la horrible noticia: ayer le habían permitido una entrevista con su esposa, que llevaba un año sin verla.

Gracias a su escasa estatura, le fue fácil encontrar asiento en una de las filas repletas; rodeada por los otros resultaba invisible. Las mejillas se le ponían cada, vez más rojas mientras miraba las agujas del gran reloj eléctrico. Poco después de las ocho estaría sola con Gleb.

Cuando la conferencia terminó y todos pasaron corriendo por el vestuario del segundo piso, Simochka acompañó a sus amigos para despedirse. Todo era ruido y confusión, los hombres sé ponían a prisa sus abrigos y encendían cigarrillos para el camino de vuelta, las muchachas, se apoyaban en la pared, haciendo equilibrio primero sobre un pie y luego sobre el otro mientras se calzaban los chanclos. Pero, a pesar de su ansiedad por irse, todas encontraron tiempo para examinar el vestido nuevo de Simochka, admirarlo y hablar de todos sus detalles. Era un vestido marrón, diseñado y ejecutado con pleno conocimiento de lo malo y lo bueno que tenía su silueta; la parte superior, cortada como una chaqueta, se ajustaba a la angosta cintura y formaba tablas amplias sobre el busto. Bajo la cintura, para hacerle caderas más anchas, la falda tenía dos volados, uno brillante y uno opacó, que se movían al caminar. Los brazos delgados se volvían casi etéreos en las mangas transparentes, llenas en los hombros y ajustadas en las muñecas. Y en la garganta un detalle encantador e ingenuo: una ancha franja de la misma tela, cosida como una larga corbata, con las puntas atadas en moño de graciosas vueltas, como alas de una mariposa parda y plateada.

En este medio, llevar un vestido flamante de Año Nuevo al trabajo podía despertar sospechas; les dijo a las chicas que iba directamente a un cumpleaños en casa de su tío; una fiesta con mucha gente joven.

Todas expresaron su cálida aprobación del vestido, le dijeron que le quedaba "sencillamente hermoso" y le preguntaron dónde había conseguido la tela.

En el último instante Simochka perdió su decisión y no volvió al laboratorio.

Pero a las ocho menos dos minutos, el corazón latiendo a prisa —aunque los cumplidos le habían dado valor– entró en Acústica. Los prisioneros ya entregaban los materiales que se guardaban en la caja fuerte de acero. Más allá del espacio del centro que aparecía medio desnudo, por haber sido quitado el "vo-en-cla", vio el escritorio de Nerzhin.

Se había ido (¿no podía haber esperado?). La luz estaba apagada, el escritorio cerrado con llave, los materiales entregados. Una cosa era insólita: la parte central del escritorio no estaba ordenada, como ocurría en general cuando Gleb se ausentaba pensando volver. En ella había, abiertos, un diccionario y una revista americana de gran formato: podía ser una señal secreta para ella "vuelvo pronto".

El asistente de Roitman le dio las llaves del laboratorio y los sellos (los laboratorios se sellaban, toda las noches). Simochka temió que Roitman deseara ver de nuevo a Rubín y entrara en Acústica en cualquier momento. Pero no, allí estaba, con el sombrero puesto, colocándose los guantes de cuero y urgiendo a su asistente para irse. Parecía de mal humor.

—Bueno, Serafina Vitalievna, usted queda a cargo —le dijo al salir.

El prolongado clamor de la campana eléctrica resonó en todos los pasillos y salas del instituto. Los prisioneros iban a cenar. Simochka, seria, caminó por el laboratorio mientras los últimos pasaban. Cuando no sonreía tenía un aspecto severo y poco atrayente, debido, en especial, a su nariz puntiaguda y un poco larga.

Estaba sola.

¡ Ahora él podía venir!

Pero siguió caminando y estrujándose los dedos. ¡Qué horrible coincidencia! Las cortinas de seda que siempre cubrían las ventanas habían sido quitadas para lavarlas y tres ventanas quedaban desnudas e indefensas. Todo el cuarto —excepto muy al fondo– podía ser visto por cualquiera escondido en la oscuridad del patio. Y la pared que limitaba a éste no estaba lejos y en línea recta con la ventana junto a la cual trabajaban ella y Gleb, estaba la torre de guardia, cuyo centinela podía mirar y ver todo.

¿Apagaría todas las luces? La puerta estaba cerrada con llave, de modo que todos creerían que el oficial de guardia se había ido.

¿Y si trataban de abrir la puerta a la fuerza, o encontraban una llave?

Fue hasta la cabina acústica, sin relacionar claramente su acción con el hecho de que la mirada del centinela no podía llegar allá. A la entrada del pequeño cubículo se apoyó en la puerta sólida y pesada y cerró los ojos. No entraría sin él. Quería que la trajera, que la arrastrara, que la llevara en brazos. Sabía de oídas todo lo que debía suceder, pero no tenía ideas claras. Cada vez estaba más nerviosa y le ardían más las mejillas.

Lo que había conservado tanto tiempo ya era una carga.

¡Sí! Deseaba fervientemente tener un hijo y criarlo sola hasta que Gleb estuviera en libertad. No eran más que cinco años.

Se llegó a su silla giratoria amarilla con el respaldo cóncavo y la abrazó como a una persona.

Miró por la ventana y presintió la presencia de la torre de guardia en la oscuridad, coronada por el centinela y su rifle, oscuro símbolo de todo lo que se oponía al amor.

Los pasos firmes y rápidos de Gleb resonaron en el pasillo. Simochka corrió hasta su escritorio, se sentó, dio vuelta un amplificador de tres etapas con las válvulas a la vista y lo estudió, destornillador en mano. El corazón parecía latirle dentro de la cabeza.

Nerzhin cerró la puerta sin ruido, para que en el pasillo no oyeran nada. A través del espacio que había ocupado la instalación de Prianchikov vio desde lejos a Simochka, acurrucada tras el escritorio como una codorniz tras una mata Era el nombre que prefería darle: "pequeña codorniz".

Se le acercó a prisa para decirle lo que tenía que decirle y rematarla de un solo tiro: el golpe de gracia. Ella lo miró con ojos radiantes... para quedar paralizada casi al instante. Su expresión era sombría y lejana.

Hasta que entró, había estado segura de que lo primero que haría era besarla, contra su voluntad: después de todo las ventanas estaban descubiertas y el centinela alerta. Pero no vino corriendo al escritorio sino que fue él quien dijo, triste y severo:

—No hay cortinas; no puedo acercarme más. ¿Cómo estás? – y no se apartó de su propio escritorio, en el que apoyaba las manos, mirándola como un fiscal—: Si nadie viene a molestarnos, tenemos que hablar de algo importante.

Ella dice: —¿hablar? H-a-b-l-a-r...

Abrió el escritorio; las tablas crujieron al ir subiendo. Sin mirarla sacó varios libros, revistas y archivos: el camuflaje que ella conocía tan bien. Sus movimientos eran rápidos y precisos.

Ella no se movió ni abandonó el destornillador, sin dejar de mirarlo a la cara, desprovista de expresión. Decidió que cuando Gleb fue llamado para ver a Yakonov el sábado habría ocurrido algo malo, que lo molestaban o lo trasladarían pronto. Pero si era eso ¿por qué no se acercaba a besarla?

—¿Ha pasado algo? ¿Qué sucede? – le preguntó con voz ahogada.

El se sentó, los codos sobre una revista abierta, la cabeza entre las manos, los dedos extendidos formando un segundo cráneo. La miró, directo y duro.

El silencio era mortal. Ningún ruido les llegaba desde afuera.

Los separaban dos escritorios iluminados por cuatro lámparas grandes y dos chicas, y en línea directa con el centinela curioso de la torre. Su mirada era una cerca de alambre tejido que caía entre los dos.

—Simochka —dijo Gleb– sería terrible que yo no te confesara algo.

—No supe lo que hacía. No pensé.

—Ayer vi... a mi mujer. Tuvimos una entrevista.

—¿Entrevista?

Simochka se hundió en la silla. Se hizo todavía más pequeña. Las alas de mariposa de su vestido– cayeron sin vida sobre el chasis de aluminio del amplificador y preguntó con voz quebrada:

—¿Por qué no me lo dijo usted el sábado?

—¡Qué piensas, Simochka! – Gleb se horrorizo—. ¿Crees de veras que iba a ocultártelo?

(¡Y por qué no! – pensó ella.)

—Lo supe ayer de mañana. Fue algo inesperado. Hacía un año que no nos veíamos... como tú sabes. Pero ahora que nos hemos visto de nuevo... después de nuestro encuentro... —la voz sonaba atormentada: comprendió lo que ella sentía al escucharlo—... yo la quiero sólo a ella, la seguiré queriendo; sabes que en el campo de prisioneros me salvó la vida. Sacrificó toda su juventud por mí. Dijiste que me esperarías, pero es imposible. debo volver con ella. No podría causarle...

Debió callar entonces El disparo contenido en su voz ronca de esfuerzo ya había dado en el blanco. Simochka no lo miraba más. Se desplomó por completo; su cabeza golpeó las válvulas y condensadores del amplificador. El dejó de hablar y escuchó sollozos tan callados como respiraciones.

—¡Por favor, Simochka, no llores, mi pequeña codorniz! – le pidió con ternura, a una distancia de dos escritorios y sin moverse de su lugar.

El llanto de ella casi no se oía; su cabeza caída y la raya del pelo estaban frente a él. Si hubiese tenido que vencer una resistencia, enojo, una acusación, le habría contestado con firmeza, partiendo aliviado. Pero su aire indefenso le atravesó el corazón de remordimientos.

—Mi pequeña codorniz —murmuró inclinándose—. No llores, por favor, por favor Es culpa mía, te hice mucho daño, ¿pero qué podía hacer? ¿Qué puedo hacer?

Él también estaba a punto de llorar al ver las lágrimas de la que abandonaba para que sufriera sola. Pero la posibilidad de hacer llorar así a Nadia le resultaba del todo inconcebible.

Tenía los labios y las manos después de la cita de ayer y no podía ni siquiera pensar en aproximarse a Simochka, en tomarla en sus brazos, en besarla. ¡Por suerte habían sacado las cortinas! Siguió pidiéndole que no llorara, pero ella también siguió llorando.

Por fin dejó de intentar calmarla y encendió un cigarrillo: el último recurso de un hombre en situación intolerablemente estúpida. En su interior se impuso la agradable convicción de que nada de esto importaba de veras; todo pasaría.

Se volvió y fue hacia la ventana, apoyando la frente y la nariz en el vidrio y mirando en dirección al centinela. Cegado por las luces del patio no pudo distinguir la torre, pero aquí y allá, en la distancia, brillaban lucecitas que parecían convertirse en vagas estrellas al alejarse y ascender; el reflejo blancuzco de la capital ocupaba un tercio del cielo.

Abajo, en el patio, comenzaba el deshielo.

Simochka levantó la cabeza y Gleb la miró, pronto a moverse.

Las lágrimas, habían dejado surcos en sus mejillas; no se las enjugó. Los ojos muy abiertos, irradiaban sufrimiento, y eran hermosos: Miró a Gleb, una sola pregunta insistente reflejada en ellos, pero no dijo nada. Él, incómodo, explicó:

—¡Me ha dado toda su vida! ¿Quién mas lo hubiera hecho? ¿Estás segura de que tu...?

—¿No están divorciados? – preguntó ella con claridad. Por instinto había dicho lo esencial, pero no quiso decirle lo que había sabido ayer.

—No.

—¿Es hermosa? – no dijo más; las lágrimas todavía mojaban su rostro insensible.

—Sí, para mí, sí...

Ella suspiró y se lo confirmó a si misma con un ademán; la superficie de los tubos de radio, pulida como espejo, la veía como unas manchas.

—Bueno, si es hermosa no va a esperarte declaró con voz triste y clara.

Esa mujer —que ya no era un espectro ni un nombre vacío– ¿por qué había insistido en la visita? ¿Qué insaciable codicia la hacía desear a quien nunca podría pertenecerle?

Ella no podía concederle a esa mujer invisible ninguna prerrogativa de esposa. Una vez, hace mucho, había vivido con Gleb por poco tiempo, pero de eso hacía ocho años. Desde entonces Gleb, había hecho la guerra, estado en la cárcel y ella, claro, vivió con otros hombres. Ninguna mujer joven, hermosa y sin hijos iba a esperar ocho años. Y después de todo, ni en la visita de ayer, ni después de un año, ni de dos, él podía ser de ella. Pero sí podía pertenecer a Simochka, que hoy estuvo a punto de ser su esposa...

—No lo va a esperar —repitió. La predicción lo irritó.

—Ya me esperó ocho años —objetó, pero su tendencia al análisis lo obligó a añadir—: Claro que estos últimos años serán más difíciles.

—No lo va a esperar —reiteró ella en un murmullo y se secó las lágrimas, ya casi secas de todos modos, con el dorso de la mano.

Nerzhin se encogió de hombros y mirando por la ventana las luces esparcidas respondió:

—¡Bueno, no me esperará! ¿Y qué? Suceda lo que suceda, no quiero darle ningún motivo para hacerme reproches.

Apagó el cigarrillo; Simochka suspiró otra vez, profundamente. Ya no lloraba. Tampoco sentía el menor deseo de seguir viviendo. Obsesionado por su idea, él continuó:

—Simochka, yo no me considero una buena persona. Cuando pienso en las cosas que hice —como todos– en el frente alemán, comprendo que no soy bueno. Y ahora contigo... Pero así aprendí a portarme en lo que llaman la Vida normal. No tenía idea de lo que eran el bien y el mal; lo que me dejaban hacer me parecía perfecto. Pero cuanto más me hundo en este mundo inhumano, cruel, más me acerco a los que, aun en un mundo así, le hablan a mi conciencia. ¿No me esperará? ¡Muy bien, qué así sea! Que yo muera sin sentido en la taiga de Krasnoiarsk. Pero si cuando uno muere sabe que no fue del todo un canalla, por lo menos tiene esa satisfacción.

Se había embarcado en uno de sus temas favoritos y podría haber seguido mucho tiempo, máxime no teniendo otra cosa que decir.

Pero ella apenas escuchaba el sermón. Le parecía que él seguía hablando únicamente de sí mismo. ¿Y qué le sucedería a ella? Imaginó con horror su vuelta a casa: unas palabras murmuradas a su madre, siempre inoportuna; luego arrojarse en la cama... esa cama donde se había dormido cada noche, durante meses, pensando en él. ¡Qué vergüenza, qué humillación: y pensar cómo se había preparado para esta noche, bañado y perfumado!

Pero si una visita en la prisión, media hora bajo vigilancia contaba más que la proximidad de meses, ¿qué podía hacer ella?

La conversación terminó. Todo había sido tan repentino, sin aviso, y nada podía amortiguar el choque. No le quedaba esperanza. Sólo podía meterse en la cabina, llorar un poco más y tratar de sobre ponerse.

Pero no tenía fuerzas para despedirlo ni para irse. Era la última vez que estarían juntos, aunque no los uniese nada más fuerte que una tela de araña.

Nerzhin dejó de hablar cuando vio que no lo escuchaba, que no necesitaba sus explicaciones sublimes. Siguieron sentados un rato, en silencio. Luego el silencio y la inmovilidad empezaron a fastidiarlo.

Hacía ya muchos años que vivía entre hombres y cuando ellos tenían que decir algo, lo decían sin perder tiempo. Una vez dicho todo, agotado el tema, ¿a qué venía quedarse allí sin abrir la boca? ¡Estúpida terquedad de mujer! Para que ella no se diera cuenta de que miraba al reloj de pared, lo hizo sin mover la cabeza. No eran más que las nueve menos veinticinco.

Pero sería de una dureza terrible levantarse y utilizar el resto del descanso en dar un paseo. Tenía que seguir aquí hasta que sonará la campana.

¿Quién estaría de guardia esta noche? Shusterman, sin duda. Y por la mañana el teniente primero.

Simochka se doblaba sobre el amplificador, sacaba tubos de su lugar y volvía á colocarlos, sin saber lo que hacía. Nunca había entendido nada de este amplificador y ahora entendía todavía menos.

La mente de Nerzhin necesitaba actividad, movimiento. Todas las mañanas anotaba los programas de radio en un trocito de papel que colocaba bajo el tintero. Ahora leyó:



20:30 – C. y b.r. (Obj.)


Lo que significaba canciones y baladas rusas interpretadas por Obujova. ¡Un acontecimiento poco frecuente! Y a una hora sin canciones, de Padres, de Conductores más sensibles, de los Hombres más sensibles...

A su izquierda y a su alcance había una radio con el dial limitado a los tres programas de Moscú, regalo de Valentulia. ¿La encendería? El concierto ya había empezado. A fines de este siglo Obujova sería recordada como ahora se recuerda a Chaliapin. Y somos sus contemporáneos. Miró de reojo a la muchacha inmóvil y con un movimiento furtivo conectó el aparato en el mínimo de volumen.

En cuanto las lámparas se calentaron, se escuchó música en instrumentos de cuerdas y luego la voz grave y apasionada de Obujova inundó el cuarto:



"No, no es a ti que amo apasionadamente,


No es para mí tu belleza radiante..."

¡Tenía que ser esa canción... como adrede! Buscó la perilla para apagar la radio sin ser notado. Simochka tembló y miró atónita el aparato.



"...¡y la juventud, mi juventud perdida!"


Las inimitables notas graves de Obujova temblaron ardientes.

—No lo apague —dijo ella de repente—. Ponga más fuerte.

Obujova cantaba "juven-tuuuud"con modulación larga y sostenida. Luego su voz se quebró y las cuerdas sonaron desesperadas. La voz resurgió en luctuoso vals:



"Cuando a veces te miro...”


Nerzhin hubiera dado cualquier cosa por no aumentar el volumen, pero no lo disminuyó a tiempo. ¡Qué cosa más patética! ¿Qué ley de probabilidades hizo que esas palabras salieran de la radio en esa ocasión?

Simochka descansó las manos en el amplificador y mirando la radio empezó a llorar otra vez, con llanto fácil y abundante, sin sollozar ni temblar.

Cuando la canción terminó, Nerzhin aumentó el volumen. Pero la siguiente no era mejor:



"Me olvidarás pronto..."


Y Simochka lloraba. Ese era el castigo de Nerzhin: tenía que oír a Obujova cantar todos los reproches no expresados por Simochka. Cuando la canción terminó, la voz fatídica, misteriosa, regresó una vez más, ensañándose en la herida abierta:



"Cuando me digas adiós


Envuélveme fuerte en mi chal".

—Perdóname —dijo Gleb, deshecho.

—Ya me pasará —respondió ella tratando de sonreír, pero sin dejar de llorar.

Era extraño: el canto de Obujova los iba aliviando. Diez minutos antes estaban tan separados que ni siquiera podían decirse adiós. Ahora los acompañaba algo suave y balsámico.

En ese momento Simochka se presentaba a la vista, de tal modo, con la luz brillando sobre ella, que —como toda mujer en algún instante– parecía bonita de veras.

Nueve hombres de cada diez se hubieran burlado de él por renunciar... después de tantos años de privaciones. ¿Quién podía obligarlo después a casarse con ella? ¿Qué podía impedirle seducirla ahora, mismo?

Pero se sentía feliz de no haberlo hecho. Estaba conmovido... como si la gran decisión fuera de otro.

Obujova seguía cantando, atormentando el corazón:



"Todo es feo, todo es horrible,


Sigo sufriendo por él..."

¡Nada tenía que ver la ley de probabilidades! Era que todas las canciones —hace mil años, hace cien años, o dentro de trescientos– giraban y girarían siempre alrededor de lo mismo. Las despedidas necesitan canciones. ¡Los encuentros no las necesitan; hay cosas mejores para hacer!

Se levantó, se acercó a ella y, sin pensar en el centinela, le tomó la cabeza con las manos, se inclinó y le besó la frente.

El minutero dio otro salto.

—¡ A lavarte la cara, querida! En seguida llegarán los prisioneros. Ella se sobresaltó y miró su reloj. Luego alzó las cejas leves, como si acabara de comprender por primera vez lo ocurrido, y obedeció triste, encaminándose a la pileta del rincón.

Otra vez Nerzhin apretó la frente contra el vidrio y trató de ver algo en la oscuridad de la noche. Y, como ocurre a menudo cuando uno mira largo rato luces diseminadas en el cielo nocturno, pensando en sus cosas, ya no vio las luces suburbanas de Moscú sino significados y formas que nada tenían que ver con ellas.


ABANDONAD TODA ESPERANZA LOS QUE AQUÍ ENTRÁIS



El día trascurrió sin novedades. Aunque Innokenty todavía sentía un poco de ansiedad —que sería más por la noche, lo sabía– se aferraba al equilibrio conquistado después del mediodía. Pero tenía que esconderse en el teatro esta noche, para que cada llamada a la puerta no lo hiciera temblar de miedo.

Sonó el teléfono poco antes de salir para el teatro; Dotty, acalorada y encantadora, salía del baño con su gorra de goma, bata y zapatillas.

Innokenty, de pie, miraba el teléfono con la misma, desconfianza que un perro mira a un erizo.

—¡Contesta, Dotty! Yo no estoy y no sabes cuándo vuelvo. Que se vayan al diablo: quieren arruinarnos la noche.

Sosteniendo la bata con una mano, Dotty fue a contestar.

—Hola..., no está en casa... ¿quién, quién? – y de repente su expresión se hizo cordial—. hola, Camarada General... sí, voy a ver —tapó el auricular y agregó—: Es el general. Parece de buen humor.

Innokenty dudó. Un jefe amable llamando personalmente de noche...

Su esposa notó la vacilación.

—Un momento... abren la puerta y quizás sea él... sí, ¡Inno! No te saques el abrigo y ven pronto que el general quiere hablarte.

Aunque Dotnara nunca había estudiado arte dramático, como decía su hermana Dinera, era una actriz nata en la vida real. Por más desconfiada y recalcitrante que fuese la persona al otro lado de la línea, la voz de Dotnara le presentó el cuadro indudable de Innokenty parado en la puerta, pensando si sacarse o no los chanclos, después decidido, atravesando la alfombra y levantando el teléfono.

La voz del general era benévola al informar que por fin habían aprobado el plan de trabajo de Innokenty: volaría a París el miércoles; mañana debería delegar sus obligaciones; y ahora mismo lo necesitaban por media horita para coordinar ciertos detalles. Ya habían mandado un auto a buscarlo.

Innokenty colgó. Respiró profundamente, contento, y cuando el aire salió de sus pulmones pareció llevarse consigo su carga de dudas y temores.

—¡Qué te parece, Dotty, vuelo el miércoles! Y ahora mismo voy a...

Pero Dotty ya se había enterado de todo, escuchando.

—¿Crees que yo soy uno de esos "ciertos detalles"? – preguntó.

—Puede ser...

—¿Pero qué les dijiste de mí? – hizo un mohín—. ¿De veras iría Innokenty a París sin su cabrita? La cabrita tiene tantas ganas de ir, también.

—Claro que irás, pero no ahora. Primero me presentaré, veré cómo están las cosas; me iré acostumbrando.

—¡Pero la cabrita quiere ir ahora mismo! Innokenty sonrió y le apretó los hombros.

—Bueno, trataré. Todavía no se habló de eso y ya veré qué puedo hacer. Pero mientras tanto, no te apures para vestirte. Ya no podremos ver el primer acto, ni tenemos por qué ver toda Akulina. ¿no? A lo mejor llegamos al segundo. Te llamaré desde el ministerio.

Apenas se había puesto el uniforme, el chófer tocó el timbre. No era Víctor, que lo llevaba casi siempre, ni tampoco Kostia. Este chófer era delgado, de movimientos rápidos y rostro agradable y culto. Bajó la escalera muy contento, al parecer, caminando junto a Innokenty y dando vueltas a la llave del auto pendiente de su llavero.

—No creo recordarlo —le dijo abrochándose el abrigo.


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