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En el primer cí­rculo
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Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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El oficial de turno era él teniente segundo, Shustermann. Alto, de cabellos negros y aunque no exactamente huraño, nunca expresaba ningún sentimiento humano —tal como se suponía que debían conducirse los guardias que tenían práctica avanzada. Él y Nadelashin habían sido enviados a Mavrino de Lubyanka para reforzar la disciplina de la prisión. Algunos de los zeks los recordaban desde Lubyanka: ambos servían al mismo tiempo como guardia de escolta; es decir que tomaban a su cargo un prisionero de cara a la pared, y lo conducían por los famosos peldaños gastados al entrepiso entre el cuarto y el quinto piso, donde se había abierto un pasaje desde la prisión al edificio de interrogatorios. A través de este pasaje habían sido conducidos durante una tercera parte del siglo todos los prisioneros de la prisión: demócratas, socialistas, revolucionarios, anarquistas, monárquicos, octubristas, mencheviques, bolcheviques, Savinkov, Takubovich, Kutepov, Ramzin, Shulgin, Bukharin, Rykov, Tukhachevsky, profesor Pletnev, académico Vavilov, mariscal de campo Paulus, general Krasnov, los más famosos científicos del mundo y poetas principiantes; los criminales mismos primero, después sus mujeres y sus hijas. Los prisioneros eran llevados al mismo famoso escritorio, donde en un grueso libro de "Registros de destinos" firmaban al pasar en un corte hecho en una placa de metal, sin ver el nombre arriba o debajo del suyo. Después eran conducidos a una escalera a los lados de la cual estaba tendida una red igual a la de los trapecistas de circo, para impedir que los prisioneros intentaran suicidarse arrojándose desde allí. Luego los llevaban a través de innumerables corredores ministeriales, sofocantes por la luz eléctrica y fríos por el brillo dorado de las charreteras de coronel.

No importaba cuan profundamente se hundiesen en aquella primera insondable desesperación; los detenidos pronto anotaban la diferencia entre los dos hombres: Shusterman —cuyo nombre, desde luego, ignoraban entonces– mirándolos, terriblemente ceñudo bajo sus espesas cejas, tomaba al prisionero por el codo como si tuviese garras, y con brutal fuerza lo arrastraba, casi sofocado, escaleras arriba; cara de luna Nadelashin, semejante a un eunuco, caminaba siempre un poco separado del prisionero, sin tocarlo, hablándole amablemente, indicándole por dónde ir.

Shusterman, a pesar de ser más joven, lucía ya tres estrellas sobre sus hombros.

Nadelashin anunció que aquellos que iban de visita deberían presentarse arriba ante las autoridades del cuartel a las diez de la mañana. Como le preguntaran si habría cine aquella tarde, replicó que no habría. Se produjo un débil murmullo de desagrado, pero desde un rincón Khorobrov respondió: —Y no nos aburran trayendo películas de m... como Cosacos de Kuban.

Shusterman se dio vuelta violentamente, para apuntarse mentalmente al que hablaba, y al hacerlo se confundió y volvió a contar de nuevo.

En el silencio, alguno dijo audiblemente pero no como para que se lo pudiera identificar:

—Esto va a su registro personal.

Khorobrov, torciendo su labio superior, contestó: —¡Que se vayan al diablo! Ya han escrito tanto contra mí, que no queda lugar en mi fichero.

El ingeniero Adamson con sus grandes anteojos cuadrados, sentado en la siguiente tarima, preguntó: —Teniente primero, ¿acerca del árbol de Navidad? ¿Lo tendremos o no?

—¡Sí, habrá un árbol de Navidad! – replicó el teniente primero, obviamente contento de anunciar la grata nueva. Vamos a colocarlo acá, en el medio.

—¿Y podemos decorarlo? – dijo Ruska alegremente desde una tarima alta. Estaba sentado allí al estilo turco, un espejo sobre su almohada, cortando su corbata. Dentro de cinco minutos se encontraría con Clara —había visto por la ventana que ella ya había pasado frente al vigía y había entrado en el patio.

—Preguntaremos. No hay instrucciones.

—¿Qué instrucciones necesitan? ¿De que sirve un árbol de Navidad sin adornos? ¡Ja-Ja-Ja!

—Amigos, haremos las decoraciones de todos modos.

—Calma, muchachos. ¿Qué hay acerca de nuestra agua hirviendo?

—¿Querrá, el ministro hacer algo a propósito de esto?

El cuarto sonaba alegre, con las discusiones a propósito del árbol. Los oficiales recién se alejaban cuando Khorobrov ahogó la ensordecedora conversación con su fuerte, y abrupto llamado:

—¿Díganle que guarden el árbol hasta la misa ortodoxa de Navidad, el 7 de enero"! ¡El árbol es para Navidad no para Año Nuevo! El oficial de guardia actuó como si no hubiera oído y salió.

Todos hablaron en seguida. Khorobrov tenía algo en su mente que no había alcanzado a decirle al oficial, y ahora, silencioso, lo expresaba a alguien invisible moviendo su rostro curtido. Nunca antes había celebrado ni Navidad ni Pascua, pero justamente por contrariar había comenzado a hacerlo en la prisión. Por lo menos aquellas fiestas no estaban marcadas por pesquisas intensas o castigos más severos.

Adamson terminó de beber su té. Se quitó sus empañados anteojos con arcos de plástico y dijo a Khorobrov:

—¡Illys Terentich! ¿Has olvidado al segundo mandamiento de los prisioneros? No claves tu cabeza en la pica. Khorobrov miró fijamente a Adamson.

—Aquello fue una orden anticuada de tu "perdida ola" de prisioneros. ¡Pórtense bien, y ellos los matarán a todos!

El reproche era, como suele, ocurrir injusto. Fueron aquellos hombres arrestados con Adamson quienes justamente habían organizado las huelgas en Vorkuta. Pero todo conducía al mismo final de todas maneras. No se podía explicar esto a Khorobrov, precisamente en ése momento y el "mandamiento" había sido inventado por la última ola de prisioneros.

Adamson simplemente se encogió de hombros y dijo: —Si hace usted una escena, lo enviarán lejos a algún campo de trabajos forzados.

—¡Y eso, Grigory Borisich, es lo que yo deseo! Si hay trabajo forzado, es trabajo forzado, al infierno con ellos; por lo menos tendré buenos camaradas. Tal vez no haya informadores allí.

Rubín como siempre llegó tarde, no había tomado su té. Estaba parado cerca de Potapov con su barba despeinada, próximo a la tarima de Nerzhin y hablaba amistosamente a su ocupante.

—¡Feliz cumpleaños, mi joven Montaigne, mi tontuelo!

—Estoy muy emocionado, Levchik, pero para que...

Nerzhin arrodillado en su campo sostenía el cartapacio. Era claramente una labor de prisionero; o sea el más cuidadoso trabajo del mundo, pues los prisioneros nunca se apuran. Tenía pequeños bolsillos en percal borravino, ajustado con botones y con excelente papel adentro. Todo aquel trabajo había sido hecho, desde luego, en tiempo que pertenecía al gobierno.

—además, de todos modos, no lo dejan a usted escribir mucho en la sharashka—excepto denuncias.

—Y mis deseos para ti —los gruesos labios de Rubín sobresalían en su cómico gesto– es que su escéptico, ecléctico cerebro fluya con la luz de la verdad.

—Y ¿cuál es la verdad paisano? ¿Puede alguien saber cuál es realmente la verdad...? – dijo Gleb y suspiró. Su cara rejuvenecida en la espera de la visita, se cubrió de nuevo con cenicientas arrugas. Sus rubios cabellos le colgaban de cada lado.

Sobre la siguiente tarima encima de la de Pryanchicov, un calvo y gordo ingeniero, apacible, entrado en años, usaba los últimos segundos de tiempo libre para leer un diario que había obtenido de Potapov. Abriéndolo a todo lo ancho de sus brazos, a veces hacía un gesto y movía ligeramente los labios al leer. Cuando sonó la campanilla en el corredor, dobló la hoja apresuradamente.

—¿Qué infierno es todo esto, diablos? ¿Prosiguen con la idea de dominar el mundo?

Y miró alrededor buscando un lugar conveniente para tirar el diario.

Del otro lado de la habitación, el inmenso Dvoyetyosov, cuyas grandes piernas colgaban de su tarima, preguntó en voz baja:

—¿Y tú, Zemelya? ¿La dominación del mundo no se ha enseñoreado en ti? ¿Acaso no lo ambicionas?

—¿De mí? – respondió Zemelya, sorprendido, como si la pregunta fuera hecha en serio—. No, no, – dijo sonriendo abiertamente—. ¿Para qué diablos habría de necesitarla?

—No lo deseo. – Y rezongando comenzó a descender.

—Bien, en tal caso, descendamos y vamos a trabajar, – dijo Dvoyetyosov, saltando con todo su peso sobre el piso.

La campana volvió a sonar. Llamaba a los prisioneros al trabajo del domingo. Su campanilleo les decía que la inspección había concluido y que la "Puerta Sagrada" de la escalera del instituto había sido abierta; los zeks se apresuraban para salir en apretado grupo.

Ya la mayor parte de ellos estaba afuera. Doronin el primero Sologdin, que había cerrado la ventana mientras los demás tomaban su té, la abrió ahora de nuevo, sujetándola con un volumen de Ehrenburg, y se apuró para alcanzar en el corredor al profesor Chelnov que acababa de abandonar su "celda de profesor". Como siempre, Rubín que no tuvo tiempo de hacer nada esta mañana, apresuradamente ponía lo que no había concluido de comer y de beber en su mesa de luz. (Algo se derramó en ella). Y él se esmeraba con su gibosa, imposible y desarreglada cama, tratando vanamente de tenderla de manera que no lo llamasen para rehacerla más tarde.

Nerzhin se ajustaba su "disfraz". En un tiempo los zeks de la sharashkase vestían diariamente con buenos trajes y sobretodos, e iban así vestidos para las visitas, pero en la actualidad sólo se los proveía de overoles oscuros, de tal modo, que los guardias de las torres podían distinguirlos de los empleados libres, en el caso de tener que tirar sobre ellos. La administración de la prisión, los obligaba en su lugar a cambiarse de ropa para las visitas. Ropa que allí se les proveía, confiscada probablemente en los– guardarropas privados, a gente a quienes les eran arrebatadas sus propiedades, después de sentenciadas. Algunos zeks gozaban al verse bien vestidos, aunque no fuera sino por breve tiempo; a otros les repelía, y se hubieran sentido felices de haber podido evitar llevar sobre su cuerpo la ropa de un probable cadáver; pero las autoridades de la prisión se rehusaban en absoluto a conducirlos de visita en overols. No se quería que los parientes de los prisioneros tuviesen una mala impresión de la prisión. Y no había nadie con el corazón tan inflexible cómo para declinar la posibilidad de ver a la persona que amaba. Por lo tanto se cambiaban de ropa.

La habitación semicircular estaba casi vacía. Doce pares de camas de dos pisos en fila, tendidas a la manera de los hospitales, con el borde de la sábana vuelto hacia la vista, de modo de recoger el polvo y ensuciarse más pronto. Este método no podía sino haber sido adoptado por una burocrática cabeza masculina; no cabe duda que ni su mujer lo emplearía en su casa. Pero así es como lo exigía la regla sanitaria de la prisión.

Reinaba un extraño silencio que nadie se preocupó de disipar.

Cuatro personas quedaban todavía en ella: Nerzhin, que se estaba vistiendo, Khorobrov, Adamson y el dibujante calvo.

El dibujante era uno de aquellos tímidos zeks que no obstante los años de prisión no habían podido adquirir la típica insolencia del prisionero. Nunca se hubiera atrevido a permanecer lejos de su trabajo él domingo, sólo que hoy se sentía enfermo y excusado de su tarea por el médico de la prisión. Había tendido sobre su tarima un gran número de zoquetes con agujeros, algo de hilo y un huevo de zurcir casero; y frunciendo su entrecejo trataba de decidir por dónde comenzaría su zurcido.

Grigory Borisovich Adamson, había cumplido ya legítimamente una sentencia de diez años, (sin mencionar seis años de exilio antes), y estaba condenado otros diez más en la "ola de segundos términos". No es que rehusara a trabajar los domingos, pero hacía cuanto podía para no hacerlo. Hubo un tiempo, cuando sus días de Komsomol que no necesitaba ser llevado de la oreja para acompañar a los camaradas que trabajaban en los días libres; pero se sobreentendía que aquellos entusiasmos se adaptaban al espíritu del tiempo —alcanzar la economía en la remodelación: uno o dos años tal vez y todo sería hermoso, los jardines florecerían por todas partes. Ahora Adamson era uno de los pocos allí que habían aguantado en los horrorosos diez años enteros, y sabía que no era un mito, ni un delirio del tribunal, ni una anécdota divertida hasta la primera amnistía general —como lo creían los recién llegados– sino que diez, doce, o quince años de la vida agotadora del hombre. Había aprendido desde hacía mucho, a economizar cada movimiento muscular, a acumular cada minuto posible de reposo, y que lo mejor que se podía hacer un domingo era quedarse inmóvil en la cama.

Sacó el libro que Sologdin había puesto en la ventana y la dejó cerrada, despacio se quitó su overol, y se metió bajo la frazada, cubriéndose con ella, limpió sus anteojos con un pedazo de gamuza, se puso un caramelo en la boca, arregló su almohada y sacó de debajo del colchón un grueso libro forrado precariamente en papel. Sólo, el mirarlo lo reconfortaba.

Khorobrov, por el contrario, se sentía miserable. Tendido en sombría meditación, sobre la cama, todo vestido, con los zapatos descansando sobre el borde. Por temperamento sufría intensamente y con persistencia las cosas que hacían alzarse de hombros a los demás. Cada sábado, de acuerdo al bien conocido principio de que se hacía voluntariamente, los prisioneros, sin que se les preguntara, eran anotados como voluntarios deseosos de trabajar los domingos, y la lista era sometida a la administración de la prisión. Si las firmas hubieran sido realmente voluntarias, Khorobrov hubiera firmado y habría pasada voluntariamente su domingo libre en su mesa de trabajo. Pero precisamente porque la firma "era una burla desnuda, Khorobrov debía quedarse tendido estúpidamente en el encierro de la prisión.

Un zek de campo podía soñar con andarse en una celda tibia solo el día domingo, pero el zek de la sharashka, no tenía dolores de espalda.

No había nada que hacer. Había leído ya todos los diarios de que se podía disponer. Sobre la mesa de luz próxima a su tarima había una pila de libros de la biblioteca de la prisión especial. Uno de ellos era una colección de ensayos periodísticos de escritores reverenciados. Khosobrov abrió uno de Alexie. – No Tolstoi, como irrisoriamente lo llamaba la sharashka. Con fecha junio de 1941 leía: "Los soldados germanos, presionados por el terror y la locura, chocaron en la frontera contra una pared de hierro y de fuego. Instantáneamente puso el libro a un lado. En las casas bien amuebladas de Moscú donde aún antes de la guerra habían ya refrigeradores eléctricos, aquellos gigantes intelectuales se habían inflado en omnipotentes oráculos, aunque no oían sino la radio y no veían otra cosa que sus canteros floreados. Una semi analfabeta de granja colectiva sabía más de la vida que ellos. Los otros libros de la pila eran literarios, pero a Khorobrov su lectura le daba asco. Uno se titulaba Lejos de nosotros, éxito del momento, que ahora se leía mucho afuera pero recién habiéndolo empezado Khorobrov sintió náuseas. Era un pastel de carne sin carne, un huevo al que se le había chupado lo de adentro, un pájaro disecado. Hablaba sobre las construcciones proyectadas llevadas a cabo por los zeks, y acerca de los campos, pero en ninguna parte estaban los nombres de los campos ni decía que los trabajadores eran zeks que recibían raciones de prisión y estaban encarcelados en celdas de castigo; que en cambio, ellos los sustituyeron por los jóvenes de la Komsomols donde vivían bien vestidos, bien alimentados y llenos de entusiasmo. Como lector experimentado sentía que el autor sabía, había visto y tocado la verdad, que podía haber sido oficial de seguridad en un campo, pero que mentía con fríos ojos y duros.

El segundo libro era Obras selectasdel famoso escritor Galakhov, cuya estrella estaba en su cénit. Habiendo reconocido el nombre de Galakhov y esperando algo de él, Khorobrov leyó el libro, pero lo dejó con el sentimiento de que había sido burlado del mismo modo que lo habían burlado con la lista de trabajo voluntario del "domingo". Hasta Galakhov, capaz de escribir bien acerca del amor, se había deslizado a través de una especie de parálisis espiritual a aquella otra manera predominante de escribir, no como si fuese destinado a gente normal sino a simplones sin experiencia, que en su insuficiencia mental agradecerían cualquier clase de esparcimiento. Cuanto fuese capaz de conmover o de impresionar realmente al corazón humano estaba ausente de esos libros. Si la guerra no hubiera sobrevenido, lo único que hubieran podido hacer era convertirse en panegiristas profesionales. La guerra les despojó el camino para la simple generalizada comprensión de los sentimientos humanos. Pero, ¿también aquí ellos elevaban a la altura de Hamlet toda suerte de fantásticos e imposibles conflictos? – como aquel miembro del Komsomol que había hecho volar docenas de trenes con municiones detrás de las líneas enemigas, pero que por no tener como miembro buen nivel en ninguna de las organizaciones del Partido, se torturaba de día y de noche por la incertidumbre de no pagar al Komsomol lo que le era debido.

Otro libro estaba también allí sobre la mesa de noche, Cuentos americanosde escritores progresistas. Aunque Khorobrov no podía comprobar esas historias con la vida real, la selección era sorprendente. En cada una obligatoriamente se difamaba a América del Norte, venenosamente agrupados, ellos componían un cuadro como de pesadilla que uno llegaba hasta a preguntarse por qué todos los americanos no se fugaron o no se ahorcaron.

¡No había nada para leer!

Khorobrov pensó en fumar. Sacó un cigarrillo y empezó a darlo vuelta entre sus dedos. En el perfecto silencio de la habitación la cubierta de cigarrillo crujía un poco. Quiso fumar allí donde estaba, sin salir, sin sacar sus pies del borde de la cama. Los prisioneros que fuman saben que la única satisfacción real es la que produce el cigarrillo que se fuma mientras se está tendido sobre el propio pedazo de lecho propio, sobre la propia litera, sin apuro, mirando fijamente el techo donde se dibujan las imágenes del irrecuperable pasado y donde flotan las inalcanzables del futuro.

Pero el dibujante calvo no era fumador y le disgustaba el humo. Adamson fumaba, pero tenía la errónea idea, de que debía haber aire fresco en la habitación. Siendo un sostenedor firme del principio soberano de que la libertad comienza con el respeto de los derechos de los otros, Khorobrov, con una mueca, dejó caer sus piernas sobre el piso y se dirigió hacia la salida. Al hacerlo notó el grueso libro en manos de Adamson y se dio inmediatamente cuenta de que no había un libro así en la biblioteca de la prisión, que aquél venía de afuera, y que nadie pediría un mal libro afuera.

Sin perder su compostura, no preguntó en voz alta, con inocencia: —¿Qué estás leyendo? o —¿Dónde has conseguido eso? – pues Nerzhin hubiera podido oír la respuesta de Adamson. Se fue derecho a Adamson y le dijo en voz baja: —Gregory Borisich, déjame dar un vistazo al título.

—Muy bien, mira, – dijo Adamson con reticencia. Khorobrov abrió la tapa y leyó asombrado: El conde de Monte cristo. Silbó.

—Borisich, – preguntó cariñosamente—. ¿Hay alguien después de usted? ¿Tengo alguna probabilidad?

Adamson se sacó los lentes pensativo y le dijo: —Veremos, ¿me quieres cortar el pelo hoy?

A los zeks no les gustaba visitar al barbero Stahanovez. Los que ellos se elegían cortaban sus cabellos para satisfacción personal de sus antojos o fantasías, trabajando despacio porque tenían mucho tiempo por delante.

—¿Cómo podemos conseguir una tijera?

—Se la pediré a Zyablin.

—Muy bien, te cortaré el cabello.

—En la página 128, se puede desmembrar, te la pasaré. Observando que Adamson había leído hasta la página 110, Khorobrov salió al corredor a fumar de mucho mejor humor.

Gleb estaba más que colmado con la idea anticipada de la tremenda fiesta de ver a su mujer. En alguna parte en la residencia de estudiantes en Stromynka, Nadya, también estaba probablemente nerviosa en esta última hora. En tales encuentros los pensamientos suelen dispersarse, uno se olvidaba de lo que quería decir; por eso debería escribírselos en un pedazo de papel, aprendérselos de memoria y destruirlos después, puesto que no se puede llevar el pedazo de papel con uno. Acordándose tan sólo de los ocho puntos, ocho: la posibilidad de su traslado, que las sentencias no terminan con la expiración de las sentencias, que se puede ser exiliado, que...

Corrió hacia el guardarropa y planchó su pechera. La pechera era una invención de Ruska Doronin, que muchos otros adoptaron. Se trataba de una pieza de algodón blanco, un pedazo de sábana rota en treinta partes —aunque el que la proveía a los cuartos no sabía nada de aquello– que se cosía a un cuello. Aquella pieza era suficiente para cubrir la abertura del overol por donde asomaba la marca negra M.G.B. – Prisión Especial N°—. También tenía dos kilos para atársela atrás. La pieza ayudaba a crear la apariencia de bienestar que todos deseaban. Sin dificultad para ser lavada, servía fielmente los días de semana y de fiesta. Su uso ayudaba a no avergonzarse delante de las trabajadoras libres del instituto.

Una vez en la escalera, Nerzhin trató inútilmente de lustrar sus zapatos gastados con el seco y endurecido betún de alguien.

La prisión no proveía zapatos para los días de visita, puesto que aquellos quedarían bajo la mesa, fuera de la vista.

Cuando volvió al cuarto para afeitarse (las máquinas de afeitar y hasta las navajas estaban permitidas, tal era lo absurdo de las reglas), Khorobrov estaba ya enfrascado en su libro.

El dibujante acaparaba con su multitudinario zurcido parte del piso además de toda su tarima; cortaba y remendaba, marcando el remiendo con lápiz. Desde su almohada, Adamson que miraba de soslayo por encima de su libro, le aconsejaba del modo siguiente:

—El remiendo es efectivo cuando se lo hace a conciencia. Dios nos salve de aproximaciones formales. No te apures. Da puntada después de puntada, cada cosa dos veces. Uno de los mayores errores, es usar un lazo podrido en el borde de un agujero. No economices, no salves las partes malas. Corta alrededor del agujero. ¿Nunca oye usted el nombre Berkalov?

—¿Quién, Berkalov? – No.

—Pero ¿cómo no...? Berkalov era un viejo ingeniero de artillería y el inventor de los cañones BC-3, que usted conoce, con fantástico disparador de velocidad. Allí estaba sentado Berkalov, también un domingo, también en una sharashka, zurciendo sus zoquetes. La radio estaba funcionando y decía: "teniente general Berkalov, primer grado del premio Stalin". Después de su arresto era sólo mayor general. ¿Qué hizo? Siguió zurciendo sus medias, y después se puso a hacer panqueques en una plancha caliente. El guardia llegó, lo insultó, lo sacó fuera, le quitó su ilegal plancha caliente e hizo un informe para el jefe de prisión que significaba tres días de castigo. Y en esto, el jefe de la prisión viene corriendo como un chico de colegio gritando: —¡Berkalov! ¡Traiga sus cosas! ¡Al Kremlin! ¡Kalinin lo llama! ¡Así es nuestro destino ruso!


REMONTANDO VUELO HACIA EL TECHO



El viejo profesor de matemática, Chelnov, figura familiar en muchas sharashkas, que escribía "zek" en vez de "ruso" en el espacio de nacionalidad de los cuestionarios, quien cumpliría sus dieciocho años de prisión en 1950, había aplicado la punta de su lápiz a muchas invenciones técnicas, desde calderas de corriente directa a motor de chorro, y había puesto su alma en alguna de ellas.

Sin embargo el profesor Chelnov afirmaba que esto "de poner el alma" había que emplearlo con cuidado ya que solamente el zek posee un alma inmortal mientras que "los libres" en el ajetreo humano muchas veces no la tienen. Durante la charla amistosa de los zeks por encima de los platos de sopas frías o del vaso caliente de chocolate, Chelnov no ocultaba haberse apropiado de esta idea de Pierre Besujov.

Cuando un soldado francés obstruyó el camino a Pierre, como se sabe, Pierre estalló de risa: "Ja, ¡Ja! el soldado no me dejó pasar. ¿A quién, a mí? No, a mi alma inmortal".

El profesor Chelnov era el único prisionero no obligado a llevar overol o mameluco de uniforme de todo el campo de trabajo. (Este problema había sido resuelto por el mismo Abakumov, con su decisión personal). Las bases principales de éste liberalismo residían en que no era un residente permanente sino transitorio. Había sido un miembro correspondiente de la Academia de Ciencias en el pasado y también director del Instituto de Matemática y estaba a la disposición especial de Beria y era trasladado a cada sharashkao campamento científico donde surgía un problema matemático candente. Cuando lo había resuelto en sus líneas generales y demostrado cómo trabajar y desarrollarlo, era trasferido a otra sharashka.

Pero el profesor no tomaba ventajas de su libertad en la elección de su ropa como habría hecho alguien llevado por su vanidad. Usaba un traje barato con chaqueta y pantalón cuyos colores no congeniaban; cubría sus pies con botas de fieltro y su cabeza de cabellos ralos y grises, con una caperuza de lana tejida parecida a un gorro de ski o de mujer; y se distinguía particularmente por una manta de lana excéntrica que arrollaba dos veces alrededor de sus hombros y espalda, como si fuera también femenino.

Pero era capaz de llevar su gorro y chal de una manera tan propia que su presencia no parecía absurda sino majestuosa. El largo óvalo de su cara, su perfil agudo, su manera autoritaria de hablar con el administrador de la prisión, como el azul ligero y desvaído de sus ojos, característico de las personas con gran capacidad de abstracción, hacían que Chelnov pareciera Descartes o un matemático del Renacimiento.

Había sido enviado a la sharashkaMavrino para trabajar en las bases matemáticas de un código absoluto, es decir, aparatos que con sus revoluciones mecánicas podrían asegurar la inclusión y exclusión de muchos relé de tal manera tendiente a confundir el orden del envío de los impulsos rectangulares del lenguaje deformado que centenares de hombres con centenares de aparatos análogos no podrían descifrar la conversación que atraviesa los cables.

En la oficina de Diseños se llevaba a cabo una investigación parecida para lograr tal código. Todos los dibujantes trabajaban en esto, salvo Sologdin.

Éste había llegado al campo de Inta, desde el lejano Norte, y dejando trasuntar que su memoria había sido debilitada por largas hambrunas y que sus capacidades estaban seriamente dañadas y que nunca habían sido demasiadas por otra parte, logrado así que sólo se le asignaran trabajos secundarios y auxiliares. Pudo jugar esta carta tan sueltamente porque en Inta nunca le habían encomendado trabajos generales sino el específico de un ingeniero, y no temía ser enviado de vuelta allá.

No lo enviaron, en efecto, aunque podrían haberlo hecho, sino que lo dejaron a prueba en su nueva prisión. De este modo, en lugar de hallarse en la corriente principal de la labor donde la tensión el apuro y la nerviosidad prevalecían, había logrado ubicarse en un brazo tranquilo paralelo a la corriente principal. No tenía jerarquía pero tampoco preocupaciones. Era controlado a menudo, pero poseía suficiente tiempo para sí y sin supervisión, secretamente, de noche, por sus propias iniciativas, había comenzado a trabajar y planear y resolver el diseño de un código absoluto.

Consideraba que las grandes ideas sólo nacen en una mente individual. Y en efecto había logrado una solución en los últimos seis meses, que no habían logrado diez ingenieros asignados a la labor, pero constantemente azuzados y vigilados. Hacía dos días Sologdin había entregado su trabajo al profesor Chelnov para que lo revisase, también oficialmente. Y ahora estaba subiendo las escaleras tras el profesor, llevándolo respetuosamente de un brazo, a través de los prisioneros y esperando el veredicto sobre su trabajo.

Pero Chelnov jamás mezclaba trabajo y descanso. En la corta distancia que habían cubierto por los corredores y escaleras no había dicho ni una palabra sobre el tema tan importante para Sologdin, y, por el contrario, le estaba contando con una sonrisa su paseo matutino con Lev Rubín. Después de haber sido impedido de reunirse con los leñadores de madera, había leído a Chelnov sus poemas sobre un tema bíblico. Había una o dos faltas de ritmo, pero la rima era original y tuvo que admitir que los versos no eran malos del todo. La balada relataba cómo Moisés había conducido a los judíos por el desierto durante cuarenta años, en la privación, la sed y el hambre, y cómo la gente se había debilitado hasta el delirio y la rebelión. Pero estaban equivocados y Moisés, acertado, porque sabía que al final llegarían a la Tierra Prometida. Rubin, sin duda, había sufrido ese poema en carne propia y por eso había puesto todo su corazón en su creación.

Chelnov emitió opiniones sobre la materia, Dirigió la atención de Rubin sobre la geografía de la travesía de Moisés. Desde el Nilo a Jerusalén no había más de 400 kilómetros, y eso significaba que aun sí durante el sábado descansaban, no podían tardar más de tres semanas en cubrir la distancia. Por lo tanto se debía suponer que durante los restantes cuarenta años Moisés no los había guiado, sino perdido y hecho vagar por todo el desierto arábigo. Y era exageración.

Chelnov llegó a su cuarto con la llave que le había entregado el guardia cerca de la portería, fuera de la oficina de Yakonov. Solo él y la Máscara de Hierro poseían ese privilegio. (Ningún prisionero tenía el derecho de permanecer un segundo en su lugar de trabajo sin la supervisión de un empleado libre, porque la prudencia dictaba que el prisionero trataría de usar ese segundo sin vigilancia para romper la caja fuerte con documentos secretos, probablemente con un lápiz; fotografiarlos con un botón del pantalón; hacer estallar una bomba atómica y huir hasta la luna).

Chelnov trabajaba en una pieza llamada el Trust de Cerebros, donde no había nada más que un armario y dos mesas desnudas. Se había decidido —con permiso del ministro, por supuesto– permitirle la entrega personal de la llave al profesor. Desde entonces su gabinete había quitado el sueño al oficial de seguridad Shikin. En las horas que los prisioneros estaban encerrados en la prisión, con una barra doble en la puerta, este camarada bien pago y cuyas horas le pertenecían, se introducía en la sala del profesor, golpeaba las paredes, levantaba sus muebles, revisaba el sucio rincón detrás del armario y ceñudo meneaba su cabeza, sosteniendo el cancerbero que de esos liberalismos nada bueno podía resultar.


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