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En el primer cí­rculo
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Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Las oficinas en este edificio crecían de tamaño según el rango de sus ocupantes. Crecían los escritorios. Crecían las mesas para conferencias con sus tapetes de terciopelo. Pero más que todo crecían los retratos del Gran Generalísimo. Al igual que en las oficinas de los jueces de instrucción su retrato lo mostraba mucho más grande que su tamaño natural. Y en la oficina de Abakumov el Más genial Estrategista de Todos los Tiempos y Pueblos estaba retratado sobre una tela de cinco metros de altura, todo el largo desde sus botas hasta su gorra con visera de mariscal, resplandeciente con todas sus órdenes y condecoraciones. (De hecho, él nunca usó estos honores, muchos de los cuales se los había adjudicado él mismo, o los había recibido de presidentes extranjeros y de potentados). Sólo las condecoraciones yugoslavas habían sido cuidadosamente despintadas.

Sin embargo, como para confirmar la insuficiencia de este retrato de cinco metros de altura, y reconocer la necesidad de ser inspirado a cada momento por la vista del Mejor Amigo del Servicio de Contraespionaje, Abakumov también conservaba un retrato de Stalin sobre su escritorio.

Sobre otra pared colgaba un retrato cuadrado de buen tamaño de una almibarada persona de pince-nez que era el superior directo de Abakumov —Beria.

Cuando el jefe de la sección Cero-Uno se fue, el viceministro Sebastyanov, el comandante general Oskolupov, el jefe de la sección Técnica Especial y el ingeniero principal de esa sección, coronel de ingenieros Yakonov, aparecieron en la puerta. Demostrando sus respetos por el propietario de la oficina, avanzaron en fila india, en orden de prioridad, siguiendo el patrón de la alfombra, casi pisándose los talones —y sólo los pasos de Sebastyanov eran audibles.

Un viejo enjuto de traje gris, cuyo cabello cortado al rape mostraba entremezclados matices canosos, entre los diez reemplazantes del ministro sólo Sebastyanov era un civil. Su responsabilidad no era ni operativa ni investigadora; estaba a cargo de las comunicaciones y otras tecnologías de precisión. Así es que sufría menos las cóleras del ministro en las reuniones y en las órdenes que recibía, y estaba menos tenso en esa oficina. Se sentó en seguida en un acolchado sillón frente al escritorio.

Oskolupov estaba entonces a la cabeza del archivo. Yakonov estaba de pie directamente detrás de él como para ocultar su majestuoso porte.

Abakumov miró a Oskolupov —a quien había visto quizá tres veces en su vida– y presintió algo amable en él; Oskolupov, también tenía tendencia a ser corpulento. Su cuello hacía reventar su túnica, y su mentón, ahora obsequiosamente metido hacia adentro, era doble. Su rolliza cara era la cara simple y honesta de un hombre de acción, no la recóndita cara de un intelectual satisfecho de sí mismo. Mirando de soslayo a Yakonov sobre el hombro de Oskolupov, Abakumov preguntó, usando el pronombre familiar "¿Quién eres tú?"

—¿Yo? – Oskolupov se inclinó hacia adelante, afligido por no haber sido reconocido.

—¿Yo? – Yakinov se adelantó un poquito también. Mantenía hacia adentro lo mejor que podía, su panza desafiante y blanda que crecía y crecía a pesar de todos sus esfuerzos, y ni un solo pensamiento se mostraba en sus grandes ojos azules cuando se presentó.

—Tú y tú —bufó el ministro afirmativamente—. El proyecto de Mavrino, ¿es suyo? Muy bien, siéntese. Se sentaron.

El ministro levantó un cortapapel hecho de plástico color rubí, se rascó con él detrás de su oreja y dijo —Muy bien, ¿cuánto tiempo hace que me están engañando? ¿Dos años? De acuerdo con el plan ustedes tenían quince meses. ¿Cuándo van a estar listos los dos teléfonos? Y agregó amenazadoramente: —No mientan. No me gustan las mentiras.

Esta era exactamente la pregunta para la cual los tres altos funcionarios mentirosos se venían preparando desde el momento en que se enteraron que fueron citados todos juntos. Oskolupov comenzó, como lo habían convenido. Habló como si sus cuadrados hombros estuvieran reforzando sus palabras, y miró extasiadamente a los ojos del omnipotente ministro: —¡camarada ministro! ¡Camarada coronel general! Permítame asegurarle que el personal de la sección no va a escatimar esfuerzos.

La cara de Abakumov expresó sorpresa. ¿Dónde cree que estamos, en una conferencia? ¿Qué pretende que haga con sus esfuerzos, guardarlos en mi trasero? Le estoy preguntando: ¿Qué fecha? Y tomó su lapicera fuente de punta de oro y señaló a su agenda de compromisos semanales.

En ese momento, como estaba convenido, Yakonov habló; su solo tono y su voz baja subrayaban el hecho de que estaba hablando como un técnico especialista y no como un administrador. – Camarada ministro en el trascurso de la frecuencia hasta los dos mil cuatrocientos ciclos, dada en un nivel medio de trasmisión de cero punto nueve.

—¡Ciclos, ciclos! Cero punto ciclo cero —eso es exactamente lo que está produciendo. ¡Al diablo, para qué necesito yo tu cero punto! Quiero los dos teléfonos; ¿dos unidades completas cuándo las tendré? y bien.

Pasó la mirada por los tres. Ahora le tocaba hablar a Sevastyanov

—Despacio, deslizando su mano sobre su corto y grisáceo cabello—.

—Por favor permítanos saber lo que está pensando, Victor Semyonovich. Doble vía de conversación cuando aún no tenemos códigos absolutos.

—¿Por qué está tratando de dejarme como un idiota? ¿Qué quiere decir sin códigos absolutos? – El ministro lo miró en forma penetrante. Quince años antes, cuando ni Abakumov ni ningún otro hubiera podido soñar con convertirse en ministro, cuando él era un NKVD ordinario, un rollizo y fornido joven, de piernas y brazos largos; cuatro años de educación primaria habían sido suficientes para él. Se promovía a sí mismo sólo por medio del yudo y su única instrucción formal era la del gimnasio del club Dynamo de Deportes.

Luego, durante los años que vieron el reemplazo y la expansión del personal investigador, resultó que Abakumov dirigía interrogatorios en forma efectiva. Sus largos brazos eran una ventaja cuando llegaba el momento de destrozarle la cara a la gente. Su gran carrera estaba en camino. Después de siete años llegó a ser jefe de la agencia de contraespionaje SMERSH, y ahora era un ministro. Y no pocas veces en todo este largo ascenso sintió algunas deficiencias en su propia educación. Se manejaba a sí mismo de un modo tal, mismo en este puesto tope, que sus subordinados no podían burlarse de él.

En ese instante Abakumov se enojó y levantó su puño crispado como un guijarro sobre su escritorio. Mientras lo hacía, las altas puertas se abrieron, y un hombre bajo, semejante a un pequeño querubín, con un agradable color rosado en sus mejillas entró en el cuarto sin golpear —Mikhail Dmitriyevich Ryumin. El ministerio entero lo llamaba "Minka" pero muy rara vez en su cara.

Se movió tan silenciosamente como un gato; mientras se aproximaba, abarcó de un vistazo a los hombres que se hallaban, sentados allí. Le estrechó la mano a Sevastyanov, que se levantó; se fue al extremo del escritorio de Abakumov e, inclinándose hacia el ministro, sus gruesas y pequeñas manos golpeando el borde del escritorio, murmuró pensativo:

—Escucha Víctor Semyonovich. Si vamos a dedicarnos a semejantes problemas, deberíamos encomendárselos a Sevastyanov. ¿Por qué habríamos de alimentarlos para nada? ¿No pueden realmente identificar una voz de una cinta magnética? ¡Échelos a patadas si no pueden!

Y sonrió tan dulcemente como si estuviera convidando a una niña con chocolate. Miró a los tres representantes de la sección, cariñosamente.

Durante muchos años Ryumin había vivido completamente ignorado; era él contador de la Unión de Cooperativas de los Consumidores en la provincia de Arkangel. De rosadas mejillas y regordete, con labios finos e indignados, acosaba a sus tenedores de libros con cuanto comentario desagradable se le ocurría, chupaba los caramelos que compartía con el agente expedidor, hablaba diplomáticamente con los chóferes, arrogantemente con los cocheros, y ponía a tiempo documentos precisos sobre el escritorio del presidente.

Durante la guerra lo llevaron a la armada y lo hicieron interrogador de una sección especial. Le gustaba el trabajo, y en seguida estaba arreglando un caso contra un periodista totalmente inocente, junto con la Armada del Norte. Pero coordinó el caso con tal crudeza y tan descaradamente, que la oficina del fiscal, que normalmente no interfería en el trabajo de los órganos de seguridad, denunció el asunto a Abakumov. El pequeño interrogador SMERSH de la Flota del Norte, fue llevado hasta Abakumov para ser reprendido. Entró tímidamente a la oficina esperando lo peor. La puerta se cerró. Cuando se abrió una hora después, Ryumin emergió con aire de importancia —había sido recién designado para el aparato central de SMERSH como interrogador principal para casos especiales. A partir de entonces, su estrella seguía elevándose constantemente.

—Yo me ocuparé de ellos, Mikhail Dmitriyevich, créame. Me ocuparé tan bien de ellos que nadie podrá juntar sus huesos. – contestó Abakumov, mirando amenazadoramente a, cada uno de los tres.

Los tres bajaron sus ojos culpablemente. Pero no entiendo lo que tú quieres. ¿Cómo se puede conocer por teléfono la voz de un hombre desconocido?

—Les voy a dar una cinta con la conversación grabada. Pueden oiría y compararla.

Pero ¿tú has arrestado alguno?

—Por supuesto. – Ryumin sonrió dulcemente—. Agarramos a cuatro sospechosos cerca de la estación de subterráneo Arbet.

Pero una sombra cruzó por su cara. Sabía que los sospechosos habían sido prendidos demasiado tarde, que no eran los culpables. Sin embargo, una vez que habían sido arrestados, no serían ya puestos en libertad. En realidad, podría ser necesario fijar el caso en uno de ellos —para que no quedara sin solución.

El fastidio irritaba la voz insinuante de Ryumin: Puedo hacerles grabar la mitad de las voces del ministerio de Relaciones Exteriores si quieren. Pero no es necesario. Sólo seis o siete personas deber ser elegidas —los únicos del ministerio que podrían haber sabido sobre eso.

—Bueno, ¡arréstenlos a todos, perros! ¿Por qué andar engañando? preguntó Abakumov indignado. ¡Siete personas! ¡Tenemos un país grande, no se los echará de menos!

—No puede hacer eso, Víctor Semyonovich —objetó sensatamente Ryumin—. Es un ministerio, no la industria de la alimentación, y perderemos todas las pistas en esa forma. Lo sabrán en las embajadas, se pondrán en estado de alerta. En este caso tenemos que averiguar exactamente quién fue. Y lo antes posible.

—Hmm —pensó Abakumov en voz alta—. Comparando una grabación con la otra. Sí, algún día tendremos que dominar también esa técnica. Sevastyanov ¿puede usted hacerlo?

—Todavía no comprendo de qué se trata, Víctor Semyonovich.

—¿Qué es lo que hay que comprender? Nada absolutamente. Algún bastardo, algún cerdo. Probablemente un diplomático; de lo contrario ¿cómo podría haberlo sabido? telefoneó a algún profesor hoy. No recuerdo su nombre.

—Dobroumov, – sugirió Ryumin.

—Sí, Dobroumov. Un doctor. Bueno, en resumen, acaba de volver de un viaje por Francia, y mientras estaba allí prometió mandarles, hijo de perra, uno de sus nuevos medicamentos —una cuestión de intercambio de experiencia, dijo el bastardo. ¡Nunca se le ocurrió pensar en la prioridad de los descubrimientos! Y en realidad queremos que les de ese medicamento, y agarrarlo en el acto y luego hacer de ello una gran cuestión política, sobre adulación de los poderes extranjeros. Entonces algún roñoso cerdo telefonea al profesor y le dice que no les dé el medicamento. Vamos a arrestar al profesor y labrar, de cualquier forma, nuestro caso contra él, pero está estropeando en parte. Y bien, ¿qué me dicen? Averigüe quién fue y será bien visto.

Sevastyanov evitando a Oskolupov miró a Yakonov, quien hizo frente a su mirada, levantando apenas sus cejas. Estaba tratando de decir que esto era un nuevo arte; la investigación no había sido corroborada y tenían ya suficientes problemas como para dedicarse también a esto. Sevastyanov era lo suficientemente inteligente como para comprender tanto el movimiento de cejas de Yakonov como la entera situación. Estaba dispuesto a sacar el asunto a medias y perderlo.

Pero Foma Guryanovich Oskolupov tenía sus propias ideas sobre su trabajo. No deseaba ser un mero figurón como jefe de Sección. Desde que fue designado, se convenció del sentido de su propio valor y creía firmemente que era el amo de todos los problemas y que podía resolverlos mejor que ningún otro, de lo contrario nunca lo hubieran designado. Y aunque en su época no había siquiera completado siete años de escuela, ahora no hubiera admitido que alguno de sus subordinados pudiera entender el trabajo mejor que él, excepto en los detalles por supuesto, en los diagramas, donde era cuestión de conocimientos técnicos. No hacía mucho, había estado en cierto sanatorio de primera clase, vestido de civil, haciéndose pasar por profesor en electrónica. Allí encontró a un escritor muy conocido, y éste no podía quitarle los ojos de encima a Foma Guyanovich; se pasaba apuntando notas en su libreta y afirmando que basaría en él el retrato de un científico contemporáneo. Después de eso, Foma supo de una vez por todas que él era un científico.

De pronto percibió el problema, avanzando instantáneamente en su investigación.

¡Camarada ministro! ¡podemos hacerlo!

Sevastyanov lo miró asombrado. ¿Dónde?, ¿en que laboratorio?

—En el laboratorio de teléfonos de Mavrino, por supuesto. Hablaron por teléfono, ¿no es así?

—Pero Mavrino está ocupado en otro problema más importante.

—Eso no importa. Encontraremos la gente; tenemos trescientas personas allí, ¿por qué no habremos de encontrarlos?

Y clavó los ojos en el ministro con una mirada dispuesta, Abakumov no llegó a sonreír, pero una vez más su cara expresó una especie de aprecio por el general. Así era como él mismo había sido en su camino de ascenso, dispuesto de todo corazón a cortar en tiras a cualquiera que le ordenaran. Una persona más joven, que se le parezca a uno resulta siempre simpático.

—¡Bravo! – dijo—. Esa es la forma de hablar: los intereses del estado primero y todo el resto después. ¿Correcto?

—¡Perfectamente correcto, camarada ministro! ¡perfectamente, camarada coronel general!

Ryumin, al parecer, no estaba para nada sorprendido, ni parecía apreciar la dedicación desinteresada de Oskolupov. Mirando a Sevastyanov, dijo: será contactado a la mañana.

Intercambió miradas con Abakumov y salió silenciosamente.

El ministro se mondó sus dientes con una uña, tratando de alcanzar un trozo de carne introducido allí desde la comida.

—Y entonces —¿Cuándo? Me has estado estirando el plazo– el primero de agosto, luego las fiestas de noviembre, después las de año nuevo. ¿Y bien?

Posó sus ojos sobre Yakonov, forzándolo a contestar.

Yakonov parecía estar molesto por la posición de su cuello, lo movió un poco hacia la derecha, luego un poco hacia la izquierda, levantó su vista hacia el ministro con su mirada fría y azul y miró hacia abajo nuevamente.

Yakonov sabía que era muy talentoso; Yakonov sabía qué personas aún más talentosas que él, que se concentran en su trabajo catorce horas por día, sin un día libre —en todo el año, también estaban sudando sobre aquél maldito aparato. Y científicos extranjeros, que publicaban los detalles de sus inventos en revistas fácilmente asequibles, también estaban comprometidos en el trabajo sobre el artefacto. Yakonov conocía las mil dificultades que tuvieron que ser superadas y sin embargo eran sólo al comienzo, a través de las cuales, como nadadores en el mar, sus ingenieros se estaban abriendo camino. Dentro de seis días el último plazo trascurriría, el último de todos los últimos plazos que le habían suplicado a este pedazo de carne con uniforme. Pero se habían embaucado en esta sucesión de estúpidos plazos porque los "corifeos" de ciencias desde el principio habían establecido un año de tiempo límite para una tarea de diez años.

En la oficina de Savastyanov habían convenido pedir diez días de postergación. Prometer dos teléfonos para el diez de enero; eso era lo que el ministro diputado insistía. Eso era lo que Oskolupov quería. Calcularon que podían presentar algo que, aunque imperfecto, estaría por lo menos recién pintado. Y mientras todo el asunto pasaba por ensayos para probar su absoluta capacidad para codificar, el trabajo del laboratorio continuaría y entonces podrían pedir más tiempo para completarlo y perfeccionarlo.

Pero Yakonov sabía que los objetos inanimados no responden a plazos humanos,– que aun el primero de enero el aparato no emitiría habla humana sino sólo un murmullo. Y lo que le ocurrió a Mamurin inevitablemente le pasaría a Yakonov. El Patrón lo llamaría a Beria y le preguntaría: ¿qué tonto entregó esta máquina? ¡Desembarácese de él! Y Yakonov se trasformaría en el mejor de los casos en una Máscara de Hierro, y quizá sólo en un vulgar zek otra vez.

Bajo la mirada del ministro, sintiendo la soga alrededor del cuello, Yakonov superó su despreciable miedo y, tan involuntariamente como el que aspira aire dentro de sus pulmones, dijo con voz ronca, "¡Dénos un mes más! ¡Un mes más! ¡Hasta el primero de febrero!"

Miró a Abakumov con los ojos suplicantes de un perro.

Las personas talentosas a veces son injustas con los demás. Abakumov era más hábil de lo que Yakonov había pensado, pero a causa de una larga inactividad la mente del ministro se había vuelto inútil. A través de toda su carrera había perdido, cada vez que trataba de pensar, y ganaba cuando actuaba por celo. Entonces Abakumov cargaba su mente lo menos posible.

Comprendía que ni seis días ni un mes contribuirían en algo cuando ya habían trascurrido dos años. Pero para él esta troika de mentirosos tenía la culpa. Sevastyanov, Oskolupov y Yakonov eran personalmente responsables. Si era tan difícil entonces ¿por qué cuando se hicieron cargo de la asignación, veintitrés meses antes, habían convenido en un año? ¿Por qué no habían pedido tres? Ahora se había olvidado que en esa época los había apurado despiadadamente. Si se hubieran mantenido firmes ante Abakumov desde el principio, él se hubiera mantenido firme contra Stalin y hubiera convenido en dos años de plazo para luego estirarlo a tres años.

Pero era tan grande el miedo que les habían infundido en sus largos años de subordinación, que ni siquiera uno de ellos, antes o ahora, hubiera tenido el coraje de hacer frente a sus superiores.

El propio Abakumov actuaba según el dicho vulgar "dejar un poco de margen" y en sus transacciones con Stalin siempre agregaba un par de meses extra como reserva. Así era como se presentaban las cosas ahora. A Stalin le prometieron un teléfono para el primero de marzo; entonces, en el peor de los casos, les podría dar un mes más —siempre que fuera realmente un mes.

Tomando otra vez su lapicera fuente, Abakumov dijo, tan sólo:

"¿Qué entiende usted por un mes? Un verdadero mes, o ¿está mintiendo de nuevo?"

—¡Exactamente un mes! ¡Exactamente! Oskolupov rebosó de alegría por el feliz vuelco de los acontecimientos, tal como si ansiara ir derecho de la oficina a Mavrino y tomar él mismo un soldador.

Con un rasgueo de su lapicera, Abakumov escribió en el calendario de su escritorio.

—¡Ahí está! Lo dejamos para el veintiuno de enero, el aniversario de la muerte de Lenin, y todos ustedes recibirán un premio Stalin. ¿Va a estar listo, Sevastyanov?

—¡Oskolupov! ¡Está en juego su cabeza! ¿Va a estar listo?

—Sí, camarada comisario general. Lo único que hay que hacer es... —¿Y tú? ¿Sabes lo que estás arriesgando? ¿Va a estar listo?

Manteniendo su coraje, Yakonov insistió, – ¡Un mes!– el primero de febrero.

—Y ¿si no está listo para el primero? Coronel, cuide sus palabras, está mintiendo.

Por supuesto que Yakonov estaba mintiendo, y por supuesto que debió de haber pedido dos meses. Pero ya estaba dicho.

—Va a estar, camarada comisario general, prometió tristemente.

—Bueno, acuérdate bien, yo no te obligué a decirlo. Puedo perdonar todo menos el engaño. ¡Váyanse!

Salieron aliviados, todavía en fila, uno detrás del otro, bajando los ojos ante el retrato de cinco metros de altura de Stalin.

Pero se estaban alegrando demasiado pronto. No sabían que el ministro les había tendido una trampa.

En cuanto salieron se anunció otra persona:

—¡Ingeniero Pryanchikov!


A PROPÓSITO DEL AGUA HERVIDA PARA EL TÉ



Esa noche, bajo la orden de Abakumov comunicada por Sevasyanov, se había citado primero a Yakonov, Luego, dos mensajes secretos fueron telefoneados al Instituto Mavrino durante un intervalo de quince minutos; ordenando primero que el zek Bobynin y luego el zek Pryanchicov fuesen llevados al ministerio. Se los condujo á Bobynin y a Pryanchicov en automóviles separados y se los dejó en diferentes habitaciones para prevenir cualquier entendimiento entre ellos.

Era poco probable, sin embargo, que Pryanchicov fuera capaz de un arreglo debido a su sinceridad poco común, la cual muchos sensatos hijos de esa época, consideraban una anormalidad psíquica. En la sharashkadecían: "Valentulya está fuera de órbita". En este momento, menos aun que nunca, era capaz de tramar algo así. Su alma entera se sacudió por las brillantes luces de Moscú guiñando y reverberando fuera de las ventanas del Pobeda. Abandonando la absoluta oscuridad de los alrededores de Mavrino, era todavía más impresionante emerger en las amplias avenidas deslumbrantes; en la alegre algarabía de la plaza de la estación de ferrocarril y pasar por vidrieras de grandes tiendas iluminadas con neón. Pryanchicov olvidó al chófer, a sus dos escoltas en ropa civil y le pareció que no era aire, sino llamaradas lo que entraba y salía de sus pulmones. No quitaba sus ojos de la ventanilla. Nunca lo habían llevado a Moscú, ni siquiera de día y ni un solo zek, en toda la historia de la sharashkahabía visto a Moscú de noche.

Justo delante de las puertas de Sretenia, el auto tuvo que detenerse por una multitud que salía de un cine y luego esperar, que cambiaran las luces del tránsito.

Millares de prisioneros imaginan que la vida de libertad sin ellos, se detiene; que no quedan hombres; que las mujeres solitarias se cubren la cabeza con cenizas por un exceso de amor y fidelidad. Y aquí, delante de Pryanchikov se hallaba la bien alimentada, animada, multitud ciudadana —sombreros, velos, zorros plateados– y el perfume de mujeres al pasar, sobrecargaron sus sentidos tambaleantes; atravesando la escarcha; atravesando el impenetrable cuerpo del auto, como una serie de garrotazos. Podía apenas oír las conversaciones, pero no las palabras; quería golpear con su cabeza el vidrio irrompible y gritarle a las mujeres que era joven, que estaba poseído de ansias, que había estado encerrado en una prisión sin razón alguna. Después de la soledad monacal de la sharashka, esto era un cuento de hadas, un fragmento de esa vida elegante que él nunca había tenido la oportunidad de vivir; primero por su pobreza de estudiante, después porque fue un prisionero de guerra y luego por la prisión.

Más tarde, en la sala de espera, Pryanchikov a duras penas podía distinguir las sillas y mesas que allí había; los sentimientos e impresiones que lo invadieron no lo abandonarían fácilmente.

Un teniente coronel joven, atildado, lo invitó a seguirlo. Pryanchikov con su cuello frágil y sus muñecas finas; angosto de hombros, y flaco de piernas, nunca tuvo un aspecto tan insignificante como cuando entró en la oficina, ante cuyo umbral se retiró el oficial que lo conducía.

Era tan amplia que Pryanchikov ni siquiera se dio cuenta inmediatamente que era una oficina —tan grande era el despacho– y que el individuo con charreteras doradas al fondo de la habitación, era su amo. No vio un Stalin de cinco metros de altura detrás de sus espaldas. Moscú y las mujeres de la noche, todavía flotaban delante de sus ojos. Se sentía borracho. Le costaba imaginarse por qué estaba en este vestíbulo, qué clase de vestíbulo era. Y era todavía más ridículo imaginar que en algún lado, en un cuarto semicircular iluminado con una bombita azul —a pesar de haberse terminado la guerra cinco años antes– un vaso a medio servir de té frío, esperaba su regreso.

Sus pies se movieron a través de la enorme alfombra. Era mullida, de lana gruesa, hubiera querido revolcarse en ella. A lo largo del lado derecho del vestíbulo se sucedían una hilera de ventanales, del lado izquierdo pendía un espejo de gran tamaño.

La gente de afuera no se da cuenta del valor de las cosas. Para un zek que se las arregla con un espejito ordinario más pequeño que la palma de su mano y que no siempre lo tiene, es toda una aventura el mirarse en un gran espejo.

Pryanchikov, como atraído por un imán, se detuvo delante de él. Se acercó mucho y examinó con satisfacción su cara limpia y fresca. Ajustó su corbata y el cuello de su camisa azul. Luego comenzó a retroceder despacio, los ojos fijos sobre el mismo en face, luego de tres cuartos, luego de perfil. Después de esto, hizo un paso de baile, se acercó al espejo otra vez y se estudió muy detalladamente. Decidiendo que a pesar de su over-allazul, era muy bien proporcionado y elegante; sintiéndose luego de excelente humor, siguió caminando, no porque lo esperara una conversación seria (Pryanchikov se había olvidado completamente de eso) sino porque pensaba continuar su inspección a ese cuarto.

El hombre que podía poner a cualquiera de la mitad del mundo preso, el omnipotente ministro delante del cual, generales y mariscales empalidecían, estaba mirando ahora con curiosidad ese mequetrefe zek azul. Hacía mucho tiempo que no veía de cerca los millones de gente que arrestaba y sentenciaba.

Con el andar de un dandy que pasea, Pryanchikov se acercó al ministro mirándolo interrogativamente, como si no hubiese esperado encontrarlo allí.

—¿Usted es el ingeniero Pryanchikov? – dijo Abakumov buceando entre sus papeles.

—Sí —contestó Valentín distraídamente—, sí.

—¿Usted es el ingeniero principal del grupo? – y otra vez miró entre sus notas– ¿trabajando en un aparato de palabra artificial?

—¿Qué aparato de palabra artificial? – se extrañó Pryanchikov—. ¡Qué disparate! – nadie en nuestro trabajo lo llama así. Le dieron ese nombre en la lucha contra la adulación a las culturas extranjeras. En lugar de Voice in Code lo llamamos el "vo-en-cla." Voz en clave.

—¿Pero usted es el ingeniero principal?

—En general sí. ¿Por qué? – Pryanchikov de repente se puso en guardia.

—Siéntese.

Pryanchikov se sentó con gusto, levantándose los apretados pantalones de su over-all.

—Quiero que usted hable con absoluta franqueza, sin miedo de meterse en un lío con sus superiores. – ¿Cuándo va estar listo el voencla? Hable francamente. ¿Estará listo dentro de un mes? ¿tal vez dos? Dígame, no tenga miedo.

—¿El voencla?, ¿listo? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Pryanchikov se desternillaba con una risa joven y sonora que nunca se había oído antes en ese ambiente. Se dejó caer contra el cuero blando del sillón y levantó las manos. – ¿Qué está diciendo? ¿En qué está pensando? Es obvio que usted no comprenda lo que es un "voencla". ¡Se lo voy a explicar!

Saltó de golpe del elástico sillón y se precipitó hacia el escritorio de Abakumov.

—¿Tiene un papel? Sí, aquí hay uno —arrancó una hoja de un limpio block, aferró la lapicera del ministro, color de carne roja, y comenzó rápida y torpemente a dibujar una onda sinusoide.

Abakumov no estaba asustado —había tanta sinceridad infantil y espontaneidad en la voz de este extraño ingeniero, y en todos sus movimientos, que sobrellevó este asalto mirando con curiosidad a Pryanchikov sin oír lo que decía.

—Debo decirle que una voz humana contiene muchas armonías —Pryanchikov casi se atora en su deseo urgente de decir todo lo más ligero posible. – Y la idea del "voencla" es de reproducir artificialmente la voz humana– ¡demonios! ¿Cómo puede escribir con esta lapicera de porquería? – reproducirla simulando, si no. todas, por lo menos las armonías básicas, cada una enviada por un trasmisor individual. Bueno, usted está al tanto, por supuesto, de las coordenadas cartesianas —cualquier colegial las conoce– y las series de Fourier.

—Un momento —dijo Abakumov controlándose—. Dígame solamente una cosa: ¿Cuándo va estar listo? ¿cuándo?

—¿Listo? Hum. – No he pensado mucho en eso. Ahora a Pryanchikov ya no le sacudían más sus impresiones de la capital nocturna sino su entusiasmo por su adorado trabajo y una vez más le era difícil detenerse. "La cosa es así; el problema se facilita si queremos hacer más grueso el timbre de la voz. En ese caso, el número de unidades."

—Sí, pero ¿para qué fecha? ¿Qué fecha? ¿El primero de marzo? ¿el primero de abril?

—¡Qué ocurrencia! ¿Abril? Sin contar el trabajo de criptografía, estaremos listos en, digamos... cuatro, cinco meses, no antes. ¿Y qué efecto tendrá el cifrar y el descifrar de los impulsos? Después de todo, eso introduce más distorsiones. Bueno, no tratemos de adivinar —insistía a Abakumov, tirándole de la manga. Le voy a explicar todo, ahora usted va a comprender y estar de acuerdo; por el interés del trabajo en sí, no se lo debería apurar.

Pero Abakumov, con su mirada fija en las líneas, sin sentido, ondulantes del diagrama, ya había apretado el timbre en el escritorio.

El mismo atildado teniente coronel apareció e invitó a Pryanchikov a retirarse.

Pryanchikov obedeció. Su boca medio abierta, denotaba su confusión. Se sentía especialmente desilusionado pues no había terminado de explicar todo. Después, cerca de la salida, de golpe, se dio cuenta con quién había estado hablando. Hizo un esfuerzo. Recordó que los muchachos le pedían que se quejara, que tratara de conseguir algo... Al llegar a la puerta se dio vuelta y abruptamente volvió.

—¡Sí, oiga! Me olvidé completamente de decirle.

Pero el teniente coronel le bloqueó el camino y lo obligó a seguir; el hombre del escritorio no lo oía. En ese breve instante embarazoso todas las ilegalidades, todos los abusos perversos de las prisiones, desaparecieron de la mente de Pryanchikov ocupada desde mucho únicamente en diagramas de radio y esquemas técnicos. Recordando una sola cosa gritó: ¡Oiga! A propósito del agua caliente para el té. Volvemos del trabajo tarde de noche ¡y no hay agua hervida! ¡No podemos tomar té!


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