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En el primer cí­rculo
  • Текст добавлен: 3 октября 2016, 22:21

Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Más allá del último recodo las puertas estaban juntas y los óvalos de vidrio decían:



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El guardia abrió la puerta del tercer "box" con ademán amplio, de bienvenida, más bien cómico en este lugar. Innokenty percibió la ironía y lo miró de cerca. Era un muchacho bajo, de hombros anchos, pelo negro y liso y ojos rasgados como cortados por un sablazo. Parecía bastante malvado, no sonreía con los ojos ni con los labios, pero después de docenas de indiferentes empleados de Lubianka vistos esa noche, la cara maligna de este último le pareció agradable.

Encerrado en su "box" miró alrededor. Ya podía considerarse experto en "boxes" por haber tenido oportunidad de comparar varios de ellos. El nuevo era soberbio: un metro de ancho, más de dos de largo, piso de parquet, y casi todo el negocio ocupado por un banco de madera largo y no demasiado angosto, empotrado en la pared. Junto a la puerta, una mesita de madera, hexagonal, no empotrada. Claro que el "box" estaba completamente cerrado y no tenía ventanas; sólo una claraboya negra y enrejada, arriba. El cielorraso era muy alto: tres metros. Las paredes, encaladas, reverberaban por la lámpara de doscientos vatios que irradiaban su luz desde la caja de alambre encima de la puerta.

La luz tan poderosa calentaba el ambiente pero también irritaba los ojos.

La ciencia de ser prisionero se aprende en forma rápida y definitiva.

Esta vez no se permitió falsas esperanzas de que el cómodo "box" nuevo sería suyo por mucho tiempo. Cuando vio el largo banco desnudo, el consentido de que hora en hora dejaba de serlo, supo que su problema inmediato era dormir un poco. Como el animalito de la selva que ha quedado huérfano aprende a vivir solo, así se aplicó en seguida a hacer de su chaqueta un colchón, con la almohada formada por el cuello de astrakán y las mangas. De inmediato se tendió en el banco; parecía muy cómodo; cerró los ojos y sé preparó para dormir.

Pero el sueño huía de él. Dos veces había podido dormitar sin que lo dejasen dormir. Había recorrido todos los grados de la fatiga, Pero aquí, cuando podía dormir, estaba bien despierto. La excitación continua lo tenía en vilo, y no parecía disminuir. Tratando de evitar remordimientos y especulaciones, procuró respirar con regularidad y contar hasta... Es terrible, espantoso no poder dormir cuanto todo el cuerpo está caliente, se puede estirar las piernas por completo y por alguna razón el guardia no abre la puerta haciendo todo el ruido que puede.

Estuvo tendido media hora y por fin comenzó a perder el hilo de sus pensamientos y una viscosa pesadez se extendió, por todo su cuerpo.

Pero en ese momento supo que no pedía dormirse con esa luz de locos. No sólo tenía la penumbra detrás de sus párpados cerrados, con una llama anaranjada, sino que parecía pesarle en los ojos mismos con intolerable fuerza. Esa presión de la luz, nunca experimentada antes, estaba volviéndolo loco. Dio mil vueltas, tratando en vano de hallar una posición para huir de esa enorme presión y abandonó desesperado su intento, incorporándose y tocando el suelo con los pies.

La mirilla era usada a menudo; oyendo ruido levantó un dedo con presteza.

La puerta se abrió sin ruido. El guardia de ojos oblicuos lo miró

en silencio.

—Por favor, se lo ruego: apague la luz, – dijo suplicante Innokenty.

—Eso está prohibido —la imperturbable respuesta de siempre.

—Bueno, entonces ponga una lámpara más chica. ¿Para qué necesitan una tan grande para un... "box" tan chico?

—No hable tan fuerte —susurró el guardia. Y tanto el vestíbulo como toda la prisión estaban quietos como una tumba—. La lámpara que está allí es la que tiene que estar allí.

Con todo, había algo vivo en la cara muerta. Agotado el tema y sabiendo que la puerta iba a cerrarse, le pidió un poco de agua.

El guardia de ojos oblicuos asintió con la cabeza y cerró la puerta sin ruido. Sus pasos eran inaudibles sobre la alfombra de arpillera. Cuando volvió apenas movió la llave, y quedó en el umbral con una taza de agua en las manos. La jarra, como la del primer piso, tenía el dibujo de un gato, pero sin anteojos, ni libro, ni pajarito.

"Bebió el agua con placer. Entre sorbos miraba al guardia, que sin irse cerró la puerta un poco, todo lo que permitían sus hombros y, contra todos los reglamentos, guiñó un ojo y preguntó despacio:

—¿Quién eras tú?

¡Qué extraño parecía escuchar la palabra de un ser humano por primera vez en toda la noche! Atónito por el tono vivaz de la pregunta, que el murmullo furtivo no disimulaba, y fascinado por el implacable, aunque no deliberado "eras", entró en la conspiración que se le ofrecía y le dijo con un hilo de voz:

—Diplomático, consejero del estado. El guardia movió la cabeza con simpatía y contestó: —Y yo era marinero en la flota del Báltico —agregando más lentamente—: ¿Por qué estás aquí?

—No lo sé-respondió Innokenty ya desconfiado—. Por nada especial. Otra vez el guardia movió la cabeza con simpatía.

—Todos dicen eso al principio —declaró y añadió con expresión indecente-

—¿No quieres...?

—Ahora no —contestó con la ceguera de un novato, sin saber que la oferta era el máximo favor que un guardia podía conceder, y uno de los privilegios más grandes sobre la tierra, inalcanzable para los prisioneros, salvo a horas fijas.

Tras la fructífera conversación, la puerta se cerró y volvió a estirarse el banco, luchando contra la presión de la luz sobre sus indefensos párpados. Trató de taparse los ojos con la mano, pero se le durmió. Podía haber doblado el pañuelo tapándose los ojos con él, pero ¿dónde estaba su pañuelo? ¡Por qué no lo habría levantado del suelo; qué estúpido había sido anoche!

Nimiedades: un pañuelo, una caja de fósforos vacía, un trozo de hiló grueso, un botón de plástico; —son los tesoros más queridos del prisionero. Siempre llega un momento en que alguno de ellos es indispensable y salva la situación.

La puerta se abrió de golpe. El guardia de ojos oblicuos le encajó en los brazos un colchón a rayas rojas, ¡Qué milagro! La Lubianka no sólo no impedía dormir a los prisioneros, sino que se ocupaba de su comodidad. Dentro del colchón venían enrolladas una almohadita de plumas, su funda y sábana todo marcado "Prisión Interna"– y una manta gris.

¡Sublime alegría: ahora iba a dormir! Sus primeras impresiones de la prisión habían sido demasiado lúgubres. Con anticipación de placer, colocó por primera vez en su vida la funda sobre la almohada con sus propias manos y estiró la sábana; el colchón sobrepasaba un poco el bordé del banco y quedaba colgando. Se desvistió, se acostó y se cubrió los ojos con la manga de la túnica: ahora la luz no lo molestaba para nada. Empezó a caer en un sueño profundo, muy profundo, aquel llamado abrazo de Morfeo.

Pero la puerta se abrió estruendosamente y el guardia dijo:

—Sáquelas de debajo de la frazada.

—¿Qué dice? – gritó casi llorando—. ¿Por qué me despertó? Me costó tanto dormirme.

—Saque las manos —repitió el otro, frío—.Las manos tienen que estar a la vista.

Obedeció. Pero no era tan sencillo volver a dormirse con las manos sobre la manta. La regla era diabólica. El hábito humano, natural, profundo y que nadie nota, es esconder las manos cuando se duerme, tenerlas contra el cuerpo.

Estuvo dando vueltas mucho tiempo, adaptándose a una humillación más. Pero al final empezó a ganarlo el sueño. La dulce droga de la inconsciencia empezaba a invadirlo.

De repente percibió un ruido en el vestíbulo, que se acercaba más y más. Golpeaban las puertas. Repetían algo muchas veces. Ya estaban al lado. Ya se abría su puerta.

—¡A despertar! – rugió inexorable el marinero del Báltico.

—¿Cómo, por qué? – rugió Innokenty—. No he dormido en toda la noche.

—¡A las seis hay que despertarse! – dijo y siguió su camino. En ese instante necesitaba dormir con más intensidad que nunca; Volvió a acostarse y de inmediato quedó profundamente dormido, pero casi en seguida el guardia de ojos oblicuos abrió la puerta de golpe y repitió:

—¡Levantarse, levantarse! Arrolle el colchón.

Se incorporó en un codo y miró vagamente a su verdugo, qué una hora antes le había parecido un ser humano.

—¿No entiende que no he dormido?

—No sé nada de eso.

—¿Qué hago si doblo el colchón y me levanto?

—Nada. Se sienta.

Pero por qué?

—Porque son las seis de la mañana, ya le dije.

—Dormiré sentado.

—De día no; yo lo despertaré.

Se tomó la cabeza en las manos y se meció. Un rastro de piedad

pareció reflejarse en la cara del otro.

—¿Le gustaría lavarse?

—Bueno... yo... si —dijo, cambiándole idea y buscando su ropa.

—Manos a la espalda, muévase.

El lavatorio estaba a la vuelta. Ya sin esperanza alguna de dormir en las próximas horas, se quitó la camisa y se lavó con agua fría hasta la cintura, salpicando sin consideración el piso de cemento del lavatorio grande y frío; la puerta estaba cerrada y el guardia no lo molestó.

Quizá fuera de veras un ser humano, pero entonces, ¿cómo, pudo tener la malicia de no avisarle que despertaban a las seis?

El agua fría arrastró la venenosa debilidad del sueño interrumpido. En el corredor trató de averiguar algo del desayuno. El guardia no lo dejó hablar, pero en el "box" contestó:

—No hay desayuno.

—¿Cómo que no? ¿Y qué hay entonces?

—A las ocho hay ración, azúcar y té.

—¿Qué son raciones? – Quiere decir pan.

—¿Y cuándo es el desayuno?

—No hay. Después viene el almuerzo.

—¿Y todo ese tiempo tengo que estar sentado?

—Basta de hablar.

La puerta, ya estaba casi cerrada cuando Innokenty levantó el dedo.

—¿Qué más quiere ahora? – preguntó el marinero, volviendo a abrirla.

—Me cortaron los botones y me arrancaron el forro de la túnica. ¿Quién coserá todo eso?

—¿Cuántos botones? Contaron los que faltaban.

La puerta se cerró para volver a abrirse pronto. El guardia le entregó una aguja, una docena de sueltos trozos de hilos y varios botones de hueso plástico y madera, de tamaños diversos.

—¿Para qué me sirven? No son éstos los —que me sacaron.

—¡Tómelos! ¡Ni de estos hay! – gritó el guardia.

Y por primera vez en su vida Innokenty se puso a coser. Al principio no se daba cuenta cómo anudar el extremo del hilo, cómo hacer las puntadas y cómo terminar de coser los botones. Sin poder aprovechar la experiencia milenaria de la humanidad, inventó la costura por cuenta propia. Se pinchó a menudo y sus yemas sensibles empezaron a dolerle. Le tardó mucho volver a coser el forro del uniforme, y arreglar la entretela del abrigo. Algunos botones los cosió donde no debía, y el uniforme se desviaba cuando quiso abrocharlo.

Pero el trabajo deliberado, concentrado, no sólo sirvió para matar el tiempo sino para tranquilizarlo por completo. Sus emociones se normalizaron y dejó de sentirse temeroso y desanimado. Comprendió que la Gran Prisión Lubianka, legendario pozo de horrores, no era tan terrible, que también aquí había gente de carne y hueso. (¡Cómo le gustaría conocerlos!)

En el hombre que no había dormido en toda la noche, no había: comido con la vida destruida en diez horas, se abría esa comprensión superior, ese segundo aliento que devuelve al cuerpo entumecido del atleta, la frescura y le quita la fatiga.

Un nuevo carcelero le sacó la aguja.

Luego le trajeron un pan negro y húmedo de medio kilo —con otra pieza en forma de cuña para completar la ración– y dos terrones rotos de azúcar duro.

Echaron té caliente en el jarro del gato y le prometieron más, luego.

Todo eso significaba que eran las ocho de la mañana del 27 de diciembre.

Innokenty, echó la ración de azúcar de todo el día en el jarro, quiso vulgarmente revolver con el dedo, pero el dedo no resistió el agua caliente. La mezcló moviendo la taza, bebió con deleite y levantó la mano para pedir más. (No tenía ganas).

Con un estremecimiento de felicidad bebió la segunda jarra sin azúcar, pero sintiendo con intensidad el aroma del mismo té.

Sus pensamientos tenían una claridad que nunca había conocido.

Siempre enganchándose en el colchón arrollado, empezó a recorrer el estrecho pasaje entre el banco y la pared opuesta, esperando la batalla: tres cortos pasos adelante y tres cortos pasos atrás.

Otro de los pensamientos de Epicuro —ayer, libre, difícil de entender y de refutar– le flotó-en la mente:

"Los sentimientos interiores de satisfacción y de insatisfacción son los criterios más elevados del bien y del mal".

La filosofía de un salvaje.

A Stalin le gustaba matar; entonces, ¿para él matar era una virtud?-Y como estar encarcelado por tratar de salvar a alguien no le producía, después de todo, ninguna satisfacción, ¿era algo malo?

¡No! El bien y el mal tenían ahora para Innokenty una definición sustantiva y se distinguían visiblemente uno del otro: obra de la brillante puerta gris, las paredes verde aceituna, la primera noche de prisión.

Desde la cima de lucha y sufrimiento a la que lo habían elevado, la sabiduría del filósofo antiguo parecía el balbuceo de una criatura.

La puerta se abrió con estrépito.

—¿Apellido? – preguntó abrupto un nuevo guardia, de cara asiática.

—Volodin.

—¡Al interrogatorio! ¡Manos a la espalda!

Puso las manos a la espalda y con la cabeza bien alta, como un pájaro que bebe agua, salió del "box".


LA MAÑANA DE LA EJECUCIÓN DE LOS "STRELTZI"



En la sharashkatambién era hora del desayuno y té matutino.

El día, cuyas horas matinales no presagiaban nada especial, comenzó con la única nota destacada del Teniente Mayor Shusterman, encontrando todo mal; a punto de retirarse hizo todo lo posible para que los prisioneros no durmieran. Afuera el tiempo estaba horrible; tras el deshielo de ayer había helado durante la noche, y el sendero estaba cubierto de escarcha dura. Muchos prisioneros salieron, dieron una resbaladiza vuelta y volvieron a la prisión. En los cuartos, algunos estaban sentados en las literas bajas; otros en las altas, con las piernas colgando o dobladas. No tenían prisa en levantarse; se rascaban el pecho, bostezaban y empezaban antes que de costumbre a burlarse lúgubremente unos de otros y de su desdichado destino. Contaban sus sueños: pasatiempo favorito de encarcelados.

Pero aunque esos sueños incluían los acostumbrados de cruzar un puentecito sobre un turbio torrente, poniéndose botas altas, ningún sueño predijo claramente que un grupo de ellos sería transportado.

Esa mañana Sologdin salió a cortar madera como de costumbre. Durante la noche había tenido la ventana entreabierta, y antes de salir la abrió más.

Rubin, cuyo catre se apoyaba en la misma ventana, seguía sin hablar con Sologdin. Acostado tarde, sufrió de insomnio y de la fría corriente de la ventana, pero no protestó contra la acción de su antagonista. En cambio, se puso la chaqueta de abrigo y la gorra de piel con las orejeras bajas y, así vestido, se cubrió la cabeza con la manta y se acurrucó, sin levantarse a desayunar ni prestar atención a las admoniciones de Shusterman ni al ruido general del cuarto, y tratando, por todos los medios, de aumentar las horas de sueño que le estaban permitidas.

Potápov, levantado y dado su paseo, fue uno de los primeros en desayunar. Ya había tomado su té, hecho su cama en un apretado paralelepípedo, y sentado en ella leía su diario. Pero lo que deseaba Con ansiedad era trabajar. (Hoy debía calibrar un aparato interesante, construido por él mismo.)

El cereal caliente era mijo, por lo que muchos no desayunaron. Pero Gerasímovich se quedó sentado en el comedor mucho tiempo, llevándose a la boca cucharadas de cereal con movimientos cuidadosos y deliberados. Desde el ángulo opuesto del comedor semivacío, Nerzhin le hizo una inclinación de cabeza, se sentó solo a una mesa y comió sin ganas.

Terminado el desayuno, Nerzhin volvió a su litera alta durante el cuarto de hora restante de tiempo libre, se acostó y miró el cielorraso en forma de cúpula. El cuarto vibraba con los comentarios sobre la suerte de Ruska, Anoche no había vuelto, y sabían con seguridad que había sido arrestado y encerrado en la jaulita oscura del edificio principal. No hablaban abiertamente, pero todos comprendían que era un doble agente, aunque nadie lo dijese en voz alta. Teniendo en cuenta que no podían aumentarle la sentencia ni agregarle una nueva, debatieron si sus veinticinco años de Campos de Trabajo Correctivo podían o no ser modificados por veinticinco años de reclusión solitaria.

(Ese año se construían prisiones especiales consistentes sólo en celdas solitarias, y ese tipo de prisión estaba cada vez más de moda). Claro que Shikin no basaba sus acusaciones contra Ruska en el hecho de fuese un doble agente, pero lo que alguien había hecho realidad y lo que se le acusaba de haber hecho no tenía por qué ser lo mismo; A un rubio, por ejemplo, se lo podía acusar de ser moreno, aplicándole así la misma sentencia que se suponía reservada a estos últimos.

Nerzhin ignoraba hasta dónde llegaba la intimidad de Ruska con Clara y, por ende, no estaba seguro de que debía tratar de hablarle y tranquilizarla y, por otra parte, no era fácil lograr tal cosa.

Entre risas generales, Rubin arrojó su manta y quedó a la vista con su gorra de piel y chaqueta de abrigo (nunca se molestaba cuando Se reían de él). Sacándose la gorra pero no la chaqueta, y sin levantarse para vestirse —cosa que no tenía sentido ahora que ya habían pasado los períodos para caminar, lavarse y desayunar—, pidió que le alcanzaran un vaso de té. Sentado allí con su revuelta barba se metió pan blanco con manteca en la boca y luego tragó el líquido caliente sin saber lo que hacía. Cuando todavía el sueño nublaba sus ojos, estaba absorto en una novela de Upton Sinclair, sostenida en la mano que no sostenía el vaso. Estaba del humor más sombrío posible.

En toda la sharashkahabían empezado las inspecciones matutinas. El teniente primero había entrado; contaba cabezas y Shusterman anunciaba las novedades. Su voz resonó en el cuarto semicircular:

—¡Atención: se notifica a los prisioneros que después de la cena nadie podrá buscar agua caliente en la cocina. Por lo tanto, no molesten al oficial de servicio para ese propósito!

—¿ Quiénordenó eso? – chilló Prianchikov enloquecido, saltando entre las literas dobles.

—El jefe —respondió Shusterman con voz solemne.

—¿Cuándo?

—Ayer.

Prianchikov apretó los puños y sacudió los brazos delgados sobre la cabeza, como tomando por testigos a todo el cielo y la tierra.

—¡No es posible! – protestó rabioso—. El sábado por la noche el Ministro Abakumov en persona me prometió que tendríamos agua hirviendo para el té de la noche. Ni siquiera es lógico: después de todo, trabajamos hasta medianoche. Le respondió una risa unánime.

—No trabajes hasta medianoche; estúpido —tronó Dvoietiosov.

—No podemos pagar a un cocinero nocturno —explicó Shusterman, – grave. El teniente primero pasó una lista escrita a máquina y él anunció con voz de ultratumba, que hizo callar a todos:

—Atención: no deben presentarse esta mañana los siguientes, que debería alistarse para ser transportados: Jorobrov, Mijailov, Nefzhin, Siemushkin! ¡Entreguen todo lo que sea propiedad del gobierno! Y los dos oficiales salieron.

Los cuatro apellidos desencadenaron un torbellino en la habitación. Todos dejaron él té, los sandwiches y se reunieron. Cuatro de veinticinco era una cosecha de víctimas mayor que lo habitual. Todos hablaban al mismo tiempo; voces animadas y desanimadas se mezclaban con voces ruidosas y agresivas. Algunos, de pie en las literas altas, movían los brazos; otros se sostenían la cabeza; otros discutían, golpeándose el pecho; otros sacudían las almohadas para sacarles sus fundas, propiedad del gobierno. Y todo el cuarto se convirtió en tal manicomio de pena, pasividad, enojo, desafío, quejas y cálculos, que Rubin se levantó de su litera como estaba, con chaqueta de abrigo y calzoncillos, y rugió con voz estentórea, que dominó el pandemonio:

—¡Un día histórico en la sharashka¡ ¡La mañana que ejecutaron a los Streltzi!

Y extendió los brazos por sobre todo el cuadro.

Su conducta no significada en modo alguno que lo alegrase el transporte de los prisioneros. Si lo hubieran transportado a él habría hecho la misma broma. Ninguna cosa sagrada se salvaba de sus comentarios.

El cambio de prisión es un momento capital en la vida de un prisionero como ser herido para un soldado. La herida puede ser grave o no, curar o matar; el punto final del transporte puede ser cerca o lejos, vida o muerte.

Leyendo a Dostoievski, cuando describe la horrible existencia de los prisioneros condenados a trabajos forzados, sorprende la tranquilidad de esas sentencias. ¡Ni un transporte en diez años!

El prisionero vive en un lugar; se acostumbra a sus camaradas, a su trabajó, a sus autoridades. Por más ajeno que le sea el concepto de posesión, no puede evitar acumular cosas: una valija que viene desde la libertad, otra de madera fabricada en el campo; un marco para la fotografía de su esposa o hija; zapatillas que usa para caminar por barracas y esconde durante el día; un par adicional de pantalones de algodón; unos zapatos viejos no entregados a tiempo; y se arregla para ocultar todo eso, para conservarlo detrás de otra cosa de un inventario a otro. Hasta posee su propia aguja, sus propios botones que él mismo cosió con cuidado; incluso, puede tener uno o dos de más. En la bolsita hay un poco de tabaco.

Si es exigente en cuanto a higiene, puede ser que guarde un poco de polvo dentífrico y que se lave los dientes de vez en cuando. Se acumula un montón de cartas de sus familiares, adquiere un libro y, cambiándolo, llega a leer todos los libros que hay en la prisión.

Pero el transporte golpea la frágil estructura de su vida como un rayo: siempre sin aviso, siempre encontrándolo indefenso, porque el anuncio se demora hasta el último minuto posible. Se apresura a romper las cartas de su familia ya arrojar los trozos de papel al baño. Si el trasporte se hace en vagones rojos para ganado, el guardia del convoy le corta todos los botones y le tira el tabaco y el dentífrico, porque podrían servir para cegarlo en un intento de fuga. Si se usan vagones Stolipin, el guardia furioso aplasta la valija, que no entra en el estrecho espacio para equipajes, y al mismo tiempo rompe el marco de la fotografía. De todos modos le quitan los libros, prohibidos en transportes, la aguja, que podría usarse para limar los barrotes y matar al guardia y las zapatillas, que son basura, y el par adicional de pantalones, que pueden servirle al guardia.

Limpio así del pecado de propiedad, de toda inclinación por una vida tranquila, de todo deseo por las comodidades burguesas (conde nadas con justicia hasta por Chejov), de amigos y pasado, el prisionero junta las manos detrás de la espalda y en grupos de a cuatro (un paso a derecha o izquierda y el guardia abre el fuego sin aviso), rodeado de perros y guardias, va a tomar el tren.

Todos ustedes lo han visto en ese momento en la estación ferroviaria, pero en su cobarde sumisión miraron a otro lado, para que el teniente de la escolta no se ponga a sospechar de ustedes y los detenga.

El zek entra en el vagón, que se engancha detrás del coche correo.

Enrejado a ambos lados, impenetrable a quien quisiera ver algo desde la plataforma de la estación, se mueve según horarios comunes, cerrado y sofocante, con su apretada carga y cientos de recuerdos, esperanzas y temores.

¿Adonde los llevan? No se lo dicen. ¿Qué le espera al zek al llegar: una mina de cobre, talar bosques o alguna remota operación agrícola donde a veces puede ser posible cocinar papas y llenarse la barriga de zapallos que come el ganado? ¿Contraerá escorbuto y distrofia en los primeros meses de "trabajos generales", o tendrá la suerte necesaria para que algún conocido le de una mano y conseguir trabajo como ayudante de barraca, ordenanza de hospital o incluso ayudante de encargado de depósito? ¿Podrá recibir y enviar correspondencia, o quedará su familia privada de cartas durante largos años, creyéndolo muerto?

Quizás no llegue a su destino. En un vagón de ganado se puede morir de disentería o de hambre, porque los zeks se arrastran durante seis días sin pan. O el guardia puede golpearlo con un martillo porque alguien trató de huir. O, al final del viaje en un vagón frío, tiran afuera los cadáveres helados como si fueran troncos.

Los trasportes rojos tardan un mes en llegar a Sovetskaia Gavan.

¡Que descansen en paz, Señor, los que no llegaron!

Aunque las autoridades de la sharashkalos tratarían bien el partir, dejándoles hasta conservar sus navajas hasta llegar a la primera prisión, todas esas preguntas oprimían con un peso de eternidad los corazones de los veinte zeks que debían alistarse para partir ese martes por la mañana.

Para ellos la vida semilibre y sin persecuciones de los zeks de sharashkahabía terminado.


¡ADIÓS, SHARASHKA!



Aunque Nerzhin estaba absorbido por los problemas inmediatos de su partida, surgió en él la convicción —más intensa a cada minuto que pasaba– de que al irse debía tratar lo peor posible al Mayor Shikin.

Cuando la campana llamó al trabajo, a pesar de la orden de permanecer en el dormitorio, él y los diecinueve que no debían partir, atravesaron corriendo las puertas de la sharashka. Voló al tercer piso y golpeó a la puerta de Shikin. Le dijeron que pasara.

Shikin estaba sentado en su escritorio, lúgubre y oscuro. Desde ayer se había roto en él. Un pie ya estaba sobre el abismo y empezaba a saber qué significaba no tener en qué apoyarse.

Su odio por aquel muchacho no podía encontrar una salida directa o rápida. Lo más que Shikin podía hacer —y lo menos peligroso para él —era llevar a Doronin de una celda de castigo, a otra; arruinarle la foja y mandarlo de vuelta a Vorkuta. Allí, con los antecedentes que tendría cuando Shikin terminara con él, iría a parar a una brigada de régimen especial y pronto reventaría. El resultado sería el mismo que con un juicio y fusilamiento de por medio. Ahora, al comenzar la mañana, no llamó a Doronin para interrogarlo porque esperaba protestas y dificultades de los hombres marcados para transporte. Y no se equivocaba. Quien entró fue Nerzhin.

Él Mayor Shikin nunca había podido soportar a este zek flaco y desagradable con sus modales rígidos y meticuloso conocimiento de todas las leyes. Hacía mucho que estaba urgiendo a Yakonov para que lo mandara a otro lado, y ahora observó con maliciosa satisfacción la expresión hostil de Nerzhin, suponiendo que venía a exigir razones para su traslado.

Nerzhin tenía el don natural de expresar sus quejas en pocas y apropiadas palabras y en tono ferviente, en el breve segundo que permanecía abierta la ranura para pasar comida en la puerta de la celda, o de escribirlas en el blando papel higiénico que se entregaba en las prisiones para declaraciones escritas. Después de cinco años, de cárcel había perfeccionado el mejor modo de hablar con las autoridades, decidido y firme: el pinchazo indiscutible, en jerga de zeks. Sus palabras eran corteses, pero su tono lejano e irónico; el de una persona mayor conversando con un jovencito. Ninguna objeción era posible.

—Ciudadano Mayor —dijo desde el umbral– he venido a recobrar el libro que me quitaron en forma ilegal. Tengo motivos para suponer que seis semanas son suficientes, considerando el estado de las comunicaciones en Moscú, para averiguar que no es un libro prohibido por la censura.

—¿Libro? – exclamó Shikin porque al principio no se le ocurrió nada más inteligente que decir—. ¿Qué libro? —

—Estoy también seguro —prosiguió Nerzhin– de que usted sabe qué libro hablo: obras escogidas de Sergei Esenin en la “biblioteca de poetas: edición de bolsillo”.

—¿E-se-nin? – exclamó el Mayor casi saltando en su silla, si acabara de recordar que el nombre era escandaloso y chocante.

Su cuero cabelludo, gris y casi pelado, expresaba indignación y repulsión.

—¿Cómo se atreve a preguntar por E-se-nin?

—¿Y por qué no? Fue publicado aquí, en la Unión Soviética.

—Esa no es una razón.

—Además, fue publicado en 1940: en otras palabras, fuera de período prohibido de 1917 a 1938.

—¿Dónde oyó hablar de ese período? – preguntó Shikin, ceñudo.

—Uno de los censores del campo tuvo la bondad de explicármelo —replicó Nerzhin sin palabras inútiles, como si tuviera la respuesta aprendida de memoria—: durante una inspección pre-feriado me sacaron el "Diccionario" de Dahl, so pretexto de que había sido publicado en 1935 y, por lo tanto, estaba sujeto a las más cuidadosas verificaciones.

Pero cuando le mostré al censor que mi ejemplar era facsímil de la edición de 1881, me devolvió el libro de buena gana y me explico que no había objeciones para las ediciones pre-revolucionarias "los enemigos del pueblo no estaban en actividad en esa época". Desgraciadamente para usted, este Esenin fue publicado en 1940.

Shikin mantuvo un digno silencio que rompió para insistir:

—Muy bien. – ¿Pero usted ha leído el libro? ¿Lo conoce?

Puede afirmar eso por escrito?

—Bajo la Sección 95 del Código Penal de la U.R.S.S., usted no tiene motivos jurídicos para requerir mi firma en el presente caso.

Lo confirmo oralmente: tengo el desdichado hábito de leerlos libros que son de mi propiedad, y viceversa, de conservar solamente aquellos libros que he leído.

—¡Peor para usted! – Shikin abrió las manos en un ademán de advertencia. Tenía la intención de hacer una pausa significativa, pero Nerzhin no le dio tiempo. Y para resumir, repito mi pedido: según el artículo siete de la Sección B de reglamentos carcelarios, sírvase devolverme el libro que me fue quitado ilegalmente.

Retorciéndose bajo el aluvión de palabras, Shikin se puso de pie.

Sentado, su gran cabeza hacía esperar un hombre grande, pero al levantarse, parecía encogerse pues tenía brazos y piernas muy cortos. Amenazante se acercó al armario, lo abrió y sacó el hermoso librito de Esenin, con hojas amarillas de alerce en la sobrecubierta.

había marcado varios lugares. Cómodamente sentado en su sillón y de brazos como antes, y sin invitar a Nerzhin a tomar asiento, empezó a leer despacio esas partes. Nerzhin se sentó con calma, manos sobre las rodillas y lo miró con fijeza, sin parpadear.

—Bueno, aquí tiene, escuche esto —dijo el mayor con un suspiro, y empezó a leer sin entonación, amasando el ritmo poético como si fuera pasta:


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