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En el primer cí­rculo
  • Текст добавлен: 3 октября 2016, 22:21

Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Desgraciadamente ese mismo domingo el corazón y la conciencia del instituto, el oficial de seguridad camarada Shikin y el organizador del partido comunista, camarada Stepanov, respectivamente, habían cedido a una muy natural debilidad. Había decidido no concurrir al trabajo y no presidir el instituto que dirigían en los días de semana. (Su acción era perdonable desde que se sabe que cuando la indoctrinación y la organización de masas ha sido correctamente implementada, la presencia de los líderes es ya innecesaria). La alarma y la conciencia de su repentina responsabilidad asió al oficial de rutina que con algún riesgo personal dejó el teléfono y corrió por los laboratorios susurrando a sus jefes las novedades del arribo de tan importantes huéspedes como para que cada uno redoblase su vigilancia y efectividad. Pero como estaba muy excitado y con apuro por volver a su teléfono, no prestó atención a la puerta cerrada de la oficina de Diseños y también pasó por alto correr al laboratorio de Vacío, donde Clara Makarygira estaba de turno.

Los jefes de laboratorio no hicieron un anuncio general, ya que no se puede en voz alta pedir a la gente que simule trabajar porque han llegado las autoridades. Pero sí podían recorrer todos los escritorios y con un murmullo furtivo advertir a cada individuo.

Todo el instituto esperó sentado la entrada de los dignatarios que quedaron, algunos, en la oficina del jefe mientras otros se dirigían hacia la TAREA SIETE. Solamente Sevastyanov y el mayor Roitman bajaron al departamento de Acústica porque, para sacarse ese nuevo dolor de cabeza, Yakonov había recomendado al departamento como una base conveniente para llevar adelante las instrucciones de Ryumin.

—¿Cómo planea descubrir a esa persona? – preguntó Savastyanov a Roitman en el camino.

Roitman no podía, pensar, desde que había sabido la designación sólo cinco minutos antes; era Oskolupov quien había pensado por él la noche anterior, cuando se le encargó esa especial tarea, sin pensar. Pero en los próximos cinco minutos Roitman ya había decidido cómo actuar.

—Bueno, usted sabe —dijo sin asomo de servilismo llamando al diputado ministro por su patronímico y nombre propio– tenemos un servicio de discursos visibles llamado V.I.R. que nos produce lo que llamamos las "voces impresas" y hay una persona aquí, un cierto Rubín, que lee esos impresos.

—¿Un prisionero?

—Sí, un asistente del profesor de filología. Recientemente lo he tenido ocupado buscando e investigando los trazos individuales del discurso en voces impresas y comparándolos con las voces impresas de los sospechosos.

—Humm, tendremos que lograr la aprobación de Abakumov para usar a ese filólogo —dijo Sevastyanov meneando la cabeza.

—¿Debido a seguridad?

—Sí.

En Acústica todos sabían del arribo del comité pero no podían vencer la atormentadora inercia de la pereza. Por eso simulaban trabajar, revolvían sus cajones con lámparas de radio, examinaban diagramas de las revistas y bostezaban en las ventanas.

Las muchachas entre los empleados libres se habían reunido en un grupito y estaban chismeando y comentando. El ayudante de Roitman las alejó y dispersó. Simochka, afortunadamente para ella, no estaba de turno; le habían dado un día libre para compensar el día extra que había trabajado. Por lo tanto se libró de la angustia de ver a Nerzhin vestido en anticipación de su visita, con la mujer que tenía más derechos sobre él que Simochka.

Nerzhin se sintió como huésped de honor de la celebración. Había ido a Acústica por tercera vez sin tener allí ningún asunto, simplemente porque estaba nervioso esperando el coche celular que no llegaba. No estaba sentado en su silla sino en el alféizar de la ventana e inhalaba con placer el humo de su cigarro mientras escuchaba a Rubín. Rubín que no había considerado al profesor Chelnov un oidor digno de su balada sobre Moisés, la estaba recitando ahora plácida y fervientemente a Gleb Nerzhin. Rubín no era un poeta. Nunca había tenido la suficiente habilidad para pulir las rimas y trabajar correctamente con los ritmos, pero a veces lograba poemas que eran sentidos con el corazón e inteligentes. Ahora estaba ansioso por oír la opinión de Gleb y recibir su beneplácito.

Rubín no podía vivir sin amigos, se sofocaba sin ellos. La soledad le era tan intolerable que no permitía a sus pensamientos madurar en su cabeza y cuando hallaba media idea se apresuraba a compartirla. Toda su vida había sido rica en amigos, pero al ser arrestado comprendió que sus amigos no eran sus correligionarios y sus correligionarios no eran sus amigos.

De manera que en el departamento de Acústica nadie estaba trabajando realmente, excepto el irredimiblemente alegre y proficuo Pryanchikov que ya había vencido sus impresiones de Moscú y su loco viaje por él y estaba pensando en un nuevo hallazgo para un circuito y canturreando



Bendzi-bendzi-bendzi-bah-ar


Bendzi-bendzi-bendzi-bah-ar.

Justo en ese instante llegaron Sevastyanov y Roitman. Esté decía: —En estas voces impresas el discurso es medido tres veces al mismo tiempo: frecuencia, del tape; tiempo, a lo largo del mismo; y amplitud, por densidad de la imagen. De tal manera cada sonido está determinado tan único y singular que se le puede reconocer fácilmente y todo lo que se ha dicho puede ser leído en el tape.

Tomo a Sevastyanov y lo introdujo en el laboratorio.

—Este aparato lo hemos dibujado en el laboratorio (Roitman mismo había olvidado que lo habían pedido prestado)

—Y aquí —continuó haciendo volver cuidadosamente al reemplazante del ministro hacia la ventana– está el candidato de Ciencias Filológicas, Rubin, la única persona en la Unión Soviética que puede leer un discurso visible.

(Rubin se había levantado y ahora se inclinaba silenciosamente).

Cuando Roitman pronunció las palabras "voces impresas" en la puerta, Rubín y Nerzhin quedaron atónitos. Su trabajo —del cual la gente se había reído hasta entonces– había surgido, de pronto, a la luz del día. Durante los cuarenta y cinco segundos que tomó Roitman para traer a Sevastyanov hasta Rubin, éste y Nerzhin, con la aguda percepción y rápida reacción característica de los zeks, ya habían entendido que se trataba de una demostración de la destreza de Rubin para leer voces impresas y que ese test sólo podía ser leído por alguien autorizado en el micrófono y que el único disponible allí era Nerzhin. También registraron el hecho de que si en realidad Rubin podía leer las voces impresas, también podría cometer un error en testimoniarlo y que no podía permitirse tal error porque podría terminar por saltar de la sharashkaMavrino al infierno de algún campo de concentración.

Sin embargo no dijeron ni una palabra y sólo se miraron comprensivamente.

Rubín susurró: —Si lo haces tú y das la frase del test di: la voz impresa posibilita a la gente sorda utilizar el teléfono.

Nerzhin susurró a su vez: —Pero si lo dicen ellos, calcula por los sonidos. Si mi gesto es alisar el cabello, estás bien. Si me arreglo la corbata, te equivocaste.

Y entonces fue cuando Rubin se levantó e inclinó.

Roitman continuó con su voz hesitante y apologética que, aun así uno la escuchaba dándole la espalda, lo traicionaría siempre como persona culta: —Y ahora Lev Grigorich le mostrará lo que puede llegar a hacer.

Uno de los locutores... —digamos Gleb Vikentich– irá al gabinete acústico y dirá una frase en el micrófono y el V.I.R. la registrará y Lev Grigofich tratará de leerla.

De pie justo ante el diputado ministro, Nerzhin le dirigió una insolente mirada y le preguntó sutil: —¿Desearía usted pensar una frase?

—¡No, no! – contestó Sevastyanov cortésmente apartando sus ojos—, diga algo usted mismo.

Nerzhin obedientemente tomó una hoja de papel y escribió algo en ella y en el silencio que lo siguió la dio a Sevastyanov de modo que nadie más pudiera leerla, ni siquiera Roitman. "La voz impresa posibilita a la gente sorda utilizar el teléfono".

—¿Es así realmente? – preguntó Sevastyanov asombrado.

—Sí.

—Por favor, léalo.

El V.I.R. rugió y zumbó. Nerzhin entró en el gabinete. Pensó cuan terrible parecía la arpillera que lo rodeaba (por la eterna falta de material en la proveeduría). Se encerró a sí mismo. La máquina comenzó a cloquear y una cinta mojada de dos metros de largo marcada por una infinidad de rayitas y manchas de tinta fue puesta sobre la mesa de escribir.

Todo el laboratorio se detuvo y observó tensionado. Roitman mostraba visiblemente su nerviosismo. Nerzhin salió del gabinete y desde una distancia observó a Rubín con descuidada indiferencia. Todos lo rodeaban y sólo Rubín estaba sentado con su cabeza brillante y calva. Apiadándose de la impaciencia de los observadores no hizo secreto de su sabiduría y marcó la cinta húmeda aún con su lápiz indeleble que, como siempre, tenía la punta mal sacada y desprolija.

—Usted sabe que ciertos sonidos pueden ser descifrados sin la menor dificultad, por ejemplo, las vocales acentuadas o sonoras. En la segunda palabra el sonido zestá claramente al final, mientras que en la primera el sonido suave de la l, precede a la vocal a. Tenemos la, seguida de una palabra, corta que concluye en zy debe ser voz, pues no hay casi otra, salvo tez. Entremos en la tercera palabra que estalla con un sonido inicial seguramente pseguido de una suave r, porque las hay fuertes. Antes parece una sílaba penetrante como im, tendríamos impry como la sigue una ssuave, seguramente la palabra es impresa. La voz impresa p, seguida de una rotunda oda poy sigue la suave sy una labiodental que parece b, imposible, seguro concluye litay llegamos así a la mitad de la frase: la voz impresa posibilita. Y aparece una baja frecuencia y una gutural seguida de la consonante n. Veamos: a la ge...te. posibilita a la gente; y ahora es fácil ya: sorda, utilizar...el...teléfono. La frase total es: La voz impresa posibilita a la gente sorda utilizar el teléfono. ¿Es correcta?

Pidió la lente de aumento a Antonina Valeryanovna aunque no la necesitaba, pero deseaba hacer la demostración completa a pesar que el VIR daba imágenes grandes. Pero se solía hacerlo tradicionalmente, en el campo, para impresionar. Nerzhin se reía íntimamente, ausente, acariciando su cabello y alisándolo a pesar de estar liso ya. Rubín le lanzó una mirada y tomó el magnificante cristal que le habían traído.

La tensión general aumentaba. Nadie sabía si Rubín había acertado, mientras Sevastyanov, atónito, susurraba: —¡Es asombroso, asombroso!

Nadie se dio cuenta que el teniente segundo Shusterman había entrado en la habitación en puntas de pie. No tenía derecho a entrar y se detuvo cerca de la puerta. Obligó a Nerzhin a ausentarse inmediatamente aunque no lo siguió él mismo,– esperando un momento para emplazar a Rubín. Lo quería para que le rehiciese su cama en la manera de regulación. Y no era la primera vez que reclamaba de Rubín esa tarea atormentadora.

Rubín acababa de resolver la frase y parecía haber logrado la traducción confirmada. Roitman exultaba no sólo porque compartía su triunfo sino también porque estaba honestamente complacido con todo éxito del trabajo.

Pero Rubín miró accidentalmente y se encontró con la mirada helada de Shusterman, a pesar de lo cual le devolvió una significativa insinuación silenciosa: —¿A ver si es capaz de hacerlo usted?

Concluyó su revisión y confirmó que la última frase era el teléfono. Así lo afirmó y concluyó: —Estaba bien, esa era la frase.

Sevastyanov no lo podía creer: —Asombroso, discúlpeme ¿cuál es su nombre y patronímico?

—Lev Grigorich.

—Mire Lev Grigorich, ¿puede distinguir voces individuales en las voces impresas?

—Las llamamos el discurso individual tipo. Sí, en efecto, ese es el motivo de nuestra búsqueda.

—Perfecto. Creó que habrá un cargo i-n-t-e-r-esante para usted. Shusterman se retiró en puntas de pie.


BESARSE ESTA PROHIBIDO



La máquina del celular que debía trasportar los prisioneros afuera para sus visitas no estaba en condiciones. Había habido una dilación mientras los llamados telefónicos iban y venían y se conformaban nuevos arreglos y citas. Alrededor de las II, cuando Nerzhin, que fue llamado del laboratorio llegó al lugar, los otros seis que lo iban a acompañar ya estaban allí, listos para la requisación personal. Algunos de ellos todavía eran revisados y otros ya lo habían sido y estaban esperando, algunos apoyados por el pecho en una gran mesa o bien paseando fuera del área de revisión. En el área junto a la pared se hallaba el teniente coronel Klimentiev, pulido y fregado, erecto, limpio, como un guerrero listo para el desfile. Un fuerte olor de agua de colonia surgía de su bigote nigérrimo y su pelo oscuro.

Con las manos por detrás de su espalda, estaba allí como si no tuviera nada que ver, pero su presencia compelía a los guardias a revisar concienzudamente a los prisioneros.

En la zona de revisión, Nerzhin era recibido por uno de los más maliciosos revisores, de nombre Krasnogubenky, quien inmediatamente preguntó: —¿Qué tiene en los bolsillos?

Nerzhin ya había superado hacía tiempo esa obsequiosa excitación que los prisioneros nuevos sienten ante los guardias. No se dio el trabajo de contestar y no dio vuelta los bolsillos de su cheviot que era tan nuevo para él. Miró a Krasnogubenky en los ojos y retiró sus manos de su pantalón y saco permitiéndole ver lo que contenían. Después de cinco años de prisión y tras muchas de esas revisiones no sintió como hubiera sentido un recién venido que eso era una violencia brutal, ya que los sucios dedos se aproximaban palpando cerca de su corazón lacerado. No, nada de eso que se le hiciera a su cuerpo podía nublar su disposición luminosa creciente.

Krasnogubenky abrió la cigarrera que Potapov le había regalado recién, miró en cada uno de los cigarrillos y sus marquillas, para ver si había algo oculto; revisó bajo los fósforos de la cajita; palpó los dobleces del pañuelo y no halló nada más en los bolsillos. Luego recorrió con sus manos todo el cuerpo de Nerzhin, palpando bajo su camisa y casaca para ver que no hubiera nada bajo la tela da ambos o en forros ocultos. Se sentó sobre sus pantorrillas y con las manos en forma de garfio pasó sus palmas arriba y abajo por las piernas, adentro y afuera. Mientras Krasnogubenky actuaba, Nerzhin tuvo tiempo de mirar a su próximo prisionero a revisar y preguntarse por qué estaba tan nervioso. Era un artista del grabado que había descubierto que tenía talento para escribir historias cortas, y las escribió: sobre las experiencias de la prisión en Alemania, sobre encuentros en las celdas, sobre cortes de enjuiciamiento. A través de su esposa había ya trasmitido dos o tres de esos relatos al exterior pero, ¿a quién podían ser mostrados? Tenían que ser escondidos; tenían que ser escondidos allí también, dentro de la prisión. Y nadie podía tener la esperanza de sacar lo que hubiera escrito. Pero un viejo amigo de la familia había leído lo que había logrado filtrar al exterior y le había dicho, de nuevo por su esposa, que esa perfección y expresividad eran raras de encontrar aun en Chejov. Esa opinión dio alas al grabador y lo entusiasmó.

Para la visita de ese día había escrito otra historia breve que pensaba era magnífica. Pero en el preciso momento en que iban a revisarlo sentía los pies fríos frente al revisor implacable y volviéndose, decidió tragarse la hoja de papel hecho un bollito en que había escrito su narración con letra microscópica. Así lo hizo, pero en seguida lo asaltó el remordimiento de haberlo hecho, porque podía haber tenido éxito en cruzar la línea.

Krasnogubenky decía a Nerzhin: —¡Sáquese sus zapatos!

Nerzin puso su pié en la silla, desató sus lazos, y pateó su zapato sin mirar adonde aterrizaba. Al hacerlo demostró una media agujereada. El revisor tomó el zapato y lo espulgó hasta quedar satisfecho y depositarlo en el suelo de nuevo. Con el mismo rostro imperturbable como si fuera una cosa que hiciera todos los días, el prisionero pateó igualmente el segundo zapato y reveló una segunda media con una papa. Presumiblemente porque las medias tenían sus grandes agujeros, Krasnogubenky no creyó necesario revisarlas también y no pidió que se las sacara.

Nerzhin se volvió a poner su segundo zapato y el revisor encendió un cigarrillo.

Klimentiev había observado cuando Nerzhin pateaba sus zapatos y estimó que era un deliberado insulto al guardia. Si uno no estaba protegiendo a los vigilantes, los prisioneros toman ventajas sobre la administración. De nuevo se acusó por su generosidad y casi buscó hallar una razón para cancelar la visita de ese tipo despectivo que no sólo no estaba avergonzado de su condición criminal sino que hasta parecía jactarse de ella.

—¡Atención! – gritó de pronto y siete prisioneros y siete guardias se volvieron sorprendidos hacia él—: ustedes conocen los reglamentos: no deben recibir nada de sus visitantes, ni entregarles nada, todo lo que vayan a pasarse entre ustedes debe ser revisado por mí. En sus conversaciones no mencionarán su trabajo, las condiciones del mismo, las de sus vidas aquí, los programas diarios, la ubicación del instituto. No deberán dar nombres de ninguna clase. Sólo dirán que todo marcha bien y que no necesitan nada.

—¿Y entonces de qué podremos hablar, de política? – gritó alguien. Klimentiev no se dignó contestar a algo tan absurdo.

—Hablen de sus culpas y de su arrepentimiento —comentó sombrío uno de los prisioneros.

—No pueden hablar de sus juicios porque son secretos. Pregunten por sus familias, sus hijos. Y otra cosa —agregó Klimentiev impertérrito y convencido—: hay una nueva regla: desde hoy está prohibido besarse y darse la mano.

Nerzhin que había quedado indiferente ante la pesquisa y la torpe instrucción, reaccionó vivamente. No le importaban las regulaciones estúpidas porque podía esquivarlas y eran teóricas, pero que le prohibieran besar le hizo sentir una ola oscura, velándole los ojos.

—¡Nos vemos una vez por año! – se sintió gritar roncamente a Klimentiev, quien se volvió satisfecho en su dirección esperando que fuese aún más lejos.

Nerzhin podía casi oír a Klimentiev rugiendo: —Lo quito de la visita.

Se tragó su reacción y calló.

Su visita anunciada a última hora era evidentemente irregular y nada costaba privarlo de ella.

Siempre había alguien que acallaba a quienes trataban de gritar los abusos y reclamar justicia.

Como viejo prisionero supo dominar su furia.

Al no encontrar ninguna rebelión, Klimentiev, precisa y desapasionadamente añadió para ratificarlo: —Si hay un beso, apretón de manos u otra violación cualquiera, la visita termina de inmediato.

—¡Pero mi mujer no lo sabe! ¡Ella quería besarme! – gritó el grabador.

—Sus familiares también serán advertidos.

—Nunca ha habido una regla semejante.

—La hay ahora.

(¡Qué gente más estúpida! Y su indignación es tonta, como si fuera él, el que introdujo esta nueva disposición).

—¿Cuánto tardará la visita?

—Si viene mi madre, ¿la dejarán entrar?

—Las visitas duran treinta minutos. Sólo admitiré a la persona notificada.

—¿Y, mi hija de cinco años?

—Los niños hasta quince años son admitidos con los adultos.

—¿Y de dieciséis?...

—No admitimos. ¿Alguna otra pregunta? Bueno, salgan, vamos.

¡Asombroso! No fueron llevados en el celular sino en un nuevo modelo de ómnibus pequeño de ciudad, de color azul. No como los últimos trasportados.

El ómnibus se detuvo delante de la puerta del edificio del cuartel general. Tres guardias, nuevos también, en trajes civiles y con sombreros de fieltro blando, llevando las manos en sus bolsillos (allí tenían las pistolas), entraron primero en el vehículo y tomaron sitio bien apartados uno de los otros. Dos de ellos parecían boxeadores retirados o gangsters. Usaban finos sobretodos.

La helada matinal casi había desaparecido, pero el frío continuaba.

Siete prisioneros entraron en el ómnibus por la puerta delantera y se sentaron.

Cuatro guardias más, uniformados, los siguieron.

El chófer cerró de un portazo y se sentó en su asiento.

El teniente coronel Klimentiev subió a un auto.


FONOSCOPIA



Hacia el mediodía Yakonov no estaba en el confort rutilante ni el silencio aterciopelado de su oficina. Estaba en el GRUPO SIETE, revisando un cotejo entre el código y el "Vo-en-cla". Esa mañana el ambicioso ingeniero Markushev había tenido la idea de combinar los dos estudios en uno, y mucha gente había sido dedicada a ese proyecto, cada una con un propósito calculado. Los únicos que se opusieron fueron Bobynin, Pryanchikov y Roitman, pero nadie les hizo caso.

Había otras cuatro personas sentadas en la oficina de Yakonov: Sevastyanov, que ya había hablado con Abakumov por teléfono, el general Bulbanyuk, el teniente de Mavrino, Smolbsidov y el prisionero Rubín.

El teniente Smolosidov era un hombre pesado. Si uno cree que debe haber algo bueno en toda criatura hubiera sido difícil encontrarlo en su cara sin sonrisa, en la morosa compresión de sus labios gruesos. Su posición en el laboratorio era menor; apenas se alzaba sobre un armador de radios y su salario era el de la más baja trabajadora femenina: menos de 2000 por mes. Es verdad, robaba otros 1000 por mes vendiendo partes de radio en el mercado negro, pero todos sabían que la situación y entradas suyas no se limitaban a esas actividades.

Los empleados libres de la sharashkale tenían miedo, aun aquellos que jugaban al voleibol con él. Su cara que nunca había mostrado el menor relumbre de sinceridad era aterradora. La especial confianza que los altos jefes tenían en él también era aterradora. ¿Dónde vivía? ¿Había tenido algún hogar? ¿Una familia? Jamás visitaba a sus colegas en sus casas ni compartía sus ocios fuera del instituto con nadie. No se sabía nada de su pasado excepto por las condecoraciones de batallas de su pecho y su imprudente vanagloriarse de que durante la guerra un famoso mariscal jamás había dicho una palabra que él, Smolosidov, no hubiera sabido. Cuando se le preguntó cómo había podido suceder eso, respondió que era el operador personal de la radio del mariscal.

La cuestión de qué empleado libre iba a recibir la confianza para tratar con las cintas de registro y de la Muy Secreta Administración, se resolvió terminantemente cuando el general Bulbanyuk que los había traído, dio la orden: Smolosidov.

Éste estaba sentado y colocando la cinta del grabador en una mesa barnizada mientras el general Balbaniuk, cuya cabeza era como una gigantesca patata hipercrecida. con protuberancias por nariz y orejas, dijo: —Usted es un prisionero, Rubín. Pero alguna vez fue un comunista y quizás alguna vez vuelva a serlo.

—Soy un comunista ahora —quiso exclamar Rubín pero sintió la humillación de probarlo a Bulbaniuk.

—De modo que nuestra organización tiene confianza en usted. Va a escuchar un secreto de Estado de esta cinta registrada. Espero nos ayude a encontrar estos canallas, estos cómplices de traidores al país. Buscan nuestros más importantes descubrimientos científicos para trasmitirlos a través de las fronteras. Queda descontado que la menor tentativa de revelarlos...

—Sobreentendido —Rubín interrumpió temiendo más que todo eso, que no se le permitiera trabajar en la cinta. Desde hacía mucho tiempo había perdido toda esperanza de éxito personal y vivía la vida de toda la humanidad como si fuese su propia vida familiar. Esa cinta que no había oído aún, lo interesaba, pues, personalmente.

Smolósidov apretó el botón que lo ponía en acción.

Rubín miró con fijeza intencionadamente la pantalla de la cinta como si buscara en su imagen el rostro de su enemigo personal. Cuando miraba tan fijamente su cara se tendía y volvía cruel. Nunca se podía rogar, misericordia de una persona con tal rostro.

En el silencio de la oficina, sobre un ligero sonido de estática, se oyó el diálogo entre un excitado desconocido y una antigua y flemática dama.

Con cada frase la cara de Rubin perdía su gesto de expresión cruel y se tornaba perpleja. Mi Dios, no era lo que había esperado sino algo incoherente

La cinta llegó a su fin.

Rubín debía decir algo según esperaban sus compañeros, pero no tenía todavía ninguna idea de qué decir.

Necesitaba un poco de tiempo y que no lo mirasen desde todos los ángulos: Encendió un cigarrillo que había sacado dijo: —Tóquenlo de nuevo.

Smolósidov apretó el botón de retornar la cinta. Rubin miró esperanzado sus oscuras manos con sus dedos azulados. Después de todo Smolósidov podía cometer un error y apretar el botón de grabación en vez del de emisión y todo hubiera sido borrado sin dejar trazas. Y Rubín no hubiese tenido que decir nada.

Rubin fumaba, apretando el filtro del cigarrillo entre sus dientes.

Todos callaban.

Smolósidov no se equivocó. Había apretado el botón correcto.

Otra vez oyeron la voz del joven nervioso casi desesperado y la insatisfecha dama murmurante y refunfuñante. Rubin debía esforzarse en adivinar lo criminal pero estaba obsesionado por esa dama que le parecía poder ver muy fácilmente con sus lujuriosos y teñidos cabellos que hasta probablemente no fueron propios.

Dejó ocultar su cara entre las manos. Lo más bárbaro de todo era que ninguna persona razonable con una mente limpia podía confundir un problema médico con un secreto de Estado. Porque cualquier médico que preguntase la nacionalidad de un paciente para atenderlo no era digno de ser llamado médico de ningún modo. Y este hombre que tuvo la valentía de llamar a un departamento asediado (puede ser que ignorara este peligro) le era muy simpático.

Pero objetivamente, objetivamente el hombre que había querido hacer lo que a él le parecía lo correcto, había de hecho "atacado las fuerzas positivas de la historia". Dado el hecho de que la prioridad en los descubrimientos científicos era reconocida como importante y necesaria para el fortalecimiento del Estado, cualquiera que lo impide interpone objetivamente su camino al progreso. Y debe ser eliminado.

Además la conversación no era tan simple. La asustada repetición de la palabra "extranjeros". Para darles "algo". Podía significar algo distinto a una medicina. "Medicina" podía ser una palabra codificada. La historia sabía de casos semejantes. ¿Cómo se había comunicado la sublevación a los marineros del Báltico? Con una frase de código: "¡envíennos las regulaciones!" Y eso significó: "envíen un barco de guerra y desembarquen el partido".

La cinta se detuvo, Rubin levantó la cara de sus manos, miró al ceñudo Smolósidov y al tonto y pretencioso Bulbanyuk. Eran repulsivos. Prefería ni mirarlos. Pero allí en esa pequeña encrucijada de la historia eran los únicos que representaban su fuerza positiva.

Uno tenía que superar los sentimientos personales.

Eran carniceros como esos que habían aprisionado a Rubin en la sección Política del ejército porque no soportaban sus talentos y capacidad. Eran tales carniceros como los de la oficina de procuración militar, quienes habían arrojado por cuatro años docenas de protestas de Rubin reclamando su inocencia, en el canasto de basura.

Uno tenía que erguirse sobre la propia fatalidad maldita.

Y sin embargo estos dos eran dignos de ser volados por una granada poderosa allí y en seguida y uno tenía que servirlos y al propio país, su idea de progreso y su bandera.

Rubin aplastó su cigarrillo en el cenicero, tratando de mirar directamente a Sevastyanov que le parecía por el momento una persona decente y diciendo: —Bueno, está bien, lo intentaremos. – tomó aliento y continuó—: Pero si no tienen ningún sospechoso, no podré hallarlo... No se pueden registrar todas las conversaciones de Moscú. ¿Con qué voz quieren, que la compare?

Bulbanyuk le aseguró: —Hemos tomado cuatro del teléfono público. Pero probablemente no sea ninguno de ellos. Los he anotado aquí sin su rango y no le mostraré sus posiciones oficiales de modo que no tiene por qué asustarse en acusarlos.

Le dio una hoja de papel de un anotador. Había cinco nombres escritos:

1. Petrov.

2. Syagovity.

3. Volodin.

4. Shchevronok.

5. Zavarzin.

Rubín los leyó y pidió le dejaran la lista.

—No, no —advirtió Sevastyanov con sospecha—; Smolosidov conservará la lista.

Rubín la devolvió. Esa precaución no lo ofendió. Por el contrario, lo divirtió. Como si esos cinco nombres no hubiesen ya quedado grabados en su memoria: Petrov, Syagovity, Volodin, Shchevronok, Zavarzin. Sus largos estudios filológicos ya eran de tal modo parte de él, que ya había anotado al pasar las semiologías de los nombres: syagovity, una persona que salta lejos; shchevronok, una alondra.

—Pido —dijo secamente– que registren las voces de los cinco en el grabador.

—Las tendrá mañana mismo.

Rubín reflexionó un momento y exclamó: —Otra cosa más. Deseo la edad de cada uno —golpeó en la tapa del grabador– y necesitaré esa cinta sin interrupción y la necesitaré mañana mismo.

—El teniente Smolosidov la tendrá. Se les dará a los dos una habitación en la sección Ultrasecreta.

—La están preparando ahora —afirmó Smolosidov.

La experiencia había enseñado a Rubín evitar la peligrosa pregunta ¿cuándo? para impedir que se la repitiesen a él. Sabía que por lo menos tenía una o dos semanas de trabajo con la cinta y que si preguntaba a los jefes cuándo necesitaban le responderían mañana a la mañana. De manera que sólo preguntó: —¿Con quién puedo hablar de este trabajo?

Sevastyanov miró a Bulbanyuk y replicó: —Sólo con el mayor Roitman, Oskolupov y con el mismo ministro.

Bulbanyuk preguntó: —¿Recuerda todas mis advertencias? ¡Repítamelas!

Rubín se puso de pie sin permiso y miró al general como si fuera tan pequeño que fuese difícil de ver.

—Debo irme y ponerme a pensar —dijo sin dirigirse a ninguno en particular.

Nadie objetó nada.

Rubín, pensando profundamente, se retiró de la oficina, pasó por el oficial de servicio y sin darle corte inició la marcha por la alfombra roja de la escalera.

Tenía que incorporar a Nerzhin al nuevo grupo. ¿Cómo trabajar sin las advertencias de otro? El problema iba a ser muy difícil. El trabajo sobre voces sólo había comenzado. Las primeras clasificaciones, la primera nomenclatura.

El temor de la investigación científica cayó sobre él.

Era una nueva ciencia, encontrar un criminal por su voz impresa.

Hasta ahora habían sido identificados por las impresiones digitales y se llamaba dactiloscopia el estudio de los rastros de los dedos. Se había trabajado así por centurias.


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