Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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Una de las mucamas bashkirianas empezó a servir helados.
El joven asesor informante condujo a su compañera hacia una ventana que daba al balcón, contra la cuál se habían colocado dos sillones; le trajo helados y la felicitó por lo bien que bailaba. Ella sonrió y parecía ansiosa por decir algo. Él observaba su cuello nervioso y el pecho bastante chato bajo su blusa fina y, aprovechándose de que las cortinas los escondían parcialmente, con un gesto condescendiente, puso su mano sobre la que ella tenía sobre las rodillas. La chica empezó a hablar en una forma nerviosa y agitada.
—Vitaly Yevgenievich, ¡qué suerte encontrarlo aquí! Por favor, no se enoje conmigo por ser tan descarada como para tocar un tema relacionado con su trabajo tan a destiempo, pero es imposible pescarlo en el Soviet Supremo. – Vitaly soltó la mano de la chica.– Por seis meses el expediente de mi padre ha estado inactivo en su secretariado. Él está atacado de parálisis. El certificado, expedido por el campo de concentración donde se halla, está allí, junto con mi demanda de perdón. (El asesor informante hizo una retirada estratégica hasta lo más profundo de su sillón y se dedicó a formar una bolita de helado con su cuchara. La joven ya se había olvidado de su helado y en un descuido, rozó torpemente su mano contra la cuchara. Ésta dio una voltereta, le manchó el vestido y cayó al suelo cerca de la puerta del balcón. Ninguno de los dos se cuidó de levantarla).
¡Ha perdido el uso de su lado derecho! ¡Otro ataque y está listo! Ya está desahuciado. ¿Para qué lo quieren en la cárcel así?
Los labios del oficial sé contrajeron en una mueca de disgusto, Vamos, es una falta de tacto de su parte abordarme aquí. El número de teléfono de nuestra oficina no es ningún secreto. Llámeme al trabajo y le daré cita. Y de paso, ¿por qué articuló fue condenado su padre? ¿Por el 58?
—¡Oh, no, no, de ninguna manera! – exclamó la chica, con un suspiro de alivio—. ¿Cree usted que hubiera osado dirigirme a usted si hubiera sido un preso político? Cae bajo la ley del 7 de agosto.
—En varios casos correspondientes a la ley del 7 de agosto, también se han rechazado peticiones conmutatorias.
—Pero esto es espantoso. Va a morir en un campo de concentración. ¿Cuál es el objeto de tener en un campo a una persona que se sabe va a morir?
El joven oficial la miró largamente, con los ojos muy abiertos.
—Razonando de esa manera, ¿qué queda de la ley? – dijo sonriendo irónicamente—. Después de todo, fue la justicia quien lo condenó. ¿No puede comprenderlo? Y de todas maneras, ¿qué quiere decir eso de "morir en un campo de concentración"? Algunos tienen que morir en los campos de concentración. Cuando les llega la hora, ¿qué importa dónde sea?
Se levantó disgustado y se fue.
Había hablado en ese tono de convicción y simplicidad que dejan cortado al más hábil de los oradores.
La chica de poco tacto cruzó silenciosamente el "living", hacia el Comedor, donde se había servido un té con masitas y, sin que Clara la viera, se puso el tapado en el vestíbulo y salió.
Clara trató de sintonizar el aparato de T.V., pero la imagen empeoró todavía más. En cuanto a Zhenka, ya estaba reaccionando en el baño.
Después que la chica delgada y con aire de preocupación hubo pasado a su lado, Galakhov, Innokenty y Dotnara se dirigieron hacia el "living". Lansky salió a su encuentro.
Normalmente simpatizamos con quien tiene un alto concepto de nosotros. Lansky estimaba altamente lo que Galakhov habla escrito y esperaba más de cada uno de sus libros subsiguientes. Por esto, Galakhov cooperaba con Lansky con el mayor placer y lo hacía avanzar en su carrera.
Alexei Lansky estaba ahora con ese alegre buen humor propio de una fiesta, gracias al cual uno puede hasta decir algo un poco impertinente sin causar una mala impresión.
—¡Nikolai Arkadevich! – exclamó, al tiempo que su fisonomía se iluminaba—. Reconozca que en el fondo de su corazón usted no es un escritor. ¿Sabe lo único que es en realidad? – Esto se parecía mucho a las preguntas de Innokenty, y Galakhov empezaba a sentirse perturbado.– ¡Usted es un soldado! – ¡Un soldado, por supuesto! – Y Galakhov esbozó una sonrisa varonil.
También entornó la vista, como quien mira a la distancia. Ni en los días más gloriosos de su carrera literaria se había sentido tan orgulloso y, sobre todo, tan puro, como cuando, bajo un impulso temerario, con la cabeza llena de ideas de Pushkin, se había abierto camino hacia el puesto de comando de un batallón casi rodeado. Allí arrastró a la artillería y al fuego de los morteros y más tarde, ya de noche, en un refugio hamacado y sacudido por los bombardeos, compartió un cacharro de comida con cuatro miembros del cuerpo de oficiales del batallón y se sintió en términos de igualdad con estos esforzados guerreros.
—Entonces, permítame presentarle a un camarada de armas del frente, el capitán Shchagov.
Shchagov se mantenía rígido, sin dignarse asumir una actitud de reverencia. Su nariz, grande y recta y su fisonomía amplia, contribuían a darle una apariencia de franqueza.
El famoso escritor, por otra parte, cuando vio las medallas, las condecoraciones y los brazaletes que atestiguaban que había sido herido en acción, le ofreció un sincero apretón de manos. "Mayor Galakhov", se presentó sonriendo. "¿Dónde ha combatido? Venga, siéntese y cuéntenos."
Se sentaron en e[sofá, apretujándose junto a Innokenty y a Dotty. Querían que Lansky se sentara también junto a ellos, pero él hizo un gesto misterioso y desapareció; ciertamente, veteranos del frente no podían reunirse sin un trago. Shchagov comenzó a explicar que sé había hecho amigo de Lansky un día de terrible jaleo en Polonia, el 5 de septiembre de 1944, cuando las fuerzas rusas, a marchas forzadas, irrumpieron sobre el Narev y lo atravesaron —Dios sabe cómo– ¡sobre troncos! Sabían que lo iban a hacer fácilmente el primer día, pero pagarían cara una demora. Después se abrieron camino por entre los alemanescomo demonios, haciendo una brecha de sólo un kilómetro de ancho; en ese momento, los alemanes se apresuraron a encerrarlos con trescientos tanques por el norte y doscientos tanques por el sur.
Cuando empezaron los cuentos de guerra, Shchagov abandonó el lenguaje que usaba todos los días en la Universidad y Galakhov el idioma de las oficinas editoras en las reuniones y, sobre todo, el lenguaje deliberadamente calculado en que escribía sus libros. Y ambos dejaron de lado la forma de hablar que acababan de usar en la mesa, ya que se tornaba imposible trasmitir el espíritu ardoroso del frente por medio de un habla tan pulida y cautelosa. Después de las primeras frases, la corrección de su lenguaje había disminuido, y se oyeron injurias imposibles en aquel lugar.
En ese momento, Lansky apareció con tres copas tornasoladas y una botella de "cognac" a medio tomar. Acercó una silla y se sentó, en una posición desde la cual podía ver a ambos interlocutores. Cada cual tomó una copa y él sirvió la primera vuelta.
—¿Por la amistad entre los soldados? – brindó Galakhov parpadeando. Y todos vaciaron sus copas.
—¡Todavía queda un poco más aquí! – dijo Lansky poniendo la botella, cerca de la luz y agitándola con un gesto de reproche. En seguida repartió el resto.
—¡Por los que no volvieron! – propuso Shchagov, elevando su copa.
Y tomaron la segunda vuelta. Lansky echó una mirada furtiva a su alrededor y habiéndose cerciorado de que nadie lo veía, escondió la botella vacía detrás del sofá.
La nueva dosis de alcohol se mezcló con la anterior.
Lansky llevó la conversación a la parte en que él había intervenido en los acontecimientos. Contó cómo, en esa jornada memorable, él, un joven corresponsal de guerra que había salido de la universidad hacía sólo un par de meses, partió por primera vez para el frente; cómo había pedido que lo llevaran en un camión (un camión que trasportaba minas antitanques para Shchagov, cómo habían viajado bajo el fuego de los morteros alemanes desde Dlugosedlo a Kabat, a través de un corredor tan angosto, que el fuego que hacían los alemanes "del norte", producía bajas en los alemanes "del sur"; cómo ese mismo día, en ese mismo lugar, un general ruso que volvía al frente después de gozar de una licencia en su hogar, se metió inadvertidamente con su jeep en medio de las filas alemanas, y nunca se lo volvió a ver.
Innokenty, que había estado escuchando atentamente la conversación, les preguntó cómo dominaban el miedo a la muerte. Lansky ya estaba enardecido y contestó sin titubear que, en momentos tan terribles, la muerte deja de ser problema porque uno se olvida de ella. Shchagov enarcó las cejas y ofreció su punto de vista al respecto.
—Uno no le tiene miedo a la muerte hasta que llega. Al principio uno no le tiene miedo a nada, hasta que te hieren, y entonces, sientes miedo de todo. Pero el consuelo consiste en que la muerte no nos atañe personalmente. Mientras uno existe, la muerte no lo toca, y cuando viene, uno deja de existir.
Alguien había puesto el disco "Que me devuelvan a mi nena".
Para Galakhov los recuerdos de Shchagov y Lansky carecían de interés. En primer lugar, porque no había tenido nada que ver con la operación que comentaban, no conocía Dlugosedlo, Kabat ni Nove-Myasto y, en segundo término, porque él no había sido un insignificante corresponsal como Lansky sino un corresponsal "estratégico". No veía las batallas desde la tabla podrida de un puente o desde los campos de cáñamo que crecían en la vecindad de algún pueblo, sino a grandes rasgos, ayudado por la concepción estratégica de la batalla hecha por un general o un mariscal.
Galakhov interrumpió la conversación.
—¡Sí, eso sí que es la guerra! Entramos como simples habitantes de la ciudad y salimos con corazones de acero.
—Alexei, ¿cantaban ustedes "El canto de los corresponsales del frente" en el lugar donde estaban?
—Por supuesto que lo hacíamos —dijo Lansky, empezando a tararearlo.
—¡Nera, Nera! – llamó Galakhov—. Ven a darnos una mano. Vamos a cantar "El canto de los corresponsales del frente".
Cuando sus dientes parejos y blancos brillaban, en su cara morena, desaparecía la apariencia fláccida de sus mejillas.
Dinera se apresuró a unirse a ellos.
—¡Claro que sí, amigos! – dijo asintiendo con la cabeza—. ¡Yo también soy una veterana del frente!
Apagaron el tocadiscos y los tres se pusieron a cantar, poniendo mucha sinceridad para llenar el vacío que dejaba su calidad musical:
"Desde Moscú hasta Brest,
sobre el frente del Oeste,
marchando por el campo, perdidos entre el polvo
armados con una Leica y un cuaderno,
hasta tuvimos rifles en aquel infierno,
y a través de fuego y nieve, ¡la victoria conseguimos!"
Todos se reunían a escuchar. Los jóvenes miraban con curiosidad al hombre famoso con quien uno no se encontraba todos los días.
"Los vientos y el vodka curtieron nuestras gargantas,
pero seguimos haciendo esas marchas que espantan.
Si alguno nos critica, que en vez de hacerlo
acepte nuestra invitación de venir a verlo
pasen una noche cerca de nosotros
¡Hagan la guerra como los corresponsales... y los otros!"
Desde que habían empezado a cantar, Shchagov, aunque permanecía con la sonrisa en los labios, se había enfriado por dentro. Un sentimiento de culpabilidad le invadió a causa de su inopinado entusiasmo, culpabilidad frente a aquellos que no estaban aquí, aquellos que en el 41 tragaban el agua del Dniéper, que en el cuarenta y dos se alimentaban royendo hojas de pino, en la selva de Novgorod. Alexei Lansky era un tipo divertido y Nikolai Galakhov era un escritor de renombre, pero, por lo visto, conocían poco aquel frente que habían convertido en algo sagrado. Aun los corresponsales más atrevidos, aquellos que se habían arrastrado hasta los quintos infiernos (que ciertamente no eran la mayoría), eran tan distintos del grueso de la tropa, como un conde que ara la tierra es distinto de un campesino labrador. Los corresponsales no estaban sujetos a la disciplina militar, ni a las órdenes y reglamentos castrenses. Nadie les podía recriminar una conducta que se castigaba como traición en un soldado: ceder al pánico, huir del campo de batalla; en una palabra, salvar sus vidas. De aquí el abismo existente entre la psicología del soldado raso cuyas botas se aferraban al suelo sin importar lo avanzado de su puesto, que, sin tener donde guarecerse, lo más probable era que en cualquier momento dejara su vida en el campo de batalla, y el corresponsal que, con sólo desplegar sus alitas podía estar dos días después en su departamento de Moscú.
Allí donde estuvimos
tanque no obtuvimos.
No importa que muera un corresponsal.
Sin pistola siquiera
como primeros entramos
en la ciudad.
Eso de haber entrado primero en la ciudad, era eco de ciertas anécdotas que corrían sobre unos periodistas que, al leer mal su posición en un mapa, se metieron en la tierra de nadie por un camino en buen estado —un Emka no podía haberlo hecho en otro tipo de camino– y fueron a dar a una ciudad no ocupada, sólo para virar en redondo y volver tan rápido como les fue posible en cuanto comprendieron su error.
Mientras jugueteaba distraídamente con la mano de su esposa, Innokenty escuchaba. El también tenía ideas propias sobre el significado del canto. No tenía experiencia de la guerra, pero conocía a la perfección cuál era la situación del reportero. No tenía nada que ver con el desdichado reportero del cual contaban los padecimientos, un corresponsal cuya vida era poco valiosa, que podía perder su puesto si tardaba en comunicar los hechos sensacionales. En verdad, lo único que debía hacer el corresponsal era mostrar sus credenciales de prensa, y se lo recibía como a un dignatario importante, frente a quien se trata de ocultar las deficiencias y aumentar los méritos de la organización. Dondequiera que hiciera su aparición se lo trataba casi con la misma deferencia como si tuviera el derecho de impartir órdenes. Y el éxito de un corresponsal no dependía de la rapidez y precisión de sus notas, sino de que presentara los hechos correctamente interpretados, según las directivas oficiales. Observando la línea prescripta, el corresponsal, evidentemente, no tenía por qué correr hacia el peligro, ya que los hechos se pueden interpretar con la misma habilidad en la retaguardia, generalmente considerada como una zona más segura y confortable.
Habiendo conseguido, en una forma u otra, ajustar el televisor en forma que anduviera aceptablemente y sintiéndose orgullosa de su hazaña, Clara emergió del cuarto semioscuro para entrar en el "living" y se paró de manera que Lansky la viera en seguida. La miró bien y llegó a la conclusión de que era bonita– sí, tenía una buena figura y, en general, le gustaba bastante—. Le sonrió con sus ojos claros, mientras cantaba la última estrofa, en la cual el trío original era acompañado por la mitad del público.
"¡Brindemos por nuestras victorias!
¡Brindemos por nuestros periódicos!
Y si no vemos el fin de estas historias,
alguno ya sabrá,
alguien le mostrará
¡lo que fue la guerra para estos heroicos!"
Acababan de oírse las últimas palabras, cuando de algún lugar cercano surgió como un siseo y todo el departamento quedó sumido en tinieblas.
—¡Una explosión! – comentó alguien y toda la concurrencia largó una carcajada. Cuando se calmó un poco la risa, otro hizo el típico chiste de la oscuridad—: "¡Mika! ¿Qué haces? ¡No es Lyusia, soy yo!
Todos volvieron a reír y a charlar como si nada hubiera sucedido. Aquí y allí algunos prendían fósforos. En seguida los apagaban o los dejaban caer al suelo encendidos.
Entraba algo de luz por las ventanas. Desde el zaguán, la mucama informó a su ama: "¡Las luces de las escaleras están prendidas!"
—¿Dónde está Zhenka? ¡Zhenka! ¡Ven a arreglar la luz!
—Zhenka no puede ir a arreglar nada —alguien contestó con voz firme y sombría.
—¡Llamen al electricista! – ordenó la mujer del fiscal desde el comedor—. ¡Clara, llama a los de la electricidad!
—¡Dejen a Clara donde está! ¿Para qué queremos un electricista? Ella lo puede arreglar sola.
—Seguramente es culpa del televisor —señaló Clara.
—¿Qué tontería es esa, jóvenes? – preguntó con severidad la mujer del fiscal desde la oscuridad—. ¿Quieren que mi hija se electrocute? Por favor, el que quiera arreglar las luces, puede hacerlo. Si no tendremos que llamar al electricista.
Hubo un silencio bastante penoso.
Se dijo que el inconveniente estaba en el televisor. O si no, en los tapones, que cierran algo en el cielorraso. Pero nadie de entre los presentes, estos útiles miembros de la sociedad, estos hijos del siglo veinte, ofreció su ayuda. Ni el diplomático, ni el escritor, ni el crítico literario, ni el joven oficial de la importante institución estatal. Ni el actor, ni el "guardia fronterizo" de la M.V.D., ni el estudiante de derecho. Fue el soldado del frente, el de las rudas botas, cuya presencia parecía superflua a algunos, el que tomó la palabra.
—Permítame ayudarla, Clara Petrovna. Por favor, desenchufe el televisor.
Shchagov se dirigió hacia el pasillo de entrada; las muchachas de Bashkir, tratando de contener la risa producida por la nerviosidad del momento, lo iluminaron con velas. Las chicas habían sido elogiadas por la dueña de casa y se les había prometido diez rublos más de lo convenido. Estaban contentas con su trabajo y tenían esperanzas de que, antes de la primavera, habrían juntado suficiente dinero como para comprarse linda ropa, encontrar maridos en la ciudad y no tener que volver a casa.
Cuando las luces se prendieron nuevamente, Clara ya no estaba entre el grupo de invitados. Aprovechando las ventajas de la oscuridad, Lansky se la había llevado hacia un pasadizo que no conducía a ninguna parte. Allí estuvieron conversando, escondidos detrás de un armario. Lansky ya la había convencido de que aceptara su invitación para recibir el Año Nuevo juntos en el restaurante "Aurora". Se complacía pensando que esta chica burlona e inquieta se convertiría quizás en su esposa. Sería su crítica y compañera, que no le permitiría decaer ni fracasar. Se inclinó a besarle las manos y los puños bordados de las mangas.
Clara miró hacia abajo, y vio la cabeza inclinada de Lansky; la emoción la ahogaba. No era culpa suya que el otro hombre y éste no fueran una misma y única persona, sino dos seres distintos. Como tampoco era culpa suya el que ya estuviera en el período de completa madurez y que estaba destinada, por las implacables leyes de la naturaleza, a caer, como una manzana en septiembre, en las manos del primero que quisiera tomarla.
UN DUELO ANTIRREGLAMENTARIO
Solo en su alto camastro, con el cielorraso por encima de él como la bóveda celeste, Ruska ardía de felicidad. Medio día había trascurrido desde que recibiera el beso que lo conmoviera inmensamente, y todavía se sentía reacio a borrar las huellas de esa sensación en su boca dichosa con la comida o la charla insulsa.
—Después de todo, tú no serías capaz de esperarme, – le había dicho.
Y ella había contestado: —¿Por qué no? Yo podría.
—Ahí estás de vuelta, evitando un honesto debate de hombre a hombre —dijo una voz joven y vigorosa justo abajo suyo—. ¡Como de costumbre, sólo te interesa el andar echando al viento palabras de pájaro, sin sentido!
—¡Y como siempre no estás diciendo nada, sólo proponiendo adivinanzas! ¡El Oráculo! ¡El Oráculo de Mavrino! ¿Qué es lo que te hace pensar que me interesa discutir contigo? Probablemente me resulta tan inútil como tratar de meterle en la cabeza a un viejo campesino la idea de que el sol no gira alrededor de la tierra. Que siga viviendo con las ideas que tiene.
—¡La cárcel es el lugar indicado para discutir! ¿Dónde si no? Del lado de afuera te encerrarían inmediatamente si lo hicieras. ¡Pero aquí se encuentran verdaderos cultores del arte del debate! Y tú declinas la oportunidad, – ¿no es así?
Sologdin y Rubín, absortes en sus eternos desacuerdos, cada cual reacio a retirarse del campo de batalla con miedo de aparecer dándole la razón al otro, estaban todavía en el escenario de lo que había sido la fiesta de cumpleaños que los demás habían abandonado hacía tiempo. Adamson estaba leyendo "El Conde de Monte Cristo". Pryanchikov se había ido a hojear un número viejo de Ogonyekque apareció por alguna parte. Nerzhin acompañó a Kondrashev. Ivanov fue a ver al conserje Spiridon. Potapov, fiel a sus deberes de ama de casa hasta las últimas consecuencias, lavó todos los platos, volvió a colocar las mesitas de luz donde estaban antes, y se había tirado en su cama, tapándose la cara con la almohada para defenderse de la luz y del ruido. Varios ya dormían. Otros leían o charlaban en voz baja. Había llegado la hora en que uno llegaba a dudar si el oficial de guardia no se había olvidado de apagar la luz blanca y encender la azul. Sologdin y Rubín estaban sentados en el catre vacío de Pryanchikov.
Sologdin hablaba con suavidad. Te digo por experiencia que un verdadero debate debe realizarse como un duelo: Se nombra un árbitro, por ejemplo, Gleb Tomamos una hoja de papel y trazamos una vertical por el medio. Arriba, en forma horizontal, se escribe el contenido del debate. Después, cada cual expresa sus puntos de vista sobre la cuestión en forma clara y concisa dentro de su mitad de la hoja. El tiempo que se da para escribir es ilimitado, para evitar los errores accidentales.
—Me estás tomando el pelo, – protestó Rubin con tono somnoliento, bajando los párpados arrugados. Por encima de la barba su cara daba muestras de un gran cansancio—. ¿Qué vamos a hacer, discutir hasta la madrugada?
—¡Muy por el contrario!, – exclamó Sologdin con los ojos brillantes de entusiasmo—. Esa es, en realidad, la característica más sorprendente que posee un verdadero debate hombre a hombre. El peloteo verbal puede durar años. Pero un debate hecho sobre el papeles una cosa finiquitada en diez minutos: en seguida uno se da cuenta de que los contrincantes están hablando de cosas totalmente distintas, o bien que sostienen lo mismo. Si por casualidad, se encuentra que tiene algún sentido proseguir el debate, entonces se procede por turno a escribir los nuevos argumentos en las respectivas mitades de la página. Igualito a un duelo. ¡Una estocada! ¡Se la devuelve! ¡Un tiro! ¡Otro tiro por parte del contrincante! Sin evasiones, sin posibilidad de negar lo dicho, o de cambiar las palabras. Al tercer o cuarto turno, la victoria de uno y la derrota del otro surgen con claridad.
—¿No hay límite de tiempo?
—¿Para sostener la verdad? ¡No!
—Y no nos vamos a batir con floretes.
La refulgente expresión de Sologdin se oscureció. – Ya sabía que iba a ser así. Me estás atacando el primero.
—En mi opinión, si alguien está atacando primero, ¡ese alguien eres tú!
—Me endilgas todo tipo de motes, y conoces bastantes, por cierto: ¡oscurantista! ¡reincidente! ¡adulador profesional! (lo que quería decir lacayo diplomado) ¡clerical! Tienes más palabras injuriosas en tu coleto, que conceptos científicos. Y siempre que yo propongo una discusión honesta, ¡siempre estás desganado, cansado, ocupado!
Sologdin se sentía atraído por la discusión como siempre en las tardes y noches dominicales, que en su horario figuraban como horas de esparcimiento. Más aún, el día de hoy, había sido, en varios aspectos, un día de triunfo.
Rubín, en realidad, estaba muy cansado. Un trabajo nuevo, difícil y muy agradable le esperaba para el día siguiente. Mañana por la mañana, solo, sin ayuda, debía empezar a crear todo un nuevo campo dentro de la ciencia, y quería conservar sus energías. También tenía cartas que escribir. Sus diccionarios mongol-finlandés, español-árabe, y varios otros le esperaban allí sobre la mesa. Y con ellos, Chapek, Hemingway, Upton Sinclair. Además de todo eso, y gracias a la parodia de juicio, a las pullas molestas de sus vecinos y a las fiestas de cumpleaños, no había podido terminar un proyecto de gran importancia cívica.
Pero estaba obligado por las leyes que sobre las discusiones existían en la prisión. Rubín no podía darse el lujo de perder una sola polémica, porque era el paladín de la ideología progresista dentro de la sharashka.
—Pero, ¿sobre qué vamos a discutir?, – preguntó Rubín, extendiendo las manos—. Ya hemos dicho todo que se puede decir.
—¿Sobre qué vamos a discutir? ¡Te dejo la elección!, – replicó Sologdin con un gesto magnánimo, como quien deja que su adversario elija las armas y el lugar para un duelo.
—Muy bien, elijo: sobre nada.
—Esto no está dentro de las reglas.
Rubin se tiró irritadamente de la barba negra. – ¿Qué reglas? ¿Dónde están? ¿Qué tipo de inquisición es ésta? Entiende primero algo. Para discutir con provecho, tiene que haber una base en común. Tiene que haber, en líneas generales, por lo menos una especie de acuerdo.
—¡Así que de eso se trata! Eso es lo que tú estás acostumbrado a hacer. Sólo puedes defender tus ideas frente a quien las comparte. No sabes discutir como un hombre.
—¿Y para qué quieres discutir conmigo, entonces? Después de todo, no importa en dónde hagamos hincapié, aunque empecemos con cualquier tópico... Por ejemplo, ¿crees que los duelos son lo mejor que se ha inventado hasta ahora, para zanjar, disputas?
—¡Trata de probarme lo contrario!, – respondió Sologdin, resplandeciente de gozo.
—¿Quién osaría calumniar a alguien si los duelos siguieran siendo cosa común? ¿Quién se llevaría por delante al más débil?
Pero los mismos peleadores: ¡Ya sales de vuelta con tus ridículos caballeros andantes! La oscurantista Edad Media, con su estúpida arrogante caballería, con las Cruzadas, ¡esos son los momentos mejores de la historia de la humanidad!
—Fue cuando el espíritu humano transitó por las cumbres más altas, – insistió Sologdin enderezándose—. ¡Un ejemplo magnífico del triunfo del espíritu sobre la materia! ¡Un incesante combate, espada en mano, siempre tendiendo hacia ideales sagrados!
¿Y el pillaje y las caravanas enteras cargadas con riquezas robadas? No eres más que un conquistador cualquiera, ¿te das cuenta?
¡Me halagas!, – contestó Sologdin con aire satisfecho.
—¿Yo halagarte? ¡Qué espanto! – Y Rubin, para evidenciar su horror ante semejante posibilidad, se mesó los cabellos, algo ralos, que le crecían en la mismísima coronilla—. Eres un hartante hidalgo! – —¡Y tú eres un fanático, en la acepción bíblica del término, es decir, alguien que está poseído!, – retrucó Sologdin.
—Bueno, ya has visto por tus propios medios cómo son las cosas: ahora dime, ¿sobre qué podemos discutir? ¿Sobre las características del alma eslava, según Khonyakov? ¿Sobre la restauración de los iconos?
—Muy bien, – consintió Sologdin—. Ya es tarde y no voy a insistir en que elijamos un tema importante. Pero vamos a ensayar el procedimiento del duelo con alguna cuestión de poca monta y, al mismo tiempo, agradable. Te daré varias posibilidades para que, de entre ellas, elijas una. ¿Te gustaría tratar algún tema de literatura? Es tu. especialidad, no la mía...
—¿Por ejemplo?
—Bueno, por ejemplo cómo debe interpretarse a Stavrogin.
—Hay decenas de ensayos hechos por críticos que...
—Que no valen un kopeck todos juntos. Los he leído. Stavrogin! ¡Svidrigailov! ¡Kirilov! ¿Podrá alguien realmente entenderlos? ¡Son casi tan complejos e incomprensibles como la gente en la vida real! ¡Qué pocas veces nos es dado conocer a un ser humano a primera vista y cuan pocas llegamos a conocerlo totalmente! Siempre surge algo inesperado. Es por eso que Dostoyevsky es tan grande. Y los estudiantes de literatura creen poder abarcar al ser humano en su totalidad. Es ridículo.
Pero de pronto observó que Rubin estaba por retirarse, pues era un momento en el cual uno de los contrincantes podía abandonar el campo sin que eso supusiera haber aceptado una derrota y dijo en seguida:
—Muy bien. Un tema moral: El significado del orgullo en la vida del hombre.
Rubín se encogió de hombros. Con cara de aburrido, preguntó:
—¿Estamos de vuelta en el colegio secundario?
Se levantó. Era el momento en que uno podía irse con su honor intacto.
—Muy bien. Ahora, bien, un nuevo tema. Por ejemplo..., – le dijo Sologdin tomándolo por los hombros.
—Oh, dale, – contestó Rubín, desembarazándose de él, aunque sin enojo—. No tengo tiempo para chanzas. ¡Y no se puede discutir seriamente contigo! ¡Eres un salvaje! ¡Un hombre de las cavernas! ¡Todo lo que tienes en la cabeza está patas para arriba! Eres el único ser que queda en el planeta que no reconoce las tres leyes de la dialéctica. ¡Y todo lo demás depende de ellas!
Sologdin ignoró la acusación con un gesto de su mano rosada. – ¿Yo, no aceptarlas? Bueno, las acepto ahora.
—¿Qué? ¿Aceptas la dialéctica? – Rubin frunció sus labios gruesos y carnosos, se puso a hacer puchones y le dijo a Sologdin balbuceando intencionalmente:– ¡Mi pollito amoroso! ¡Venga a que le de un beso! ¿Aceptó las leyes de la dialéctica? ¿Sí?
—¡No sólo las he aceptado, sino que he meditado sobre ellas! He estado pensando durante dos meses todas las mañanas. ¡Y tú nunca has hecho una cosa parecida!
—¿Has estado pensando? ¡Mi querido amigo! ¡Mi monadita de muchacho!, – Rubin seguía con los labios como una trompeta—. Y quizás, ni me animo a preguntarte, también hayas aceptado la gno-seología.
Sologdin frunció el entrecejo. – ¿La habilidad para aplicar conclusiones teóricas a la práctica? Bueno, eso es lo que es el más material de los conocimientos.
¡Ah, así que también eres un materialista elemental!, – dijo Rubin—. Es un tanto primitivo, pero pasa. Pero, ¿entonces no tenemos de qué discutir?
—¿Cómo? ¿Cómo no tenemos de qué? – preguntó Sologdin indignado—. Si no estamos de acuerdo en algo, no podemos discutir; y si estamos de acuerdo, ¿para que vamos a discutir? ¡Mira! Si no te importa, ¡el que de ahora en adelante sostendrá las discusiones serás tú!
—¿Qué obligación tengo? ¿Y sobre qué discutimos? Sologdin también se puso de pie y empezó a mover los brazos con energía.
—¡Escucha! Acepto la batalla en las condiciones menos ventajosas. Te tendré que vencer con el arma que deberé arrancar de tus garras, vamos a discutir que tú mismo ¡no entiendes esas tres leyes fundamentales! Las has aprendido de memoria, como un loro y nunca has reflexionado sobre su verdadero significado. ¡Te puedo dar diez vueltas en ese asunto, hijo mío!