Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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Pero el mayor placer de su sueño era que el caballo no era un caballo cualquiera, sino el favorito de cuantos había tenido, la yegua Grivna de tres años, el primes caballo que había comprado para su granja, después de la Guerra Civil. Era tordilla; el pelo gris tenía un reflejo rojizo, y llamaban "rosado" a su color. Con la ayuda de Grivna había conseguido afianzar sus pies en la granja, y la yegua estaba en las varas cuando él raptó a su novia para casarse con ella. Y ahora Spiridon andaba en la carreta, felizmente sorprendido de que Grivna todavía estuviera viva y joven, y de que todavía tirara colina arriba y a través de la arena sin necesidad de que le hicieran sentir el látigo. Toda la inteligencia de Grivna se reflejaba en sus grandes orejas grises y sensibles, cuyos movimientos le advertían a su propietario que comprendía lo que se le pedía y que lo lograría. Amenazar a Grivna con el látigo, aun desde lejos, hubiera sido insultarla. Cuando salía con Grivna, Spiridon jamás llevaba un látigo.
Estaba tan contento de que Grivna fuera joven y de que, aparentemente, todavía estaría allí cuando él cumpliera su condena, que —en sueños– quería bajarse y besarla en el morro. Pero en la pendiente que llevaba al arroyo, Spiridon de pronto advirtió que su carreta estaba mal cargada y que las ramas se estaban deslizando, y que podrían caer todas en el vado.
En ese momento un gran sacudón lo tiró de la carreta a la tierra era el golpe del guardia despertándolo.
Spiridon tendido allí recordó, no sólo a Grivna, sino a docenas de caballos que había conducido y con los que había trabajado, (cada uno grabado en su memoria como si fuera una persona). Recordó también miles de otros caballos que había visto y se entristeció al pensar que estos primeros servidores del hombre habían sido eliminados de la existencia sin ninguna razón, algunos muriendo de hambre, otros agotados hasta morir, otros vendidos a los Tártaros como carne. Spiridon podía entender las resoluciones razonables. Pero era imposible comprender por qué habían exterminado los caballos. En un principio habían sostenido que los tractores los reemplazarían. Pero lo que había sucedido era que el trabajo había caído sobre los hombros de las mujeres.
—¿Y eran sólo los caballos? ¿Acaso el mismo Spiridon no había destruido las huertas en las granjas individuales, de manera que a la gente no le quedara nada para perder, y se sometiera más fácilmente a integrar el rebaño?
—¡Yegorov! – gritó el guardia desde la puerta, despertando a los otros dos zeks.
—¡Ya voy, qué diablos! – respondió Spiridon con rapidez, poniendo sus pies desnudos, en el piso. Se dirigió al radiador para recoger los peales.
La puerta se cerró del guardia. Su vecino, el herrero, preguntó:
—¿Dónde vas, Spiridon?
—Los señores me llaman. Tengo, que trabajar para ganar mis raciones —respondió el portero en un arranque de cólera.
En su propio hogar Spiridon era un campesino que no se quedaba hasta tarde en la cama, pero en la prisión odiaba levantarse en la oscuridad. Levantarse antes del amanecer con un garrote sobre la cabeza era la peor parte de ser un prisionero.
En Sev Urallag los hacían levantar a las cinco.
En la sharashkavalía la pena ceder. Enrollando los extremos de sus pantalones de algodón forrados, sobre la parte de arriba de sus zapatos y atando sus polainas como de soldado encima, Spiridon se puso una tricota gruesa azul, un capote negro, y luego el gorro de piel con orejeras. Se ajustó el cinturón de lona, muy usado y salió. Lo escoltaban a través de las puertas cerradas de la prisión, pero a partir de ese punto nadie lo acompañó. Spiridon bajó a un corredor subterráneo, andando con lentitud por el piso de cemento con sus zapatones claveteados y subió por la escalera hasta el patio.
Sin ver nada en la semioscuridad nevada, Spiridon sintió con sus pies que la nieve tenía como cuarenta centímetros de espesor. Eso significa que había estado nevando durante toda la noche, que era una nevada grande. Esforzándose a través de la nieve, se dirigió hacia la luz en la puerta de la jefatura.
En ese momento el oficial de guardia, el teniente de los insignificantes bigotes, salió de la puerta. Recién había dejado a la enfermera y advirtiendo que todo estaba desordenado y que había caído mucha nieve, hizo llamar al portero.
Poniendo ambas manos en su cinturón, el teniente dijo:
—¡Vamos, Yegorov, acabe con esto! Limpie desde la entrada principal hasta la guardia y desde la jefatura hasta la cocina. También el patio de ejercicios. ¡Acabe con esto!
—¡Acabe! ¡Acabe! Si sigue acabando no quedará nada para su esposa —musitó Spiridon, marchándose por la nieve recién caída, en busca de una pala.
—¿Qué? ¿Qué dijo usted? – preguntó el teniente amenazadoramente. Spiridon lo miró de frente:
—¡Dije jawohl, jefe, Jawohl! – Los alemanes también solían decir cosas, y Spiridon también les respondía ¡Jawohl!—Dígales en la cocina que me guarden algunas papas...
—Muy bien. ¡Andando!
Spiridon siempre se había comportado con sensatez, nunca había discutido con las autoridades. Pero hoy estaba amargado... porque era lunes a la mañana, porque tenía que comenzar a trabajar sin haber tenido la oportunidad de restregarse los ojos, siquiera, porque creía que pronto recibiría una carta de su casa y tenía la premonición de un desastre. La amargura de todos estos cincuenta años de marchar por la tierra, se hizo algo quemante en su pecho.
Ya no caía nieve. Los tilos estaban inmóviles. Estaban blancos, no por la nevada de ayer, sino por la nieve recién caída. El cielo oscuro, la quietud, le decían a Spiridón que esta nieve no duraría mucho.
Spiridon se puso a trabajar ceñudo, pero una vez que empezó, después de las cincuenta paladas, trabajaba tranquilo y hasta con alegría.
Tanto él como su esposa eran de ese tipo de personas que encuentra alivio en el trabajo a todo lo que oprime sus corazones. Y así las cosas se hacían más fáciles.
Spiridon no comenzó su tarea limpiando el sendero desde la guardia, para los jefes, como le habían dicho, sino de acuerdo a su propio discernimiento: primero, el sendero a la cocina; y luego un sendero circular en el área de ejercicios, de tres paladas de ancho, para sus hermanos zeks.
Entre tanto, sus pensamientos se detenían en su hija. Su esposa y él ya habían vivido su parte. Sus hijos, aun cuando también estaban detrás de alambradas de púas, eran hombres después de todo. Para el hombre que aguanta se forja el futuro. ¿Pero la hija?
Aun cuando Spiridon no veía nada con un ojo, y sólo tenía una visión parcial con el otro, recorrió todo el patio de ejercicios haciendo un óvalo perfecto. Todavía no había luz; eran sólo las siete, cuando los primeros entusiastas del aire puro, Potapov y Khorobrov, quienes se habían levantado y lavado antes de diana, trepaban por la escalera al patio.
El aire estaba racionado y tenía gran valor.
—¿Qué ha sucedido, Danilich? – preguntó Khorobrov, levantando él cuello de su gastado sobretodo civil negro, con el que había sido arrestado—. ¿No se acostó?
—¿Cree usted que estas víboras dejarían dormir a una persona? – respondió Spiridon. Pero su cólera de la mañana temprano ya lo había abandonado. Durante la hora de trabajo silencioso, todos los negros pensamientos sobre sus carceleros se habían desvanecido, y se quedó con la viva determinación de un hombre acostumbrado al sufrimiento. Sin ponerlo en palabras en su mente, Spiridon había decidido en su corazón que su hija había caído en falta, en una u otra forma, las cosas ya serían bastantes difíciles para ella; la acogería con dulzura, sin maldecirla.
Pero hasta este importante pensamiento con respecto a su hija, que le había llegado desde los inmóviles tilos antes del amanecer, se veía ahora retrocediendo por los pequeños problemas del día: dos tablones que estaban enterrados en alguna parte bajo la nieve; la escoba, a la que había que a justar más el cabo.
También había limpiado el camino de la guardia para los automóviles y para los empleados libres. Spiridon puso la pala sobre su hombro, dio vuelta por el edificio de la sharashka, y desapareció.
Sologdin salió a cortar madera, ligero, delgado, con su chaqueta forrada que lo defendía bien del frío puesta descuidadamente sobre sus hombros. Después de la discusión sin objeto sostenida con Rubín el día anterior, y de todas las irritantes acusaciones, había dormido mal por primera vez en sus dos años en la sharashka. Ahora necesitaba aire, soledad y espacio para pensar las cosas. Había leña aserrada; todo lo que tenía que hacer era partirla.
Potapov estaba caminando con lentitud con Khorobrov cuya pierna lastimada le hacía renguear un poco. Vestía el abrigo del Ejército Rojo, que le habían entregado cuando lo mandaron en un tanque como tropa de asalto en la toma de Berlín. (Había sido un oficial, pero ellos no reconocían rangos de oficiales entre los prisioneros).
Khorobrov apenas pudo sacudir su somnolencia y lavarse, pero su mente siempre alerta ya estaba vigilante. Las palabras que brotaban de él parecían describir un arco sin rumbo en el aire oscuro, y volvían hasta él para desgarrarlo:
—¿Recuerdas que hace mucho tiempo leímos que la línea de montaje en la fábrica Ford convertía al trabajador en una máquina, que la línea de montaje es el aspecto más inhumano de la explotación capitalista? Pero han pasado quince años, y ahora nosotros aclamamos esa misma línea de montaje, rebautizándola "Línea de la Abundancia", como la mejor y más nueva forma de producción. Si se hiciera necesario bautizar a toda Rusia, Stalin la enlazaría con el ateísmo.
Potapov siempre estaba melancólico por las mañanas. Era el único momento en que podía pensar en su vida arruinada, en su hijo creciendo sin él, en su esposa desperdiciándose sin él. Avanzando el día, el trabajo lo absorbía y no había tiempo para pensar.
Potapov aquilataba el excesivo descontento que traslucían las palabras de Khorobrov y que podrían conducirlo a sus propios errores. En consecuencia, caminó en silencio, desmañadamente, tirando hacia adelante su pierna lastimada y trató de respirar con más profundidad y regularidad.
Completaban un círculo después de otro.
Otros se les reunieron. Caminaban solos o en parejas o de a tres. Por distintas razones reservaban las conversaciones para sí, y evitaban acercarse demasiado y no alcanzar a los otros innecesariamente.
Recién amanecía. Oscurecido por nubes de nieve, el cielo estaba retrasado en sus rayos matutinos. Los faroles todavía formaban círculos amarillos en la nieve.
El aire estaba fresco; la nieve recién caída no crujía bajo los pies, sino que se aplastaba suavemente.
Erguido y alto, con un sombrero de fieltro (nunca había estado en un campo de prisioneros) Kondrashev-Ivanov caminaba con su compañero de litera, el pequeño y delgado Gerasimonovich. Éste, que llevaba una gorra con visera, no llegaba al hombro de Kondrashev.
Gerasimonovich, abrumado por su visita, había permanecido en cama, como, un inválido, durante todo el domingo, El grito de su mujer al despedirse, lo había conmovido. Esta mañana había reunido toda su energía para salir a caminar. Arropado y temblando, inmediatamente había querido volver a entrar en la prisión. Pero tropezó con Kondrashev-Ivanov y después de haber dado una vuelta en círculo por el patio, se olvidó de sus problemas por el resto de la hora.
—¿Qué? ¿No conoce a Pavel Dmitrievich Korin? – preguntó sorprendido Kondrashev-Ivanov, como si hasta el último de los escolares hubiera oído hablar de él—. ¡Oh! Según dicen... aun cuando yo nunca la vi... tiene una sorprendente pintura llamada "La Rusia que desaparece". Algunos dicen que tiene seis metros de largo... otros, doce. Y esa pintura...
Se estaba poniendo gris.
El guardia caminó por el patio, gritando que la hora de ejercicio había terminado.
Volviendo por el corredor subterráneo, los zeks, refrescados, se encontraron con un Rubin triste, barbudo, pálido y exhausto, que iba saliendo de prisa. No sólo había dormido durante la hora de cortar leña —que en todo caso, no podía ni pensar en hacer después de su disputa con Sologdin– sino que había perdido la caminata de la mañana. Después de su sueño breve y drogado, su cuerpo se sentía pesado y torpe. También estaba experimentando falta de oxígeno, cosa desconocida por todos los que pueden respirar el aire puro cada vez que lo desean. Trataba de abrirse paso hasta el patio para tener una bocanada de aire y un puñado de nieve con que frotarse.
Pero el guardia que estaba en la parte superior de la escalera no lo dejó salir.
Rubín se quedó frente al agujero de cemento, en el fondo de la escalera, donde se había colado un poco de nieve y respiró aire puro. Hizo tres movimientos circulares lentos con los brazos, respirando profundamente, luego recogió un poco de nieve y se frotó la cara con ella y volvió a entrar en la prisión.
Con energía y hambre, Spiridon también entró, después de haber limpiado el camino de automóviles desde los portones hasta la guardia.
En la jefatura de la prisión, dos tenientes —el de los cuadrados bigotes que había cumplido su guardia, y el oficial que se hacía cargo de ella, Zhavkun—, estaban estudiando las órdenes dejadas por el mayor Myslyn.
El teniente Zhavkun era un individuo rudo, de cara ancha e impenetrable. Durante la guerra había servido con el rango de sargento principal, como "verdugo agregado a un tribunal militar divisional", y se había desempeñado en esa actividad durante toda su permanencia en el servicio. Estaba muy satisfecho con su cargo en la prisión especial, y no siendo la lectura su fuerte, siempre leía dos veces las órdenes de Myshin para no equivocarse.
A las nueve menos diez recorrieron las habitaciones para realizar un control y leer en alta voz un anuncio, tal como se les había ordenado:
En el curso de los próximos tres días, todos los prisioneros tienen que entregar al mayor Myshin una lista de sus parientes cercanos, en la siguiente forma: apellido, nombre de pila, patronímico, parentesco, lugar de trabajo y domicilio.
"Se consideran pacientes cercanos los siguientes: madre, padre, esposa en matrimonio registrado. Todos los demás —hermanos, hermanas, tíos, sobrinos, primos, nietos y abuelos– no se consideran parientes cercanos.
Desde el 1° de enero, se permitirá solamente la correspondencia y visitas de los parientes cercanos, mencionados por el prisionero.
Además, desde el 1° de enero, el tamaño de la carta mensual estará limitado a no más de una hoja de cuaderno.
Esto era tan cruel y tan implacable que la mente no podía comprenderlo. Por lo tanto, al principio no hubo ni desesperación ni rebeldía; sólo algunas exclamaciones irónicas siguieron a las palabras de Zhavkun:
—¡Feliz Año Nuevo!
—¡Le deseamos felicidad!
—¡Cu, Cu!
—¡Denuncie por escrito a sus propios parientes!
—¿Es que los sabuesos no los pueden descubrir ellos mismos?
—¿Por qué no nos dicen de qué tamaño tiene que ser la letra?
Zhavkun estaba contando los prisioneros y simultáneamente trataba de memorizar quién y qué gritaba, a fin de informárselo más tarde al mayor.
De cualquier manera, los prisioneros siempre estaban descontentos, recibieran un beneficio o un perjuicio.
Los zeks salieron abatidos a realizar su trabajo.
Aun aquellos que habían estado en prisión durante largo tiempo, estaban sorprendidos ante la crueldad de la nueva medida. La crueldad tenía doble filo. Por un lado, significaba que el débil hilo de comunicación con una esposa o un hijo o un padre sólo sería, mantenido a costa de una denuncia policial formulada por ellos. Después de todo, muchos de los que estaban afuera se las arreglaban para mantener oculto el hecho de que tenían parientes entre rejas, y sólo este secreto les aseguraba empleo y vivienda. Por otra parte, significaba que las esposas y los hijos no registrados eran separados de todo contacto también los hermanos, las hermanas y primos hermanos. Sin embargo, después de la guerra, después de los bombardeos, la evacuación y el hambre, muchos zeks no tenían otros parientes. Y como a la gente no le dan tiempo para prepararse para la reclusión, ni comulgar, ni confesarse, ni saldar sus cuentas con la vida, muchos fueron los que dejaron en la libertad amigas fieles que no poseían el sello negro de la Oficina de Registro de Matrimonios, ZAGS, en su pasaporte. De manera que ahora estas muchachas leales habrían de convertirse en extrañas.
Aun aquellos que generalmente se sentían impacientes por empezar trabajar, se sentían desconsolados. Cuando sonó la campana, los zeks salieron con lentitud, con los brazos caídos a sus costados, arremolinándose por los corredores, fumando y hablando; sentados en sus mesas de trabajo volvían a encender cigarrillos y continuaban hablando. Lo que más los preocupaba era: ¿cómo podía ser que la información referente a sus parientes, no estuviera ya recogida y correlacionada en la ficha respectiva del catálogo central? Los recién llegados y los candidos dudaban de esto, pero los zeks antiguos y endurecidos solamente movían la cabeza. Explicaban que las fichas archivadas de los parientes estaban desordenadas, que detrás de la puertas de cuero negro, a menudo, "no cazaban la laucha" no recogían la información de los innumerables interrogatorios; los oficiales de la prisión no consiguen actualizar sus informes con los datos que pueden obtener de los libros, en los cuales se registran las visitas y los paquetes; y la lista de parientes que Klimentiev y Myshin exigían, representaba un certero golpe mortal dirigido a los familiares de los presos.
Eso era lo que estaban diciendo los zeks, y nadie quería trabajar.
Pero la última semana del año comenzaba esa misma mañana, y de acuerdo a los proyectos de la administración del instituto, había que cumplir un heroico esfuerzo de arranque a fin de completar el plan anual para 1949, el plan de diciembre, desarrollar y aceptar el plan anual 1950; separadamente, el plan de enero, el de la primera década y el plan trimestral de enero a marzo. Todo lo que concernía al papelerío, tenía que llevarlo a cabo la administración misma. Todo lo que concernía al trabajo, tenía que ser ejecutado por los zeks. En consecuencia, hoy era particularmente esencial que los prisioneros demostraran entusiasmo.
La administración del instituto no sabía nada acerca del aniquilador anuncio de la mañana, que la administración de la prisión había hecho de acuerdo con su propio plan anual.
Nadie podía acusar al Ministerio de Seguridad del Estado de comportarse evangélicamente. Pero había un rasgo evangélico: la mano derecha no sabía lo que hacía la mano izquierda.
El mayor Roitman, en cuyo rostro recién afeitado no quedaba el menor vestigio de su ansiedad nocturna, había reunido a todos los zeks y empleados libres del Laboratorio de Acústica para informarles acerca del programa. De su rostro alargado e inteligente, sobresalían sus labios, como los de un negro. Sobre su camisa de campaña, a través de su enjuto pecho, se veía una correa cruzándolo desde el hombro, que, en realidad, no necesitaba y que evidentemente era inadecuada para él. Necesitaba cobrar valor e infundir energía a sus subordinados, pero el aliento del fracaso ya había penetrado bajo los arcos del laboratorio, la mitad de la habitación parecía desierta, despojada del aparato de "vo-en-cla". Pryanchicov, perla de la corona de Acústicas, faltaba; Rubín, faltaba, encerrado en el tercer piso con Smolodosidov; y por fin el mismo Roitman estaba deseando acabar su cometido aquí, e irse arriba.
Simochka tampoco estaba allí. Iba a reemplazar a alguien después de almorzar. "¡Alabado sea!", pensó Nerzhin; ella no estaba. Eso era algo que lo aliviaba en ese momento. No tendría que tratar de explicarle los asuntos mediante señas y notas.
En el círculo formado, Nerzhin, sentado, se recostaba contra el respaldo de la silla, con los pies en el travesaño inferior de otra. La mayor parte del tiempo miraba por la ventana.
Afuera se estaba levantando un viento húmedo del oeste, y el cielo nublado estaba plomizo. La nieve caída acumulada comenzaba a deshacerse. ¡Otro maldito deshielo sin sentido!
Nerzhin, que no había dormido bastante, sentía laxitud, sus arrugas se hacían más pronunciadas a la luz grisácea, las comisuras de su boca caían. Estaba experimentando la sensación de los lunes a la mañana, familiar a muchos prisioneros, cuando parece que no se tienen fuerzas para moverse o vivir. Sus ojos entrecerrados miraban sin ver la oscura valla, y la torre de vigía con el guardia, que quedaban frente a su propia ventana.
¿Qué era una sola visita al año? Recién ayer fue la visita. Parecía que todas las cosas más urgentes, más necesarias, habían sido dichas. ¿Y ya hoy...?
¿Cuándo podría volver a hablar con ella? ¿Cuándo podría escribirle? ¿Cómo podría escribirle? ¿Podría comunicarle su nuevo lugar de trabajo? Después de ayer resultaba claro que eso era imposible.
Para no denunciarla, ¿tendría que cortar la correspondencia? La dirección en el sobre sería una denuncia por sí misma.
¿Y si sólo dejara de escribirle? ¿Qué pensaría su mujer? "Hasta ayer yo sonreía; desde hoy ¿guardaré silencio para siempre?"
La sensación de estar apresado en una morsa de carpintero —no en una morsa figurada, poética, sino en una enorme morsa de cerrajero con dientes estriados, con mandíbulas para estrujar el cuello de un hombre, la sensación de tener esa morsa oprimiéndolo, le quitaba, el aliento a Nerzhin.
Era imposible encontrarle una salida. Todos los caminos eran fatales.
Cortés y miope, Roitman espiaba a través de sus anteojos anastigmáticos, con ojos suaves; y hablaba de planes, de planes, planes, planes... con una voz que no era la voz de un jefe, sino que tenía un dejo de fatiga y súplica.
De todas maneras, estaba sembrando su semilla en terreno pétreo.
EL BARRIL EN EL PATIO
El lunes a la mañana también tenía lugar una reunión en la Oficina de Diseño. Los empleados libres y los zeks se sentaban juntos en diversas mesas.
Aun cuando la habitación estaba en el piso superior y las ventanas miraban al sur, la mañana gris proporcionaba poca luz, y aquí y allá se encendían lámparas eléctricas sobre los tableros de dibujo.
El jefe de la oficina, un teniente coronel, no se puso de pie para dirigirse a ellos, sino que habló sin mucha insistencia del cumplimiento del plan, de "los nuevos planes", y de las "obligaciones socialistas" en respuesta a los desafíos. Decía que aun cuando personalmente casi no podía creerlo, para fines del año próximo entregaría una solución técnica del proyecto de codificación integral. Fraseaba sus declaraciones como para dejar a sus dibujantes una puerta de escape.
Sologdin, sentado en la última fila, miraba por encima de la cabeza de los otros a la pared. La piel de su rostro suave y fresco; era imposible suponer que estaba tramando algo o que estuviese preocupado. Más bien podría imaginarse que estaba aprovechando la reunión para descansar.
Pero no era así. Pensaba intensamente. Disponía de algunas horas, o tal vez de algunos minutos, no sabía de cuántos y debía resolver el problema de toda su vida sin cometer un error. Toda la mañana, mientras partía madera, no había tenido conciencia de un solo tronco ni de un solo golpe. Había estado pensando. Y como en esas ruedas multifacetadas con espejos de algunos aparatos ópticos, cuyas facetas toman y reflejan mil rayos de luz, así durante todo ese tiempo, en rayos que no eran paralelos y que no se interceptaban, destellos de ideas giraban y chispeaban dentro de él.
Había escuchado el anuncio matinal con una sonrisa irónica. Había previsto esa medida desde hacía mucho tiempo, Fue el primero en prepararse para ello: había interrumpido voluntariamente su correspondencia. El anuncio sólo confirmó su juicio de que el régimen de la prisión se volvería más y más áspero, que el camino de regreso a la libertad llamado "el final del plazo" sería cerrado.
Su mayor amargura y pena surgía del absurdo giro que había tomado la discusión de la noche anterior, y el hecho de que Rubin parecía haber asumido el derecho de juzgar sus acciones. Levka pedía eliminar a Rubin de su lista de amigos y tratar de olvidarlo, pero no podía olvidar el desafío que había lanzado. Permanecía. Lo punzaba.
La reunión terminó y todos se dirigieron a sus hogares.
El escritorio de Larisa estaba vacío. Tenía el día libre a cambio del domingo que había trabajado.
Así era mejor. Después de todo, una mujer conquistada ayer podría estorbar hoy.
Poniéndose de pie, Sologdin desabrochó una hoja de papel vieja y sucia de su plancheta de trabajo, y debajo de ella apareció la entrada del código.
Apoyándose en el respaldo de la silla, permaneció durante largo tiempo frente al dibujo.
Cuanto más estudiaba y absorbía su creación, tanto más se tranquilizaba. Los espejos dentro de él, giraban con más y más lentitud. Los ejes de luz parecían caer paralelos con cada uno de los otros.
Una vez a la semana, dos de las mujeres dibujantes, tal como lo requerían las disposiciones, circulaban entre los diseñadores para recoger las hojas viejas e inútiles que debían ser destruidas. No podían rasgarse y tirarse al canasto de los papeles; había que contarlas, registrar su total, y luego quemarlas en el patio.
Sologdin tomó un lápiz grueso y blando, y como al descuido trazó diversas líneas a través de su dibujo; luego lo manchó y borroneó.
Desprendiéndolo, lo sacó de la plancheta, puso una hoja sucia sobre ella, puso otra hoja debajo, las enrolló juntas y se las dio a una de las mujeres.
—Tres hojas, por favor.
Luego se sentó, abrió un libro de referencias y levantó los ojos para ver qué le sucedía a su dibujo.
Las dos mujeres contaban las que habían recogido y anotaron el total de hojas.
Nadie se acercó a la mujer que había tomado la suya.
Esto era un descuido de parte de Shishkin-Myshkin: eran demasiado confiados. ¿Por qué no habían creado en la Oficina de Diseños una Oficina de Seguridad de la Oficina de Diseños que inspeccionara todos los dibujos que debían ser destruidos por la Oficina de Diseños?
No había nadie a quién comunicar su idea y Sologdin se rió para sí.
Por fin, habiendo reunido todas las hojas inútiles en varios rollos y tomado una caja de fósforos de uno de los fumadores habituales, las mujeres salieron.
Rítmicamente Sologdin hizo algunos trazos sobre un pedazo de papel, contando los segundos: debían estar bajando las escaleras. ahora estarían poniéndose los abrigos... ahora saldrían al patio...
Permaneció de pie detrás de su plancheta de dibujo, levantada en tal forma que casi nadie de la habitación podía verlo. Pero él podía ver la parte del patio donde estaba un tiznado barril hasta el cual, el expeditivo Spiridon aquella mañana había abierto un camino con la pala. La nieve, aparentemente, se había endurecido algo y ambas mujeres, calzando botas, llegaron hasta el barril sin dificultad.
Pero tardaron mucho tiempo en quemar la primera hoja. Encendieron un fósforo tras otro, luego varios a la vez, pero el viento los apagaba; o los fósforos se rompían o las cabezas encendidas de los fósforos saltaban sobre las mujeres, y éstas, temerosas, se los sacudían de encima. Ya casi no les quedaban fósforos en la caja, y parecía que tendrían que volver para buscar más.
El tiempo corría —Sologdin podría ser llamado por Yakonov en cualquier momento.
Pero las mujeres gritaron algo moviendo los brazos, y Spiridon con su gorro de piel con orejeras, se les acercó, llevando la escoba.
Se quitó la gorra para que no se chamuscara, la puso a su lado sobre la nieve, metió la hoja de papel y su cabeza roja dentro del barril, revolvió algo allí, luego sacó la cabeza, y la hoja de papel estaba roja... Había prendido la llama. Spiridon la dejó en el barril y comenzó a echar las otras hojas adentro. Las llamas surgieron del barril y las hojas se quemaron hasta convertirse en cenizas negras.
Recién entonces, alguien en el escritorio del jefe de la Oficina de Diseños llamó a Sologdin por su nombre.
El teniente coronel quería verlo.
Alguien del Laboratorio de Filtración se quejaba de no haber recibido el dibujo de dos soportes que habían ordenado.
El teniente coronel no era un hombre rudo. Sólo dijo, con una ceja levantada:
—Vamos, Dmitri Aleksandrovich, ¿qué tiene eso de tan complicado? Lo pidieron el jueves. Sologdin se enderezó:
—Excúseme. Estoy terminándolo ahora. Estará listo dentro de una hora.
Todavía no lo había empezado, pero no podía admitir que todo el trabajo le llevaría sólo una hora.
SU PROFESIÓN FAVORITA
El sector operativo de la Cheka (seguridad y contraespionaje) en Mavrino estaba dividido entre el mayor Myshin, policía de la prisión, y el mayor Shikin, policía del instituto. Actuaban en diferentes departamentos y, como recibían su paga de diferentes cajas, no estaban en competencia. Sin embargo, una cierta inercia impedía que cooperaran juntos; sus oficinas estaban en distintos edificios y en pisos diferentes. Los asuntos de contraespionaje y los de seguridad no podían ser discutidos por teléfono; y como eran, de igual rango, cada, uno de ellos consideraba humillante ir a ver al otro, como si hacerlo tradujera servilismo. De manera que trabajaban uno con las almas nocturnas, el otro con las diurnas, sin encontrarse durante meses enteros, aun cuando ambos subrayaban en sus informes trimestrales la necesidad de estrecha cooperación y coordinación de todas las funciones de seguridad y contraespionaje en Mavrino.
Cierta vez, leyendo un artículo en el Pravda, el mayor Shikin quedó pensativo por el título; "Su profesión favorita." (El artículo se refería a un propagandista a quien le gustaba explicar cosas, más que nada en el mundo. Explicaba a los trabajadores la importancia de aumentar la productividad; a los soldados la necesidad de sacrificarse uno mismo; a los votantes, la corrección de la política del bloque "Comunista sin Partido).
A Shikin le gustó el título. Sacó la conclusión de que él tampoco había cometido un error al escoger su trabajo. Nunca se había sentido atraído, por ninguna otra profesión. Le gustaba la suya, y a ésta le gustaba él.
En el momento, Shikin terminó, la escuela de la GPU y siguió cursos de perfeccionamiento de jueces de instrucción. Pero había pasado poco tiempo trabajando como tal y en consecuencia, no podía considerarse juez de instrucción. Trabajo como oficial de seguridad en la sección Trasportes de la GPU; durante la guerra fue jefe de un departamento de censura del ejército; luego estuvo en la Comisión. para Repatriación; después, en un campo de verificación y clasificación, más tarde, fue instructor especial en las técnicas para deportar griegos desde Kuban a Kazakshtan, y finalmente, oficial de seguridad del Instituto de Investigaciones de Mavrino.