Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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Hay que permitir que el que quiera aserrar leña para la cocina lo haga.
También tenemos que pensar en la cocina, ¿no está usted de acuerdo?
De pronto la puerta de la oficina se abrió. El calvo y delgado Stepanov entró sin llamar, los cristales de sus anteojos brillaban siniestros.
—Antón Nikolayevich —dijo con solemnidad—. Tengo algo importante que decirle.
¡Stepanov se había dirigido a alguien por su nombre y patronímico! ¡Era increíble!
—¿De manera que esperaré la orden? – preguntó Sologdin, levantándose.
El Coronel de Ingenieros asintió. Sologdin salió con un paso ligero y firme.
Yakonov no comprendió al principió de qué estaba hablando el organizador del Partido con tanta animación.
—¡Camarada Yakonov! Algunos camaradas de la Sección Política acaban de venir a verme, y me endilgaron una buena reprimenda. He permitido que se cometan serios errores. He permitido a un grupo, digamos de cosmopolitas sin raíces, construir su nido en la organización de nuestro partido. Y he demostrado miopía política. No lo ayudé a usted cuando trataron de perseguirlo. Pero no debemos tener miedo de reconocer nuestros errores. Y en este mismo momento usted y yo elaboraremos una resolución juntos, y luego citaremos a una reunión abierta de Partido... y le daremos un pesado golpe a los parásitos serviles.
Los asuntos de Yakonov, que hasta ayer eran tan desesperados, habían virado ahora a su favor.
CIENTO CUARENTA Y SIETE RUBLOS
Antes del receso para el almuerzo, el oficial de guardia Zhvakun colocó en el pasillo una lista de los zeks que el Mayor Myshin deseaba ver en su oficina durante el intervalo. Se sabía que esos zeks eran llamados para recibir cartas y ser notificados, de órdenes de pago depositadas en sus cuentas personales.
El procedimiento de entregar cartas al zek se llevaba a cabo en secreto en las prisiones especiales. Por supuesto, no podía hacerse en una forma rutinaria como cuando se está en libertad —confiando la carta a cualquier cartero vagabundo. El "policía", que ya había leído la carta y decidido que no era criminal ni incendiaria, se la daba al prisionero detrás de una gruesa puerta, acompañando la acción con un sermón. Se entregaba la carta sin intentar ocultar el hecho de que había sido abierta, destruyendo con ello el último vestigio de intimidad entre dos personas que se aman. Para entonces la carta había pasado por varias manos, algunos pasajes habían sido extractados y luego incluidos en el prontuario del prisionero, había sido sellada con el sello negro y sucio del censor, y había perdido hasta el menor significado personal y adquirido la importancia más grande de documento de estado. En verdad, en algunas sharashkasse entendía tan bien esta importancia, que las cartas rara vez se entregaban al prisionero; sólo le permitían que las leyera, raramente dos veces, y en presencia del "policía" tenía que firmar al final de la carta como prueba de que la había leído. Si al leer la carta de su esposa o de su madre, el zek trataba de hacer anotaciones a fin de recordarla, esto hacía surgir sospechas como si hubiera tratado de copiar un documento del Estado Mayor. (El zek en esas sharashkastambién firmaba cualquier fotografía que le enviaran de su hogar, y después de haberlas visto, las incluían en su legajo en la prisión).
De manera que se colocó la lista, y los zeks esperaban en fila sus cartas. Aquellos que deseaban enviar sus propias cartas del mes de diciembre estaban en la misma fila; las cartas que salían también tenían que ser sometidas personalmente al "policía". Esta operación le daba al Mayor Myshin la oportunidad de hablar libremente con sus informantes, y de llamarlos a su oficina fuera de sus horarios regulares. Pero para proteger la identidad de cualquier informante que pasaba mucho tiempo con él, el "policía" también retenía en su oficina a zeks honestos.
En consecuencia, los zeks puesto en fila sospechaban uno de otro. Algunas veces sabían con exactitud cuál de ellos tenía su vida en sus manos, pero, a pesar de ello, les sonreían tratando de congraciarse a fin de no despertar su antagonismo.
Cuando sonó la campana del almuerzo, los zeks salieron corriendo del sótano hasta el patio, cruzándolo sin chaquetas ni gorras contra el viento húmedo y entraron como unas flechas por la puerta de la jefatura de la prisión. A causa de las nuevas normas sobre correspondencia que habían sido promulgadas está mañana, la fila era particularmente larga... Cuarenta hombres. No había bastante lugar en el corredor para todos. El ayudante del oficial de guardia, un oficioso Sargento Mayor, con celo, consagraba todas sus fuerzas a impartir órdenes. Contó veinticinco hombres y ordenó al resto que saliera a caminar y volviera durante el intervalo de la cena. Colocó a aquellos que habían sido admitidos en el corredor, contra la pared, a cierta distancia de la oficina del jefe, y se pasaba de un extremo a otro encargándose de que se cumplieran las reglamentaciones. El zek a quien le había llegado el turno pasaba por varias puertas, golpeaba la de la oficina de Myshin, y, al recibir permiso, entraba. Cuando se marchaba, se admitía al siguiente. Durante todo el intervalo del almuerzo, al fastidioso Sargento Mayor dirigió el tráfico.
A pesar de que Spiridon había insistido toda la mañana para que le dieran su carta, Mhysin le había dicho con firmeza que no se la entregaría antes del intervalo, cuando todo el resto las recibieran. Pero media hora antes del almuerzo el Mayor Shikin llamó a Spiridon para interrogarlo. Si Spiridon hubiera dado la evidencia que le exigían, si hubiera admitido todo, probablemente le hubieran entregado la carta. Pero negó todo, fue terco, y el Mayor Shikin no podía dejarlo marchar en un estado tan impenitente. En consecuencia, sacrificando su propio intervalo del almuerzo (aun cuando para evitar los empujones, nunca iba al comedor de los empleados libres, por lo menos a esa hora), Shikin continuó interrogando a Spiridon.
El primero en la fila para recibir las cartas resultó Dyrsin, un ingeniero del GRUPO SIETE, extenuado, gastado, uno de los trabajadores regulares de ese grupo. No había recibido ninguna carta durante más de tres meses. En vano le había preguntado a Myshin. La respuesta siempre era "No" ó "No escriben". En vano le había pedido a Mamurin que ordenara una investigación. No se hizo ninguna investigación. Hoy vio su nombre en la lista, y a pesar del dolor del pecho, se arregló para estar el primero en la fila. De toda su familia, sólo le quedaba su esposa, gastada cómo él por diez años de espera.
El Sargento Mayor hizo un gesto a Dyrsin para que entrara. El que le seguía en la fila era el travieso y alegre Ruska Doronin, con su pelo claro suelto y ondeado. El letón Hugo, uno de aquellos en quienes él confiaba, le seguía, y Ruska inclinó la cabeza y susurró con un guiño:
—Voy a buscar el dinero. Lo que he ganado.
—¡Vamos, entre! – ordenó el sargento mayor.
Doronin se apresuró, encontrándose frente a frente con Dyrsin que parecía agotado.
Afuera, en el patio, Amantai Bulatov le preguntó a su amigo Dyrsin, qué había sucedido.
La cara de Dyrsin, siempre sin afeitar, siempre fatigado, parecía más triste que nunca:
—No lo sé. Dicen que hay una carta, pero que debo volver después del intervalo, que tenemos que discutirla.
—¡Son unos cretinos! – respondió Bulatov con energía. Luego agregó con sus ojos relampagueando detrás de sus anteojos de carey—. Te he estado diciendo desde hace mucho tiempo... que están utilizando esa carta para oprimirte hasta secarte. ¡Rehúsate a trabajar!
—Me darían una segunda condena —respondió Dyrsin con un suspiro. Siempre había sido un poco agobiado, y su cabeza se hundió entre sus hombros como si alguna vez lo hubieran castigado con dureza con algo pesado.
Bulatov también suspiró. Era tan beligerante porque tenía que cumplir una condena larga, muy larga todavía. Sin embargo, la combatividad de los zeks declina cuando se aproxima la liberación. Dyrsin estaba cumpliendo el último año.
Él cielo era de un color gris parejo; no se veían rayos de luz o de sombra, no era una bóveda grandiosa... sino que parecía una colcha sucia de lienzo encerado tendida sobre la tierra. Llevada por el cortante y húmedo viento, la nieve se había instalado, esponjosa. Poco a poco su blancura de la mañana se había vuelto marrón rojizo. Bajo los pies, de los que se paseaban se compactaba en montones resbaladizos.
El período de ejercicios proseguía como siempre. Era imposible imaginar qué clase de tiempo tendría que hacer para que los zeks de la sharashka, debilitados por la falta de aire, se negaran a salir. Después de largas horas de confinamiento, hasta las cortantes ráfagas de viento eran agradables; disipaban el aire estancado y los pensamientos estancados de un hombre.
Entre los que caminaban afuera estaba el grabador. Tomaba a un zek tras otro por el brazo y paseaban juntos alrededor del círculo un par de veces. Necesitaba consejo. Su situación era especialmente, espantosa, según su criterio. Estando en la prisión, no podía casarse legalmente con la mujer con quien había vivido, y porque no era su esposa legal, ya no tenía el derecho de escribirse con ella. Desde que ya había utilizado su cuota de cartas de diciembre, no podía siquiera escribirle para decirle que no le escribiría. Los otros se mostraban comprensivos. Su situación era, en realidad, difícil. Pero las propias penas de uno borrarían las de cualquier otro.
Inclinado en todo momento a sensaciones extremas, Kondrashev-Ivanov, tan alto y erguido como si hubiera tenido un poste dentro de si chaqueta, miraba por encima de la cabeza de los caminantes. Se fue a ver al Profesor Chelnov y anunció en un rapto de tristeza que era humillante seguir viviendo, cuando se pisoteaba de tal modo la dignidad humana. Todo hombre valiente tenía una manera sencilla de acabar con esta interminable sucesión de escarnios.
El Profesor Chelnov con su gorra tejida, y su chal a cuadros sobre los hombros, respondió en forma reservada citando el Consuelo de la Filosofíade Boethius.
Cerca de la puerta de la jefatura se había reunido un grupo de "cazadores voluntarios" de espías: Bulatov, cuya voz resonaba por todo el patio; Khorobrov; Zemelya, de buena índole, especialista en vacío; Dvoyetyosov, que usaba por principio su capote roto del campo de concentración; el vivaracho Pryanchikov, que se metía en todo; el alemán Max y uno de los letones.
—El país debe saber quiénes son sus delatores —repetía Bulatov, para reforzar su intención de permanecer unidos.
—Después de todo, en esencia ya los conocemos —respondió Khorobrov parándose en el umbral de la puerta y examinando la rezagada fila de los que esperaban correspondencia. Podría afirmar, sin temor a equivocarse, que algunos de la fila estaban allí por su pago de Judas. Pero aquellos de los cuales sospechaban los zeks, eran desde luego, los menos hábiles de los informantes.
Ruska salió de la oficina radiante; casi no podía reprimir el deseo de enarbolar la orden de pago por encima de su cabeza. Acercando las cabezas, todos inspeccionaban la orden de pago que la mística Klava Kudryvaseva atendiera a favor de Rostislav Doronin por la cantidad de 147 rublos.
Habiendo terminado el almuerzo, el superinformante, el rey de los espías, Arthur Siromakha, se unió al extremo de la fila del correo. Observó el círculo alrededor de Ruska con una mirada siniestra. Lo observó porque era un hábito suyo advertir todo, pero no advirtió todavía la importancia que tenía.
Ruska volvió a tomar su orden de pago, y como habían acordado antes, se apartó del grupo.
El tercero en ir a ver al "policía" fue un ingeniero electricista, un hombre de cuarenta años que había exasperado a Rubin la noche anterior en el "arca" cerrada con sus nuevos proyectos para el socialismo y que luego, infantilmente, se había enredado en una lucha de almohadas en las literas de arriba.
El cuarto en entrar, con un paso suave y ágil, fue Víctor Lyubimichiev, conocido como "un individuo cabal". Cuando sonreía mostraba los dientes grandes y parejos y se dirigía a todos los prisioneros, viejos o jóvenes, con el simpático saludo de "hermano". La pureza de su alma brillaba a través de esta simple manera de dirigirse a las personas.
El ingeniero electricista salió al umbral leyendo su carta. Profundamente absorbido, no advirtió el borde del escalón y bajó al lado sin que los "cazadores de informantes” se ocuparan de él. Sin chaqueta de abrigo ni gorra, bajo el viento que despeinaba sus cabellos, todavía era joven de todo lo sufrido. Leía la primera carta de su hija Ariadna, después de ocho años de separación. Cuando había partido en 1941 para el frente, donde fue hecho prisionero por los alemanes..., pasando de allí a una prisión soviética... era ella una niña rubia de seis años que se había abrazado a su cuello. Y cuando él y sus compañeros caminaban por las barracas de prisioneros de guerra, aplastando bajo sus pies una capa de piojos infectada de tifus, y cuando estuvo de pie en fila durante cuatro horas para lograr un cazo de avena, floja y mal oliente, se aferraba al recuerdo de la cabecita rubia de su amada Ariadna como si hubiera sido el hilo de la Ariadna cretense, y de alguna manera lo habilitara para sobrevivir todo aquello y volver. Pero cuando volvió a su patria, fue directamente a la prisión y no vio a su hija. Ella y su madre permanecieron en Chelyabinsk, adonde habían sido evacuadas. Y la madre de Ariadna, que aparentemente encontró otro hombre, no quiso durante mucho tiempo decirle a su hija que su padre todavía estaba vivo.
Con una cuidadosa letra inclinada de colegiala sin tachaduras ni correcciones, Ariadna había escrito:
¡Hola, querido papá!
No respondí porque, no sabía cómo empezar la carta ni qué escribir. Esto es disculpable, desde que no te he visto durante mucho tiempo y me había acostumbrado a que mi padre estuviera muerto. Hasta me parece extraño ahora, de pronto, tener un padre.
Me preguntas cómo me va. Me va como a todo el mundo. Puedes felicitarme. Ingresé al Komsomol. Me dices que te escriba diciendo lo que necesito; por supuesto, necesito muchas cosas. En este momento ahorro dinero para comprar botas y para hacerme hacer un tapado de primavera. ¡Papá! Me pides que vaya a verte. Pero, en verdad, ¿hay tanta prisa? Convendrás en que hacer un viaje tan largo para encontrarme contigo no sería muy placentero. Cuando puedas, vendrás tú. Te deseo éxito en tu trabajo. Por ahora, adiós. Te beso.
Ariadna,
P.S.: Papá, ¿viste la película "El primer guante de box"?Es muy buena! No pierdo una sola película.
—¿Vamos a controlar a Lyubimichev?, – preguntó Khorobrov mientras esperaban a que saliera.
—¡Escucha, Terentich! ¡Lyubimichev es uno de los nuestros! respondieron.
Pero Khorobrov, con su aguda percepción, había sospechado algo equívoco en el hombre. Y Lyubimichev permaneció allí adentro con el "policía" mucho tiempo.
Víctor Lyubimichev tenía los ojos candidos de un ciervo. La naturaleza lo había dotado con el cuerpo ágil de un atleta, de un soldado, de un amante. De pronto la vida lo había arrebatado del estadium juvenil y arrojado a un campo de concentración en Bavaria. En esta congestionada trampa mortal, a la que el enemigo envió los soldados rusos y Stalin no permitió la entrada de la Cruz Roja, a este pequeño pozo de horror superpoblado, los únicos que sobrevivieron fueron aquellos que iban más lejos en el abandono de las ideas relativas al bien y las obligaciones de la conciencia; aquellos que, actuando como intérpretes, podían vender a sus compañeros; aquellos que, como guardias del campamento, podían golpear a sus paisanos en la cara con un garrote; aquellos que, como cortadores de pan y cocineros, podía comer el pan de otros que morían de hambre. Había otros dos caminos para sobrevivir: trabajar como sepultureros o como buscadores de oro; en otras palabras, limpiadores de letrinas. Los nazis daban un cazo extra de avena por abrir sepulturas y por limpiar letrinas. Dos hombres podían hacerse cargo de las letrinas, pero todos los días cincuenta hombres salían para cavar. Todos los días se cargaban doce carros con cadáveres que serían arrojados en los fosos. Pero en el verano de 1942 se aproximaba el turno de ser sepultados a los sepultureros.
Con todo el anhelo de su cuerpo joven, Víctor Lyubimichev deseaba vivir. Resolvió que si debía morir sería el último. Ya había aceptado convertirse en guardia cuando se le presentó una feliz oportunidad. Apareció en el campo un individuo con un tonillo nasal. Había sido oficial político en el Ejército Rojo, pero ahora instaba a los prisioneros a luchar contra los soviéticos. Se alistaron. Hasta los Komsomols. Afuera de los portones del campo había una cocina militar alemana, y los voluntarios llenaron sus estómagos al punto. Después de eso, Lyubimichev luchó en Francia como miembro de la legión Vlasov; dio caza a los luchadores de la resistencia en los Vosgos, y más tarde se defendió contra los aliados en el Muro del Atlántico. En 1945, durante la época de la gran "redada", se ingenió de alguna manera para abrirse paso a través de la red, llegó a su patria y se casó con una muchacha con los ojos tan brillantes y límpidos, y un cuerpo tan joven y flexible como el suyo. Pocas semanas después lo arrestaron y partió dejando a su mujer embarazada. Los rusos que habían luchado en el movimiento de resistencia en los Vosgos —antigua presa de Lyubimichev– estaban pasando por las mismas prisiones en el mismo tiempo. En Butyrskaya todos jugaban al dominó, mientras esperaban los paquetes que les enviaban de sus casas, y los rusos de la "resistencia" y Lyubimichev recordaban juntos los días de las batallas en Francia. Luego todos ellos, indiscriminadamente, recibieron una sentencia de diez años. De esta, manera, toda su vida, Lyubimichev tuvo la oportunidad de aprender que nadie había tenido o podría tener algunas "convicciones" incluyendo, por supuesto, sus jueces.
Sin despertar sospechas, con los ojos llenos de inocencia, sosteniendo un pedazo de papel que parecía una orden de pago, Víctor no hizo esfuerzo alguno para eludir el grupo de "cazadores". En realidad, se llegó hasta ellos y preguntó:
—¡Hermanos! ¿Quién ha almorzado ya?
¿Qué había de segundo plato? ¿Valía la pena estar allí?
Khorobrov, señalando con la cabeza la orden de pago en la mano de Lyubimichev, respondió:
—Acabas de recibir una buena cantidad de dinero, ¿no es así? Puedes pagarte el almuerzo.
—¿Qué quieres decir con una buena cantidad? – preguntó Lyubimichey con naturalidad, y estaba a punto de guardar la orden de pago en el bolsillo. No se había preocupado de ocultarla porque pensó que nadie se atrevería a pedir que se la mostrara, desde que todos tenían buen respeto de su fuerza.
Pero mientras estaba hablando con Khorobrov, Bulatov, como chacoteando, se inclinó y leyó:
—¡Oh! ¡Mil cuatrocientos setenta rublos! ¡Puedes escupir la comida de Antón de ahora en adelante!
Si se hubiera tratado de otro zek, Lyubimichev bromeando lo hubiera golpeado en la cabeza y se hubiera rehusado a mostrar su orden de pago. Pero no podía hacerlo con Bulatov, porque éste le había prometido, estaba tratando de hacer entrar a Lyubimichev en el GRUPO SIETE. Hubiera sido dar un golpe contra el destino y la oportunidad de obtener la libertad. De manera que Lyubimichev respondió:
—¿Dónde ves los miles? ¡Mira!.Y todo el mundo vio 147.000 rublos.
—¡Vaya, qué cosa extraña! ¿Por qué no enviarían 150? – observó Bulatov imperturbable—. Bien, apresúrate; hay chuletas de segundo plato.
Pero antes de que Bulatov hubiera terminado de hablar y antes de Lyubimichev pudiera alejarse, Khorobrov comenzó a temblar. Ya no podía seguir desempeñando su papel. Olvidó que debía controlarse, sonreír, y luego seguir "pescando". Olvidó que la única cosa importante era identificar a los informantes. No podían ser destruidos. Pero, habiendo sufrido él mismo de sus manos, y habiendo visto muchas vidas arruinadas por ellos, odiaba a esos delatores rastreros más que a nada en el mundo. ¡Lyubimichev era bastante joven como para haber sido hijo de Khorobrov, era lo bastante apuesto como para posar para una estatua, y había resultado ser semejante rata!
—¡Hijo de perra! – explotó Khorobrov con labios temblorosos—. ¡Tratando de salir antes de tiempo a costa de nuestra sangre! ¿Qué te faltaba?...
Camorrero, siempre listo para una pelea, Lyubimichev dio un salto hacia atrás y lanzó su puño.
—¡Tú... Vyatka... carroña! – amenazó.
—¡Cuidado, Terentich!, – dijo Bulatov, saltando aún más rápido para apartar a Khorobrov.
El corpulento y desmañado Dvoyetyosov, en su astroso chaquetón marino, tomó el puño de Lyubimichev y lo retuvo.
—¡Despacio, muchacho! – dijo con una sonrisa desdeñosa, con esa calma casi acariciadora que resultaba de la elástica tensión de todo su cuerpo.
Lyubimichev se volvió con presteza, y sus ojos abiertos como los de un ciervo, se encontraron con la mirada miope y saltona de Dvoyetyosov.
Lyubimichev no echó atrás su otro brazo para golpear. Comprendió por la mirada del campesino y por la forma en que retenía su brazo, que uno de los dos resultaría muerto.
—¡Tranquilo, muchacho! – repetía insistentemente Dvoyetyosov—, el segundo plato es una chuleta. Apresúrate y come tu chuleta.
Lyubimichev, liberándose de un tirón, se alejó. Con una sacudida orgullosa de la cabeza subió las escaleras. Sus mejillas llenas y satinadas estaban ardiendo. Quería encontrar la forma de arreglar cuentas con Khorobrov. Todavía no tenía plena conciencia de cómo lo había herido la acusación. Estaba dispuesto a asegurar a cualquiera que él entendía la vida, pero había resultado que no era así., ¿Cómo pudieron adivinarlo? ¿Dónde pudieron enterarse?
Bulatov lo observó marcharse; entonces, se llevó las manos a la cabeza.
—¡Señor! ¿En quién podremos confiar ahora?
Toda la escena se había desarrollado sin movimientos bruscos, por eso nadie en el patio la advirtió, ni los zeks que estaban caminando, ni los dos guardias que permanecían inmóviles en el límite del área de ejercicios. Sólo Siromakha, con sus ojos pesados, cansados y a medio cerrar, había visto todo desde adentro de la puerta. Recordando el grupo reunido alrededor de Ruska un poco antes, comprendió exactamente lo que había pasado.
Corrió a ocupar el primer puesto en la fila.
—¡Escuchen, muchachos! – les dijo a los que estaban al frente—. He dejado mi circuito en marcha. ¿Qué les parece dejarme entrar antes de mi turno? No tomaré más que unos segundos.
—Todos hemos dejado en marcha nuestros circuitos.
—Todos tenemos una criatura —respondieron y rieron.
—No lo dejaban adelantarse.
—¡Iré a desconectarlo! – exclamó Siromakha preocupado, y corriendo pasó a los "cazadores" y desapareció en el edificio principal. Sin detenerse para tornar aliento, corrió hasta el tercer piso. La oficina del Mayor Shikin estaba cerrada con llave desde adentro, y la llave estaba en la cerradura. Podía estar en un interrogatorio. O tener una cita con su alta y delgada secretaria. Siromakha no tuvo más remedio que bajar las escaleras.
Con cada minuto que pasaba se hacía más peligrosa la situación para la red de informantes y él no podía hacer nada.
Sabía que debía volver a ponerse en fila otra vez, pero la sensación de ser un animal acosado era más fuerte que su deseo de buscar favores. Era terrible pensar en atravesar de nuevo por esa colérica y malvada turba. Hasta podrían atraparlo. Todos lo conocían demasiado bien en la sharashka.
Entre tanto en el patio salía de una entrevista con Mushin, el doctor de ciencias químicas, Orobintsev, que era un hombre pequeño con anteojos, llevando el hermoso abrigo y gorro de piel que usaba cuando era libre, porque no había sido llevado a una prisión de tránsito, y aún no le habían quitado sus pertenencias—; había reunido a su alrededor otros ingenuos como él, incluyendo el diseñador calvo, y estaba acordándole una entrevista. Es bien sabido que una persona cree, en general, sólo lo que quiere creer. Aquellos zeks que querían creer que la lista de parientes que recién habían elevado no era una denuncia sino una medida inteligente y reguladora, se apiñaban ahora alrededor de Orobintsev. Éste acababa de entregar su lista, prolijamente dividida en columnas. Había hablado en persona con el Mayor Myshin y ahora estaba repitiendo con autoridad las explicaciones del oficial de seguridad: dónde debían ponerse los nombres de los niños menores, y qué hacer si el padre de uno no es su verdadero padre. Sólo una vez el Mayor Myshin molestó a Orobintsev ultrajando sus buenos modales. Éste había dicho que no recordaba el lugar del nacimiento de su esposa y Myshin abrió la boca grande y comenzó a reír. "¿Qué significa eso de que no lo recuerda? ¿La encontró en un prostíbulo?"
Ahora las confiadas ovejas estaban escuchando a Orobintsev. Otro grupo permanecía al reparo de tres troncos de tilos, mientras Adamson les hablaba.
Adamson,– después de una comida suculenta, fumaba perezosamente e informaba a su auditorio que todas esas restricciones relativas a la correspondencia no eran nuevas, que las cosas hasta habían sido peores y que esta prohibición no duraría para siempre sino hasta que algún ministro o general fuera reemplazado, y que, en consecuencia, no debían desesperarse. Lo que tenían que hacer era demorar lo más posible en entregar sus listas y todo se arreglaría. Los ojos de Adamson eran grandes y rasgados y cuando se quitaba los anteojos la impresión de que contemplaba el mundo de los prisioneros con aburrimiento se hacía más evidente. Todo se repetía; el archipiélago de GULAG no podía sorprenderlo con nada nuevo, Adamson estaba recluido desde tanto tiempo que, al parecer, se había olvidado de sentir. Lo que a otros golpeaba como una tragedia él lo consideraba como una noticia sin importancia sobre asuntos de rutina.
Entre tanto los "cazadores", más numerosos que antes, habían atrapado a otro informante. Como jugando, habían sacado del bolsillo de Isaak Kagan una orden de pago de 147 rublos. Primero le preguntaron qué había recibido del "policía". Respondió que no había recibido nada, y que estaba sorprendido de que lo hubieran llamado por error. Cuando le sacaron la orden de pago por fuerza, Kagan no se sonrojó, no se apresuró a marcharse. Tomándolos de las ropas juró a todos sus atormentadores por turno, una y otra vez hasta cansarlos, que se trataba de un mal entendido, que les mostraría una carta de su esposa diciendo que no había tenido los tres rublos para pagar la orden de pago y tuvo que enviarle exactamente la cantidad de ciento cuarenta y siete rublos. Los urgió a que fueran con él en seguida al laboratorio de Batería; buscaría la carta y se las mostraría. Y luego, sacudiendo su hirsuta cabeza, sin advertir que su bufanda se le había resbalado del cuello y estaba arrastrándose por el piso, explicó en forma muy convincente por qué había negado al principio haber recibido una orden de pago. Kagan había nacido con una sorprendente tenacidad. Una vez que empezaba a hablar, era imposible separarse de él sin admitir que tenía razón y dejarlo a él sin decir la última palabra.
Khorobrov, su compañero de litera, que sabía que había sido hecho prisionero por rehusarse a informar, ya no podía encontrar fuerzas para seguir irritado con él. No dijo más que:
—¡Oh, Isaak, eres un cerdo, sólo un cerdo! Estando en libertad no aceptaste su oferta de miles de rublos, y ahora te unes a ellos sólo por unos centenares.
¿O sería que lo habían atemorizado amenazándolo con la perspectiva de un campo de concentración?
Pero Isaak Kagan, sin perder en lo más mínimo su ánimo, continuó explicando y hubiera terminado por convencerlos a todos si no hubieran atrapado a otro informante, esta vez un letón. La atención de todos se desvió y Kagan se marchó.
El segundo turno fue llamado a almorzar y el primero salió a caminar al patio. Nerzhin subió, la rampa. En seguida vio a Ruska Doronin, cerca del patio de ejercicios. Con una mirada triunfante Ruska estaba observando la "cacería" que él había organizado. Luego se volvió a mirar el sendero que conduce al patio de los empleados libres y más allá a la carretera donde Clara de servicio esa noche pronto bajaría del ómnibus.
—¿Y? – sonrió a Nerzhin e hizo señas con la cabeza en dirección a la, "cacería". ¿Ha sabido lo de Lyubimichev?
Nerzhin se le acercó y lo tomó ligeramente por los hombros.
—Tú deberías ser llevado en andas. Tengo miedo por ti.
—¡Oh! ¡Recién comienzo; espere y verá, esto no es nada!
Nerzhin meneó la cabeza, rió y siguió su camino. Se encontró con Pryanchikov que se apresuraba a ir a almorzar, todo encendido después de haber gritado a sus anchas entre los "cazadores".
—¡Hola, amigo! – saludó Pryanchikov—. Se ha perdido toda la función! ¿Dónde está Lev?
—Tenía un trabajo urgente: No ha salido para almorzar.
—¿Qué? ¿Más urgente que el GRUPO SIETE? ¡Ha, ha! No hay tal cosa. ¡Usted está loco! ¡Todos ustedes están locos! – Y se fue de prisa.
Más lejos, en el patio, Nerzhin encontró a Gerasimovich, con una pequeña gorra sucia en la cabeza y una chaqueta corta con el cuello levantado. Se saludaron con una triste inclinación de cabeza. Gerasimovich estaba con las manos en los bolsillos, encorvado contra el viento; parecía pequeño como un gorrión.
Como el gorrión de la leyenda diciendo quién tenía el corazón tan valiente como el del gato.
ADOCTRINAMIENTO EN EL OPTIMISMO
En comparación con el trabajo del Mayor Shikin el trabajo del Mayor Myshin tenía su lado específico, sus pro y sus contras. El principal punto en pro era leer las cartas y decidir si se les permitía a los prisioneros enviarlas o no. Los puntos en contra eran: por ejemplo, el hecho de que Myshin no era el que decidía sobre cosas tales como el traslado de los prisioneros, retención de salarios, determinación de categorías de comidas, fechas de las visitas de los parientes, y otras persecuciones diversas. El Mayor encontraba mucho que envidiar en la organización rival del Mayor Shikin, que se enteraba de los asuntos de la prisión antes que él. Por lo tanto, confiaba mucho en aquello de atisbar a través de la transparente cortina de su oficina para ver qué sucedía en el patio de ejercicios. (Shikin se veía privado de esa conveniencia a causa de la mala ubicación de su ventana).