Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
,сообщить о нарушении
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—¿Cómo puede uno hablar contigo? ¡Eres inaccesible a la razón! No te cuesta absolutamente nada pasar de una posición extrema a la otra. Pero lo que me resulta más repugnante, es que en su interior, crees en el "motto" —en su frenesí había utilizado una palabra que no era de origen ruso, pero que, por lo menos, pertenecía a la época de los caballeros andantes– que el fin justifica los medios. Pero si cualquiera te lo pregunta en la cara, eres capaz de negárselo, ¡sí, de negárselo! Estoy seguro de que lo negarías.
—¿No, por qué? – De repente, Rubín habló con una frescura sedante.– No lo creo, para aplicarlo yo mismo. Pero es distinto cuando nos colocamos en el plano social. Nuestros fines son los primeros en la historia, tan elevados que podemos decir que justifican los medios por los cuales se los ha alcanzado.
—¡Ah!, así que todo se reduce a eso —dijo Sologdin, viendo un blanco descubierto para su espadín y se lanzó a fondo en una formidable y tremenda estocada—. ¡Deberías recordar que cuanto más altos son los fines, más altos deben ser los medios! Los medios deshonestos destruyen los fines mismos.
—¿Qué consideras medios deshonestos? ¿Quién emplea medios deshonestos? ¿Puede que te atrevas a negar la moralidad de los medios revolucionarios? ¿Quizá también niegues la necesidad de la dictadura?
—¡No me arrastres a la política! – dijo Sologdin, agitando su dedo rápidamente a una distancia peligrosa de la nariz de Rubín—. Fui preso por el art. 58, pero nunca tuve nada que ver con la política; no la conozco. El herrero que ves allí sentado está también por el art. 58 y es analfabeto.
—¡Contesta a la pregunta! – insistió Rubin—. ¿Reconoces la dictadura del proletariado?
—No he dicho una palabra respecto al gobierno de los trabajadores. Sólo te hice una pregunta puramente ética. ¿Los fines justifican o no justifican los medios? ¡Y me has contestado! ¡Te has descubierto!...
—¡No dije que lo hiciera a nivel personal!
—¿Y qué tiene? – dijo Sologdin, apenas capaz de sofocar un grito—. ¡La moralidad no debe perder su fuerza a medida que aumenta su extensión! Eso querría decir que sería una villanía el matar o traicionar a una persona, pero cuando el Único e Inefable liquida de un plumazo de cinco a diez millones, entonces eso está de acuerdo con la ley natural y debe ser elogiado por su sentido progresista.
—¡No se pueden comparar las dos cosas! Son cualitativamente distintas.
—¡Basta de sostener algo con lo que no estás de acuerdo! ¡Eres demasiado inteligente como para creer esa porquería! ¡Nadie que sea razonable puede pensar eso! ¡Estás mintiendo descaradamente!
—¡Tú eres quien está mintiendo! Todo en ti es sólo una comedia.
¡Tu aburrido "Lenguaje de Máxima Claridad"! ¡Cuando te haces el caballero andante! ¡Cuando quieres ponerte a la altura de Alexandr Nevsky! Todo es una representación teatral en ti, porque eres un fracasado. ¡Hasta cuando serruchas la madera, allí también estás representando tu papel!
—¡Por alguna razón has dejado de ir allí! Tendrías que trabajar con las manos, no con la lengua en este lugar.
—¿Quieres decir que faltar tres días es dejar de ir? La discusión siguió sin detenerse, atravesando sin cesar los lugares iluminados y los oscuros de sus memorias, como un expreso nocturno avanza a toda velocidad a través de las estepas vacías y las brillantes ciudades; del mundo exterior sólo se percibía el fugitivo resplandor de una luz, o un sonido pasajero, que no tenía efecto alguno sobre la desenfrenada carrera de sus pensamientos acoplados.
—¡Podrías empezar a aplicar tu moralidad a ti mismo! – dijo Rubin con indignación—. ¿Qué tal andaban los fines y los medios en tu caso? ¡En la vida personal de uno!Recuerda lo que soñabas cuando te recibiste de ingeniero. Estabas decidido a ganar un millón.
—¡Tú también podrías acordarte de que les enseñaste a los niños campesinos a delatar a sus padres!
Se conocían desde hacía dos años. Ahora estaban tratando de echarse en cara mutuamente, de la manera más destructora y dolorosa posible, todo lo que habían aprendido sobre el otro durante sus conversaciones más íntimas. Todo lo que recordaban se convertía en un arma, en una acusación. En vez de ascender al plano de lo abstracto, su duelo descendía cada vez más hasta los más dolorosos detalles personales de cada uno.
—¡Ahí tienes a tus partidarios! ¡Ahí tienes a tus mejores amigos!
—Sologdin estaba que ardía.– ¡Shishkin-Myshkin! No entiendo; ¿cómo te mantienes tan alejado de ellos? ¿Qué hipocresía es ésta?
—¿Qué? ¿Qué es lo que dices? – Rubin se ahogaba—. ¿Lo dices en serio?
No. Sologdin sabía muy bien que Rubin no era un delator, que nunca podría serlo. Pero la tentación de echarlo por maldad con la banda de oficiales de seguridad, era demasiado fuerte.
—Después de todo —insistió Sologdin—, serías más consecuente con tus puntos de vista. Desde el momento que nuestros carceleros tienen razón, es tu deber el ayudarlos en todo lo que puedas. ¿Y por qué no hacer un poco de delator? Shikin escribiría un informe favorable y tu caso sería reconsiderado.
—¡Eso me huele a sangre! – dijo Rubin apretando sus enormes puños y levantándolos como quien se dispone a pelear—. Hay caras que quedan estropeadas por decir cosas así.
—Yo sólo dije —contestó Sologdin, tratando de parar la estocada con el mayor freno posible– que mostraría mayor consistencia de tu parte. Si los fines justifican los medios.
Rubin abrió los puños y miró con desprecio a su rival.
—¡Uno debe tener principios! Tú no tienes ni uno. Todo ese parloteo abstracto sobre el Bien y el Mal...Sologdin aclaró su tesis:
—¡Qué puedes pretender! Razónalo tú mismo. Desde el momento en que todos hemos sido encarcelados justamente y tú constituyes la única excepción, debemos reconocer que la razón está de parte de nuestros carceleros. Cada año escribes una carta solicitando un indulto.
—¡Mentira! No pido un indulto sino que se revea mi caso.
—¿Dónde está la diferencia?
—Hay una gran diferencia, ya lo creo.
No te dan calce y tú sigues rogando. ¡Tú eras el que no quería discutir acerca de lo que significa el orgullo en la vida de un hombre, pero deberías pensar más en el orgullo! Estás pronto a rebajarte sólo por conseguir una mísera libertad material. Eres como un perrito atado a una cadena. Quienquiera tenga la cadena en la mano, tiene dominio sobre ti.
—¿Y tú no estás acaso en poder de nadie? – dijo Rubín furioso—. ¿No suplicarías si pudieras?
—¡No!
—¡Bueno, es que no tienes la menor posibilidad de obtener tu libertad! Si la tuvieras, no te limitarías a rogar sino que...
—¡Jamás! – dijo Sologdin.
—¡Qué noble de tu parte! Te burlas de todo el lío que hay en el GRUPO SIETE, pero si pudieras hacer algo espectacular para poner las cosas en su lugar, te arrastrarías de panza.
—¡Jamás! – repitió Sologdin temblando.
—¡Pero yo te digo! – alardeó Rubin—. Sólo te falta el talento. ¡Las uvas están verdes! ¡Pero si sólo pudieras producir algo, si te llamaran para algo, te arrastrarías sobre tu barriga como un sucio reptil!
—¡Pruébalo! – Ahora era Solodgin el de los puños apretados.– ¡Veremos aquí quién le estropea la cara a quién!
—¡Dame tiempo y te lo probaré! ¡Dame... un año! ¿Te animas a darme un año?
—Tómate diez.
—¡Pero te conozco! Te esconderás detrás de la dialéctica, dirás que "todo pasa, todo cambia".
—¡Es para la gente como tú que "todo pasa, todo cambia"! No juzgues a otros por tus defectos.
DOTTY
Las relaciones entre un hombre y una mujer siempre son extrañas: nada puede preverse; no tienen una dirección preestablecida; no se ajustan a ninguna ley. A veces uno llega a un punto muerto en el cual no queda nada por hacer más que sentarse y aullar; todas las palabras han sido dichas, sin ningún resultado; todos los argumentos han sido expresados y deshechos. Pero de pronto, a veces, a causa de unas miradas que se encuentran, la pared que parecía infranqueable no es que estalle, sino que se derrite y allí donde había plena oscuridad brilla una luz clara sobre un sencillo y comprensible sendero para dos.
Sólo un sendero, que quizá aparezca sólo por un minuto.
Hacía tiempo que Innokenty había decidido que entre Dotty y él todo estaba terminado. No podía ser de otra forma, dada su superficialidad, la pequeñez de su estatura moral y el distanciamiento entre ambos. Pero ella estuvo tan afable en la fiesta de su padre, que él se sintió invadido por una ola de cariño hacia ella. Todavía lo sentía cuando volvían en auto a su casa, charlando sobre la fiesta. Mientras Dotty comentaba el inminente casamiento de Clara, la rodeó sin quererlo con su brazo y le tomó la mano. De repente pensó: ¿Si esta mujer nunca hubiera sido su esposa ni su amante, sino que perteneciera a otro y él la hubiera rodeado con su brazo de ese modo, ¿qué estaría sintiendo en ese momento? Era bastante claro: no ahorraría esfuerzos para conseguirla.
Entonces, ¿por qué siendo ella su legítima esposa, le parecía tan vergonzoso desear ese mismo cuerpo?
Era degradante, despreciable, pero exactamente como estaba ahora —arruinada, manchada por otras manos—, ahora, en el mismo instante, lo excitaba tremendamente... tremendamente. Como si tuviera que pasar por una prueba. ¿Qué prueba? ¿Ante quién?
Cuando estuvieron de vuelta en su propio "living", al despedirse, Dotty apoyó de una manera culpable la cabeza, sobre su pecho, le dio un beso torpe en el cuello y se fue sin atreverse a mirarlo. Innokenty se fue a su propio cuarto y se desvistió para irse a dormir. De repente sintió que no podía sin ir al cuarto de Dotty.
En parte era que se había sentido a salvo del arresto en la fiesta; la gente bebiendo, conversando y riendo, le había hecho las veces de una armadura; pero ahora, en la soledad de su estudio, el miedo se apoderó nuevamente de él.
Estaba ante la puerta de su mujer en salida de baño y pantuflas. Todavía indeciso entre golpear o no, empujó suavemente, la puerta con la mano. Dotty siempre había cerrado su puerta con llave por la noche, pero esta vez se abrió en cuanto la tocó. Sin golpear, Innokenty entró. Dotty estaba en la cama, con una colcha de suavísima seda plateada violácea. Hubiera tenido que asustarse pero no se movió. La luz de la pequeña lámpara de la mesita de luz, le daba sobre la cara, el pelo rubio y el camisón del color oro de su cuerpo, donde cada pliegue, cada apertura y las trasparencias del encaje, diseñado por un gran artista, tornaban a la mujer mucho más seductora que si estuviera desnuda.
Hacía bastante calor en el dormitorio, pero éste le resultó agradable a Innokenty; parecía tener escalofríos. Había un débil perfume.
Fue hasta su mesita, cubierta con una tela de color gris humo. Recogiendo una concha marítima, dándole mil y una vueltas entre sus manos, dijo en un tono poco amistoso, sin mirarla: No sé lo que estoy haciendo aquí. No puedo imaginar que pueda haber algo entre nosotros otra vez. (No se le ocurrió hablar y ni siquiera pensar en sus propias infidelidades en Roma). "Pero de repente pensé: ¿Y qué será si voy
Nerviosamente jugueteaba con el caracol y se dio vuelta sólo con la cabeza. Se despreciaba.
Ella deslizó su mejilla y su sien de la almohada y levantó su vista para mirarlo, atenta y tiernamente, aunque apenas lo distinguía en la semioscuridad. Sus brazos parecían desnudos y desvalidos bajo los encantadores pliegues de su camisón. Sostenía levemente un libro en una mano.
—Sólo tírate un minuto aquí, a mi lado, aunque sea —dijo enternecedoramente.
¿Recostarse un ratito? ¿Por qué no? Perdonarle todo lo sucedido era otra cosa.
Era mucho más fácil hablar acostado; por alguna razón podía decir mucho más, podía decir cosas mucho más íntimas, si estaban tirados, con los brazos entrelazados, bajo la misma colcha, que si estaban sentados uno frente a otro, en sillones.
Dio un par de pasos hacia la cama; luego titubeó.
Ella levantó el borde de la frazada y lo sostuvo, descubriendo la caliente profundidad.
Sin darse cuenta de que estaba pisoteando el libro que había caído de entre los dedos de ella, Innokenty se acostó en esa profundidad y la manta lo cubrió.
LA ESPADA AFILADA DE ACERO DE DAMASCO
Al fin dormía toda la sharashka.
Doscientos ochenta "zeks" dormían bajo las lamparillas azules, con las cabezas arriba o abajo de las almohadas, respirando silenciosamente, roncando repugnantemente o gritando desaforadamente, encogidos para tener más calor o despatarrados para refrescarse. Dormían en los dos pisos del edificio, sobre dos hileras de catres por piso, viendo distintas cosas en sus sueños: los viejos veían a sus seres queridos; los jóvenes veían mujeres; alguno veían lo que habían perdido; otros un tren; otros una iglesia; unos pocos veían a sus jueces. Pero, a pesar de todas las diferencias que había entre sus sueños, en todos ellos, los durmientes pesadamente soñaban que estaban presos; si estaban vagando por las verdes praderas ó por la ciudad, eso quería decir que se habían escapado, engañando a sus carceleros, que había habido un malentendido y se los perseguía. Ese feliz estado del olvido de sus cadenas que imaginó Lonfellow en el "Sueño del esclavo", no les era dado.
El impacto de su inmerecido arresto, la sentencia a diez o veinticinco años, los ladridos de los perros de policía, el taconeo de las botas de los guardias de la escolta y el desgarrante ruido del despertar del campo, habían penetrado en cada uno de los resquicios de sus seres, todos los instintos secundarios y hasta los primarios, llegando hasta los mismos huesos. De producirse un incendio, el prisionero despertado de improviso hubiera recordado, primero, que estaba en la prisión, y sólo entonces advertido las llamas y el humo.
Mamurin, el dirigente depuesto, dormía en su celda solitaria. Los guardias que no estaban de turno, dormían. Los guardias que estaban de turno, dormían. La ayudante del médico, después de haberse resistido también gran parte de la noche al teniente de los bigotes cuadrados, había cedido recientemente, y ahora, ellos también, dormían en el estrecho diván del dispensario. Y hasta el pequeño guardia canoso apostado en las puertas de hierro aseguradas con cerrojos que conducían a la prisión desde el descanso de la escalera principal, viendo que nadie venía a controlarlo, y no habiendo recibido respuesta cuando hizo zumbar su teléfono de campaña, también se había dormido con la cabeza apoyada en la pared, sin vigilar ya el corredor de la prisión a través de la ventanilla, como era su cometido.
Y eligiendo resueltamente esa hora en las profundidades de la noche, cuando las normas de la prisión de Mavrino habían cesado de funcionar, el prisionero N° 281, sin hacer ruido, abandonó la habitación semicircular, entrecerrando los ojos por la luz brillante, pisoteando con sus botas las abundantes colillas de cigarrillos esparcidas en el piso. Se había calzado las botas de cualquier manera, sin colocarse los peales y puesto su gastado capote militar sobre la ropa interior. Su barba negra estaba enmarañada. El cabello ralo colgaba a cada lado de su cabeza y su rostro evidenciaba sufrimiento.
Había tratado en vano de dormir. Ahora se levantaba para caminar por el corredor. Había hecho esto más de una vez. Aliviaba su irritación, el agudo dolor de la nuca y el punzante dolor cerca del hígado.
Pero aun cuando abandonara la habitación a fin de caminar, llevaba como siempre, una par de libros, en uno de los cuales guardaba doblado un borrador manuscrito de un "Proyecto para templos cívicos". También llevaba un lápiz con la punta mal sacada. Habiendo colocado los libros, el lápiz, una caja de tabaco rubio y una pipa en una mesa larga y sucia, Rubín comenzó a caminar de arriba a abajo por el corredor, manteniendo su capote cerrado.
Admitía que las cosas eran difíciles para todos los prisioneros, tanto para los que habían sido encarcelados sin motivo alguno, como para aquellos que lo habían sido porque eran enemigos del Estado. Pero su situación acá la consideraba trágica en el sentido aristotélico. Había recibido el golpe de las manos de aquellos que más amaba. Había sido encarcelado por burócratas insensibles, porque amaba la causa común hasta un grado inconveniente. Y como resultado de esa trágica contradicción, a fin de defender su propia dignidad y la de sus camaradas, Rubin se vio compelido a alzarse diariamente contra los oficiales y guardias de la prisión, cuyas acciones, de acuerdo a su punto de vista del mundo, estaban determinadas por una ley totalmente verdadera, correcta y progresista. Por otra parte, la mayoría de sus camaradas, no eran camaradas en ningún sentido. En todas partes de la prisión, lo rechazaban, lo maldecían, casi lo atacaban, porque eran incapaces de mirar más allá de sus propias aflicciones y de ver la gran conformidad a la Ley Natural detrás de todo ello. En cada celda, en cada nuevo encuentro, en cada discusión, se vio forzado a probarles —incansablemente, desdeñando, prescindiendo de sus insultos– que, de acuerdo a amplias estadísticas y en el programa general, todo marchaba como debía: la industria estaba floreciendo, la agricultura producía excedentes, la ciencia progresaba a pasos agigantados y la cultura resplandecía como un arco iris.
Sus oponentes, siendo la mayoría, actuaban como si fueran el pueblo y como si él, Rubin, hablara por una pequeña minoría. Pero él sabía que esto era mentira. El puebloestaba fuera de la prisión, del otro lado de las alambradas de púas. El pueblo había tomado Berlín, había encontrado a los americanos en el Elba, se había derramado hacia el este en los trenes de desmovilización, había ido a reconstruir Dneproges, llevado vida a Donbass, reconstruido Stalingrado. El sentirse unido a millones de seres lo salvaba de sentirse solo en su batalla contra algunas docenas.
A menudo lo vilipendiaban, no en aras de la verdad, sino para vengar sus propios errores, por no poder hacerlo con sus carceleros. Lo perseguían sin importarles que cada uno de esos conflictos lo destruyeran y lo acercaran cada vez más a la tumba.
Pero él tenía que discutir. En el sector del frente de la sharashkade Mavrino, había pocos que pudieran defender el socialismo como él.
Rubin golpeó la ventanilla de vidrio de la puerta de hierro una, dos veces, la tercera con más fuerza. La tercera vez la cabeza canosa del guardia somnoliento apareció en la ventanilla.
—Me siento enfermo —dijo Rubín—. Necesito remedios. Lléveme a la ayudante del médico.
El guardia pensó un momento.
—Está bien. La llamaré. Rubin continuó paseándose.
Era, en conjunto, una figura trágica.
Había sido encarcelado en este lugar antes que nadie.
Su primo, ya adulto, a quien Lev de dieciséis años veneraba, le había pedido que ocultara algún material de fundición de imprenta. Lev cumplió la orden con entusiasmo. Pero descuidó eludir al muchacho vecino que lo había espiado y delatado. Lev no delató a su primo; inventó una historia diciendo que había encontrado el material de fundición debajo de una escalera.
Mientras caminaba por el corredor, desde un extremo al otro, con su paso medido y pesado, Rubin recordaba su confinamiento solitario en la prisión interior de Kharkov, veinte años atrás.
La prisión interior había sido construida según los lineamientos americanos: un pozo abierto, de varios pisos, con escaleras y descansos de hierro, y un guardia dirigiendo el tráfico desde el fondo, con banderas de señales. Cada sonido retumbaba por la cárcel. Lev podía oír el ruido sordo mientras arrastraban a alguien por la escalera de hierro y, de pronto, un alarido estremecedor sacudía la prisión.
—"¡Camaradas! ¡Saludos desde la helada celda de confinamiento! ¡Abajo con los verdugos estalinistas!"
Lo estaban castigando; se oía ese sonido especial de los golpes sobre la carne blanda. Luego debieron taparle la boca; el alarido se hizo intermitente hasta que cesó por completo. Pero trescientos prisioneros, en trescientas celdas solitarias, se abalanzaron a sus puertas, golpeándolas y rugiendo:
—¡Abajo con los perros sanguinarios!
—¡Están bebiendo la sangre de los trabajadores!
—¡Tenemos otro zar sobre nuestras espaldas!
—¡Viva el leninismo!
Y de pronto, en algunas de las celdas se levantaron voces enloquecidas:
"Levantaos, marcados por la maldición...
Y la masa invisible de prisioneros, olvidando su propia condición, tronó:
"Esta es nuestra última
y decisiva batalla..."
No se les veía, pero como Lev, muchos de los que cantaban tenían sin duda lágrimas de éxtasis en sus ojos.
La prisión zumbaba como un colmenar alarmado. Aferrando sus llaves, los carceleros se amontonaban en las calderas, aterrorizados por el himno inmortal del proletariado.
—¡Qué oleada de dolor en su nuca! ¡Qué presión sentía en la parte baja del lado derecho!
Rubín tamborileó de nuevo con los dedos en la ventanilla. Al segundo llamado apareció el rostro somnoliente del mismo guardia. Corriendo el vidrio, murmuró:
—Llamé, pero no contestan.
Quiso cerrar la ventanilla. Pero Rubín la detuvo con la mano y no lo dejó.
—Bien. ¡Entonces vaya hasta allá! – gritó con la irritación que le provocaba el dolor—. Estoy enfermo, ¿comprende? ¡No puedo dormir! Llame a la ayudante del médico.
—Está bien —asintió el guardia. Cerró la ventanilla.
Una vez más, Rubín comenzó a pasear de uno a otro extremo, midiendo con desesperación el pedazo de corredor salpicado, de restos de colillas de cigarrillos. El tiempo parecía deslizarse con tanta lentitud como sus pasos.
Y más allá de la imagen de la prisión interior de Kharkov —que siempre recordaba con orgullo, aun cuando aquellas dos semanas de confinamiento solitario eran un borrón en sus interrogatorios policiales y en toda su vida, y habían contribuido a su sentencia actual– otros recuerdos ocultos volvían a su mente, llenándolo de vergüenza.
Un día lo habían llamado a la Oficina del Partido, en la fábrica de tractores. Lev se consideraba una de las piedras angulares de la fábrica. Trabajaba con el personal editorial del diario, recorría las tiendas para inspirar a los trabajadores jóvenes e insuflar energía en los más viejos y colocaba boletines referentes a los triunfos de las brigadas elegidas y ejemplos de iniciativas especiales o de trabajos descuidados.
El muchacho de veinte años, vistiendo su camisa de campesino, entró a la Oficina del Partido tan desprevenido como cierto día llegara a la oficina de Pavel Petrovich Postyshév, Secretario del Comité Central de Ucrania. Y, como en aquella ocasión, había dicho simplemente: —¡Hola, Camarada Postyshév! y había sido el primero en extender la mano; esta vez dijo a la mujer de cuarenta años, cuyo cabello cortó estaba cubierto por un pañuelo rojo triangular:
—¡Hola, Camarada Bakhtina! ¿Me llamaste?
—Hola, Camarada Rubín —apretó su mano—, siéntate.
Se sentó.
Había una tercera persona en la habitación, pero no era un trabajador. Llevaba corbata, traje y zapatos amarillos. Estaba sentado hacia un lado, mirando unas notas, pero sin prestarles atención.
La oficina del Partido era severa como un confesionario, decorada en rojo refulgente y sobrio negro.
En cierta forma constreñida y carente de vitalidad, la mujer habló con Lev sobre asuntos de la fábrica que, antes, siempre discutieran con fervor. De pronto, echándose hacia atrás, dijo con firmeza:
—¡Camarada Rubín! Debe usted confesar sus negligencias para con el partido!
Lev quedó atónito. ¿Qué andaba mal? ¿No le había dado al Partido toda su fuerza, toda su salud, noche y día?
—No. ¡Eso no es bastante!
—Pero, ¿qué más puedo dar?
Ahora intervino el extraño. Se dirigió a Rubin tratándolo de usted, lo que hirió su oído proletario: Expresó que Rubín debía declarar al Partido con sinceridad todo lo que supiera acerca de su primo casado... la historia íntegra. ¿Era verdad que su primo había sido miembro activo de una organización opositora y que él había ocultado esto al Partido?
Tenía que decir algo instantáneamente. Ambos lo miraban con fijeza.
A través de los ojos de este mismo primo. Lev había aprendido a ver la Revolución. Había aprendido de él, también, que no todo era tan hermoso y sin problemas como parecía en las demostraciones del 1° de Mayo. En realidad, la Revolución era una primavera... por eso es que había mucho barro que chapotear antes de encontrar una senda firme.
Pero cuatro años habían pasado y las disputas dentro del Partido cesaron. Comenzaban a olvidar la oposición. Habían construido, para bien o para mal, el trasatlántico de la colectivización con los miles de las frágiles y pequeñas embarcaciones campesinas. Los altos hornos de Magnitogorsk estaban vomitando humo y los tractores de las primeras cuatro fábricas de los mismos, estaban abriendo surcos en los campos de las granjas colectivas. Y el "518" y el "1040" estaban detrás de ellos. Objetivamente, todo se estaba haciendo para la mayor gloria de la revolución mundial... ¿Tenía, entonces, sentido, batallar ahora porque se le diera a todos estos grandes hechos el nombre de una persona en particular? (Lev se había obligado a amar hasta ese nombre. Sí, había llegado a amarlo). ¿Por qué, entonces, arrestar a la gente ahora? ¿Por qué vengarse de aquellos que una vez estuvieron en desacuerdo?
—No lo sé. Nunca fue miembro de la oposición —Lev se encontró contestando. Sin embargo, comprendía que si hablaba como hombre adulto, sin romanticismo juvenil, las negativas ya no tenían sentido.
Los gestos de la Camarada Bakhtina eran bruscos y enérgicos. El Partido: ¿puede haber algo superior al Partido? ¿Cómo se puede responder al Partido con negativas? ¿Cómo se puede titubear en confesar al Partido? El Partido no castiga; es nuestra conciencia. Recuerde lo que dijo Lenin.
Diez pistolas apuntando a su cabeza no hubieran asustado a Rubin. Tampoco le hubiera arrancado la verdad el confinamiento en la celda fría, ni el exilio a Solovki. Pero no podía, en ese confesionario rojo y negro, mentirle al Partido.
Les dijo cuándo y dónde su primo había pertenecido a la organización de la oposición y lo que había hecho.
La mujer predicadora guardó silencio.
El cortés huésped con zapatos amarillos dijo:
—De manera que, si lo ha entendido bien... —y leyó lo que había escrito en una hoja de papel—. Y ahora, ¡firme aquí! Rubín retrocedió.
—¿Quién es usted? ¡Usted no es el Partido!
—¿Por qué no? – preguntó el huésped ofendido—. También soy un miembro del Partido. Soy un investigador del GPU.
Una vez más Rubín tamborileó en la ventanilla. El guarda, que obviamente había vuelto a despertar, dijo malhumorado:
—Oye ¿para qué golpeas? ¡He llamado qué sé yo cuántas veces, y no contestan!
Los ojos de Rubín ardían de indignación.
—¡Le he pedido que fuera hasta allá, no que llame! ¡Tengo mal el corazón! Quizás muera...
—No morirás —el guardia arrastraba las palabras, conciliador, casi con benevolencia—. Durarás hasta la mañana. Ahora, juzga tú mismo. ¿Cómo puedo marcharme y abandonar mi puesto?
—¿Qué idiota le va a usurpar su puesto? – exclamó Rubin.
—No se trata de que alguien lo usurpe, sino de que las reglamentaciones lo prohíben. ¿No has servido tú en el ejército?
La cabeza de Rubin palpitaba con tanta violencia, que casi llegó a creer que, en verdad, moriría en ese minuto. Viendo su cara contorsionada, el guardia decidió:
—¡Está bien! Retírate de la ventanilla y no llames. Iré hasta allá. Aparentemente se había ido. A Rubin le pareció que su dolor disminuía un poco.
Una vez más comenzó a pasearse pausadamente por el corredor.
Y a través de su mente revivían otros recuerdos que no tenía deseo alguno de despertar. Olvidarlos significaba librarse de ellos.
En seguida de haber dejado la prisión, deseoso de expiar su culpa, a los ojos de los Komsomols y de probar ante sí mismo y la clase revolucionaria que era un elementó útil, Rubin, con un Máuser a la cadera, había partido para colectivizar una aldea.
Cuando hubo corrido descalzo dos millas, intercambiando disparos con campesinos encolerizados, ¿qué pensaba que estaba haciendo? – Por lo menos, ¡estoy luchando en la Guerra Civil! Nada más que eso.
Todo parecía tan perfectamente natural: destapar hoyos llenos de grano enterrado; no permitir a los dueños moler los granos u hornear su pan; no dejarles que extrajeran el agua de los pozos. Y si el hijo de un campesino moría... ¡que muera! Ustedes, demonios hambrientos y sus hijos con ustedes... ¡pero no hornearán pan! Eso no despertaba ninguna piedad en él sino que se hizo tan común como un tranvía en la ciudad, como el solitario carretón que al amanecer, tirado por un caballo exhausto, cruzaba la aterida y letárgica aldea. Un latigazo en una persiana:
—¿Hay muertos? ¡Sáquenlos! Y en la ventana siguiente:
—¿Hay muertos? ¡Sáquenlos!
Y pronto fue
—¡Eh! ¿Vive alguien todavía?
Sintió una presión abrasadora en la cabeza. Como quemado con una marca al rojo vivo. Le quemaba y algunas veces tenía la sensación de que sus heridas eran una expiación, la prisión una expiación, sus enfermedades una expiación.
En consecuencia, su encarcelamiento era justo. Pero desde que ahora comprendía que lo que había hecho era terrible, y que nunca más volvería a hacerlo, y había expiado por ello... ¿cómo podría purificarse de eso? ¿A quién podría decirle que eso no había ocurrido jamás? De ahora en adelante, ¡consideremos que eso no sucedió! ¡Actuaremos como si jamás hubiera sucedido!
¿Qué cosas no drenará una noche de insomnio del alma miserable de un hombre que ha errado?
Esta vez el guardia corrió el vidrio. Había decidido, después de todo, abandonar su puesto. y dirigirse a la jefatura. Sucedió que todo el mundo estaba dormido y no había nadie que levantara el auricular cuando llamaba el teléfono. El sargento a quien había despertado escuchó su informe y lo reprendió por abandonar su puesto; y sabiendo que la ayudante del médico estaba durmiendo con el teniente, no, se atrevió a despertarlos.
—Es imposible —dijo el guardia a través de la ventanilla—. Yo mismo fui e informé. Dicen que es imposible. Tendrá que esperar hasta mañana.
—¡Me estoy muriendo! ¡Me estoy muriendo! – Rubin resolló con dificultad a través de la abertura—. ¡Voy a romper la ventana! ¡Llame al oficial de guardia ahora mismo! ¡Declaro una huelga de hambre!
—¿Qué huelga de hambre? ¿Es que te están alimentando? – objetó con razón el guardia—. En la mañana, a la hora del desayuno, puedes declararla. ¡Vamos, márchate! Llamaré una vez más al sargento.