Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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—¡El camarada Stepanov tiene la palabra para fundar la resolución! Stepanov se enjugaba la traspiración de la frente y de la calva, y decía:
—¡Camaradas! He estado muy ocupado y, por lo tanto, no he podido descubrir por completo y con certeza, antes de proyectar la resolución, ciertas circunstancias, ciertos nombres y hechos.
sino:
—¡Camaradas! Hoy me han llamado a la administración y todavía no he preparado el borrador de la resolución. Luego en ambos casos:
—De manera que les pido que voten la resolución como un todo, y cuando tenga tiempo, mañana, completaré los detalles.
Y la colectividad de Mavrino resultaba tan saludable, que se levantaban todas las manos sin un murmullo, aun cuando nadie sabía (ni llegaría a saber), ni podía descubrir, quién sería denigrado ni quién exaltado en esa resolución.
La posición del nuevo organizador del Partido estaba muy reforzada por el hecho de que no se permitía a sí mismo la debilidad de intimar con nadie. Todo el mundo respetuosamente lo llamaba "Boris Sergeyich". Aceptando esto como algo que se le debía, a su vez tampoco se dirigía a nadie por el nombre de pila y patronímico. Hasta en la exaltación de la mesa de billar, cuyo tapete brillaba verde en la sala del Comité del Partido, exclamaba:
—¡ Saque la bola, Camarada Shikin...!
—¡Apártese, Camarada Klykachev!
En general, a Stepanov le desagradaba la gente que apelaba a sus sentimientos más nobles. Él mismo no apelaba a esos sentimientos en los otros. En consecuencia, tan pronto como sentía cualquier tipo de desagrado o resistencia a sus medidas, sin mucho hablar o intención de persuadir, tomaba una hoja grande y limpia de papel y escribía en grandes letras arriba: "Se propone que los Camaradas nombrados más abajo cumplan..." tal o cual cosa por esta persona o aquella y en tal fecha. Dividía el papel en un número de columnas: "Apellido", "Nombre", "Firma", notificándose de haber recibido el Aviso". Ordenaba a su secretaria que hiciera llegar la hoja a todos. Los camaradas designados la leían, desahogaban su amargura como les placía contra la indiferente hoja de papel, pero tenían que firmar. Habiendo firmado, no podían dejar de llevar a cabo los trabajos extra.
Stepanov era un secretario de Partido liberado también de dudas y de cualquier vagabundeo mental en la oscuridad.
Le bastaba oír en la radio que ya no había una Yugoslavia heroica, sino la camarilla de Tito. A los cinco minutos estaría explicando esta decisión con tal firmeza, tal convicción, que podría creerse que él personalmente había estado trabajando en ello durante años. Si alguien con cautela dirigía la atención de Stepanov a una discrepancia entre las instrucciones de hoy y las de ayer, al mal estado del abastecimiento en el Instituto, a la mala calidad de los equipos fabricados por los Soviet, o a la vivienda, el secretario liberado sonreía como anticipando las palabras que iba a pronunciar:
—Y bien, ¿qué es lo que pretenden, camaradas? Eso no es más que confusión departamental. Pero no cabe duda que estamos progresando en esa área; confío en que estarán de acuerdo conmigo.
Sin embargo, Stepanov tenía ciertos sentimientos humanos, aun cuando en una escala muy limitada. Por ejemplo, le gustaba que las autoridades lo ponderaran, y le agradaba impresionar con su experiencia a los miembros ordinarios del Partido. Se complacía en estas reacciones porque las consideraba muy justificadas.
También bebía vodka, pero sólo si alguien lo convidaba o si la ponían en la mesa, y siempre se quejaba de que el vodka era malo para su salud. Por esa razón, jamás lo compraba o invitaba a nadie con vodka. Y esas eran sus únicas debilidades.
Los "Jóvenes" algunas veces discutían entre ellos acerca de "El Pastor" Roitman decía:
—¡Amigos míos! Es el profeta de un tintero profundo. Tiene el alma de un papel impreso. Es inevitable tener personas así en un período de transición.
Pero Klykachev, sonriendo con expresión torcida, respondía:
—Ingenuos, él nos tiene agarrados, nos va a hundir las caras en m...-No crean que es un tonto. En cincuenta años ha aprendido cómo seguir adelante. ¿Creen ustedes que es por nada que en todas las reuniones hay una resolución aniquiladora? Él está escribiendo la historia de Mavrino con ellas. Está acumulando datos con anticipación: suceda lo que suceda, una inspección demostrará que el secretario previno a cada uno, de antemano, acerca de la situación.
Desde el punto de vista de Klykachev, lleno de prejuicios, Stepanov era un difamador furtivo que llegaría a cualquier extremo con tal de arreglar las cosas para sus tres hijos.
Stepanov, en verdad, tenía tres hijos, y éstos siempre estaban pidiéndole dinero a su padre. Los había colocado a los tres en el departamento de historia de la Universidad. Su cálculo había parecido acertado en su momento, pero no había tenido en cuenta que se llegaba a la saturación con los historiadores egresados de las escuelas, institutos técnicos, y cursos de corta duración, primero en la ciudad de Moscú, luego en el distrito de Moscú y más tarde hasta en los Urales. El primer hijo terminó la escuela, pero en lugar de quedarse en casa para alimentar a sus padres, se había marchado a Khanty-Mansiysk en Siberia occidental. Al segundo hijo le ordenaron que fuera a Ulan Ude, al este del Lago Baikal, y cuando el tercero terminó sus estudios, parecía improbable que encontrara un empleo en un lugar más próximo que la isla de Borneo.
Su padre se aferraba cada vez con mayor tenacidad a su propio empleo y a la pequeña casa en las afueras de Moscú que tenía una pequeña huerta, cascos de coles fermentadas, y tres cerdos engordando. Para su mujer, una mujer sobria, que estaba quizás hasta un poco atrasada en materia de ideologías, el engordar los cerdos era su interés básico, y lo consideraba el rubro más importante del presupuesto familiar. Había dispuesto del domingo pasado para un viaje obligatorio al campo a comprar lechón. A causa de esa empresa —exitosa, como resultó– Stepanov no había ido a trabajar ayer, aun cuando cierta conversación del sábado lo había alarmado y se sentía ansioso por estar en Mavrino. El sábado, en la Sección Política, Stepanov había sufrido, un golpe. Cierto oficial colocado muy arriba, pero muy alimentado a pesar de sus preocupaciones y responsabilidades, pues en realidad pesaba alrededor de 120 kilos, mirando la fina nariz de Stepanov, más marcada por los anteojos que usaba, preguntó con su lenta voz de barítono:
—Y, Stepanov, ¿qué me dice de los hebreos que tiene usted? ¿Los he... qué? – preguntó Stepanov, inclinando la cabeza para oír mejor.
—Los hebreos. – Y advirtiendo la total falta de comprensión del secretario, el oficial se hizo entender con claridad.– Está bien, me refiero a los "judíos".
Tomado de sorpresa y temeroso de repetir la palabra de doble filo, cuyo uso se había ganado recientemente una sentencia inmediata de diez años por propaganda antisoviética, Stepanov murmuró con vaguedad. – Sí, hay algunos.
—Bien, y ¿qué se propone hacer con ellos?
En ese momento sonó el teléfono y el camarada que ocupaba un cargo tan alto tomó el receptor y no dijo nada más a Stepanov.
Perplejo, Stepanov leyó toda la pila de instrucciones, y directivas de la administración, pero las letras negras sobre el papel blanco soslayaban hábilmente la cuestión judía.
Durante todo el día del domingo, en su excursión en busca del lechón, pensó y pensó y se arañó el pecho desesperado. ¡Era obvio que su intuición se hacía lerda con la vejez! Pero ¿cómo haberlo imaginado? Durante sus años de trabajo Stepanov había llegado a creer que los camaradas judíos estaban particularmente dedicados a la causa. Y ahora... ¡qué vergüenza! Stepanov, el oficial experimentado, no había detectado una nueva e importante orientación y hasta había estado indirectamente implicado en las intrigas de los enemigos. Después de todo, aquella camarilla íntegra Roitman-Klykachev...
El lunes por la mañana Stepanov llegó a trabajar en un estado de ánimo confuso. Después de que Shikin rehusara jugar una partida de billar... durante la cual Stepanov había esperado enterarse de algo por él... y respirando con dificultad porque no había recibido instrucciones, el secretario liberado del Partido se encerró en la oficina del Comité y durante dos horas castigó las bolas con furia, enviándolas algunas veces al suelo por sobre la baranda de la mesa. Los gigantescos bronces en bajo relieve de la pared fueron testigos de algunas brillantes jugadas donde dos o tres bolas entraban en sus troneras simultáneamente. Pero los perfiles de los bajorrelieves no le dieron a Stepanov ni siquiera una sugerencia de cómo evitar destruir su saludable colectividad, dejándolo que se debatiera solo en la nueva situación.
Agotado, al fin oyó sonar el teléfono y corrió a levantar el auricular.
Dijeron que ya había salido en automóvil para Mavrino con dos camaradas que les darían todas las instrucciones necesarias con respecto a la lucha contra la adulación.
El secretario liberado en seguida se animó, hasta se puso alegre, hizo una carambola desde el borde y la introdujo en la tronera; luego guardó el taco de billar y las bolas en un armario.
También lo puso de buen humor recordar que el lechón de orejas rosadas que habían comprado ayer, comió toda su ración tanto a la mañana como a la tarde, sin causar problema. Esto era una promesa de que podría ser engordado en forma barata y fácil.
DOS INGENIEROS
El Mayor Shikin estaba en la oficina del Coronel de Ingenieros Yakonov.
Estaban sentados y conversaban como iguales, amigablemente, aun cuando cada uno despreciaba y aborrecía al otro.
A Yakonov le gustaba decir en las reuniones "Nosotros los de la Cheka". Pero en cuanto concernía a Shikin, Yakonov seguía siendo aquel enemigo del pueblo que había ido al extranjero, cumplido una condena, que fue condenado y llevado al seno de la Seguridad de Estado, pero que no era inocente. Inevitablemente, inevitablemente, llegaría el día en que las organizaciones de seguridad desenmascararían a Yakonov y lo arrestarían otra vez. ¡Cómo gozaría Shikin al arrancarle las charreteras de los hombros! La espléndida condescendencia del Coronel de Ingenieros, la caballeresca seguridad con que ejercía su autoridad irritaban al diligente y pequeño Mayor de cabeza grande. En consecuencia, Shikin trataba siempre de destacar su propia importancia y la del trabajo "operacional", cuyo valor subestimaba siempre el Coronel de Ingenieros.
Ahora estaba proponiendo colocar en la agenda de la próxima reunión de seguridad un informe de Yakonov sobre seguridad en el instituto, que criticaría duramente todas las negligencias. Esa reunión bien podía ser vinculada a un traslado de zeks no cooperativos y a la introducción de los nuevos libros diarios secretos.
El Coronel de Ingenieros Yakonov, agotado después del ataque de ayer, con círculos azulados debajo de los ojos retenía en su cara, sin embargo, una expresión agradable y asentía a las palabras del Mayor. Para sus adentros, detrás de los muros y los fosos donde ningún ojo podía penetrar, excepto quizás el de su esposa, estaba pensando ¡qué piojo miserable era este Mayor Shikin, fomentando la filtración gris a través de las denuncias... qué tontería absurda su ocupación... qué idiotez sus proposiciones!
A Yakonov le habían dado un mes de plazo. Dentro de un mes su cabeza podría yacer en el cepo del verdugo. Debía quitarse la armadura, abandonar su alto cargo, sentarse frente a los diagramas y pensar en soledad.
Pero el majestuoso sillón tapizado de cuero en el que se sentaba el Coronel de Ingenieros llevaba en sí la plena negación: responsable de todo, el Coronel no podía tocar nada él mismo, sólo podía levantar el teléfono y firmar papeles.
Además, esa pequeña guerra con la camarilla de Roitman todavía estaba minando sus energías mentales. Tenía que sobrellevarlo como antes. No estaba en posición de forzarlos a abandonar el instituto, y todo lo que quería era su rendición incondicional. Después de todo, ellos querían echarlo a él, y eran capaces de destruirlo.
Shikin todavía seguía hablando. Yakonov miró por encima de él. Sus ojos permanecían abiertos, pero dejando el cuerpo lánguido, volvió en pensamiento a su hogar.
"¡Mi hogar! ¡Mi hogar es mi fortaleza!" Como los sabios ingleses que fueron los primeros en comprender esa verdad. En tu pequeño territorio propio sólo existen tus leyes. Cuatro paredes y un techo te separan de un mundo que está constantemente oprimiéndote, poniéndote de cabeza, exprimiendo algo de ti. Ojos atentos con un resplandor tranquilo te esperan en el dintel de la puerta de tu hogar. Niños traviesos, siempre buscando algo nuevo (¡qué suerte que todavía no vayan a la escuela!) te confortan y refrescan, por muy fatigado que estés de la persecución, de ser llevado de un lado al otro. Tu esposa ya les ha enseñado a ambos a hablar en inglés. Sentada al piano, toca un hermoso vals de Waldteufel. Las horas del almuerzo son breves y cuando has terminado tu trabajo de la tarde, ya es casi noche, pero en tu propio hogar no hay tontos, pomposos ni jóvenes sanguijuelas.
En el trabajo de Yakonov había tantos tormentos; tantas situaciones humillantes, tantas frustraciones violentas, tanto ajetreo administrativo, y Yakonov se sentía tan viejo, que con gusto habría dejado el trabajo si hubiera podido, y permanecido en su propio hogar, en su propio y placentero mundo acogedor.
Esto no significaba que el mundo externo no le interesara... le interesaba profundamente. Sería difícil encontrar una época más apasionante en toda la historia. Veía la política del mundo como múltiples juegos de ajedrez. Pero Yakonov no pretendía jugar él ni siquiera ser un peón en el juego... o parte de un peón... ni el fieltro de la base del peón. Yakonov quería observarlo desde afuera, gozar de él como cuando se repantigaba en cómodos pijamas en su viejo sillón de hamaca, entre sus muchos estantes de libros.
Yakonov tenía todas las calificaciones y los medios para esta pretensión. Había dominado dos idiomas, y las estaciones de radio foráneas rivalizaban entre sí ofreciéndole información. El ministerio recibía periódicos técnicos y militares extranjeros y los enviaba en seguida a sus cerrados institutos. A los editores de esos periódicos le gustaba incluir de cuando en cuando un ensayo sobre política, o la futura guerra global, o la futura estructura política del planeta. También, moviéndose como lo hacía en altos círculos, Yakonov, de tiempo en tiempo, se enteraba de detalles no asequibles a la prensa. Tampoco desdeñaba la traducción de libros sobre diplomacia e inteligencia. Y, más allá de toda esa información, tenía sus propios y penetrantes pensamientos. Su juego de ajedrez consistía en que desde su sillón de hamaca, él observaba el partido del Este versus Oeste, y trataba de imaginar el resultado por los movimientos que hacían.
¿De qué lado estaba él? Cuando las cosas en el trabajo andaban bien, estaba, por supuesto, a favor del Este. Cuando lo apretaban demasiado, estaba más bien por el Oeste. Su propia visión superior era que, el que fuera el más fuerte y el más cruel ganaría. En esto, desgraciadamente, toda la historia y sus profetas coincidían.
En su temprana juventud había adoptado la frase popular: "¡Toda la gente es canalla!" Y cuanto más vivía, tanto más se afirmaba y confirmaba esta verdad. Encontraba más pruebas de ello cuanto más profundamente indagaba; de esta manera le fue más fácil vivir. Porque si toda la gente era canalla, pues no había que hacer nada "para la gente" sino para uno mismo. No hay un "altar social" y nadie necesita perder tiempo pidiéndole a uno sacrificios. Hace mucho tiempo todo esto fue expresado con mucha sencillez por un dicho popular: "Tu propia camisa es lo que está más próximo a tu cuerpo".
Los guardianes de los interrogatorios y de las almas no tenían por lo tanto que preocuparse de su pasado. Pensando en su vida, Yakonov comprendió que las únicas personas que van a prisión son aquellas a quienes en algún momento de sus vidas les fracasa la inteligencia. La gente realmente inteligente mira hacia adelante; pueden contorsionarse y escabullirse, pero siempre permanecen en una sola pieza y en libertad... ¿Por qué malgastar detrás de las rejas la existencia que es sólo nuestra y mientras podemos respirar? No, Yakonov había renunciado al mundo de los zeks, no únicamente en apariencia sino por una convicción íntima. ¿De qué manos hubiera recibido de otra manera cuatro habitaciones espaciosas con un balcón y siete mil al mes? Por lo menos no las habría recibido tan pronto. Lo injuriaban, lo trataban caprichosamente, con frecuencia con estupidez, siempre con crueldad... pero en la crueldad, después de todo, estaba la fuerza, su manifestación más auténtica.
Ahora Shikin le tendía la lista de zeks condenados a ser trasladados al día siguiente. La lista ya acordada tenía diez y seis nombres, y ahora Shikin agregó con aprobación los dos nombres en el anotador del escritorio de Yakonov. Veinte había sido el total fijado por la administración de la prisión, de manera que tenía que "encontrar" dos víctimas más, e informar al Teniente Coronel Klimentiev antes de las cinco de la tarde.
Sin embargo, ningún candidato se le ocurrió al momento. De alguna manera siempre sucedía que los mejores especialistas y trabajadores de Yakonov eran indignos de confianza en el área de seguridad, mientras que los favoritos de los oficiales de seguridad eran inservibles y cobardes. Esto hacía difícil coincidir en los nombres para completar los traslados.
Yakonov puso la lista sobre su escritorio e hizo un gesto tranquilizador con las manos.
—Déjeme la lista. Lo pensaré. Usted también piénselo. Hablaremos por teléfono.
Shikin se puso lentamente de pie y —no debió haber dicho nada pero lo hizo– se quejó con esta persona que no merecía oír su queja, sobre la acción del ministro admitiendo a Rubin y a Roitman en el cuarto 21, mientras a él, Shikin, y al Coronel Yakonov no se les permitía el acceso. ¡Su propia dependencia! ¿Cómo pudo suceder eso?
Yakonov levantó las cejas y dejó sus párpados cerrados de manera, que su rostro pareció por un momento el de un ciego. Era como si estuviera diciendo: "sí Mayor, sí amigo mío, es doloroso para mí, muy doloroso, pero no puedo levantar los ojos y mirar el sol!"
Yakonov consideraba el cuarto 21 un asunto dudoso, y a Roitmart un muchacho demasiado ansioso que podría quebrarse el cuello en cualquier momento.
Shikin se marchó, y Yakonov recordó el más placentero de los deberes que le aguardaban hoy, porque ayer no había tenido tiempo para ello. Si pudiera realizar un progreso definitivo en el codificador integral, lo salvaría de Abakumov cuando terminara su mes de plazo.
Telefoneó a la Oficina de Diseños y ordenó a Sólogdin que trajera su nuevo proyecto.
Dos minutos después Sólogdin golpeó y entró, esbelto, con su barba rizada, con las manos vacías, vistiendo un guardapolvo sucio.
Yakonov y Sólogdin casi, nunca se habían hablado porque no había habido ninguna razón para citar a Sólogdin a su oficina. En la Oficina de Diseño o cuando se encontraban accidentalmente, el Coronel de Ingenieros no prestaba atención a esta insignificante persona. Pero ahora, observando la lista de nombres y patronímicos debajo del cristal, Yakonov, con toda la cordialidad de un señor hospitalario, miró con aprobación al que entraba y, hablándole en forma expansiva, le dijo:
—Tome asiento, Dimitri Aleksandrovich, me alegra verlo. Manteniendo los brazos rígidos a sus costados, Sólogdin se acercó, inclinándose en silencio y permaneció de pie, erguido e inmóvil.
—Parece que usted nos ha preparado una secreta sorpresa murmuró
Yakonov—. Hace pocos días... fue el sábado, ¿verdad?, vi su dibujo de la sección principal del codificador integral en la oficina de Vladimir Erastovich. ¿Por qué no toma asiento? Le eché una rápida ojeada, y estoy muy ansioso por hablar de eso en forma más detallada.
Sin desviar sus ojos de la mirada de Yakonov, que estaba llena de un sentimiento de comprensión, Sólogdin continuó de pie, medio dado vuelta e inmóvil, como si hubiera comenzado un duelo y estuviera esperando él disparo. Replicó con mucha precisión:
—Usted está equivocado, Antón Nikolayevich. Trabajé cuando pude en el codificador. Pero todo lo que logré hacer y lo que usted vio, fue una creación grotesca e imperfecta de acuerdo a mis muy mediocres aptitudes.
Yakonov se reclinó en su silla y protestó con cordialidad:
—¡Vamos, mi amigo, por favor, prescindamos de la falsa modestia! Aun cuando ojeé su proyecto rápidamente, me formé una opinión muy favorable de él. Y Vladimir Erastovich, quien puede juzgar mejor que ninguno de nosotros lo elogió mucho. Ahora mismo voy a dar orden de que no dejen entrar a nadie. Vaya y busque su dibujo y sus cálculos y los veremos. ¿Le gustaría que llamara a Vladimir Erastovich?
Yakonov no era un administrador torpe o interesado sólo en los resultados del proceso productivo. Era ingeniero y en un tiempo había sido un ingeniero audaz, y ahora sentía algo de esa delicada satisfacción que la inventiva humana en prolongado desarrollo puede proporcionarnos. Esta era la única y verdadera satisfacción que todavía le proporcionaba su trabajo. Lo miró con expresión interrogante, sonriendo con amabilidad.
Sologdin también era ingeniero, desde hacía catorce años. Había estado preso durante doce años.
La sequedad de la garganta dificultaba su expresión.
—Antón Nikolayevich, usted está equivocado por completo. Eso no era más que un bosquejo indigno de su atención. Yakonov frunció el seño un poco molesto.
—Está bien, veremos... veremos. Vaya y búsquelo.
Sobre sus charreteras se veían tres estrellas doradas con ribetes azules, tres grandes o imponentes estrellas colocadas en triángulo. El Teniente Principal Kamyashan, el oficial de seguridad en Gornaya Zakrytka también había conseguido un triángulo de tres estrellas doradas, con ribetes azul claro, durante los meses que había estado ensañándose a muerte con Sologdin. Pero las suyas eran más pequeñas.
—El boceto ya no existe —dijo Sologdin con voz insegura—. Encontré en él errores serios e irreparables... y lo quemé.
El Coronel se puso pálido. En el siniestro silencio se oía su pesada respiración. Sologdin trató de respirar sin hacer ruido.
—¿Qué quiere decir? ¿Lo quemó usted mismo?
—No. Lo di para que lo quemaran. De acuerdo a las reglamentaciones —su voz era apagada y poco clara. No quedaba rastros de su anterior seguridad.
—¿De manera que quizás todavía esté intacto? – preguntó Yakonov, adelantándose con repentina esperanza.
—Se quemó. Lo observé desde la ventana —aseguró Sologdin con pesada insistencia.
Aferrando una mano al brazo del sillón y con la otra un pisapapel de mármol, como si tuviera la intención de romper el cráneo de Sologdin, el Coronel incorporó su gran cuerpo y se puso de pie inclinándose hacia adelante sobre el escritorio.
Tirando la cabeza ligeramente para atrás, Sologdin estaba parado como una estatua en su guardapolvo azul.
Entre los dos ingenieros ya no eran necesarias más preguntas ni explicaciones. A través de sus miradas enganchadas pasaba una insoportable corriente de loca frecuencia.
—Lo destruiré —declaraban los ojos del Coronel.
—Adelante y écheme encima una tercera condena, miserable, decían los ojos del prisionero.
Tenía que producirse una explosión estrepitosa.
Pero Yakonov, cubriendo sus ojos con una mano como si la luz los lastimara, se dio vuelta y se dirigió a la ventana.
Tomando el respaldo de la silla más próxima, Sologdin, exhausto, bajó los ojos.
¡Un mes! ¡Un mes! ¿Estoy realmente acabado? Todo, hasta los más pequeños detalles, aparecieron claros para el Coronel.
Una tercera condena... No podría sobreviviría, se dijo Sologdin lleno de horror.
Nuevamente Yakonov se volvió a Sologdin:
—Ingeniero, ¿cómo pudo hacer eso? – decían sus ojos.
Los ojos de Sologdin relampaguearon por toda respuesta. Recluso, recluso, ¡es que te olvidaste de todo?
Con fascinante aversión y viendo cada uno lo que podría sobrevenirle, se miraban mutuamente y no podían desviar los ojos.
Ahora Yakonov podría comenzar a gritar, golpear, tocar el timbre, encarcelarlo. Sologdin estaba preparado para que pasara eso.
Pero Yakonov sacó un pañuelo blanco, suave y limpio y se enjugó los ojos con él. Miró fijamente a Sologdin.
Sologdin trató de conservar su compostura.
Con una mano el Coronel de Ingenieros se inclinó sobre el antepecho de la ventana y con la otra hizo un rápido movimiento al prisionero para que se acercara.
En tres pasos seguros, Sologdin estuvo junto a él.
Ligeramente inclinado, como un hombre viejo, Yakonov preguntó:
—¿Sologdin, es usted un moscovita?
—Sí —respondió Sologdin manteniendo sus ojos fijos en él.
—Mire allá abajo —continuó Yakonov—. ¿Ve la parada de ómnibus allí en la carretera?
La parada del ómnibus se podía ver con claridad desde la ventana. Sologdin la miró.
—Desde aquí no hay más que media hora de viaje hasta el centro de Moscú —continuaba suavemente Yakonov.
Sologdin se volvió otra vez para mirarlo.
Y de pronto, como si se estuviera cayendo. Yakonov colocó las dos manos en los hombros de Sologdin.
—¡Sologdin! – exclamó con un tono de voz urgente y suplicante—.
Usted podría estar subiendo a ese ómnibus cualquier día del próximo junio o julio. Y usted no quiere hacerlo. ¿Ha pensado que en agosto podría haber gozado de sus primeras vacaciones... ir al Mar Negro? ¡Bañarse en el mar...! ¿se imagina eso? ¿Cuántos años hace que no se ha metido en el agua, Sologdin? ¡Después de todo a los prisioneros jamás se les permite eso!
—¿Quién dice que no? En los trabajos de talar los bosques. protestó Sologdin.
¡Lindo baño! – Yakonov todavía sujetaba a Sologdin por los hombros—. Pero usted va a ir hacia el norte, Sologdin, donde los ríos no se deshielan... Escuche, no puedo creer que haya un ser humano en la tierra que no desee las cosas buenas de la vida. Explíqueme porqué quemó su dibujo.
Los ojos azules de Dimitri Sologdin permanecieron imperturbables, incorruptibles, inmaculados. En el negro de esos ojos Yakonov vio su propia cabeza reflejada. Círculos azul cielo con agujeros en el centro y detrás de ellos todo el sorprendente mundo de un ser humano.
—¿Por qué cree usted que lo hice? – Sologdin respondió a una pregunta con otra. Entre su bigote y su pequeña barba las comisuras de los labios húmedos se levantaron ligeramente, como con sorna.
—No lo comprendo —Yakonov retiró las manos y comenzó a caminar alejándose– no comprendo a los suicidas.
Y detrás de él oyó una voz resonante y segura:
—¡Ciudadano Coronel! Soy muy poco importante, nadie me conoce. No quería renunciar a mi libertad por nada. Yakonov se volvió con presteza.
—Si no hubiera quemado mi dibujo, si lo hubiera puesto frente a usted terminado, entonces nuestro Teniente Coronel, o usted, o Oskolupov, o cualquiera que hubiera querido hacerlo me habrían arrojado mañana sobre un trasporte y firmado mi diseño con cualquier nombre. Estas cosas ya han sucedido. Y puedo decirle que es muy poco conveniente quejarse desde un campo de tránsito; le quitan el lápiz, no leudan papel, no se envían las peticiones. El recluso confinado no tiene derecho a nada.
Yakonov oía a Sologdin casi con deleite. (Le había gustado este hombre desde el momento en que entró).
—¿De manera que va a comprometerse a reconstruir el dibujo? – El que hablaba no era el Coronel de Ingenieros, sino un ser desesperado, agotado, indefenso.
—Exactamente lo que había en mi hoja... ¡en tres días! – dijo Sologdin, con los ojos brillantes– y en cinco semanas le daré un bosquejo completo de todo el proyecto, con cálculos detallados de sus aspectos técnicos. ¿Eso lo satisface?
—¡En un mes! ¡Un mes! ¡Lo necesitamos dentro de un mes! – Las manos de Yakonov sobre el escritorio se dirigían hacia ese diabólico ingeniero.
—Está bien, lo tendrá dentro de un mes —acordó con frialdad Sologdin.
Pero Yakonov entró en sospecha.
—Un minuto —dijo—. Acaba de decirme que su bosquejo no tenía valor, que había encontrado en él errores grandes e irreparables.
—¡Oh, no! – Sologdin rió abiertamente—. Algunas veces la falta de fósforo y oxígeno y la falta de nuevas impresiones de la vida real me juegan malas pasadas y sufro una especie de apagón mental. Pero ahora estoy de acuerdo con el Profesor Chelnov: todo en el dibujo estaba bien.
Yakonov sonrió, bostezando de alivio, y se sentó en el sillón. Estaba fascinado por la forma en que Sologdin se controlaba, por la forma en que había manejado la entrevista.
—Ha jugado usted un juego peligroso, amigo mío. Después de todo, podía haber terminado de otra manera. Sologdin extendió un poco las manos.
—Difícilmente, Antón Nikolayevich. Al parecer estimó la posición del instituto y la suya con bastante acierto. Por supuesto, usted sabe francés. ¡Sa Majesté le Cas!¡Su Majestad la Oportunidad! ¡La oportunidad rara vez pasa cerca de nosotros; hay que saltarle a las espaldas a tiempo, y justamente en la mitad de la espalda!
Sologdin hablaba y actuaba con tanta sencillez como si estuviera cortando madera con Nerzhin. Ahora, él también tomó asiento, y continuó observando a Yakonov divertido.
—¿Y cómo lo haremos? – preguntó el Coronel de Ingenieros amigablemente.
Sologdin replicó como si estuviera leyendo un papel impreso, como si desde hace mucho tiempo estuviera decidido:
—Como primer paso, me gustaría evitar trabajar con Oskolupov. Sucede que es el tipo de persona a quien le gusta ser coinventor. No espero esa jugarreta de usted. No me equivoco, ¿verdad?
Yakonov asintió con alegría. ¡Oh, cuan aliviado estaba, y había estado aun antes de las últimas palabras de Sologdin!...
—También debo recordarle que el dibujo todavía... hasta ahora... está quemado. Si en realidad quiere continuar con mi proyecto, encontrará la manera de informar al ministro de mi persona en forma directa. Si eso es imposible, al delegado del ministro. Haga que él, personalmente, firme una orden nombrándome jefe de diseños. Esa será mi garantía y me pondré a trabajar. Necesitaré la firma del ministro porque voy a establecer un sistema sin precedentes con mi grupo. No apruebo el trabajo nocturno ni los domingos heroicos, ni la trasformación del personal científico en muertos que caminan. Los expertos deberían llegar a su trabajo con tanto entusiasmo como si fueran a encontrarse con sus amantes. – Sologdin hablaba cada vez con más entusiasmo y libertad, como si Yakonov y él se hubieran conocido desde la niñez—. Así es que hay que dejarlos dormir bien, dejarlos descansar.