Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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Cuando Nerzhin habló, el miedo del rostro de Nadya se tornó horror.
—No, no, – gritó—. No digas eso, querido. (Se había olvidado del guardia y no estaba ya avergonzada de mostrar sus sentimientos).
—.¡No me quites mis esperanzas! No quiero creerte. No puede ser. ¿O crees acaso que realmente voy a dejarte?
Su labio superior temblaba, su cara estaba distorsionada y sus ojos expresaban lealtad, sólo lealtad.
—Te creo, Nadushenka, te creo —dijo él con voz cambiada—. Lo comprendo.
Ella cayó en silencio y se echó atrás en su sillón.
En la puerta abierta de la sala apareció el teniente coronel, oscuro, elegante, mirando vigilantemente las tres personas que habían estado reunidas allí. En voz baja llamó al guardia.
El gángster retirado, de mala gana, como si lo hubieran privado del postre, se dirigió hacia el superior que lo llamaba. Cuatro pasos detrás de la espalda de la muchacha, intercambiaron un par de palabras solamente, pero cuando lo hicieron. Nerzhin, bajando su voz, se arregló para preguntar: —¿Conoces a la mujer de Sologdin?
Adiestrada en esa conversación apurada Nadya atinó a responder:
—Sí.
—¿Y dónde vive?
—Sí.
—No le permiten ninguna visita. Dile que...
El gángster se volvía ya.
—...que la quiere, la cree, y espera —pronunció Gleb con claridad.
Nadya repitió: —La quiere, la cree, y espera—. Miró insistentemente a su esposo. Lo había estudiado por años, pero de algún modo, ahora, lo veía en un nuevo aspecto.
—Te queda bien —le dijo tristemente.
—¿Qué me queda bien?
—Todo aquí. Todo esto. Estar aquí —dijo ella aclarando su significado con inflexiones en su voz para que el guardia no pudiese entender.
Pero el nuevo halo de Nerzhin no los acercó.
Nadya también estaba posponiendo todo lo que estaba escuchando; así lo podía analizar y pensar después. No sabía lo que habría de emerger de todo esto, pero su corazón pensó en él, preocupado por la debilidad, la enfermedad, los pedidos de ayuda, los llamados, de una mujer que no podía visitar a su marido; y Nadya comprendió que podría esperar otros diez años y acompañarlo enamorada hasta la fatiga.
Pero él estaba sonriendo con la misma autoconfianza que había tenido en Krasnaya Presnya. Siempre había sido autosuficiente. Nunca necesitaba la simpatía de nadie. Incluso podía sentirse confortablemente sentado en esa silla incómoda. Parecía estar mirando alrededor de la pieza con satisfacción, tomando material para sus pensamientos y futuros recuerdos. Parecía estar muy saludable y sus ojos chispeaban. ¿Necesitaba en realidad de la lealtad de una mujer?
Pero Nadya no había tenido tiempo de pensar todo eso aún.
Nerzhin no adivinó qué pensamientos la estaban asaltando.
—Se acabó —dijo Klimentiev reapareciendo.
—¿Ya? – Nadya preguntó sorprendida.
Nerzhin se apresuró tratando de recordar en la lista mental las cosas más importantes que aún faltaban.
—No te sorprendas si me mandan lejos de aquí y si mis cartas no te llegan.
—¿Pueden hacerte eso? ¿Adonde? – gritó Nadya. ¡Tan importante noticia y se la decía recién ahora!
—Sólo Dios lo sabe —decía Gleb alzando sus hombros significativamente.
—¡No me digas que has comenzado a creer en Dios!
No habían hablado de nada.
El sonrió: —Pascal, Newton, Einstein.
—Se le ha dicho de no nombrar a nadie —ladró el guardia—; y basta de hablar ya.
Los dos se levantaron juntos y ahora cuando no había ya peligro de perder la visita, Gleb abrazó y besó a Nadya a través de la mesita, volvió a besarla en su mejilla y en sus labios suaves que había olvidado ya completamente. No tenía esperanzas de permanecer en Moscú un año más como para poder besarla de nuevo. Su voz tembló de ternura:
—En todo haz lo que sea mejor para ti y yo... —no pudo concluir.
Se miraron en los ojos ambos.
—¿Qué es esto? – graznó el guardia y arrancó a Nerzhin hacia atrás tomándolo por los hombros—: su visita queda cancelada.
Nerzhin lo separó: —Haga como quiera, cancélela y váyase al infierno, – rugió con todo su aliento.
Nadya retrocedió hacia la puerta y con los dedos de su mano sin anillos saludó a su esposo dándole el adiós.
Luego desapareció a través de la puerta.
OTRA VISITA
Gerasimovich y su esposa se besaron.
Gerasimovich era bajo, no más alto que su mujer.
Su guardia era un muchachón simple y plácido. No le importó que se besaran. Incluso se sentía embarazado de estar interfiriendo en la entrevista entre ambos. Hubiera deseado volverse hacia la pared y quedarse allí durante la media hora, pero no era posible; Klimentiev había ordenado que todas las siete puertas de los cuartos de interrogatorios quedasen abiertas de manera que él pudiese vigilar a los guardias desde el corredor.
Al teniente coronel tampoco le importaba que sus prisioneros y sus mujeres se besaran. Sabía que no se revelarían ningún secreto de Estado como resultado, pero se preocupaba por sus propios guardias prisioneros, algunos de los cuales eran informantes y podían contar historias, incluso sobre él mismo.
Gerasimovich y su esposa se besaron.
No era la clase de beso que se hubieran dado en su juventud. Este beso robado a las autoridades y al destino era descolorido, insípido e inodoro; el pálido beso que uno puede cambiar con una persona muerta en un sueño.
Se sentaron separados por la mesita con un tablero rugoso de madera terciada usado para los interrogatorios.
Ésta mesita tosca tenía una historia más rica que muchas vidas humanas. Por muchos años la gente se había sentado ante ella sollozando, estremecidos de terror, luchando con un sueño devastador, hablando con orgullosas palabras de ira, o firmando denuncias que aniquilaban a alguien cercana. Generalmente no se les daba a los prisioneros lápices ni lapiceras y muy rara vez hacían declaraciones escritas a mano. Pero habían dejado marcas en la rispida superficie de la mesa, extrañas, con onduladas o angulosas grafías, que de una misteriosa manera preservaban el subconsciente retorcido de sus almas.
Gerasimovich miró a su mujer.
Su primer pensamiento fue qué poco atractiva era ya. Sus ojos estaban sumidos. Había arrugas en sus ojos y labios. El pellejo de su rostro era flácido... y Natasha parecía no prestar ninguna atención ya. Su ropa era de antes de la guerra y hacía tiempo que debería haberla, por lo menos, dado vuelta. La piel del cuello caía chata y raída, y su bufanda era vieja, de los tiempos cuando la compraron con un cupón, en un konsomol sobre el río Amur y la había usado en Leningrado cuando iba al Neva para buscar agua.
Gerasimovich suprimió el pensamiento indigno que surgía desde las profundidades de su ser sobre su fea mujer. Delante de él había una mujer, la única en el mundo que era su mitad. Delante de él estaba una mujer, la única que compartía sus recuerdos. ¿Qué muchacha por más atractiva, fresca y joven, podía no ser una perfecta extranjera para él, con sus propias recolecciones diferentes y quién podía significar más que su mujer para él?
Natasha no tenía ni dieciocho años cuando se conocieron por primera vez en una casa de Srednaya Podyacheskaya, en el puente de Luiny, el día de año nuevo de 1930. Seis días más tarde harían ya veinte años.
Natasha tenía justo diecinueve cuando lo arrestaron la primera vez. Por sabotaje.
Gerasimovich empezó a trabajar como un ingeniero en una época en que la palabra "ingeniero" era casi sinónimo de la palabra "enemigo" y cuando era rutina sospechar de ellos como "saboteadores". Apenas se había graduado del instituto y llevaba lentes para su miopía, que lo hacían parecer exactamente como el intelectual pintado en los carteles de espías de la década del treinta. A quien debía y a quien no saludaba cortésmente en su juventud con una voz muy suave y diciendo perdóneme. En los mítines conservaba un silencio absoluto y se quedaba sentado como una laucha. Y no podía averiguar por qué irritaba tanto a los demás.
Pero a pesar de que trataron de preparar un buen caso contra él, apenas lograron que lo condenaran a tres años. Cuando arribó al río Amur fue dejado sin vigilancia de inmediato. Su novia se le reunió allí y se casaron.
Era rara la noche en que ambos no soñaran con Leningrado. Y estaban listos para volver allí en 1935. Pero nuevas olas de presos comenzaron a llegar en esa dirección
Natalya Pavlovna también observaba a su esposo con atención. Había habido un tiempo en que miraba los cambios de su cara, visto cómo los labios se hacen duros, los ojos se volvían fríos, aun crueles, detrás de sus lentes. Illarion Pavlovich dejó de molestar a la gente y dejó de recitar "con su permiso". Constantemente era reprochado por su pasado. Era echado de un lugar y tomado en otro con trabajos inadecuados para una persona de su educación. Los llevaron de lugar en lugar, pasaron penurias, perdieron una hija y un hijo. Y finalmente decidió arriesgar todo y regresó a Leningrado. Arribaron en junio de 1941.
Allí encontraron aún más difícil que nunca lograr vivir en unas circunstancias tolerables. El cuestionario de seguridad del esposo colgaba de él como una advertencia. Sin embargo el fantasma de laboratorio creció más fuerte que antes por la ardua tarea física que debió tomar por falta de otra cosa mejor. Sobrevivió el trabajo de trincheras penosamente. Con la primera nieve se convirtió ¡en un sepulturero!
La siniestra profesión era la más solicitada y la más provechosa en la ciudad sitiada. Como un tributo final a los muertos los sobrevivientes daban a los sepultureros sus mendrugos de pan.
Uno no podía comer ese pan sin temblar. Pero Illarion encontró una excusa para sí mismo: "La gente no se apiadó de nosotros; tampoco les tendremos lástima.
La pareja sobrevivió. Pero ya antes del fin del bloqueo, Illarion fue arrestado por intentode traicionar su país. En Leningrado muchos fueron arrestados por intento. Después de todo no podían acusar a la gente por traición directamente, si no habían estado en un territorio ocupado.
Natalya miró cuidadosamente a su marido, pero, extrañamente, no encontró trazas de los años dificultosos. Sus ojos miraban con calma inteligencia a través de sus lentes. Sus mejillas no estaban sumidas. No tenía arrugas. Su traje era caro. Su corbata estaba cuidadosamente enlazada.
Parecería que la que estaba prisionera hubiera sido ella.
Y su primer pensamiento poco generoso fue que él estaba viviendo muy bien en esa prisión especial. No era perseguido, estaba ocupado con trabajos científicos, no tenía que pensar en los sufrimientos de su esposa.
Aplastó ese pensamiento de poca piedad.
Preguntó con débil voz: —¿Y cómo andan las cosas?
Y había tenido que esperar doce meses por esa visita, pensar en su marido 360 noches en su fría cama de viuda para luego preguntarle: —¿Y cómo andan las cosas?
Y Gerasimovich cuya vida nunca había sido libre, cuyo mundo había sido el de los convictos en la taiga y los interrogatorios en las celdas y los desiertos y que no gozaba de bienestar en la institución secreta, contestó: —No del todo mal.
Sólo tenían media hora. Los segundos pasaban. Había docenas de preguntas que hacerse y deseos y quejas que comunicarse. Y Natalya Pavlovna preguntó: —¿Cuándo supiste que podía visitarte?
—Anteayer. ¿Y tú?
—El martes. El teniente coronel me preguntó recién si era tu hermana.
—¿Por qué usamos el mismo patronímico?
—Sí.
Cuando se habían ennoviado y cuando más tarde vivieron en el río Amur, siempre los tomaron por hermano y hermana. Había entre ellos un parecido feliz y una íntima semejanza que hacían de ellos una pareja más profunda que la de marido y mujer.
—¿Cómo están las cosas en el trabajo?
—¿Por qué preguntas? – preguntó ella ansiosa—. ¿Lo sabes?
—¿Qué?
El sabía algo, pero no sabía si era lo que ella quería decir. Sabía que afuera las esposas de los prisioneros eran perseguidas. Cada vez más.
Pero ¿cómo iba a saber que el último miércoles su mujer había sido despedida de su puesto porque estaba casada con él? En los últimos tres días, habiendo sido notificado de la próxima visita, ella no había tratado de lograr un nuevo trabajo. Había esperado este encuentro, como si un milagro pudiese ocurrir y éste pudiera iluminar su vida con una gran luz, mostrándole lo que debía hacer.
Pero, ¿cómo iba él precisamente a darle el consejo adecuado, él que había sido apresado por tantos años y no sabía nada de las modalidades actuales?
Natalya tenía que decidirse: renegar o no de él...
En esa pieza gris y pobremente calentada, en la sucia luz de la ventana con barras, trascurría la visita y su esperanza en un milagro se extinguía.
Comprendió que en esa escasa media hora no podría comunicar su soledad y sufrimientos a su marido, que se estaba moviendo por sus propios rieles y de su vida establecida. El no hubiera entendido nada de todos modos; ¿para qué preocuparlo?
El guardia se movió hacia un costado de la habitación y examinó la pintura de la pared.
—Háblame de ti —dijo Illarion Pavlovich tomando la mano de su esposa a través de la mesita. En sus ojos relumbraba esa ternura que había ardido por ella en los más crueles meses del bloqueo de Leningrado.
—¡Larik! ¿Hay alguna posibilidad de "descuentos"?
Ella se refería a su vida en el campo del río Amur donde le computaban dos días por cada uno de su condena y su término había sido reducido.
Illarion negó con la cabeza: —¿Cómo voy a lograr reducción? No hacen eso aquí y lo sabes. Sólo si inventase algo grande aquí, entonces te dejan salir antes. Pero el inconveniente es que los inventos —(y miró al guardia vigilante de espaldas)– son, bueno, extremadamente indeseables.
No podía decirlo más claramente.
Tomó las manos de su mujer y las acarició suavemente contra su mejilla.
En el helado Leningrado no había vacilado cuando aceptaba la porción de pan por el sepulcro, de alguien que necesitaría que lo enterraran a él mismo al día siguiente. Pero ahora no podría...
—¿Estás triste sola? ¿Estás muy triste? – le preguntó tiernamente aún acariciando su mano con su mejilla.
—¿Triste? – Ahora su corazón se sobresaltaba porque su visita casi había terminado y ella debería pronto levantarse e irse de Lefortovo sin enriquecerse con nada, por las calles sin alegría de la ladera, sola, sola, sola. Con el embrutecimiento sin propósitos de cada día y cada acción. Con nada dulce ni nada agudo, nada amargo; una vida como algodón gris.
—¡Natalochka! – le estrechaba las manos—. Si tomas en cuenta los años que han pasado de la condena, no nos quedan muchos que esperar ya. Apenas tres años. Sólo tres.
—Sólo tres —interrumpió ella indignada, sintiendo temblar a su voz, sabiendo que perdía el control—. ¡Sólo tres! Para ti, ¡solo! Para ti ser liberado ahora mismo sería indeseable. Vives entre amigos. Estás trabajando en lo que te gusta. No eres presionado por nadie. Yo en cambio he sido despedida y no tengo nada de qué vivir. No me tomarán en ninguna parte. No puedo seguir. No tengo más fuerzas. No puedo sobrevivir un mes más. Lo mejor para mí sería morirme. Mis vecinos me persiguen todo lo que quieren, giraron mi baúl afuera, arrancan mis estantes de la pared, saben que no me atreveré a quejarme a nadie. Saben que pueden hacerme echar de Moscú. He dejado de ir a ver a mi hermana, a mi tía Zhenya; todas se burlan de mí, dicen que no conocen a nadie tan tonta como yo y me urgen a que me divorcie y me vuelva a casar. ¿Cuándo va a acabar todo esto? Mira cómo estoy de vieja. Tengo sólo treinta y siete años de edad, ¿sabes? En tres años seré una anciana. Llego a casa y no cocino mi cena, no limpio mi cuarto, estoy harta de hacerlo. Caigo sobre la cama y yazgo allí sin fuerzas. Larik, querido mío, por favor haz algo para ser liberado. Tienes una mente brillante. Inventa algo por favor. ¡Sálvame! ¡Sálvame!
No había tenido la intención de decir todo eso. Su corazón estaba roto en pedazos. Acariciando y besando la mano de su esposo, dejó caer su cabeza sobre la áspera mesa, donde ya tantas lágrimas se habían secado; una mesa de lágrimas.
—¡Por favor, cálmese! – dijo el guardia solícito, mirando la puerta abierta.
La cara de Gersimovich se retorció y se heló y sus anteojos brillaron demasiado. Ese llanto había sido oído indebidamente a lo largo y ancho del corredor. El teniente coronel miraba amenazante de pie en el vano de la puerta, fijando su mirada aniquilada en la espalda curvada de la mujer y él mismo cerró la puerta.
Los reglamentos no especificaban que las lágrimas estaban prohibidas, pero, en una interpretación más elevada de la ley, no era el lugar para exhibirlas.
ENTRE LOS JÓVENES
No hay nada complicado al respecto. Se disuelve el cloruro de cal y se aplica con el pincel en el pasaporte: chic-chic. Lo único que hay que saber es cuánto tiempo dejarlo y cuándo quitarlo.
—¿Bien y qué se hace después?
—Se deja secar y no quedan trazas, es limpio y parece nuevo, de modo que escribes el nombre que quieres. Sidorov o Petrushin, nacido en la ciudad de Kriushi.
—¿Y nunca lo agarraron?
—¿Por eso? ¡Clara Petrovna! – o quizás– ¿me permitiría usted, tamaña osadía?
—¿Qué?
—Llamarle Clara, ¿cuándo nadie oiga?
—¡Llámeme así!
—Bueno, le diré; la primera vez que me arrestaron era un inocente e indefenso joven. Pero la segunda vez, ¡ja, ja! Estaba en la lista de toda la Unión Soviética, en los duros años de fines de 1945 hasta el final del 47. Eso significaba que no sólo tenía que falsificar mi pasaporte, mi registro de residencia, sino también mi certificado de trabajo y mi cupón de racionamiento de alimentos y también el documento que me permitía comprar en un comercio determinado. Y además obtenía cupones extras para comprar pan, que vendía y eso me permitía vivir.
—Pero eso está muy mal.
—No he dicho que esté bien. Me forzaron, no lo inventé yo.
—Pero podrías haber trabajado simplemente.
—Trabajando simplemente no da mucho rendimiento. "Del trabajo del justo no se han hecho palacios de piedra." ¿Y de qué hubiera trabajado? No tenía especialidad alguna. No me agarraron pero tenía mis faltas.
En Crimea una muchacha de sección pasaporte... y... no vaya a creer que tuve algo que ver con ella. Me tenía compasión y me reveló el secreto sobre el número de serie de mi pasaporte y de ciertas letras que indicaban que yo había vivido en un territorio ocupado.
—pero no era cierto.
—No, no había sido así, pero el pasaporte no era mío. Por eso
tuve que comprar uno nuevo.
—¿Dónde?
—¡Clara! Vivió usted en Tashkent y estuvo en el bazar Tezikov ¿y me pregunta dónde? Me iba a comprar una condecoración de la Bandera Roja pero el tipo que me la vendía me pidió veinte mil rublos más y yo sólo tenia dieciocho y el testarudo insistía en veinte mil o nada.
—¿Pero para qué quería usted una condecoración?
—¿Para qué quiere alguien una condecoración? Para lucirme, como soldado del frente. Si tuviera una cabeza fría como la suya...
—¿De dónde saca la idea de que tengo una cabeza fría?
—Fría, sobria y de un aspecto tan... inteligente.
—¡Oh, vamos!.
.-De veras. Siempre he soñado conocer una muchacha con cabeza fría.
—Si Por qué?
—Porque soy impulsivo y audaz y ella me detendría cuando fuera a hacer tonterías.
—Muy bien continúe usted con su relato, por favor.
—¿Dónde estaba? Sí, cuando salí de la Lubyanka, me sentí casi enfermo de felicidad. Pero algo dentro de mí era como un perro guardián preguntándome ¿qué clase de milagro es éste? ¿Cómo pudo ser? Después de todo nunca han dejado salir a nadie, me lo habían dicho en las celdas: culpable o inocente, te dan diez años y cinco en los cuernos y al campo de concentración.
—¿Qué significa en los cuernos?
—Un "bozal" de cinco años.
—¿Qué significa un "bozal"?
—Mi Dios, qué inculta es usted. Y siendo una hija de fiscal. ¿Por qué no se interesa en lo que hace su padre? Un bozal significa que no se puede morder, en que uno está privado de los derechos civiles, no puede votar o ser electo.
—Espere un segundo, alguien viene.
—¿Dónde? No tema usted, es Zemelya. Siéntase como estaba antes. Por favor. No se aleje. Abra este libro. Estúdielo. Ese mismo. Y entonces comprendí que me habían liberado para continuar vigilándome, para ver con quién me encontraba, dónde iba a ver a norteamericanos y si me iba a su residencia otra vez y supe que así no podría vivir. De modo que los engañé. Dije adiós a mi madre. Dejé mi casa de noche. Y me fui a ver a un viejo amigo. Era el que me había iniciado en todas estas triquiñuelas. Desde entonces buscaron dos años a Rostisav Doronin. Me continué moviendo por todas partes con falsos nombres. Fui a Asia Central, el lago Issyk Kul, Crimea, Moldavia, Armenia, el Lejano Este. Y luego tuve muchas ganas de ver a mi madre, pero no podía volver a casa. Fui a Zagorsk y logré trabajo en una fábrica como una especie de aprendiz que todo el mundo utilizaba, y mamá vino a verme los domingos. Trabajé allí unas semanas y un día me quedé dormido y falté al trabajo. Me llevaron ante el tribunal.
—¿Se descubrió todo?
—De ninguna manera. Me sentenciaron a tres meses pero bajo mi alias. Estuve en una colonia de trabajo mientras tanto y toda la Unión continuó buscándome por otro lado como Rostislav Doronin. De ojos azules, nariz recta, pelo castaño, una marca de nacimiento en el hombro izquierdo. Les costó sus buenos rublos esa búsqueda. Trabajé gratis mis tres meses, obtuve mi pasaporte del jefe de la cárcel y me fugué al Cáucaso.
—¿De nuevo viajando?
—¿Por qué no?
—¿Y luego qué sucedió?
—¿Cómo me agarraron? Quise estudiar.
—Ve, quiso llevar una vida honesta. Se debe estudiar. Es importante. Es muy noble.
—Creo y temo, Clara, que no siempre es tan noble. Lo descubrí luego en las prisiones y los campos de concentración. Si sus profesores desean ganar sus salarios y tienen miedo de perder sus puestos, ¿cómo se puede aprender algo noble de ellos? ¿En la Facultad de Humanidades? Después de todo usted estudió en la Facultad de Técnica.
—Se equivoca, estudio Humanidades también.
—Pero ha dejado, ¿verdad?; me contará luego. Sí, debería haber tenido paciencia y esperado la chance de comprar una graduación del colegio, certificada. No hubiera sido difícil lograrla. Pero el descuido es lo que nos mata. Pensé: ¿qué estúpidos podían estar buscando a un muchacho, del que probablemente se habrían olvidado hace mucho tiempo? De modo que tomé mi viejo certificado propio y lo presenté a la universidad, pero en Leningrado, en el departamento de Geografía.
—¿Pero en Moscú no había estado estudiando historia?
—Me empezó a gustar la geografía después de tanto vagabundear. Era fascinante como el infierno. Uno viaja y mira alrededor: montañas, valles, taigas, el subtrópico. Toda clase de gente diferente. Bueno, ¿y qué pasó? Fui a la universidad una semana cuando me atraparon. Y de nuevo adentro. Ahora me condenaron a veinticinco años y en la tundra, donde nunca había estado. ¡Para que tuviese una nueva experiencia práctica geográfica!
—¿Y puede usted reír de una cosa semejante?
—¿Para qué ponerme a llorar? Si llorase sobre todo, Clara, no me alcanzarían las lágrimas. Y no soy yo solo que siente así. Me enviaron a Vorkuta y ¡qué cantidad de muchachos había allí! Estaban extrayendo carbón. Todo Vorkuta depende de los zeks, todo el Norte. Era el sueño de Thomas Moro cumplido.
—¿Cuál sueño? Perdón, hay tantas cosas que no sé.
—Thomas Moro, el inglés que escribió "Utopía". Tenía la ciencia para admitir que la sociedad siempre requiere varias clases de trabajadores manuales y tareas humillantes. Nadie aceptaría hacerlas voluntariamente. ¿Cómo resolverlo? Moro pensó y halló la solución: obviamente habría gente en una sociedad socialista que desobedecería las órdenes y reglas. Se los destinaría a los trabajos humillantes y especialmente difíciles. De modo que los campos de concentración fueron diseñados según las antiguas ideas de Moro.
—No sé qué pensar. Vivir así en nuestros tiempos: falsear pasaportes, cambiar de ciudades como una hoja al viento. Nunca conocí nadie como usted en mi vida entera.
—Clara, yo no soy así, sólo las circunstancias pueden forzar a uno a ser un demonio. Sabe que la forma en que vivimos determina la forma en que pensamos. Era un muchacho tranquilo, obediente con mi madre; leía "Rayo de luz en el reino de la oscuridad", de Dobrolyubov. Si un policía me llamaba con su dedo delante de mi, mi corazón se quebraba. Uno crece, cae en todo esto imperceptiblemente. ¿Pero qué remedio me quedaba? ¿Quedarme como un conejo esperando qué me cazaran y me liquidaran una segunda vez?
—No sé lo que podría haber hecho, pero ¡qué modo de vivir! Puedo imaginarme qué espantoso debe ser estar siempre fuera de la ley. Es una especie de hombre superfluo. Perseguido por todos.
—Bueno, algunas veces es horrible y otras, no lo es. Porque cuando uno mira alrededor en el bazar Tezikov, después de todo, si un hombre está vendiendo una decoración flamante y el certificado que le corresponde; ¿con quién cree que está trabajando ese hombre? ¿En qué organización? ¿Puede imaginárselo? Óigame, Clara, yo mismo estoy en favor de una vida honesta, pero honesta para todos, ¿entiendes?, para uno y cada cual...
—Pero si todos esperan que el otro la haga, nunca comenzará nadie.
Cada uno debe.
—Cada uno debe, pero no cada uno lo hace. Escuche Clara, se lo voy a explicar más sencillamente. ¿Contra qué se hizo la Revolución? Contra los privilegios. ¿De qué estaba harto el pueblo ruso? De los privilegios: algunos vestidos de mamelucos y otros con marta sibelina, algunos caminando a pie y otros en carrozas, algunos condicionados a los silbatos de las fábricas y otros engordando en los restaurantes. ¿No es verdad?
—Por supuesto.
—Bien. ¿Y entonces por qué esta gente no elimina los viejos privilegios, sino que se siente atraída por nuevos? ¿Qué decir sobre mí, sobre un muchacho? ¿Es que empezó conmigo? Miré a mis mayores. Miré con cuidado. Vivía en una pequeña ciudad de Kasakhstan y ¿qué fue lo que vi? Las esposas de las autoridades locales nunca iban a los almacenes. Me enviaban a mí a buscar sus cajas de fideos al Primer Secretario del Comité del Distrito del Partido Comunista. Un cajón entero sin abrir. Se puede suponer que no sólo este cajón, ni en este día.
—Sí, ¡es horrible! Eso siempre me pone mal del estómago. ¿Me cree?
—Por supuesto, le creo. ¿Por qué no voy a creerle a una persona y sí creer a un libro que se ha vendido con un millón de copias? Y luego esos privilegios idiotas, rodean a la gente como una plaga. Si un hombre puede comprar cosas en un almacén diferente que el usual, nunca compra en otra parte. Si una persona puede ser tratada en una clínica privada, jamás buscará que la traten en otra. Si una persona puede viajar en su propio auto, jamás buscará hacerlo en otro. Y si hay un lugar privilegiado donde ir en que la gente es aceptada sólo con un pase, la gente tratará de lograr dicho pase de cualquier manera.
—Es verdad y es horrible.
—Si una persona puede construir una cerca a su alrededor, de su propiedad, lo hará. Cuando yo, bastardo, era un chico acostumbraba a trepar por sobre las cercas de los comerciantes y robar manzanas y creía que tenía razón de hacerlo. Ahora pone una alta y sólida cerca que nadie puede sobrepasar, porque le produce placer. ¿Y esta vez también cree que tiene razón para hacerlo?
—Rostislav Vadimich...
—¿Por qué me llama Vadimich? Dígame Rusya.
—Es difícil para mí llamarle así.
—En ese caso me levanto y me voy. Ahí suena la campana para el almuerzo. Soy Rusya para todo el mundo y especialmente para usted. Y no acepto otro nombre.
—¡Bueno, está bien Rusya! Si usted lo quiere no importa demasiado. ¡No soy tonta! Pensé mucho. Debemos luchar contra todo esto. Pero no creo en la forma que lo hace usted.
—En realidad no he luchado nada todavía. Simplemente he llegado a ciertas conclusiones sobre que si alguna vez habrá de haber igualdad, deberá ser para todos y si no la habrá, entonces a la miércoles, perdón, no quise... Vimos todo esto en nuestra infancia: en la escuela nos dicen bellas palabras, pero no se puede caminar un paso sin empujar, y no se llega a ninguna parte sin untar una mano tendida. De modo que crecemos atrevidos y astutos, el descaro es nuestra segunda dicha.
—No, no puede ser así. Se ha hecho ya mucho en nuestra sociedad. Está exagerando. No puede ser así como dice. Ha visto usted mucho y es cierto que ha sufrido demasiado, pero "el descaro es nuestra segunda dicha" no es filosofía de la vida. ¿No puede ser así!
—Rusya, ha sonado la campana de almuerzo, ¿no la ha oído?
—Gracias, Zemelya, vete. Iré en un segundo. ¡Clara! Lo que le he dicho lo he pensado cautamente, solemnemente. Con todo mi corazón me alegraría de vivir diferente, pero si tuviese un solo amigo, con un amigo razonable o una amiga... Si pudiésemos planear juntos cómo vivir la vida en la mejor forma, por el buen sendero. Ni siquiera sé si puedo decirle todo esto a usted.
—Puede.
—¡Con qué confianza dijo eso! Y sin embargo es imposible. Con su origen. Y es de una clase diferente también.
—No crea que mi vida ha sido fácil, no lo crea. Puedo comprenderle.
—Ayer y hoy me miró con tan amistosa mirada que me hizo querer decirle todo esto,-como lo hubiera hecho con alguien muy próximo... De todos modos, es externamente que soy, como una manera de decir, un prisionero de veinticinco años de condena. Si pudiera decirle en qué filo de navaja estoy ahora. Cualquier persona normal moriría de un ataque de corazón. Pero le contaré más tarde. Clara, ahora quiero decirle que tengo una energía volcánica. Veinticinco años no tienen sentido. Es fácil escapar de aquí. Esta misma mañana pensé cómo podría huir de la prisión de Mavrino, El día que mi novia, si es que la tuviera, me dijese: Rusya fúgate, te espero; le juro que en tres meses me escaparía, falsificaría mi pasaporte a la perfección. La llevaría para Chita, Odessa, Veliki Ustyug. Y comenzaríamos una nueva vida, honesta, inteligente, libre.
—¡Oh sí, una linda vida!
¿Sabe cómo dicen los héroes de Chejov siempre? Esto será en veinte años. ¡Oh, en treinta años! ¡O doscientos años! Sólo trabajar todo un día en una construcción y volver cansados a casa, ¡Qué sueños ridículos tuvieron! No estoy bromeando sobre eso. Hablo seriamente. Estoy hablando absolutamente serio acerca de querer estudiar y quiero trabajar además. Pero no totalmente solo. ¡Clara! Mire qué tranquilo es. Nadie está aquí ¿No querría estar en Veliky Ustyug? Es un monumento de la antigüedad. Yo no he estado allí, todavía.