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En el primer cí­rculo
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Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Hoy estaba lleno de alegría. Su corazón cantaba victoria sobre el codificador.

(Era ahora cuestión de un año; podría ser si se decidiera a darle el codificador a Yakonov). Lo esperaba una carrera de largo aliento. Para mejor, hoy su cuerpo no estaba, como de costumbre, languideciendo por una mujer, sino que lo sentía calmo y liberado. Aunque había anotado penalidades en su papel rosa, aunque había hecho el esfuerzo de rechazar a Larisa, esta noche, estirado en su litera. Sologdin admitió que ella le había dado justamente lo que él esperaba.

Ahora se entretenía siguiendo ociosamente las evoluciones de una historia a la cual era indiferente buscando la salida a su triunfo contada por una persona que, aunque no estúpida, era completamente ordinaria, y no tenía perspectivas ni antecedentes tan brillantes como los que gozaba Sologdin.

Sologdin nunca se cansaba de decir a todo el mundo que tenía una memoria débil, capacidad limitada y una falta total de voluntad. Pero era fácil adivinar lo que realmente pensaba sobre sí mismo, por la manera de oír a la gente: condescendientemente, como tratando de disimular que sólo escuchaba por educación.

Primero el grabador le contó lo de sus dos esposas en Rusia; luego empezó a recordar su vida en Alemania y la adorable germana con la que había mantenido relaciones. Hizo una comparación entre las mujeres rusas y las alemanas, que resultó novedosa para Sologdin: dijo que las rusas son demasiado independientes, que se tienen demasiada confianza, que no se comprometen en el amor; estudian al hombre que quieren, advierten sus debilidades, lo encuentran a veces poco valiente. Uno siempre siente que la rusa que uno quiere es su igual. Por el contrario, la alemana se dobla como un junco en las manos de su amado. Su hombre es su dios. Es el primero y el mejor de la tierra. Se somete enteramente a su voluntad y sólo piensa en agradarle y no se atreve a soñar otra cosa. Consiguientemente, el grabador se sentía más hombre, más señor y dueño, con una mujer alemana.

Rubin había cometido la imprudencia de salir al corredor a fumar, pero ahora no tenía dónde ir en la sharashkasin ser molestado.

Para escapar de la inconducente discusión del corredor, cruzó el cuarto, dirigiéndose hacia sus libros, pero alguien desde una litera baja lo tomó de los pantalones y le preguntó: "¡Lev Grigorich! ¿Es cierto que en China las cartas de los delatores son despachadas gratis por correo".

Rubin se escapó, pero el ingeniero en electricidad, que colgaba desde la litera alta, lo tomó por el cuello y quiso volver insistentemente a su discusión anterior: —¡Lev Grigorich! Debemos reconstruir la conciencia del hombre de tal manera, que la gente sólo se enorgullezca del trabajo de sus manos y se avergüence de ser supervisor, comandante, charlatán. Debería ser una desgracia familiar cuando una hija se casa con un empleado. Me gustaría vivir bajo esa clase de socialismo.

Rubín se soltó, se abrió paso hasta su propia litera y se acostó boca abajo, otra vez solo con sus diccionarios.


LA MESA DEL BANQUETE



Siete estaban sentados ante la mesa de cumpleaños, consistente en tres mesas de noche de diferentes alturas, arrimadas y cubiertas con un pedazo de papel verde brillante. Sologdin y Rubin estaban sentados con Pótapov en la litera de este último y Adamson y Kondrashev-Ivanov con Pryanchikov en la de éste, y el agasajado a la cabecera, en el ancho antepecho de la ventana. Sobre ellas, Zemelya ya dormitaba y no había nadie más en los alrededores. Las literas dobles cerraban su compartimento, aislándolo del resto del cuarto.

En el centro de la mesa, en un bol plástico, habían colocado los pastelitos de Nadya, eran delgadas tiras de masa cocidas en grasa hasta quedar secas y crocantes. Esto era algo nunca visto en la sharashka. Para siete hombres, el convite parecía absurdamente chico, pero también había bizcochos comunes y bizcochos untados con crema, y llamados por eso "masas". Y había dulce de leche, preparado hirviendo en una lata cerrada de leche condensada. Y escondido detrás de Nerzhin, en una lata obscura de un cuarto, existía un brebaje tentador para el cual estaban destinados las copas: un poco de alcohol que los "zeks" del laboratorio habían permutado por una pieza de material aislante difícil de conseguir. El alcohol había sido rebajado con agua en la proporción de uno a cuatro y luego coloreado con cacao. El resultado era un líquido marrón con muy poco alcohol, pero que, de todos modos, era esperado con impaciencia.

—Bueno, caballeros —declaró Sologdin echándose dramáticamente hacia atrás, los ojos brillando en la semiobscuridad—. Recordemos la última vez que cada uno de nosotros se sentó a una mesa de banquete.

—Yo lo hice ayer, con los alemanes —dijo bruscamente Rubin, que odiaba la emotividad.

En la opinión de Rubin, el hecho de que Sologdin siempre se dirigiera a un grupo como "caballeros" era consecuencia del trauma de doce años de prisión. Como resultado del mismo trauma, las ideas de Sologdin estaban deformadas en muchos otros sentidos y Rubín trataba siempre de tener esto presente para no estallar de ira, aunque a veces tuviera que escuchar cosas insoportables.

—¡No, no! – insistió Sologdin—. Me refiero a una verdadera mesa, caballeros. Sus particularidades son: un mantel pálido y pesado, vino en jarras de cristal y, por supuesto, mujeres bien vestidas.

Quería disfrutar de su visión y demorar el comienzo de la fiesta, pero Pótapov, mirando la mesa y los invitados con el aire posesivo y ansioso de la dueña de casa, interrumpió con su voz malhumorada:

—Comprenderán, muchachos, que antes de que "el trueno de las patrullas de medianoche" nos pesque con esta poción, es preferible llevar adelante las formalidades oficiales.

Hizo una seña a Nerzhin para que sirviera.

Mientras se repartía el licor permanecieron en silencio y cada uno, a pesar de sí mismo, recordó algo del pasado.

—Hace mucho tiempo —suspiró Nerzhin.

—¡Yo no me acuerdo! – dijo impacientemente Pótapov. Hasta la guerra había estado absorbido por la vorágine loca del trabajo, y aunque algo recordaba sobre el festejo de un casamiento, no podía decir si había sido el suyo o el de algún otro.

—¿Por qué no? – dijo Pryanchikov—. "¡Avec plaisir!" Les diré ahora mismo. En París en 1945 yo...

—Un minuto, Valentulya —lo detuvo Pótapov—. ¿Un brindis?

—¡A la persona responsable de habernos reunido! Kondrashev-Ivanov habló más fuerte de lo necesario y se irguió, aun cuando ya estaba sentado muy derecho. Y que haya...

Pero los invitados no habían alcanzado a tomar sus copones, cuando Nerzhin se paró en el pequeño espacio de la ventana y dijo con calma: "¡Amigos, estoy violando una tradición! Yo..."

Estaba emocionado. Los cálidos sentimientos de los siete hombres, asomados a sus siete pares de ojos, habían revuelto algo en su interior. Siguió sin tomar aliento.

—¡ Seamos, leales! Todo en nuestras vidas no es tan negro. La felicidad que gozamos en este momento —un banquete libre, un libre intercambio de pensamientos sin miedo, sin ocultamientos– no la teníamos cuando estábamos en libertad.

—Sí, estando en libertad, muchas veces carecía de ella —dijo Adamson, sonriendo irónicamente. Desde la infancia había pasado menos de la mitad de su vida en libertad.

—Amigos —dijo Nerzhin, entusiasmándose—, tengo treinta y un años. A lo largo de ellos la vida me ha mimado y me ha degradado. Conforme al principio sinusoidal, puedo esperar nuevos picos de vano éxito, de falsa grandeza; pero, les juro, nunca olvidaré la grandeza genuina de los seres humanos en la forma en que los he llegado a conocer en la prisión. Estoy orgulloso de que mi modesto aniversario de hoy haya reunido tan selecta compañía. ¡No nos avergoncemos de las palabras elevadas. Brindemos por la amistad que florece entre los muros de la prisión!

Las copas de papel tocaron silenciosamente el vidrio y el plástico, Potapov sonrió tímidamente, se ajustó los anteojos y marcando las sílabas recitó:

"Famosos por su aguda elocuencia,

los miembros de esta familia se reunieron

en lo del inquieto Nikita,

en lo del cauto Ilya."

Bebieron el licor marrón lentamente, tratando de saborear el aroma.

—¡Tiene calidad! – dijo Rubin aprobatorio—. ¡Bravo, Andreich!

—Sí, la tiene —aceptó Sologdin. Estaba hoy en ánimo de elogiar cualquier cosa. Nerzhin rió.

—Es un acontecimiento excepcional cuando Lev y Dimitri se ponen de acuerdo sobre algo. No puedo recordar que haya sucedido antes.

—¿No, Gleb? ¿No te acuerdas que una vez en Año Nuevo, Lev y yo estuvimos de acuerdo en que una esposa infiel no puede ser perdonada pero un marido sí?

Adamson sonrió cansado. "¿Qué hombre no aceptaría eso?"

—Ese individuo —dijo Rubin señalándolo a Nerzhin—, declaró en aquella ocasión que se puede perdonar a una mujer también, que no hay diferencia.

—¿Dijiste eso? – preguntó rápido Kondrashev-Ivanov.

—Fantástico! – Pryanchikov rió sonoramente.– ¿Cómo no hay diferencia?

—¡La estructura del cuerpo y el modo de unión prueban que existe una enorme diferencia! – exclamó Sologdin.

—No me culpen, amigos —dijo Nerzhin—. Después de todo, cuando yo crecía, una bandera roja con letras doradas flameaba sobre nuestras cabezas. ¡Igualdad! Desde entonces, por supuesto, la vida ha castigado bastante a este bobo, pero me parece que si las naciones fueran iguales y si la gente fuera igual, entonces los hombres y las mujeres deben ser iguales en todo. —

—Nadie lo culpa —dijo rápidamente Kondrashev-Ivanov—. No se entregue, tan fácilmente.

—Te podemos perdonar esa insensatez sólo por tu juventud —pronunció Sologdin (tenía cinco años más).

—Teóricamente, Glebka tiene razón —dijo Rubin, embarazado—. Yo también estoy dispuesto a romper cien mil lanzas por la igualdad entre hombres y mujeres. Pero, ¿hacerle el amor a mi mujer después que lo ha hecho con otro? ¡Brrr! Biológicamente, no podría.

—Pero caballeros, es ridículo discutir —dijo Pryanchikov, pero, como de costumbre, no lo dejaron concluir.

—Lev-Grigorich, hay una manera simple de lograr la igualdad —dijo Potapov con firmeza—. No haga usted el amor con nadie más que con su mujer.

—Vamos, escucha... —protestó Rubin, ahogando la sonrisa en su barba de pirata.

La puerta se abrió ruidosamente y alguien entró. Potapov y Adamson se dieron vuelta. No era un carcelero.

—Es necesario destruir Cartago —dijo Adamson, señalando la lata de un litro.

—Cuanto antes mejor. Nadie quiere sentarse en la celda solitaria. Gleb, sirve el resto.

Nerzhin sirvió lo que quedaba en las copas, dividiéndolo concienzudamente.

—Bueno, ¿esta vez nos dejará beber a la salud del que cumple años? – preguntó Adamson.

—No, hermanos. Renuncio a este tradicional derecho. Hoy vi a mi esposa. Vi que ella está —como todas nuestras mujeres– gastada, asustada, perseguida. Nosotros podemos soportarlo porque no tenemos otra salida, ¿por ellas? Bebamos en honor de ellas, que se han encadenado a...

—¡Sí, ciertamente! ¡Qué hazaña santa es su constancia! – exclamó Kondrashev-Ivanov.

Bebieron y se quedaron un momento en silencio.

—Miren la nieve —señaló Adamson.

Todos miraron, a través de Nerzhin, la ventana empañada. La nieve no podía ser vista, pero las lámparas y los focos de la guardia proyectaban las sombras de los copos sobre los vidrios.

En alguna parte, bajo esa pesada, cortina de nieve, estaba Nadya Nerzhin.

—Hasta la nieve que vemos es negra —dijo Kondrashev-Ivanov. Bebieron a la amistad. Bebieron al amor inmortal y bueno, alabó Rubin: "Nunca he tenido dudas sobre el amor. Pero, para decirles la verdad, hasta el frente y la prisión no creía en la amistad, especialmente la que llega a dar la vida por su prójimo. En la vida ordinaria uno tiene la familia y eso no deja lugar para la amistad. ¿No es cierto?

—Esa es una noción difundida —replicó Adamson—. Después de todo, la canción "En el valle" ha sido popular en Rusia durante ciento cincuenta años y aún hoy la gente pide por la radio, pero si se escucha la letra, es un lamento repugnante, el quejido de un alma mezquina: "todos son amigos, todos son camaradas hasta el primer día malo".

—¡Es inadmisible —dijo el pintor—. ¿Cómo puede alguien vivir un solo día con ese pensamiento? ¡Sería mejor ahorcarse!

—Sería más veraz ponerla al revés: "recién en los días malos uno empieza a tener amigos.

—¿Quién la escribió?

—Merzlyakov.

—¡Qué nombre! Lev, ¿quién era Merzlyakov?

—Un poeta, veinte años mayor que Pushkin.

—Conoces su biografía, por supuesto.

—Fue profesor en la Universidad de Moscú. Tradujo "Jerusalén libertada".

—Dime, ¿existe algo que Lev no sepa? Sólo altas matemáticas.

—Bajas también.

—Pero siempre está diciendo "simplifiquemos y hallaremos al factor común".

—¡Caballeros! Debo citar un ejemplo que prueba que Merzlyatov estaba en lo cierto —dijo Pryanchikov, ahogándose y atolondrándose como un chico puesto en la mesa de los mayores. No era, en manera alguna, inferior a los otros; comprendía las cosas rápidamente, era talentoso y su franqueza resultaba atractiva. Pero le faltaba el aspecto de autoridad masculina, de dignidad exterior, y por ello parecía quince años menor de lo que era y los otros lo trataban como a un adolescente—. Después de todo, es un hecho comprobado. Aquel que come en nuestro plato es el que nos traiciona. Yo tenía un amigo íntimo con quien había escapado de un campo de concentración nazi. Nos escondimos juntos. Y, ¿se lo imaginan?, fue él quien me traicionó.

—¡Qué cosa indigna! – exclamó el artista.

—Así fue como sucedió. Para ser franco, yo no quería volver. Estaba trabajando, tenía dinero y había chicas.

Casi todos conocían la historia. Para Rubín era perfectamente claro que el alegre y simpático Valentín Pryanchikov, de quien tenía todo el derecho de ser amigo en la sharashka, había sido, objetivamente, en Europa de 1945, un reaccionario, y lo que llamaba la traición de su amigo —esto es, ayudar a que Pryanchikov volviera a su patria contra su voluntad– no había sido traición sino un acto patriótico.

Adamson dormitaba detrás de sus anteojos inmóviles. Sabía que se producirían esas conversaciones vacías, pero reconocía que toda esa multitud debía volver al redil, en tanto que él...

Rubín y Nerzhin, en los centros de contraespionaje y en las prisiones del primer año de postguerra, habían participado tanto en la oleada de prisioneros de guerra refluyendo de Europa, que era como si ellos mismos hubieran pasado cuatro años como prisioneros de guerra. No estaban interesados en historias de repatriación, de modo que desde el extremo de la mesa indujeron a Kondrashev-Ivanov a conversar sobre arte. En conjunto, Rubin no consideraba a Kondrashev como un artista muy importante, ni siquiera como una persona demasiado seria, y sentía que sus puntos de vista eran ideológicamente infundados. Pero hablando con él, uno aprendía mucho sin darse cuenta.

El arte, para Kondrashev-Ivanov, no era una ocupación, ni una rama del saber. Para él, era la única forma posible de vida. Todo a su alrededor —un paisaje, un objeto, una persona o una mancha de color– tenía la resonancia de una de las veinticuatro tonalidades, y sin vacilar Kondrashev podía identificar el tono en cuestión. Llamaba, por ejemplo, a Rubin “do menor". Cada tonalidad tenía su correspondiente color – una voz humana, un estado de ánimo, una novela de la misma tonalidad tenía el mismo color, y Kondrashev-Ivanov podía nombrarlo. (Por ejemplo, fa sostenido mayor era azul oscuro y oro).

El único estado que Kondrashev-Ivanov nunca había experimentado era la indiferencia. Era conocido por sus exageradas atracciones y repulsiones, por sus juicios absolutos. Era admirador de Rembrandt y detractor de Rafael, fanático de Valentine Serov y violento enemigo de los Peredvizhniki, artistas populares rusos que precedieron a los realistas soviéticos. No podía aceptar nada a medias, sino que las cosas lo deleitaban o lo repugnaban. No quería oír ni el nombre de Chekhov y rechazaba a Tchaikovsky (declarando "¡me sofoca!, me quita la vida y la esperanza"). En cambio, se sentía tan compenetrado con los corales de Bach y con los conciertos de Beethoven, como si él mismo los hubiera compuesto.

Ahora Kondrashev-Ivanov estaba envuelto en una discusión acerca de si el arte debía o no imitar a la naturaleza.

Por ejemplo, uno quiere pintar una ventana que se abre sobre un jardín en una mañana de verano —decía. Su voz era juvenil y llena de entusiasmo, y si uno cerraba los ojos, podía creer que hablaba un jovencito—. Si una siguiera honestamente a la naturaleza y representara todo tal cual lo ve, ¿sería realmente todo? ¿Qué habría sido del canto de los pájaros? ¿Y de la frescura de la mañana? ¿Y esa claridad y limpieza invisible que a uno lo traspasa? Después de todo, mientras uno pinta, percibe estas cosas; son parte de la percepción de la mañana de verano. ¿Cómo pueden ser captadas en la pintura? ¿Cómo conservarlas para el espectador? Evidentemente, deberían ser incluidas, por composición, por color... no existen otros medios.

En otras palabras, el pintor no se limita a copiar.

—¡Por supuesto que no! De hecho, con cada paisaje —siguió Kondrashev-Ivanov excitado—, con cada paisaje y con cada retrato también, uno empieza por recrear sus ojos en la naturaleza, pensando: "¡Qué maravilla! ¡Qué perfección! ¡Si sólo pudiera captarla como es! Pero al entrar más profundamente en el trabajo, uno nota repentinamente en la naturaleza, una especie de falta de gracia, una tontería, una incongruencia. ¡Allí, y allá también! ¡Debería ser de tal otra manera! ¡Y así hay que pintarla!" Kondrashev-Ivanov miró triunfante a los demás. – Pero, querido amigo —objetó Rubin—, "debería ser", es una pauta muy peligrosa, que puede conducirte a convertir a los seres humanos en ángeles y demonios, haciéndolos usar los coturnos de la tragedia clásica. Después de todo, si pintas un retrato de Andrei Andreich Potapov, debe mostrar a Pótapov como es.

—¿Y qué quiere decir, mostrarlo como es? – preguntó rebelándose el artista—. Externamente sí. Debe haber cierto parecido en las proporciones de la cara, la forma de los ojos, el color del pelo. ¿Pero no es imprudente creer que uno puede ver y conocer la realidad precisamente como es? Particularmente, la realidad espiritual. ¿Quién la ve y la conoce? Si, mirando el modelo, veo algo más noble que lo que ha demostrado en toda su vida, ¿por qué no debo retratarlo? ¿Por qué no puedo ayudar a un hombre a encontrarse y tratar de mejorar?

—Bueno, entonces es usted cien por cien realista socialista —dijo Nerzhin golpeando las manos—. Foma no sabe a quién tiene aquí.

—¿Por, qué debo subestimar su alma? – Kondrashev-Ivanov miró amenazadoramente a través de sus anteojos, que nunca se le movían de la nariz—. Les diré algo más: es una gran responsabilidad, no sólo de los retratistas sino de todo tipo de comunicación humana, ayudar al prójimo a descubrir lo mejor de sí mismo.

—Lo que quieres decir es que no puede existir objetividad en el arte.

—¡Sí, soy no-objetivo y me enorgullezco de ello! – rugió Kondrashev-Ivanov.

—¡Qué! ¿Cómo es eso? – preguntó Rubín asombrado.

—Eso mismo, eso mismo. Estoy orgulloso de mi no-objetividad —declaró Kondrashev-Ivanov, descargando sus palabras como golpes, sólo que la litera de arriba no le daba espacio suficiente—. ¿Y usted Lev Grigorich? Y usted tampoco es objetivo, pero cree que lo es, lo cual es mucho peor. Yo, por lo menos, soy no-objetivo y lo sé. Lo cito como un mérito. ¡Es mi "yo"!

—¿Yo soy no-objetivo? – preguntó Rubín—. ¿Yo? ¿Entonces quién es objetivo?

—¡Nadie, por supuesto! – exultó el artista—. ¡Nadie lo ha sido y nadie lo será jamás! Cada acto de percepción tiene un colorido emocional ¿No es así? Se supone que la verdad es el resultado final de una larga investigación, pero ¿no percibimos una especie de verdad crepuscular antes de comenzar la investigación? Tomamos un libro y en seguida el autor resulta desagradable. Y antes de leer, desde la primera página sabemos que no nos gustará y, por supuesto, no nos gusta. Usted empieza a establecer la comparación de cien idiomas mundiales, usted recién se rodeó de diccionarios, usted tiene cuarenta años de labor, por delante, pero desde ya está convencido de que probará exitosamente que todas las palabras derivan de "mano". ¿Es eso objetividad?

Nerzhin, encantado, se reía a gritos de Rubín, y éste reía también. ¿Podría alguien enojarse ante este hombre tan puro?

—¿No pasa lo mismo en las ciencias sociales —agregó Nerzhin.

—Hijo mío —razonó Rubín—, sí fuera imposible predecir los resultados, no podría existir el "progreso", ¿no es cierto?

—¡Progreso! – gruñó Nerzhin—. ¡Al diablo con él! Me gusta el arte porque no lo admite.

—¿Qué quieres decir?

—Simplemente eso. En el siglo XVII existió Rembrandt, y todavía estamos en Rembrandt. Trata de superarlo y, sin embargo, la tecnología del siglo XVII ahora nos parece primitiva. Toma los progresos técnicos de 1870. Son juego de niños para nosotros. Pero "Anna Karenina" fue escrito en esa época y ¿puedes mencionarme algo mejor?

—Su argumento, Gleb Vikentich —interrumpió Adamson apartándose de Pryanchikov—, puede tener otra interpretación. Puede significar que los científicos e ingenieros han estado creando grandes obras en estos últimos siglos y han hecho progresos reales, en tanto que los "snobs" del arte evidentemente han andado haciendo payasadas. Los parásitos...

—¡Se vendían! – exclamó Sologdin con indescriptible satisfacción. Seres tan opuestos como él y Adamson estaban unidos en la misma idea.

—¡Bravo!, ¡bravo! – se unió Pryanchikov—. Amigos, esto es formidable. Es exactamente lo mismo que les dije anoche en el Laboratorio de Acústica.

(En esa ocasión había estado sosteniendo la superioridad del jazz, pero ahora parecía que Adamson expresaba precisamente su idea).

—Creo que puedo conciliar sus posiciones —dijo Pótapov, sonriendo socarronamente—. En este siglo se dio el caso concreto de que cierto ingeniero en electricidad y cierto matemático, preocupados por el estancamiento de la literatura de su país, colaboraron en un cuento corto que ¡ay! quedó inédito porque ninguno de ellos tenía lápiz.

—¡Andreich! – exclamó Nerzhin—, ¿puede usted recrearlo?

—Bueno, trataré, con tu ayuda. Después de todo fue la única obra de mi vida. Debería poder recordarla.

—Muy divertido, muy divertido, caballeros —dijo Sologdin, animándose y poniéndose más cómodo. Le encantaban estas diversiones carcelarias.

—Pero, por supuesto, comprenderán, como nos enseña Lev Grigorich, que ninguna creación artística puede ser comprendida sin conocer la historia de cómo llegó a ser creada y cuál fue el encargo social.

—Está haciendo progresos, Andreich.

—Queridos invitados, terminen con la pastelería, que fue especialmente preparada para ustedes. La historia de este evento creativo es la siguiente: en el verano de 1946, en una celda atrozmente atiborrada en el sanatorio de BuTyur, así llamado a causa del monograma estampado en las tazas del Butyrshaya-Tyurma... Gleb Vickentich y yo fuimos primeros vecinos debajo de los tablones que nos servían de cama, y luego sobre ellos nos sofocábamos, siempre por falta de aire, gemíamos de hambre y no hacíamos otra cosa que charlas interminables y comentarios sobre las costumbres de los que nos rodeaban. Uno de nosotros dijo el primero: ¿Y qué si...?"

—Fue usted, Andreievich, quien dijo primero "¿Y qué si...?" La imagen fundamental, que también servía de título, era, en todo caso, suya.

—"¿Y qué si...?" —dijimos Gleb Vickentich y yo—. ¿Y qué si de repente en nuestra celda-?...

—¡Oh, no se hagan desear! ¿Cómo era el título?

—Muy bien, ¡saliendo a entretener a este orgulloso mundo!, vamos a tratar los dos de recordar ese cuento, ¿en? – y la voz cascada y monótona de Potapov estaba ronca cual la de un constante lector de libros polvorientos—. El titulo era: "La sonrisa del Buda."


LA SONRISA DEL BUDA



"La acción de nuestra extraordinaria historia tuvo lugar durante la achicharrante ola de calor del año 194..., cuando los prisioneros, cuyo número sobrepasaba en mucho al de los legendarios cuarenta ladrones, languidecían medio desnudos en el aire viciado, detrás de las ventanas cerradas por los bozales de una celda en la mundialmente célebre cárcel Butyrsky.

"¿Qué se puede decir de esta utilísima institución? Su origen se remonta hasta la época de Catalina la Grande, cuando no era más que una barraca para las tropas. En esa época de crueldad de la Emperatriz, no escatimaron ladrillos para construir las paredes de las fortificaciones y las bóvedas de los techos.

Construyose el venerable castillo como todo castillo ha de ser.

"Después de la muerte de la iluminada y epistolar amiga de Voltaire, las cámaras resonantes que el tosco paso de las botas de los carabineros había poblado de marciales ecos, quedaron abandonadas. Pero años después, a medida que el progreso tan deseado por todos nosotros avanzaba en nuestra patria, los coronados descendientes de la susodicha dama autoritaria creyeron conveniente alojar allí, en píe de igualdad, a herejes que hacían tambalear el trono ortodoxo y a oscurantistas refractarios al progreso.

"La cuchara del albañil y la espátula del revocador dividieron esas bóvedas en cientos de celdas espaciosas y acogedoras. La insuperable maestría de los herreros rusos forjó enrejados fortísimos para las ventanas, y estructuras tubulares para apoyar literas que se colocaban de noche y se retiraban de día. Los mejores artesanos de entre nuestros talentosos siervos contribuyeron enormemente a la gloria inmortal del castillo de Butyrsky: los tejedores tejieron lonetas para tender sobre los sostenes en vez de los duros camastros; les plomeros instalaron un eficiente sistema para la eliminación de aguas servidas; los caldereros hicieron letrinas en dos cómodas medidas, terminadas con manijas y hasta con tapas; los carpinteros practicaron los "agujeros en las puertas", por donde se pasaba la comida y los vidrieros instalaron mirillas; los cerrajeros colocaron cerraduras; y, últimamente, durante la moderna era del comisario del pueblo Yezhov, especialistas en la materia vertieron vidrio opaco derretido sobre las verjas de acero que se colocaron de refuerzo, creando así estos originales bozales para las ventanas, cuya misión consistía en cortar las sediciosas miradas que los aviesos prisioneros podían dirigir hacia el patio de la cárcel, hacia la capilla de los presos (que también solía servir de calabozo), o simplemente hacia un pedazo de cielo azul.

"Consideraciones de orden práctico indujeron a los encargados del sanatorio de Butyrsky a colocar veinticinco armazones para cuchetas en las paredes de cada celda, simplificando así el recuento de los prisioneros (dado que pocos eran los guardias que contaban con estudios superiores completos); cuatro celdas representaban cien cabezas; un pasillo de ocho celdas representaba doscientas cabezas.

Y así, por largas décadas, floreció esta saludable institución, sin despertar ni la censura de la sociedad, ni las quejas de los prisioneros. Podemos deducir que, prácticamente, no había ninguna objeción por parte de la sociedad, del hecho de que muy pocas aparecieron en las páginas del 'Boletín de la Bolsa', y absolutamente ninguna en el Izvestiya, el periódico de los diputados, de los trabajadores y los campesinos.

"Pero el paso del tiempo no favorecía al mayor general que regía la cárcel de Butyrsky. En los primeros días de la guerra, hubo que violar la norma establecida referente a los veinticinco habitantes por celda, para admitir nuevos pobladores, para quienes no había cuchetas. Cuando el excedente tomó proporciones alarmantes, las literas fueron definitivamente quitadas, así como las lonetas, y grandes tablones ocuparon su lugar. El triunfante mayor general y sus camaradas pudieron así hacinar hasta cincuenta personas en cada celda y después de la guerra, setenta y cinco. Todo esto, sin embargo, no afectaba en lo más mínimo la situación de los carceleros, que ahora sabían que había seiscientas cabezas en cada pasillo. Además, se les pagaba extra por cada supernumerario.

"En semejantes condiciones de densidad, no tenía sentido el repartir libros, juegos de ajedrez, o dominó, ya que de todas maneras, ni siquiera hubieran cabido en la celda. Con el tiempo, la ración de pan para estos enemigos del pueblo fue reducida; el pescado reemplazado por carne de anfibios e himenópteros; repollo y ortigas suplantados por forraje. La terrorífica torre Pugachev, donde la Emperatriz había mantenido en cadenas al héroe popular, cumplía ahora la pacífica misión de silo.

Más y más gente llegaba a la prisión. Con la gran mayoría de nuevos, las viejas leyendas perdían su forma. Ellos no sabían que sus antecesores se habían mecido sobre lonetas y leído libros prohibidos (que sólo podían encontrarse tras los muros de una prisión). El guiso de ictiosauro ó la sopa de forraje eran traídos en un humeante barril. A causa del amontonamiento, los prisioneros se echaban como perros en los tablones, con las piernas apretadas contra el pecho, usando las manos para las funciones de sostén y desplazamiento. En esta posición de perros mostrando los dientes, vigilaban la igualitaria distribución del potaje. Las escudillas eran sorteadas siguiendo los clásicos recorridos “de la letrina a la ventana” y “de la ventana al radiador”; entonces, los ocupantes de los tablones-camastros y los de las guaridas que estaban debajo de los tablones casi volcando con las colas y las patas las escudillas vecinas con setenta y cinco bocas, lamían rápidamente el brebaje portador de vida y sólo el ruido de su ansioso chasquear turbaba el silenció filosófico de que gozaba la celda.

"Todos estaban satisfechos. No había ninguna queja en el diario comercial Trud, ni en el Vocero del Patriarcado, de Moscú”.

Entre las celdas se encontraba la Nc 72, en nada diferente de las demás. Ya había sido señalada y le cabía un destino especial, pero los prisioneros que dormitaban pacíficamente bajo los camastros o juraban desaforadamente sobre ellos, nada sabían de los horrores que los esperaban. En el día señalado, yacían, como de costumbre, cerca del barril que hacía de letrina, sobre el piso de cemento, cubiertos con taparrabos, tirados sobre los tablones, abanicándose a causa del hediondo calor que debían soportar (la celda no había sido ventilada en años). Mataban moscas o se contaban unos a otros anécdotas sobre lo bien que lo habían pasado durante la guerra, en Noruega, Islandia, o Groenlandia. Su íntimo sentido del tiempo les decía que faltaban menos de cinco minutos para que el carcelero de turno bramara a través de la abertura por la cual pasaba la comida:¡Vamos, acuéstense!, ¡Apagar las luces!


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