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En el primer cí­rculo
  • Текст добавлен: 3 октября 2016, 22:21

Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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—¿Y por qué no le gusta eso?, – preguntó Lansky, haciéndose el sorprendido—. ¿Por qué pretende un entretenimiento superficial y liviano? ¿Y la vida real? ¿Acaso en la vida real nuestros padres dudaron un momento de cómo iba a terminar la Guerra Civil? ¿Dudamos en algún momento del resultado de la Guerra de la Patria, aun cuando los enemigos se hallaban a las puertas de Moscú?

—¿Acaso duda el dramaturgo de la acogida que va a tener sus obras? Dígame, Alosha, ¿por qué nuestros estrenos nunca fracasan?

¿Por qué este miedo —el fracaso del estreno– para nuestros autores?

Te juro; un día no me voy a contener, me voy a poner dos dedos en la boca y voy a dar un silbido.

Y encogió los labios con mucha sofisticación, de lo que resultaba evidente que no sabía silbar.

El joven que se hallaba a su lado, dándose aires de importancia, le sirvió un vaso de vino, pero ella ni lo miró.

—Yo le explicaré, – contestó, imperturbable Lansky—. Las obras nunca fracasan aquí (y no pueden fracasar), porque los autores y el público comparten sus puntos de vista, tanto a nivel artístico, como en su concepción general del mundo.

—¡Oh, Alosha, Alexei!,-Dinera hizo una mueca de reproche—. Deje eso para un artículo. Ya conozco esa tesis: a la gente no le interesan opiniones personales, sino que quiere la verdad, y como la verdad es una sola.

—Claro, – contestó Lansky, sonriendo suavemente—. El crítico está obligado, por su deber, a no dejarse llevar por los impulsos del sentimiento sino a adaptarlos a la labor general.

Siguió con la explicación, pero sin olvidarse de mirar a Clara, de tocarle las puntas de los dedos bajo el borde de su plato, como diciendo que, aunque estuviera hablando, lo único que hacía era esperar su respuesta.

Clara no podía estar celosa de Dinera e, incluso, había sido ella quien había traído por primera vez a Lansky a casa de los Makarygin, sólo para presentarle a Clara. Pero le disgustaba esta conversación literaria que la privaba de Lansky. Al ver a Dinera cruzar sus blancos brazos, se arrepintió de sus mangas largas. Ella también tenía brazos lindos.

Pero, a pesar de ello, estaba realmente satisfecha con su apariencia. Esta inconveniencia pasajera no podía arruinar la alegría que había sentido durante todo el día de hoy, una despreocupación a la que no estaba acostumbrada. No pensaba en ello, pero era así como las cosas le iban saliendo; hoy estaba destinada a estar contenta y el día excepcional estaba terminado con una velada extraordinaria. Todavía esa mañana, pero no parecía haber sido esta mañana, sino que hace mucho, mucho tiempo, había tenido esa conversación maravillosa con Rostislav. Su tierno beso. La canasta que había entretejido para el Árbol de Año Nuevo. Y luego había tenido que apresurarse de vuelta a casa, ya sobre la hora de la fiesta. Realmente, toda la velada era para ella. ¡Qué placer ponerse su vestido verde nuevo, recamado con su rutilante bordado, para recibir a todos los invitados a medida que iban llegando. Su juventud, que se había extendido por tanto tiempo, florecía por segunda vez a los veinticuatro años. Este era su momento. Solamente ahora. Parecía que, en el éxtasis de esa mañana, había llegado a prometerle a Rostislav que lo esperaría. Ella, que siempre había evitado púdicamente todo contacto físico, ella, su mismísima persona, cuando se encontró con Alexei en el zaguán, le había dejado retener su manó entre las suyas. ¿Era realmente ella misma? Las relaciones entre ambos se habían enfriado un poco durante el mes pasado y ahora, ahí en el vestíbulo, Alexei le había dicho, sin soltar su mano:

—¡Clara! No sé qué vas a pensar de mí. He reservado dos sitios en él Restaurante Aurora para la víspera de Año Nuevo. ¿Vamos? Sé que no está dentro de nuestra línea, pero, ¿por qué no vamos, aunque sólo sea por el placer de ir?

No había dicho que no. Había titubeado y fue entonces cuando Zhenka, un muchachuelo bastante rollizo, había irrumpido en la habitación, pidiendo que le encontrara un disco. Desde ese momento no los habían dejado solos ni un minuto y la conversación trunca quedó pendiente durante la primera mitad de la velada.

Zhenka y las chicas, que habían estudiado con Clara en el Instituto de Comunicaciones, todavía se sentían estudiantes y estaban bastante relajadas en su comportamiento. Zhenka tomaba como un carrero, y obsequiaba a la chica que tenía a su lado con un chiste tras otro, hasta que al final, ruborizada y muerta de risa, exclamó: —¡Oh! ¡No puedo más! Se levantó y abandonó la mesa. Un joven teniente de la MVD, sobrino de la mujer del fiscal, se adelantó hacía donde estaba ella y le dio unas palmadas en la espalda para aliviarle el ahogo producido por la risa. (Todo el mundo le decía "guardia fronterizo", porque su gorra ostentaba una cinta y un vivo de color verde; pero, en realidad, vivía en MOSCÚ y su misión era revisar los documentos de la gente que viajaba en tren).

Shchagov se hallaba en la mesa de los jóvenes, al lado de su Lisa. Le servía de comer y de beber, le hablaba todo el tiempo, pero no prestaba mucha atención a lo que estaba diciendo. Pensaba en lo que veía a su alrededor. Detrás de su expresión calma y cortés, se percataba de todo; de todo lo que estaba colocado, colgado y arreglado en ese cuarto, y de los invitados que lo compartían todo con un aire tan displicente. Paseando su mirada, de las galoneadas charreteras de los juristas, que ostentaban el rango de generales, al escudo diplomático que relucía en el otro extremo de la habitación, a la cinta de la Orden de Lenín que pendía con cierto descuido del ojal de su propio vecino, tan joven (¡y pensar que él había tenido esperanzas de parecer importante con sus modestas órdenes y condecoraciones!). Shchagov no podía encontrar en toda esta elegante concurrencia un sólo militar de línea, un hermano del frente, un compañero de trabajo en las minas, un camarada del trote corto a través del campo arado, ese trotecillo vil tan sonoramente llamado "Ataque". Al principio de la fiesta, evocando las caras de camaradas muertos en los campos de lino, bajo las paredes de los cobertizos, en el curso de ataques, había sentido ganas de arrancar el mantel, gritando: —Ustedes, hijos de puta, ¿dónde estaban?

Pero la fiesta continuaba, Shchagov tomó, no tanto como para emborracharse, apenas lo suficiente para que sus pies, dentro de las botas, no sintieran todo el peso del cuerpo. Y, al tiempo que sentía el piso más blando bajo sus pies, empezó a abrirse al calor y al brillo que tenía en torno suyo. Ya no le repugnaba; ahora Shchagov podía tomar parte en la fiesta, a pesar de sus dolorosas heridas y la ígnea sequedad de su estómago.

¿No era un poco anticuada esa distinción, que él continuaba haciendo entre quienes habían combatido y quienes no? Hoy en día, la mayoría de la gente sentía un cierto pudor en lucir las condecoraciones ganadas en el frente, que les habían costado tanto y que tanto habían brillado en su oportunidad. No se podía, en estos tiempos, andar sacudiéndole los hombros a la gente, preguntándole: —¿Dónde estabais? ¿Quién combatió, quién se escondió?– No se podía saber; ahora todos estaban mezclados. Existe la fatal consecuencia del paso del tiempo: el olvido. La gloria para los muertos, la vida para los vivos.

Sólo él, de todos los allí reunidos, conocía el precio del bienestar, y sólo él era realmente digno de disfrutarlo. Esta era su primera entrada en ese mundo, pero tenía la sensación de haber llegado, de una vez por todas y para siempre. Recorría el cuarto con la vista y pensaba:

—¡Así será mi futuro! ¡Así será futuro!

Su joven vecino, el de la cinta de condecoración, miraba a su alrededor con los ojos entrecerrados. Tenía una corbata azul claro, y su cabello aplastado y descolorido, recién estaba comenzando a ponerse ralo. Tenía veinticuatro años de edad y quería aparentar por lo menos treinta, moviendo sus manos con mucha afectación y llevando su labio inferior en una posición de extremada dignidad. A pesar de su juventud, ya era uno de los asesores informantes más apreciados de la Oficina de Recepción del Soviet Supremo. Este asesor informante sabía que la mujer del fiscal tenía intenciones de casarlo con Clara, pero ella ya era una presa muy pequeña para él. Tenía mucha razón en no apresurar su matrimonio. Ahora bien Dinera era un asunto muy diferente; exhalaba algo que lo hacía sentirse bien por el sólo hecho de estar a su lado. Aparte de todo lo demás, aumentaba su autoestima el estar flirteando, aunque sólo fuera muy superficialmente, con la mujer de un escritor tan famoso. La cortejaba en este momento tratando de tocarla de vez en cuando y gustosamente se hubiera puesto de su lado en la discusión; pero resultó que era imposible no indicarle sus errores.

—Pero, entonces, ¡discrepas con Gorky! ¡Pones al propio Gorky en tela de juicio!, – protestaba Lansky en ese momento.

—¡Gorky fue el fundador del Realismo Socialista! – le recordó el asesor informante—. Poner en duda a Gorky, después de todo, es casi tan grave como dudar de... (Titubeaba frente a la comparación). Como dudar ¿de...?

Lansky asintió con gravedad, Dinera sonrió. – ¡Mamá! – gritó Clara, con evidentes muestras de impaciencia,—. ¿Puede nuestra mesa hacer un intervalo hasta que venga el té?

La esposa del fiscal había estado en la cocina dando órdenes; al volver encontró que su tediosa amiga se había pegado a Dotty y le estaba contando con lujo de detalles, cómo en Zarenchensky los hijos de los miembros efectivos del Partido eran anotados en una lista especial, de modo que siempre tenían la leche necesaria y todas las inyecciones de penicilina que hicieran falta. Esto llevó la conversación a la medicina. Dotty, joven como era, ya era aquejada por varias dolencias y hablar sobre enfermedades le resultaba fascinante.

Alevtina Nikanorovna lo veía así: Quienquiera tenga una buena posición, tiene asegurada la salud. Lo único que tenía que hacer era telefonear a un profesor famoso, mejor si era un Laureado con el Premio "Stalin"; él le confeccionaría una receta y cualquier infarto, desaparecería al instante. Siempre podía pagarse el mejor sanatorio. Ni ella ni su marido le tenían miedo a las enfermedades.

Contestó al clamor de Clara en un tono de reproche: —¡A ver esa anfitriona! ¡Sirva a sus invitados, no los eche de la mesa!

—¡No; queremos bailar! ¡Queremos bailar!, – vociferó el guardia fronterizo.

Zhevka rápidamente se sirvió otro vaso de vino y se lo tomó.

—¡A bailar! ¡A bailar!, – gritaron los demás. Y los jóvenes se disgregaron.

Una música bastante fuerte entró desde el cuarto contiguo. Estaban tocando un tango llamado "Hojas Otoñales".


LOS DOS YERNOS



Dotty también se fue a bailar y la dueña de casa consiguió que su amiga la ayudara a levantar la mesa, dejando así a cinco hombres solos en la mesa de los mayores: el propio Makarygin, un viejo y querido amigo de la época de la Guerra Civil; el Servio Dushan Radovich, que había sido profesor en el Instituto del Profesorado Rojo, abolido hacía mucho tiempo; una amistad más reciente, Slovuta, también fiscal, también general, que había completado sus estudios de Alta Jurisprudencia junto con Makarygin y sus dos yernos: Innokenty Volodin, que se había puesto, a instancias de su suegro, su uniforme gris ratón con las ramas de laurel doradas, y el famoso escritor Nikolai Galakhov, laureado con el Premio "Stalin".

Makarygin ya había ofrecido un banquete a sus colegas para festejar su nueva orden, y esta fiesta era para los jóvenes, en un ambiente más familiar. Pero Slovuta, un colega importante, se había perdido la primera fiesta, pues estaba en el Lejano Oriente, (donde había tomado parte importante en un resonante juicio entablado contra militares japoneses que estaban trabajando con armamento bacteriológico). Como había vuelto el día anterior, Makarygin lo tuvo que invitar esta noche, pero, por otra parte, ya había invitado a Radovich, que era una persona casi "non grata" en círculos oficiales. Resultaba embarazoso para el fiscal tener a su actual colega y a su viejo camarada sentados a su mesa mismo tiempo: había invitado a éste último a la fiesta familiar para deleitarse recordando los viejos tiempos. Podía haberle dicho a Radovich a último momento que no viniera, pero le repugnaba tener que actuar con tanta cobardía. De modo que decidió contrapesar la presencia sospechosa de Radovich con sus dos yernos: el diplomático con sus "galones de oro y el escritor con su medalla de laureado.

Ahora que habían quedado los cinco solos en la mesa, Makarygin tenía miedo que Radovich saliera con algo inconveniente. Era un hombre inteligente, pero dado a decir insensateces cuando perdía los estribos. Así que Makarygin quería llevar la conversación a un plano seguro, sin implicancias políticas. Bajando el tono vigoroso de su voz, sé dedicó a regañar amistosamente a Innokenty por no haber alegrado su vejez con nietos.

—Después de todo, ¿qué son estos dos?, – protestaba—. He aquí a una pareja —un carnero y una oveja sin corderitos. Viven para sí mismos, crían grasa y no tienen preocupaciones. Todo se les da hecho. ¡Despilfarrando su vida! Pueden preguntarle a él, parece que el tipo es un epicúreo. ¿Y qué dices, Innokenty? Debes admitirlo, eres un seguidor de Epicuro.

Nadie, ni siquiera en broma, podía decirle a un miembro del Partido Comunista Unido, que era un Neo-Hegeliano, un Neo-Kantiano, un |Subjetivista, un Agnóstico y menos un Revisionista. Pero "epicúreo" sonaba tan inocente, que a nadie le pareció posible que pudiera implicar que uno no fuera un Marxista ortodoxo.

En ese momento Radovich, que conocía al detalle las vidas de los Fundadores de la doctrina, acotó: —Bueno, Epicuro era una buena persona, un materialista. El propio Karl Marx hizo una vez una disertación sobre Epicuro.

El apologista de Epicuro, era flaco y seco, con el oscuro pergamino de su piel fuertemente estirado sobre sus huesos.

Innokenty sintió una oleada de entusiasmo... En este cuarto donde bullían la animada conversación, la risa y los colores brillantes, la idea de que podía ser arrestado de repente le parecía absurda. Los últimos resquemores que abrigaba en el fondo de su corazón desaparecieron. Tomó con rapidez, se caldeó un poco, y miró alegremente la gente a su alrededor, que nada sabía de sus temores. Se sentía nuevamente el favorito de los dioses. Makarygin, y hasta Slovuta, quienes en otra ocasión le podrían haber inspirado un cierto desprecio, le parecían humanos y amables, como si contribuyeran a protegerlo.

—¿Epicuro?, – contestaba la acusación con los ojos brillantes de placer—. Sí, soy un seguidor suyo. No lo niego. Pero quizás se sorprenderán cuando les diga que "epicúreo" es una palabra que generalmente se toma en un sentido erróneo, Cuando la gente quiere decirle a alguien que está demasiado apegado a la vida, que es un voluptuoso, un lascivo, en una palabra, un cerdo, lo llama "epicúreo". No, un minuto, hablo en serio, – dijo para evitar la inminente interrupción de Makarygin; ahora hablaba con excitación, inclinando suavemente de un lado al otro la alta copa de vino, con sus dedos delgados y sensitivos—. En realidad, Epicúreo representa algo enteramente opuesto a lo que la gente cree. Incluye los deseos insaciables entre los tres principales males que impiden la felicidad humana. De hecho, sostiene que un ser humano necesita; muy poco, y por lo tanto su felicidad no depende del destino. De ninguna manera nos impulsa hacia las orgías, aunque considera los placeres humanos como el supremo bien. Pero en seguida nos hace notar que no todos los placeres aparecen en cualquier momento. Deben estar precedidos por períodos de deseo insatisfecho; en otras palabras, la ausencia del placer. Así que encuentra que lo más acertado es renunciar a todos los anhelos, salvo los más humildes e indispensables. Sus enseñanzas nos liberan de nuestro temor al destino y a sus reveses. Y, por lo tanto, es un gran optimista este Epicuro.

—¡No me digas!, – dijo Galakhov, sorprendido, y sacó una libreta de cuero y un pequeño lápiz de marfil. A pesar de su fama sideral, Galakhov no tenía pretensiones; podía bromear y darle palmadas en la espalda a uno, con tanta camaradería como cualquier otro. Algunas hebras de cabello plateado brillaban en forma atractiva sobre su cara, morena y regordeta.

—¡Denle más, – le dijo Slovuta a Makarygin, señalando el vaso vacío de Innokenty—. Si no va a hablar hasta por los todos.

Makarygin k sirvió más vino e Innokenty lo tomó con placer. Solamente ahora, después de su brillante defensa, le parecía que la doctrina de Epicuro, era algo que valía la pena profesar. Radovich sonrió frente a un credo fuera de lo común. El no tomaba alcohol; (se lo habían prohibido). Durante la mayor parte de la velada había estado sentado, inmóvil, sombrío, con su especie de chaqueta militar de campaña, con anteojos severos de marco barato. (Hasta hacía muy poco, durante sus caminatas por Sterlitamak, usaba un casco tipo "Budenny", igual a los que había usado en la Guerra civil, o en tiempos de la NEP. Pero, hoy en día, la gorra hacía reír a los paseantes y ladrar a los perros. Era imposible usarla en Moscú; la policía no lo permitía).

Slovuta, que tenía la cara edematosa, pero no era viejo, adoptó una actitud ligeramente condescendiente con Makarygin. (Su ascenso a teniente general ya estaba firmado). Aunque a pesar de todo, estaba profundamente satisfecho de compartir la mesa con Galakhov, y se imaginaba cómo, cuando abandonara esta fiesta para concurrir a otra que tenía aún más tarde, comentaría casualmente que recién había estado tomando con Galakhov, quien le había contado... En realidad, Galakhov no le había dicho nada, y estaba muy callado, ¿posiblemente pensando en su próxima novela?... De manera que Slovuta, llegando la conclusión de que no tenía nada, más que hacer allí, estaba por partir.

Era en ese momento cuando los jóvenes iban en tropel hacia el salón de baile; Makarygin dijo todo lo que se le ocurrió para convencer a Slovuta de que se quedara un rato más y, por último, insistió en que el huésped visitara su "altar del tabaco". Makarygin guardaba una colección de tabacos en su estudio y estaba muy orgulloso de ella. Él fumaba, como de costumbre un tabaco búlgaro que conseguía por intermedio de unos amigos, y por la noche, habiendo fumado su pipa durante todo el día, se dedicaba a los cigarros. Pero le encantaba sorprender a sus huéspedes, convidándoles con todas las variedades, una después de otra.

La puerta del estudio estaba junto a sus espaldas y procedió a abrirla, invitando a Slovuta y a sus dos yernos a seguirlo. Pero Innokenty y Galakhov declinaron la compañía de los ancianos diciendo que debían vigilar un poco a sus esposas. El fiscal se sintió contrariado y temeroso de que Dushan fuera a decir algo inconveniente, dejando pasar primero a Slovuta, se volvió hacía su amigo y le hizo un expresivo y gráfico gesto de advertencia.

Los dos yernos de Makarygin no tenían ningún apuro en encontrarse con sus esposas. Estaban en esa edad afortunada —siendo Galakhov unos años mayor que Innokenty—, en que, aunque todavía se los consideraba jóvenes, a nadie se le ocurría arrastrarlos a bailar. Podían entregarse al placer de una conversación de hombre a hombre, rodeados de botellas sin terminar y del ritmo de la música lejana.

La semana anterior Galakhov había empezado a pensar en escribir algo sobre las maquinaciones de los imperialistas y la lucha constante de los diplomáticos del Soviet por la paz. No lo concibió como una novela esta vez, sino más bien como una obra de teatro; en esa forma, podía obviar muchas cosas que ignoraba, como los detalles del interior de los edificios y las indumentarias. Así que se apresuró a aprovechar esta entrevista con su concuñado, que le daba la oportunidad de conocer los rasgos típicos del diplomático soviético y detalles característicos de la vida en Occidente. Se suponía que la acción tenía lugar en Occidente, pero Galakhov había estado allí muy poco tiempo, en ocasión de uno de los congresos progresistas. Se daba cuenta que no era una idea del todo lógica, el escribir sobre una forma de vida que no conocía. Pero estos últimos años le había parecido que la vida en el extranjero o la historia antigua y hasta las fantasías sobre los habitantes de la luna, le serían más fáciles de escribir que los cuentos extraídos de la vida, real circundante, donde cada tema venía acompañado por sus propios riesgos.

Conversaban, inclinando las cabezas por encima de la mesa. La sirvienta entrechocaba ruidosamente los platos al levantarlos; se oía la música del cuarto de al lado; del otro resonaba la televisión murmurando en un tono metálico.

—Es uno de los privilegios de un escritor el hacer preguntas, – reconoció Innokenty, mientras sus ojos continuaban brillando como cuando defendía a Epicuro.

—Puede que sea su desgracia, – retrucó Galakhov.

Su lápiz chato de marfil blanco yacía listo sobre el mantel.

—En todo caso, los escritores me hacen recordar a los investigadores que nunca se toman vacaciones, que nunca descansan: en los trenes, en la mesa de té, en un negocio, o en la cama, están siempre investigando crímenes, reales o imaginarios.

—En otras palabras, nos recuerdan que tenemos conciencia.

—Pero no son los crímenes del hombre lo que investigamos, sino su valor, sus cualidades.

—Y en eso vuestro trabajo es justamente el opuesto al que realiza la conciencia. Bueno, supongo que quieres escribir un libro sobre diplomáticos.

Galakhov sonrió. Era una sonrisa bien de hombre, que estaba de acuerdo con sus rasgos grandes, tan distintos a las formas delicadas y finas de su concuñado.

—Lo que uno quiere, Innokenty, y lo que no quiere no se decide de un modo tan simple como aparece en los reportajes de Año Nuevo. Uno trata de juntar material con tiempo; no se puede recurrir a cualquier diplomático. Tengo la suerte de que seas pariente.

—Tienes razón. Un diplomático que no te conociera te contaría toda suerte de mentiras. Después de todo, tenemos bastante que ocultar. Por un instante sus miradas se encontraron.

—Entiendo. Pero no necesito saber esa parte de sus actividades. Para mí, eso...

—¡Ah! Así que más bien te interesa la vida en las embajadas, el trabajo cotidiano, las recepciones, las presentaciones de credenciales.

—¡No, quiero algo más profundo! Cómo ese trabajo afecta el alma de un diplomático del Soviet.

—¡Ah! ¡Su alma! Bueno, sí, ya sé. Ya veo. Y antes de que te vayas, te contaré todo. Pero primero me gustaría que me dijeras algo. ¿Por qué has abandonado el tema de la guerra? ¿Lo has agotado?

Galakhov sacudió la cabeza. – Es imposible agotarlo. Tuvieron suerte con esta guerra: choques, tragedias; sino ¿de, dónde las hubieran sacado?

Innokenty lo miró alegremente.

La fisonomía del escritor se oscureció. Y dijo con un suspiro: —El tema de la guerra está grabado en mi corazón.

—Bueno, has hecho obras maestras sobre ese tema.

—Y es eterno para mí. Volveré a él hasta que me muera.

—¿A lo mejor no debieras?, – preguntó Innokenty, muy suavemente, con mucho cuidado.

—¡Tengo que hacerlo!, – dijo Galakhov con convencimiento—. La guerra anima el corazón del hombre.

—¿Su corazón? – Sí. – Innokenty asintió en seguida, pero mira lo que ha sucedido con la literatura sobre asuntos de guerra y el frente bélico. Los temas más elevados que trata son, cómo tomar posiciones de batalla, cómo dirigir el fuego para que resulte más mortífero; "No olvidaremos, no perdonaremos"; la orden del comandante es ley. Pero eso está todo dicho en los estatutos militares de un modo, más claro y efectivo que en la literatura. Y, por supuesto, has mostrado también lo penoso que resulta a los pobres jefes militares la lectura de sus mapas.

Galakhov frunció nuevamente el ceño.

Innokenty se inclinó rápidamente sobre la mesa y tomó la mano de Galakhov. Le dijo, ahora sin ironía: —Nikolai, ¿es que la literatura debe forzosamente repetir los estatutos militares? ¿O los diarios? ¿O los slogans? Mayakovsky, por ejemplo, consideraba un honor el usar un recorte de un diario como epígrafe para un poema. ¡O sea que consideraba un honor el no elevarse por encima de un diario! Pero entonces, ¿para qué queremos la literatura? Después de todo, un escritor es un educador del pueblo; ¿no es eso lo que siempre se ha entendido? Y un gran escritor, perdóname, quizás no debería decir esto, bajaré la voz, un gran escritor es, por así decirlo, un segundo gobierno. Es por eso que ningún régimen ha simpatizado con sus grandes escritores; sólo ha respaldado a los mediocres.

Los dos concuñados se trataban poco y no se conocían muy bien. Galakhov contestó con cautela: —Lo que estás diciendo es válido sólo para un régimen burgués.

—Bueno, es claro, es claro, – dijo Innokenty con soltura—. Nosotros tenemos leyes completamente diferentes. Estamos ante el magnífico ejemplo de una literatura creada, no para los lectores, sino para los escritores.

—¿Quieres decir que no somos muy leídos? – Galakhov podía escuchar e incluso hacer comentarios bastante amargos sobre literatura en general y también sobre sus propios libros, pero había una creencia que nunca podría abandonar: que se lo leía, y que se lo leía mucho. Del mismo modo, Lansky estaba convencido de que sus ensayos críticos formaban el gusto y hasta el carácter, de un gran número de personas.

—Estás errado en eso. Se nos lee, quizás más de lo que merecemos.

Innokenty hizo un rápido movimiento de negación.

—No, no es eso lo que quería decir. ¡Oh qué insensatez la mía! El padre de Dotty me ha dado demasiado vino y es por eso que me estoy expresando tan mal. Kolya, créeme. No digo esto porque seamos parientes; realmente deseo tu bien. Hay algo en ti que me gusta mucho, así que siento que mi deber es preguntarte de la única manera que puedo hacerlo. – ¿Lo has pensado alguna vez? ¿Cómo ves tu propio lugar dentro de la literatura rusa? Después de todo, con tus trabajos a la fecha se podría hacer una edición de seis volúmenes. Tienes treinta y siete años; a ésa edad, Pushkin ya había sido liquidado. Tú no corres un peligro parecido. Pero, igualmente, no puedes evadir la cuestión de determinar quién eres. ¿Qué ideas nuevas has aportado a esta angustiada época en que vivimos, aparte, por supuesto, de las ideas indiscutibles de que nos provee el Realismo Socialista?

Oleadas producidas por la contracción de pequeños músculos ondulantes, recorrieron la frente y los pómulos de Galakhov.

—Estás tocando un punto débil, – contestó, mirando fijo al mantel—. ¿Qué escritor ruso no se ha medido secretamente para ver si cabía en el traje de Pushkin? ¿O en la camisa de Tolstoi? – Jugueteó con su famoso lápiz sobre el mantel y miró a Innokenty con una mirada que, ahora, ya no ocultaba nada. Estaba deseando desahogarse, iba a decir lo que no podía decir en círculos literarios.

—Cuando era un muchacho, al principio del Plan Quinquenal, me parecía que iba a morir de felicidad el día que pudiera ver mi nombre impreso al pie de algunos versos. Me parecía haber alcanzado la inmortalidad, pero aquí...

Apartando las sillas a su paso, Dotty avanzó hacia ellos.

—¡Kolya! ¿No me van a echar? ¿Están teniendo una conversación muy inteligente?

Tenía los labios en forma de una atractiva O.

Innokenty la miró con fijeza. Su pelo rubio le caía libremente sobre los hombros, exactamente como hacía ya nueve años. Jugaba con las puntas de su cinturón mientras esperaba que le contestaran. Su blusa color guinda resaltaba el rojo de sus mejillas.

Hacía tiempo que Innokenty no la había visto así. Durante los últimos meses ella estuvo insistiendo en su independencia y en la diferencia entre su concepción de la vida y la suya. Pero después parecía que algo se había roto dentro de ella, ¿o era que una premonición de su pronta separación había entrado en su alma? Se tornó tan sumisa, tan afectuosa; y aunque él no podía perdonarle ese largo período de incomprensión y alienación y sabía que ella no podía volver atrás, la dulzura que de ella emanaba reanimó su espíritu. La hizo sentar a su lado; aunque esto resultara una intempestiva interrupción de la interesante charla que sostenía, con Galakhov. Por toda contestación, Dotty se sentó, estrechándose contra él con su cuerpo aún flexible. Estando allí sentada, tan cerca suyo, era evidente para todos que amaba a su marido y era feliz en su compañía. De pronto se le ocurrió a Innokenty que, en previsión del futuro, no debían hacer gala de una intimidad que, por otra parte, ya no existía. Pero continuaba acariciándole el brazo suavemente.

El lápiz de marfil permanecía allí, sin usarse. Apoyado sobre los codos, Galakhov miraba por la ventana que estaba detrás del matrimonio Volodin, iluminada por las luces de las Puertas de Kaluga. Le resultaba imposible hablar de sí mismo en presencia de una mujer.

Pero es que habían empezado a imprimir sus poemas completos. Cientos de teatros en todo el país, tomando ejemplo de los de la capital, representaban sus obras. Las jovencitas copiaban sus versos a mano y los memorizaban. Durante la guerra, los diarios de más importancia le habían cedido gustosamente espacios. Había incursionado en el ensayo, el cuento corto y la crítica. Por último, su novela había aparecido y tras ella se había convertido en el Laureado con el Premio "Stalin". ¿Y qué? Era extraño: Tenía fama, pero no inmortalidad. Ni siquiera él mismo sabía a ciencia cierta el momento en que el pájaro de su inmortalidad había comenzado a flaquear y finalmente había aterrizado. Quizás los únicos momentos de verdadero vuelo habían sido aquellos en que escribió esos pocos versos que las adolescentes aprendían de memoria. Sus obras teatrales, sus cuentos y su novela ya habían muerto bajo su mirada, antes que él cumpliera sus treinta y siete años de edad.

Pero, ¿por qué debe uno invariablemente aspirar a la inmortalidad? La mayoría de los colegas de Galakhov no lo hacían; su situación actual era lo que importaba.

Al diablo con la inmortalidad, decían; ¿no es acaso más importante tener influencias sobre el curso actual de los acontecimientos? Y su influencia la tenían. Sus libros servían al pueblo; eran publicados en ediciones de gran tirada; tenían a su disposición un sistema de distribución masiva a todas las bibliotecas y se les dedicaban meses de promoción. Claro está, no podían escribir muchas verdades. Pero se consolaban con la idea de que algún día las cosas cambiarían y entonces volverían sobre estos tiempos y estos hechos y los narrarían con veracidad, revisando y reeditando sus viejos libros. Mientras tanto, debían conformarse con esa cuarta, octava, o dieciseisava, ¡oh al diablo!, con esa treinta y dos ava parte de la verdad que se les permitía. Esa pequeña porción de verdad era mejor que nada.


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