Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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(Era un paso hacia la felicidad, pero también la batalla).
Así fue como el cuarto 418 envió al mundo dos bonitas y elegantes tentaciones, una atrás de otra.
Pero, al perder con ellas su vitalidad y alegría, la habitación quedó aún más deprimida. Moscú era una ciudad enorme, pero no había dónde ir.
Muza ya no leía; se quitó los anteojos y escondió la cara en sus grandes manos.
Dasha dijo:
—Olenka es tonta. Él sólo jugará con ella y la abandonará. Dicen que tiene otra chica en alguna parte y tal vez también un hijo.
Muza miró detrás de sus manos. – Pero Olenka no está atada a él. Si eso resulta ser cierto, siempre puede dejarlo.
—¿Qué quieres decir, que no está atada?, – Dasha sonrió irónicamente—. ¿A qué clase de atadura te refieres, si...
—¡Oh, siempre sabes todo! ¿Cómo puedes saber eso? – Muza estaba indignada.
—Bueno, ella pasa la noche en la casa de ellos.
—¡Oh, eso no significa nada! Eso no prueba nada, – dijo Muza.
—Es la única manera ahora; de otra forma, no los puedes conservar.
Las dos muchachas quedaron en silencio, cada una con sus distintas opiniones.
La nieve caía afuera más pesadamente. Ya estaba oscuro.
El agua gorgoteaba suavemente en el radiador bajo la ventana.
Era insoportable pensar que iban a matar la noche del domingo en este agujero.
Dasha pensó en el camarero que había rechazado, un hombre fuerte y sano. ¿Por qué lo había dejado? Es cierto que la llevó a un club de suburbio, donde no concurría gente de la Universidad. ¿Y qué?
—¡Muza, vamos al cine ¡te suplico! – dijo Dasha.
—¿Qué dan?
—La tumba india.
—¡Oh, esa tontería! ¡Tontería comercial!
—Pero la dan en este mismo edificio, en la puerta de al lado. Muza no contestó.
—¡Bueno, esto es realmente aburrido!
—No voy —dijo Muza—. Búscate trabajo para hacer. De repente la luz eléctrica disminuyó. En la lámpara sólo quedó encendido un fino filamento rojo.
—Eso es lo que faltaba —gruñó Dasha—. Uno podría ahorcarse en un lugar así.
Muza se quedó sentada como una estatua.
Nadya yacía inmóvil en su cama.
—Muza, vayamos al cine.
Golpearon la puerta.-
Dasha se asomó y volvió: —¡Nadya! ¡Shchagov está aquí! ¡No te vas a levantar!
EL FUEGO Y EL HENO
Nadya lloró largo rato. Mordía la manta para tratar de calmarse. Su cara estaba salada y mojada y la almohada sobre su cabeza la asfixiaba.
Hubiera deseado marcharse a cualquier parte, salir del cuarto hasta tarde, pero en toda la enorme ciudad de Moscú no había un lugar donde ir.
No era la primera vez que le enrostraban esos nombres: "madrastra", "rezongona", "monja", "solterona". Lo peor es que eran totalmente falsos.
Pero, ¿puede acaso ser fácil el quinto año de una mentira? El rostro se pone tenso y acalambrado bajo la máscara constante, la voz se vuelve chillona, el criterio deshumanizado. ¿Se habría convertido, tal vez, en una solterona insoportable?
Es tan difícil juzgarse uno mismo, en una residencia en la cual uno no puede, como en casa, descargar su malhumor sobre la madre. En una residencia, entre sus iguales, uno se acostumbra a verse bajo el peor aspecto.
Excepto Gleb Nerzhin, nadie, absolutamente nadie, podría comprenderla.
Pero Gleb tampoco la entendía. No le había dicho nada —qué hacer, cómo vivir. Sólo le había dicho que no existía fin para su condena.
Con unas pocas frases rápidas y confidenciales, había derribado todo lo que la venía manteniendo día a día, toda su fe, sus esperanzas, todo lo que la había sostenido en su soledad.
¡No habría fin para su condena!
Eso quería decir que no la necesitaba.
¡Oh, Dios, Dios!
Nadya yacía estirada. Con ojos abiertos y fijos miraba, entre la almohada y la manta, un trocito de pared —y no podía entender, no quería entender qué clase de luz había en el cuarto. Parecía muy oscuro, pero, sin embargo, podía reconocer las ampollas en la conocida pintura ocre.
Repentinamente oyó, a través de la almohada, el especial tamborileo sobre la puerta de madera, doce golpecitos como arvejas cayendo en una cacerola, tres veces cuatro dedos. Aun antes que Dasha le dijera—: ¡Nadya!, Shchagov está aquí. ¿No te vas a levantar? Nadya había arrojada la almohada, alisando su pollera que estaba arrollada hasta la cintura, se había pasado un peine y se ponía los zapatos.
Bajo la luz quieta y apagada del medio voltaje, Muza la vio precipitarse y se apartó bruscamente.
Dasha se apuró a arreglar la cama de Lyuda y recogió las cosas dispersas por el cuarto.
Entonces hicieron entrar al visitante.
Shchagov entró con su viejo capote militar echado sobre los hombros. Era alto, con porte marcial. Podía inclinarse, pero sin doblar la espalda. Sus movimientos eran sobrios y controlados.
—¿Cómo les va?, gentiles señoras, – dijo en tono condescendiente– Vine a ver cómo pasaban su tiempo sin suficiente luz —y a hacer lo propio. Es para morirse de aburrimiento.
Qué alivio, pensó Nadya; con tan poca luz no podría darse cuenta de que ella había estado llorando.
—Vale decir que si no fuera por el apagón no habría venido.
—Dasha adoptó el tono de Shchagov, flirteando inconscientemente, como lo hacía con todos los hombres solteros que se le cruzaban.
—De ningún modo. A plena luz el rostro de las mujeres queda desprovisto de todo encanto; revela todas sus expresiones malévolas, sus miradas envidiosas, sus arrugas prematuras, sus pesados cosméticos.
Nadya se estremeció al oír las palabras "miradas envidiosas" —era como si él hubiera estado oyendo su discusión.
Shchagov prosiguió: —Si yo fuera mujer, dictaría una ley para que la luz permaneciera baja. Todas pronto tendrían marido, en ese caso.
Dasha lo miró con desaprobación. Shchagov siempre hablaba así y a ella no le gustaba. Todas sus frases parecían memorizadas, poco sinceras.
—¿Puedo sentarme?
—Por favor, – replicó Nadya, con una voz apacible, que no tenía huellas de la reciente fatiga, de la amargura, de las lágrimas.
A diferencia de Dasha, le gustaba Shchagov por su dominio de sí mismo, – su manera pausada de hablar, su voz firme y baja. La calma parecía emanar de él y sus ocurrencias le eran bastante agradables.
—Pueden ustedes no proponérmelo por segunda vez, de modo que me sentaré inmediatamente. ¿Y qué están ustedes haciendo, mis jóvenes estudiantes graduadas?
Nadya callaba. No podía hablar fácilmente con él; se habían peleado el día anterior y ella, con un movimiento repentino e impulsivo, que implicaba una intimidad que nunca había existido entre ellos, le había pegado en la espalda con su cartera y había huido corriendo. Fue tonto, infantil y ahora la presencia de terceras personas hacía que las cosas fueran más fáciles para ella.
Dasha contestó: —Vamos al cine. No sabemos con quién.
—¿Y qué dan en el cine?
—"La tumba india".
—¡Oh! Deben ir, por cierto. Como dijo una de las enfermeras, hay muchos tiros, muchas muertes y en todo sentido es una cinta maravillosa.
Shchagov estaba cómodamente sentado frente al escritorio que todas compartían.
—Discúlpenme, gentiles señoras, esperaba encontrarlas bailando tomadas de las manos, pero, en cambio, parece que hubiera un funeral. ¿Problemas con sus padres? ¿Están descontentas con la última decisión del Comité del Partido? Después de todo, no parece referirse a los estudiantes.
—¿Qué decisión, – preguntó Nadya sordamente.
—¿Qué decisión? Sobre la verificación del origen social de los estudiantes, para saber si dicen la verdad cuando dan los datos de sus padres. Bueno, Muza Georgiyevna. ¿Está segura de no haber escondido algo? Hay toda dase de ricas posibilidades —alguien puede haber confiado algo a alguien, o hablado en sueños, o leído correo ajeno, toda dase de cosas.
(El corazón de Nadya se oprimió. ¡Seguían buscando, explorando, excavando! ¡Qué harta estaba de todo eso! ¿Cómo podía alejarse de ello?).
—¿Qué clase de villanía es esa?-exclamó Muza.
—¿Quiere decir que ni esto las divierte tampoco? Bueno, les voy a contar un cuento muy divertido sobre la votación secreta efectuada ayer en el Consejo de la Facultad de Matemática.
Shchagov hablaba a todas, pero sólo miraba a Nadya. Sé había preguntado durante mucho tiempo que es lo que Nadya quiere de él. Cada nuevo incidente lo hacía más claro.
Ella quiso estar junto al tablero mientras él jugaba al ajedrez con alguien y le pidió que jugara con ella para enseñarle los movimientos de apertura (¡Dios mío! Pero, después de todo, el ajedrez ayuda a matar el tiempo).
ella le invitaba a escuchar su próximo concierto.
(¡Pero eso era natural! Todo el mundo quiere ser elogiado, y por alguien no enteramente indiferente).
tuvo alguna vez una entrada "extra" para el cine y le había pedido que la acompañara.
(¡Oh!, sólo quería tener la ilusión, por una noche, de que alguien la sacara).
Y en el cumpleaños de él le había dado un regalo, una libreta de anotaciones, pero tan torpemente. Se la había deslizado en el bolsillo y había huido. ¿Por qué actuaba así? ¿Por qué se escapaba?
(¡Oh! Era sólo turbación).
La había alcanzado en el corredor y había forcejeado con ella, haciéndole creer que quería, devolverle la libreta, y en la lucha la había abrazado, y ella se había dejado estrechar; por un instante no había hecho un solo movimiento para desprenderse.
Hacia muchos años que nadie estrechaba a Nadya; el hecho repentino y violento debía haberla anonadado.
Entonces vino el golpe juguetón con la cartera.
Como lo hacía con todas, Shchagov se había mantenido bajo control férreo con Nadya. ¿Podía ser simplemente una mujer solitaria mendigando ayuda? Y si así fuera ¿quién podría ser tan inflexible, tan duro como para negarse?
De modo que esa noche Shchagov había venido desde su cuarto, el 412, hasta el 418, no sólo convencido que encontraría a Nadya allí, sino que lleno de agitación por lo que podría ocurrir entre ellos.
Si las chicas se mostraban divertidas con su historia sobre la curiosa votación efectuada por los matemáticos, era sólo por educación.
—Bueno, ¿se van a prender las luces o no? – gritó impaciente Muza.
—Veo que mis cuentos no las entretienen, y en especial a Nadezhka Ilinichna. Su cara es como una nube de tormenta y yo sé por qué: la multaron en diez rublos días pasados y no puede olvidarlo.
Nadya se enfureció. Tomó su billetera, arrancó el cierre, sacó un papel y lo rompió histéricamente. Tiró los pedazos al escritorio, frente a Shchagov.
—Muza, por última vez ¿vienes?, – preguntó Dasha con una voz tensa, recogiendo su tapado.
—¡Voy! – contestó con aire monótono, yendo a buscar su tapado.
Shchagov y Nadya no se dieron vuelta a mirar cómo salían las chicas.
Pero cuando se cerró la puerta, Nadya sintió miedo.
Shchagov recogió los trozos de papel y los puso a la luz. Otro billete de diez rublos. Shchagov se levantó dejando el capote en la silla, pasó al lado del estante de libros entre la cama de Nadya y la mesa de trabajo y se acercó a ella; era mucho más alto, tomó las pequeñas manos de ella entre sus grandes manos.
—¡Nadya! – Era la primera vez que la llamaba así. Se sintió extrañamente agitado.– ¡Perdóname! Tengo mucho que reprocharme... Ella permanecía tiesa; su corazón saltaba y se sentía débil. Su furia sobre el billete de diez rublos había pasado tan pronto como había venido. Le acudió un extraño pensamiento: no había ningún carcelero allí, inclinando su cabeza bovina hacia ella. Podían hablar lo que quisieran. Podían decidir por sí mismos cuándo habrían de separarse.
La cara de él estaba muy cerca, dura, fuerte, armoniosa.
La tomó por los dos codos, tibios– bajo la blusa de batista.
—¡Nadya!, – dijo nuevamente, muy despacio.
Él era la persona con quien podía conversar sobre el nuevo problema del tema especial y sobre el nuevo cuestionario —podía hablar de todo con él.
Ella misma había empezado y ahora dijo:
—Déjame.
—No la entiendo, Nadya —dijo él, corriendo las manos de sus codos a los hombros, y sintiendo su suavidad y tibieza.
Por tercera vez la había llamado "Nadya" y ella no había reaccionado.
—¿Entender: qué? – preguntó ella, sin moverse.
El la acercó hacia sí.
La media luz disimuló el color que le subió a la cara. Lo empujó.
—¡Déjeme! ¿Cómo pudo pensar?
Enojada, ella sacudió la cabeza, y un mechón le cayó sobre la cara, tapándole un ojo.
—¡Maldito si la comprendo y si sé qué pensar de usted. – La soltó y se arrimó a la ventana.
El agua del radiador seguía agitándose suavemente.
Nadya se arregló el pelo con manos temblorosas.
Shchagov encendió un cigarrillo con manos temblorosas. Respiraba fuerte. ¡Era imposible saber lo que quería esa mujer!
—¿Sabe? – le preguntó, marcando las pausas—, ¿cómo arde el heno seco?
—Sí, lo sé, – contestó ella indiferente—, arde hasta el cielo y queda convertido sólo en una pila de cenizas.
—¡Hasta el cielo! – repitió él.
—Una pila de cenizas, – dijo ella otra vez.
—Dígame, entonces: ¿por qué insiste en tirar fósforos encendidos en la paja seca?
¿Sería posible? ¿Cómo pudo interpretarla tan mal? Al fin y al cabo, todo el mundo quiere gustarle a alguien alguna vez aunque sea de a ratos. – ¡Salgamos! – exigió ella—. A alguna parte.
—No vamos a ninguna, parte. Nos quedamos aquí mismo. Él fumaba tranquilamente ahora, sosteniendo su boquilla en una esquina de la boca. A ella le gustaba cómo fumaba.
—¡No, por favor, vayamos a alguna parte! – dijo otra vez.
—Sea aquí o en otra parte —contestó él, interrumpiéndola sin miramientos—, debo decírselo: tengo una novia. No le puedo prometer nada y no podemos ser vistos juntos en el centro.
LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS
Nadya y Shchagov tenían en común el hecho de que ninguno de los dos había nacido en Moscú. Los moscovitas nativos que Nadya conocía en la Escuela para Graduados tenían un aire ponzoñoso de superioridad; "patriotismo moscovita", lo llamaban. Consideraban a Nadya, a pesar de los éxitos en sus estudios, como una persona de segundo orden, con mayor razón que a otros provincianos por su poca facilidad para disimular los sentimientos.
Shchagov era provinciano también, pero se había abierto camino a través del ambiente de Moscú como un rompehielos a través del agua quieta. Una vez ella oyó que un joven estudiante graduado se disponía a humillar a Shchagov preguntándole con un orgulloso ademán de la cabeza viperina: —Y usted, en realidad... ¿de qué región es?
Shchagov, que lo sobrepasaba en estatura, lo miró al estudiante con una especie de lánguida compasión. Meciéndose suavemente sobre los talones, contestó. – Nunca tuvo ocasión de ir allí. De una provincia llamada el Frente bélico, una aldea llamada "Trinchera".
Es bien sabido que la historia de nuestra vida no sigue un camino uniforme a través de los años. En la vida de todo ser humano existe un período durante el cual se manifiesta más plenamente, se siente más profundamente realizado, y actúa con efectos más hondos sobre sí mismo y los demás. De allí en adelante, cualquier cosa que le ocurra a esa persona, por significativa, que parezca exteriormente, es pura declinación. Recordaremos esa fracción de melodía que alguna vez resonó en nosotros, nos emborracharemos por ella, la tocaremos una y otra vez en diferentes tonos y la cantaremos una y otra vez para nosotros mismos. Para algunos, ese período está en la infancia, y entonces siguen siendo niños toda la vida. Para otros, coincide con el primer amor, y esa es la gente que difunde el mito de que sólo se ama una vez. Aquellos para quienes haya sido el período de su mayor fortuna, honor o poder, seguirán en la vejez rumiando con las encías despobladas su grandeza perdida. Para Nerzhin, ese tiempo fue la prisión. Para Shchagov, la guerra.
Shchagov había entrado en la guerra ansioso y aterrado. Fue llamado en el primer mes y no lo licenciaron hasta 1946. Durante los cuatro años, dudaba cada mañana si viviría hasta la noche. No sirvió en equipos importantes, y sólo dejó el frente para entrar en el hospital. Estuvo en la retirada de Kiev en 1941 y, a lo largo del Don, en la de 1942. Aun cuando la guerra mejoró en 1943 y 1944, estuvo también esos años en retirada —en 1944 bajo Kovel. En zanjas a los costados de los caminos, en trincheras lavadas, entre las ruinas de las casas incendiadas, conoció el valor de una marmita de sopa, el de una hora de reposo, el sentido de la amistad y el de la vida misma.
Los sufrimientos del Capitán de Ingenieros Combatientes Shchagov no podían ser aliviados ahora ni en décadas enteras. Sólo podía pensar en la gente de una manera: si eran o no soldados. Aún en las calles de Moscú, que parecían haber olvidado todo, mantenía esta distinción: de todos los seres humanos, sólo los soldados podían ser sinceros y amistosos. La experiencia le había enseñado a no confiar en nadie que no hubiera probado el fuego de la batalla.
Después de la guerra, Shchagov había quedado sin familia; la casa en que vivía había sido bombardeada. Sus bienes de este mundo se reducían al fardo que llevaba en la espalda y a una valija llena del botín tomado a los alemanes, si bien es cierto que, para suavizar su reingreso a la vida civil, todos los oficiales desmovilizados reciban doce meses de paga según su rango —salarios por no hacer nada.
Cuando volvió del frente, Shchagov, como muchos combatientes, quedó aturdido. Regresaban momentáneamente mejorados como personas, purificados por el contacto con la muerte y, precisamente por eso, era más duro el choque con la trasformación ocurrida en su país, lejos de las líneas de fuego. Notaban una especie de amargura y endurecimiento de los corazones, a veces una falta total de conciencia, un abismo entre la pobreza hambrienta y la riqueza gorda e insolente.
¡Al diablo con todo! Ciertamente estos ex-soldados seguían existiendo, caminaban por las calles y andaban en subterráneo, pero estaban vestidos de diferentes maneras y ya no se reconocían entre sí. De alguna forma empezaron a dejar las leyes del frente y adoptaron las reglas comunes.
Era algo como para pensarlo.
Shchagoy no hacía preguntas. No era uno de esos infatigables defensores de la justicia universal. Consideraba que las cosas suceden como quieren suceder y que nadie puede detenerlas. Uno sólo puede elegir entre embarcarse o no en ellas. Ahora era evidente que la hija de un General, por la sola virtud de su nacimiento, está predestinada a no ensuciarse jamás las manos; nunca se la encontraría trabajando en una fábrica. Aun si el secretario de una delegación local del Partido quedara cesante, era imposible imaginárselo manejando un torno. Las normas para el trabajo a destajo en las fábricas no eran cumplidas por aquellos que las creaban, así como los hombres que iban a la batalla no eran los mismos que escribían las órdenes para la batalla.
Todo esto, en realidad, no era cosa nueva en este planeta, pero hería a ciertas personas individualmente. Hería al Capitán Shchagov no tener derecho, después de sus leales servicios, a participar en esa manera de vivir por la cual había luchado. Ahora tenía que luchar otra vez, en una batalla no sangrienta, sin fusil, sin granadas de mano; tenía que elaborar el derecho de vivir aquí a través del despacho del contador, y oficializarlo con un sello.
Y hacerlo alegremente.
Shchagov. había partido a la guerra antes de terminar su quinto año y obtener su diploma, de modo que ahora tenía que retomar y abrirse camino graduándose como Candidato de Ciencias. Su especialidad era la mecánica teórica, y había planeado, antes de la guerra, encararla como materia científica. Las cosas eran más fáciles en esa época. Ahora se encontraba en el medio de una explosión universal de amor por la ciencia —cualquier ciencia, toda ciencia– por la razón de que los salarios habían sido aumentados.
¡Muy bien! Juntó fuerzas para este largo ataque. Poco a poco vendió en el bazar su botín de Alemania.
No tenía ropa de última moda; seguía usando en cambio exactamente aquella con la cual había sido desmovilizado: botines militares, pantalones militares, una camisa de campaña hecha de lana inglesa y decorada con cuatro cintas y dos bandas para heridas. Ellas le hacían recordar a Nadya otro Capitán combatiente de primera línea: Nerzhin.
Sensible al fracaso y a la crítica, Nadya se sintió como una niña ante el férreo sentido común de Shchagov. Había pedido su consejo, pero le había mentido con terquedad infantil, diciendo que Gleb había desaparecido en el frente.
Nadya misma no sabía cuándo ni cómo se había empezado a dejar llevar por esto —la entrada "extra" para el cine, el abrazo en broma por el regalo de cumpleaños, pero desde el momento en que Shchagov había entrado esa noche, aun mientras discutía con Dasha, sabía que había venido a verla a ella y que lo inevitable tenía que ocurrir.
Un minuto antes había estado llorando inconsolablemente por su vida arruinada, pero después de romper el billete de diez rublos se había sentido renovada, madura, lista para una nueva vida.
No sentía que hubiera nada contradictorio en esto.
Shchagov había recuperado su equilibrio usual y deliberado. Le había informado claramente a la muchacha que no podía tener esperanzas de casarse con él.
Después de enterarse de su noviazgo, Nadya caminó inquieta un momento por el cuarto, después vino y se paró también ante la ventana, dibujando silenciosamente con un dedo sobre el vidrio.
Él le tuvo lástima. Quería romper el silencio y explicar las cosas con simplicidad, con una franqueza que había abandonado hace tiempo: una pobre estudiante graduada, sin relaciones, sin futuro —¿Qué podía aportarle? Él tenía derecho a un buen pedazo del pastel. Quería explicarle que aunque su novia vivía cómodamente, no era especialmente malcriada. Tenía un espléndido departamento en un edificio selecto, donde sólo vivía gente de lo mejor. Había portero, alfombras– ¿dónde podía verse esto hoy en día? Todo el problema se solucionaría de un golpe. Sería preferible.
Pero sólo pensaba tales cosas, no las decía.
Nadya, apoyando la frente contra el vidrio y mirando hacia la noche, finalmente le contestó sin alegría. – ¡Espléndido! Usted tiene novia y yo tengo marido.
Shchagov se volvió, sorprendido. – ¡Marido! ¿No desapareció?
—No, no desapareció, – dijo Nadya casi murmurando. (¡Con qué temeridad se estaba entregando!)
—¿Cree que todavía vive?
—Lo he visto hoy.
Se había entregado, pero no se arrojaría a su cuello como una colegiala.
Shchagov no necesitó mucho tiempo para comprender lo que había oído. No pensó, como las mujeres, que Nadya había sido abandonada. Sabía que "desaparecido en acción" significaba siempre una persona desplazada, y si esa persona era desplazada nuevamente, esta vez en dirección al este, quería decir generalmente que estaba entre rejas.
Tomó el codo de Nadya. – ¿Gleb?
—Sí, – contestó apagadamente, casi sin emitir sonido.
—¿Qué pasa? ¿Está preso?
—Sí.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Shchagov muy aliviado. Pensó un minuto y luego salió rápidamente del cuarto.
Nadya estaba tan abrumada de vergüenza y desesperación que no advirtió el cambio en su voz.
Se ha ido. Bien. Estaba contenta de haberle contado todo. Ahora estaba sola otra vez, con la carga de su honestidad.
El filamento de la lámpara apenas brillaba.
Caminó pesadamente a través del cuarto y encontró el segundo cigarrillo en el bolsillo de su tapado. Tomó un fósforo y lo encendió, sentía una extraña satisfacción en su sabor amargo, aun cuando el humo lo hiciera toser.
El capote de Shchagov estaba sobre una de las sillas. ¡Qué apuro había tenido! Se había asustado tanto que había olvidado su capote.
Había una gran calma; alguien en el cuarto de al lado tocaba el Estudio en fa menor de Liszt.
Ella lo había tocado cuando era joven, pero ¿lo habría entendido? Sus dedos habían pulsado las notas, pero nada sabía entonces de la palabra "disperato". Desesperado.
Apoyando la frente contra el vidrio del medio, se estiró y tocó los Otros, fríos, con las palmas de las manos.
Quedó como crucificada en la cruz negra de la ventana.
Había existido solamente un minúsculo punto tibio en su vida y acababa de irse. En sólo uno o dos minutos se había resignado a esa pérdida. Era otra vez la mujer de su marido.
Miró la oscuridad, tratando de reconocer la chimenea de la prisión. Descanso para Marineros. "Disperato". ¡Desesperado! Esa impotente desesperación. Tratando de levantarse, cayendo otra vez. Ese insistente y agudo re bemol —una voz de mujer, angustiada, sin encontrar respuesta.
Las hileras de luces en la calle conducían a alguna parte en la oscuridad, algo así como al futuro, un futuro que debía ser vivido sin deseos de vivir.
El estudio finalizó. Una voz anunció la hora: seis de la tarde.
Nadya se había olvidado de Shchagov, y él volvió sin llamar.
Traía una botella y dos vasos.
—Bueno, esposa de soldado, – dijo con una rudeza alentadora– —¡no pierda el ánimo! Tome un vaso. Si tiene una buena cabeza sobre los hombros, habrá felicidad todavía. ¡Brindemos por la resurrección del muerto!
EL ARCA
Los domingos, aun en la sharashka, había descanso general después de las seis de la tarde. Era absolutamente imposible evitar esta lamentable interrupción del trabajo de los prisioneros, porque los domingos los empleados libres tenían sólo un turno. Era ésta una reprobable tradición, contra la cual eran impotentes de luchar los mayores y tenientes coroneles, porque ellos mismos no tenían interés en trabajar los domingos por la noche. Sólo Mamurin, Máscara de Hierro, se horrorizaba por estas noches vacías cuando se retiraban los empleados libres y cuando encerraban a todos los zeks, quienes en cierto sentido de la palabra, también eran hombres, y le tocaba caminar solo por los corredores vacíos, frente a las puertas selladas y lacradas o bien languidecer en su celda, entre el lavabo, el armario y el catre. Mamurin trataba de conseguir que el GRUPO SIETE trabajara también los domingos por la noche, pero no pudo superar el espíritu conservador de las autoridades de la prisión especial, que no querían doblar el número de guardias dentro de la zona.
Así ocurría que veintiocho decenas de determinados prisioneros —contra todas las normas razonables y códigos de trabajo carcelario– descansaban descaradamente en las tardes de los domingos.
Dicho período de reposo era tal, que una persona no iniciada en esa vida podía pensar que era una tortura inventada por el demonio. La oscuridad exterior y la vigilancia especial necesaria para los domingos impedían autorizar paseos en el patio o cinematógrafo en el galpón. Después de un año de correspondencia con todas las jurisdicciones superiores, se había resuelto que aun los instrumentos musicales tales como el acordeón, la guitarra, la "balalaika" y la armónica, para no hablar de instrumentos mayores, no podían ser permitidos en la sharashka, "dado que su sonido al unísono podía cubrir los ruidos de la excavación de un túnel a través de los cimientos". Los oficiales de seguridad, a través de sus confidentes, estaban tratando incesantemente de descubrir si los reclusos tenían flautas caseras o silbatos musicales, y, por tocar música con un peine, los "zeks" fueron citados a la oficina y se prepararon informes especiales. Menos aún, por supuesto, podía siquiera hablarse de permitir receptores de radio, o el fonógrafo más primitivo, en el dormitorio de la prisión.
Es verdad que los reclusos estaban autorizados para usar la biblioteca de la cárcel, pero la prisión especial no tenía fondos para comprar libros ni estanterías. Sencillamente designaron bibliotecario a Rubín —(un puesto que él había solicitado pensando conseguir buenos libros)– y le entregaron, sólo una vez, un centenar de volúmenes usados, tales como "Mumu" de Turgenev, "Cartas" de Stasov y la "Historia de Roma" de Mommsen, con instrucciones de distribuirlos entre los prisioneros. Estos últimos o bien los habían leído hacía mucho tiempo o bien no querían leerlos, y les rogaban otros materiales a los empleados libres, abriendo así, a los oficiales de seguridad, un amplio terreno para la investigación.
Para su descanso, los prisioneros tenían asignadas diez habitaciones en dos pisos, dos corredores, uno superior y otro inferior, una angosta escalera de madera que unía los pisos y un baño bajo la escalera. El recreo consistía en que les era permitido, sin restricción, recostarse en las literas y aun dormir, si eran capaces de dormirse en medio del ruido. También podían sentarse en las literas, puesto que no había sillas, caminar dentro de la habitación y de un cuarto al otro, incluso en paños menores, fumar en los corredores tanto como quisieran, discutir sobre política en presencia de los delatores y hacer uso del baño sin interferencias ni limitación. Incidentalmente, aquellos que estaban recluidos por períodos prolongados y que tenían el permiso de evacuar dos veces al día, dada la orden, apreciaban este último aspecto de la inmortal libertad. La sensación de plenitud de los domingos por la noche provenía del hecho de que el tiempo les pertenecía a ellos, y no al gobierno. Por eso los períodos de descanso eran apreciados como algo real.
Durante los referidos períodos los prisioneros eran encerrados desde afuera con pesadas puertas de hierro, que nadie abría. Nadie entraba, nadie los citaba ni los buscaba. En esas pocas horas el mundo exterior no podía penetrar o molestarlos ni con un sonido, ni con una palabra, ni con una imagen. Este era el sentido del descanso: que todo el mundo exterior —el universo con sus estrellas, el planeta con sus continentes, la capital con su brillo, sus banquetes y el estímulo a la producción– caían en la inexistencia y se convertían en un océano negro, casi indistinguible a través de las ventanas enrejadas, bajo la iluminación pálida y amarillenta de la zona.
Bañado por la permanente luz eléctrica de la MGB, el arco de la ex iglesia de la propiedad, con sus paredes de cuatro ladrillos y medio de espesor, flotaba indiferente y sin objeto, brillando suavemente, a través de ese negro mar de destinos humanos y confusión.
Si el domingo por la noche la luna se partiera en dos, nuevos Alpes surgieran en Ucrania, el océano se tragara el Japón, o comenzara el diluvio universal, los prisioneros, encerrados tras su arco, no se enterarían de nada hasta la revista de la mañana. No podían llegarles telegramas de parientes ni molestas llamadas telefónicas, ni noticias de la difteria de su hijo, ni un arresto nocturno.