Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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"Las palmas extrañas y sin vida
Mis poemas también morirán.
Sólo el trigo que se mece
Llorará por su antiguo dueño".
—¿De qué dueño habla, y de qué palmas?
El zek miró las palmas blancas y gordas del oficial de seguridad.
—En cierto modo Esenin era un hombre limitado y había muchas cosas que no comprendía del todo —dijo Nerzhin con voz conciliadora, apretando los labios– Como Pushkin y como Gogol...
—Había algo distinto en la voz de Nerzhin que provocó una mirada aprensiva de Shikin. En presencia de zeks que no le temían, Shikin sentía a su vez un secreto temor: el miedo habitual de la gente bien vestida y con dinero cuando se ven frente a gente mal vestida y sin dinero. En este momento su autoridad no le servía de defensa. Por si acaso, se levantó y entreabrió la puerta.
—¿Y qué dice de esto? – preguntó, volviendo al sillón y leyendo.
"A una rosa blanca con un sapo negro
Quería yo unir en esta tierra...”
—Eso es ¿qué está insinuando ahí?
Un leve espasmo recorrió la tensa garganta del prisionero.
—Muy sencillo —replicó—. No debemos tratar de reconciliar la rosa blanca de la verdad con el sapo negro de la maldad.
Como un sapo negro, el policía de cortos brazos, gran cabeza y oscuro rostro lo miraba, sentado.
—Pero yo, Ciudadano Mayor —las palabras de Nerzhin surgían rápidas– no tengo tiempo para hablar con usted de interpretaciones literarias. El guardia me espera. Hace seis semanas me dijo que averiguaría con la censura. ¿Lo hizo?
Los hombros de Shikin temblaron y cerro de golpe el libro amarillo
—¡No tengo que darle cuentas! No voy a devolverle el libro. En todo caso, no le permitirían llevárselo.
Nerzhin, colérico, se puso de pie sin quitar los ojos de Esenin, Recordaba cómo las manos bondadosas de su mujer lo habían sostenido una vez y cómo había escrito en él.
¡Ya verás cómo lo que has perdido vuelve a ti!
Las palabras saltaron de sus labios sin el menor esfuerzo:"
—¡Ciudadano Mayor! Espero que no habrá olvidado que durante dos años yo exigí del Ministerio de Seguridad del Estado las monedas polacas que me habían quitado; veinte veces cortaron la suma por la mitad hasta reducirla a centavos, que me devolvió el Soviet Supremo.
Espero que no haya olvidado mi pedido de que los cinco granos de la poca harina limpia que la ley nos permita, figuran de veras en mi ración. ¡Se rieron de mí, pero lo conseguí! Y hay otros casos. Le advierto: no abandonaré ese libro en sus manos. Estará moribundo en la Kolima, pero se lo arrancaré. Llenaré todos los buzones del Central y del Consejo de Ministros con quejas contra usted. Devuélvelo y ahórrese todos esos inconvenientes.
Y el mayor de Seguridad del Estado cedió al zek condenado a indefenso, a punto de ser enviado a una muerte lenta. En había averiguado con la censura y recibido la sorprendente repuesta de que el libro no estaba formalmente prohibido. ¡Formalmente! Su agudo olfato le decía que se trataba de un descuido y que el debía, sin la menor duda, estar prohibido. Pero ahora tenía que proteger su buen nombre de las acusaciones de este infatigable perseguidor.
—Muy bien —asintió el Mayor—. Se lo devolveré. Pero no lo dejaremos llevárselo consigo.
Nerzhin se dirigió triunfante a la escalera, sosteniendo el libro con su brillante sobrecubierta amarilla: era un símbolo de cuando todo estaba en ruinas.
En el descanso se cruzó con un grupo de prisioneros que hablaban sobre las últimas novedades. Entre ellos estaba Siromaka, perorando, pero a media voz, para que sus palabras no llegaran a las autoridades:
—¿Qué están haciendo, trasladando a gente así: —por qué? ¿Y quien es la rata que delató a Ruska Doronin?
Apretando el libro junto a sí. Nerzhin corrió al Laboratorio de Acústica. Pensaba cómo podría destruir sus notas de historia antes de que el guardia viniera a buscarlo. Los trasladados no debían correr sueltos por la sharashka.
Nerzhin debía sus últimos instantes de libertad al gran número de zeks trasladados y también, quizás, a la bondad del teniente Primero, siempre lleno de fallas profesionales.
Abrió la puerta del Laboratorio de Acústica. Ante él se abrían a su vez las puertas del armario de acero y, entré ellas, Simochka, vestida otra vez con un feo traje a rayas y un chal gris alrededor de los hombros. Desde la cruel escena de ayer no se habían hablado ni mirado. Más que verlo entrar, ella lo presintió y quedó confusa; no pudo moverse y trató de hacer ver que dudaba qué sacar del armario.
El no pensó ni calculó nada; fue a las puertas de acero y murmuró: —Serafina Vitalievna: después de ayer serial cruel pedirle ayuda. Pero mi trabajo de muchos años va a ser destruido! ¿Debo quemarlo o lo guardara usted?
Ella ya sabía su partida y no se inmutó al oír sus palabras. Pero, en respuesta a su pregunta, alzó los ojos tristes, insomnes, y dijo:
—Démelo.
Alguien se acercaba, y Nerzhin corrió a su escritorio para toparse allí con el Mayor Roitman. Este tenía una expresión apenada; Con una sonrisa forzada le dijo:
—Gleb Vikentich, ¡qué pena, no me han prevenido!... Yo no tenia idea. Y ahora es demasiado tarde para arreglar las cosas.
—Nerzhin miró con fría piedad a esta persona, que hasta ahora había creído sincera.
—Vamos Adán Veniáminovich! Después de todo no es el primer día que estoy aquí. Estas cosas no se hacen sin consultar al jefe del laboratorio —y empezó sin más a limpiar los cajones de su escritorio.
—En la cara de Roitman se leía el dolor:
—Pero créame, Gleb Vikentich, nome preguntaron, nome avisaron.
—Lo dijo en voz alta, frente a todo el personal. No le importó perder categoría ante ellos con tal de no aparecer como un canalla a los ojos del hombre que se iba. El sudor cubrió su frente. Observaba aplastado a Nerzhin.
Era cierto: no le habían pedido su opinión; un golpe más del coronel de ingenieros.
—¿Le entrego mis materiales sobre articulación a Serafina Vitalievna? – Pregunto Nerzhin, indiferente.
Roitman desesperado, no contestó y salió a pasos lentos del cuarto.
—Tome mis materiales de trabajo, Serafina Vitalievna —dijo Nerzhin llevándole sus archivos, papeles abrochados, gráficos, tablas.
—Había puesto sus tres libros de notas en una de las carpetas. Pero una especie de espíritu consejero interior le aconsejó no hacerlo.
Estudió con atención la cara larga, impenetrable de Simochka y de repente pensó ¿será una trampa, una venganza de mujer, la obligación de la teniente MGB?
Aunque sus manos esperaran cálidas, ¿duraría mucho su lealtad virginal? Las flores duran hasta que llega el primer viento; una virgen dura hasta que llega el primer nombre. "Esto es algo que me dejaron querido" —le diría a su esposo.
Se guardó los libritos en el bolsillo y le dio el resto a ella.
La gran biblioteca de Alejandría se quemó. En los monasterios no entregaban las crónicas! las quemaban. Y el hollín de las chimeneas de la Lubianka —hollín de papeles quemados, más y más papeles quemados– caía sobre los zeks que daban su paseo en la cajita de que disponían sobre el techo de la prisión.
Quizás los grandes pensamientos quemados sean más que los publicados. Si lograba sobrevivir, probablemente pudiera reconstruir todo de memoria. Tomó su cajita de fósforos, salió corriendo y se encerró con llave en el baño. Diez minutos después volvió, pálido e indiferente.
Prianchikov había llegado ya al laboratorio.
—¿Cómo es posible una cosa así? Se indignaba.
¿No estamos enojados sino aplastados! ¡Embarcar a prisioneros! Se puede embarcar equipaje, pero, ¿quién tiene derecho a embarcar gente?
El agitado sermón de Valentulia encontró eco en los corazones de los zeks. Perturbados por el traslado, todos los del laboratorio dejaron de trabajar. Cada vez que ocurrían los traslados provocaban momentos de remembranza, en que todos se decían: "También nos tocara a nosotros". El traslado obligaba a todos ellos, hasta los que no se veían afectados, a reflexionar sobre lo inestable de su destino: toda su existencia estaba a merced del hacha oficial.
Hasta el zek de conducta mas ejemplar sabía que iban a sacarlo de la sharashkaun par de años antes de terminar su sentencia, de modo que todo lo que sabía, estaría anticuado u olvidado.
De todos ellos, solamente los condenados a veinticinco años estaban seguros de quedarse.
Abatidos, los prisioneros rodearon a Nerzhin. Algunos se sentaron en los escritorios y no en sillas, para subrayar la seriedad del Estaban pensativos y melancólicos.
Así como los entierros todos recuerdan lo bueno nada más, ahora recordaban cómo Nérzhin defendía los derechos de todos, los intereses de sus compañeros. Por ejemplo la famosa historia de la harina limpia, cuando había inundado la administración y el Ministerio de Asuntos Internos con sus quejas porque no le daban sus cinco gramos de harina cada día, en persona.
(Según los reglamentos estaban prohibidas, tanto las quejas colectivas, como las quejas en nombre de otros. Aunque se suponía que el prisionero debía retomar la dirección del socialismo, se le prohibía interesarse en la causa común)
En esos días los zeks de la sharashkano comían lo suficiente y la lucha por la ración de harina despertó mucho más interés qué los asuntos internacionales. La fascinante saga terminó con la victoria de
Nerzhín: el "capitán a cargo de los calzoncillos", como lo llamaban entonces —en realidad asistente del oficial encargado de los víveres– fue despedido. Con la harina limpia que cada uno recibió diariamente hacían fideos dos veces por semana. También recordaron la lucha de Nerzhin para ampliar los períodos de ejercicio de los domingos. Eso en cambio, terminó en derrota: si dejaban que los prisioneros se pasearan el domingo, ¿quién iba a trabajar?
Nerzhin apenas escuchaba todos estos epitafios. Para él había llegado el momento de actuar y se sentía lleno de energía. Ahora que había sucedido lo peor, cualquier mejora dependía sólo de él. Entregados a Simschka los materiales sobre articulación, todo lo secreto al ayudante de Roitman, quemados o rotos sus papeles personales, guardados los libros y revistas pertenecientes a la biblioteca, extrajo sus últimas posesiones de los cajones y las entregó a sus amigos.
Ya estaba decidido para quien sería su silla giratoria amarilla, su escritorio alemán, el tintero, el papel importado. El moribundo en persona distribuyó sus legados con una sonrisa alegre, y cada uno de sus herederos le trajo dos o tres paquetes de cigarrillos. Era la costumbre de la sharashka: en este mundo los cigarrillos abundaban; en el otro, eran más valiosos que el pan.
Llego Rubin desde él grupo Secreto Cumbre. Tenía los ojos tristes y con bolsas por debajo.
—Si hubiera querido a Esenin —le dijo Nérzhin– te habría regalado el libro.
—¿Es que lo recuperaste? – se asombró Rubín.
—Pero se que prefieres a Bagristky y no puedo hacer nada.
—No tienes brocha de afeitar —dijo Rubin y sacó del bolsillo una con mango de plástico pulido: en ese lugar, un lujo. —Después de todo, prometí no afeitarme hasta que me exoneren... tómala.
Rubin nunca decía "el día en que me dejen libre", porque eso implicaba el término natural de su sentencia. Decía siempre “el día que me exoneren” y pedía sin cesar una revisión de su caso.
—Gracias viejo, pero tú te has acostumbrado tanto a la sharashka, que te olvidaste de las reglas del campo. ¿Quién me dejaría afeitarme allí? ¿Me ayudas a devolver los libros?
Empezaron a reunir y ordenar libros y revistas. Los otros fueron a lo suyo. Cargados ambos subieron la escalera principal. En el vestíbulo se detuvieron a tomar aliento y arreglar las pilas que se estaban cayendo.
Los ojos de Nerzhin, ardientes de morbosa excitación mientras hacía su preparativos, estaban ahora opacos y letárgicos.
—Escucha amigo —dijo– durante tres años no estuvimos de acuerdo ni una vez, siempre discutiendo y burlándonos uno del otro, pero ahora que te pierdo, quizá para siempre, pienso que tú eres uno de mis más... más...
Su voz se quebró.
Los grandes ojos negros de Rubín, tan a menudo chispeantes de ira estaban ahora llenos de ternura y timidez.
—Todo eso pasó. Ahora un beso, bestia.
Y acercó la cara de Nerzhin a su barba negra de pirata. Un momento después, cuando entraban a la biblioteca, Sologdin los alcanzó. Parecía preocupado. Sin pensar golpeó demasiado la puerta de vidrio y la bibliotecaria lo miró descontenta.
—Bueno, Gleb, ya sucedió: te vas —dijo Sologdin.
Sin prestar la menor atención al "fanático bíblico" Sologdin solo miraba a Nerzhin. Tampoco Rubín tenía ganas de reconciliarse; con el “hidalgo aburrido" y no lo miró.
—Sí, te vas; es una lástima, una gran lástima...,
No importaba cuánto habían hablado mientras cortaban madera ni cuánto habían discutido mientras caminaban. No había tiempo ni era éste el lugar para que Sologdin compartiera con Nerzhin, como deseaba, sus reglas de pensamiento y de vida.
—Escucha —dijo—. El tiempo es oro. Todavía no es tarde. Si aceptas quedarte como especialista computador, consigas mantenerte aquí... en cierto grupo... Pero el trabajo es muy duro, te lo digo con franqueza.
Rubin miró sorprendido a Sologdin.
—Gracias, Dimitri —suspiró Nerzhin—. Ya tuve esa oportunidad pero no sé por qué quiero hacer un experimento conmigo.
El proverbio dice: "Lo que te ahoga no es el mar, sino el charco". Quiero ver si puedo echarme al mar.
—¿Sí? Bueno, es cosa tuya, cosa tuya —dijo Sologdin con tono rápido, de hombre de negocios—. Lo siento mucho, mucho, Gleb.
La preocupación se le veía en la cara. Trataba de contener su impaciencia.
Los tres prisioneros esperaban que la bibliotecaria, teniente sin uniforme, teñida, pintada y empolvada con exceso, dominara su pereza hasta el punto de controlar la lista de Nerzhin.
Turbado por la mala voluntad que sentía entre sus compañeros dijo con suavidad en el silencio total de la biblioteca:
—Amigos: hagan las paces.
Ni Rubín ni Sologdin se movieron.
—Dimitri —insistió Gleb.
Sologdin le dirigió la fría llama azul de su mirada:
—¿Por qué diriges tus observaciones a mí? – fingió sorpresa.
—¡Lev! – repitió Gleb.
—¿Sabes por qué viven tanto los caballos?; —Rubín contesto como un autómata—. Porque nunca tratan de aclarar sus relaciones personales.
Ya desprovisto de propiedades oficiales y de asuntos oficiales, el guardia le ordenó volver a la prisión para recoger sus cosas. Con las manos llenas de paquetes de cigarrillos, encontró en el vestíbulo a Potapov, corriendo con una caja bajo el brazo. Potapov camino del trabajo no era lo mismo, que Potapov caminando en el patio: a pesar de su cojera, caminaba á buen paso, avanzando y retrocediendo la cabeza, bizqueando con firmeza algo muy lejano, como si cabeza y ojos pudieran servirle de compensación por sus no muy jóvenes piernas.
Potapov quería despedirse de Nerzhin y los demás que se iban, pero entró al laboratorio esa mañana la lógica interna del trabajo se apoderó de él suprimiendo todo otro sentimiento y pensamiento. Esta capacidad de entregarse por completo al trabajo olvidando la vida era la base de sus triunfos "afuera" como ingeniero; en la prisión eso lo ayudaba a soportar sus calamidades.
—Esto es todo, Andreich —dijo Nerzhin deteniéndolo—. El cadáver alegre y sonreía feliz, Potapov hizo un esfuerzo por recobrarse, la comprensión volvió a sus ojos. Llevó el brazo libre a la nuca como si intentara rascarse.
—Hola —dijo.
—Le daría mi Esenin pero para usted no hay nadie más que Pushkin.
—Ya nos tocará a nosotros —respondió Potapov, triste.
—¿Dónde volveremos a vernos? – suspiró Nerzhin. ¿En la prisión de transito de Kotlas? ¿En las minas de Indigirka? No creo que sea paseando por las calles de la ciudad, ¿eh?
Bizqueando levemente en el ángulo de los ojos, Potapov recitó:
"He cerrado mis ojos a los espectros;
Sólo muy lejanas esperanzas
Agitan a veces mi corazón".
En la puerta del Siete apareció la cabeza de Markushev, sonrojada por el trabajo.
—¡Bueno Andreich! ¿Dónde están los filtros? ¡El trabajo espera!
—Grito irritado.
Los coautores de "La sonrisa de Buda" se abrazaron torpemente. Los paquetes de cigarrillos Belomor se desparramaron por el suelo.
—Tienes que entender —dijo Potapov—. Estamos desovando y no hay tiempo.
“Desovar” era la expresión de Potapov para indicar el modo de trabajar que prevalecía en el Instituto Mavrino... y en otras partes: hecho de gritos, de órdenes, de ineficiencia; descripto por los diarios como “emprender el ataque" o "trajín".
—Escríbame! – añadió Potapov y los dos rieron. Era lo más natural que se podía decir al despedirse, pero en la cárcel las palabras eran una burla. No existía correspondencia entre las islas de GULAG.
Con la caja de filtros bajo el brazo y la cabeza echada atrás, Potapov corrió por el corredor, casi libre de cojera.
Nerzhin se apresuró hacia el cuarto semicircular donde comenzó a juntar sus cosas, consciente de las penosas inspecciones que le esperaban primero en Mavrino y luego en Butirkaya.
El guardia había entrado dos veces a urgirlo. Los otros y se habían ido o los habían llevado al cuartel general de la prisión. Cuando Nerzhin terminaba de empacar entró Spiridon, llenó de aire fresco con su chaqueta negra y sus dos vueltas de cinturón. Se quitó su gran gorra roja, arregló con cuidado la cama más próxima para no manchar la sábana blanca y se sentó sobre los resortes de acero con sus pantalones de algodón, sucios y remendados.
—Mire, Spiridon Danilich —Nerzhin le mostró el libro —aquí está Esenin.
—¿Se lo devolvió esa rata? – un rayo de luz atravesó fugaz la cara lúgubre de Spiridon, hoy más arrugada que nunca.
—No es tanto el libro. – explicó Nerzhin– como la idea: no deben abofetearnos-
—Es cierto-
—Tómelo, tome el libro. Un recuerdo mío.
—¿No se lo lleva? – preguntó el otro, abstraído.
—Un momento —Nerzhin tomó de nuevo el libro y lo abrió, buscando una página. Se lo encontraré, aquí mismo puede leer...
—Bueno, vaya, Gleb —fue el fúnebre saludo final de Spiridon-
Ya sabe como es la vida del campo: el corazón pide trabajo y las piernas piden puesto sanitario.
—Ya no soy un novicio: no se preocupe por mí. Trataré de trabajar.
Ya sabe lo que dicen: No te ahoga el mar, sino el charco.
Una mirada más atenta a Spiridon lo convenció de que estaba por completo fuera de sí, y de que, su estado no podía atribuirse a la despedida de su amigo.
Recordó que ayer, tras el anuncio de las nuevas restricciones, la denuncia de los delatores, el arresto de Ruska y la conversación con Simochka, había olvidado totalmente que Spiridon debía recibir una carta de su casa. Apartó el libro.
—La carta. ¿Recibió su carta, Danilich?. La mano de Spiridon apretaba la carta en el bolsillo, la saco, el sobre, doblado en dos, ya estaba gastado en el doblez.
—Aquí... pero no tiene tiempo —sus labios temblaban.
El sobre había sido doblado y desdoblado muchas veces desde ayer. La dirección mostraba la escritura grande, redonda y confiada de la hija de Spiridon, letra de quinto grado límite de sus estadios.
Según la costumbre de ambos, Nerzhin leyó en voz alta:
Querido padre:
No es justo escribirte esto, pero no me atrevo a seguir viviendo. ¡Qué gente mala hay en el mundo! Lo que prometen, y cómo engañan...
La voz de Nerzhin se apagó. Miró a Spiridon y se enfrentó con sus ojos grandes, casi ciegos tras las cejas rojizas y revueltas. Pero no le quedo ni un segundo para darle una palabra de verdadero consuelo porque la puerta se abrió de golpe y Nadelashin entró enojado. ¡Nerzhin! – gritó—. Uno lo trata bien y usted lo paga así. Todos están afuera, usted es el último.
Los guardias se apresuraban a meter a todos los trasladados en el edificio principal antes del almuerzo, para que no se vieran con nadie más.
Nerzhin abrazó a Spiridon, apretando con una mano el pelo crecido de la nuca.
—Muévase, muévase, ni un minuto más! – gritó el teniente primero.-Danilich, Danilich! – dijo Nerzhin abrazado al portero pelirrojo, Este suspiró, con un resoplido del pecho y agitó la mano.
—Adiós, Gleb.
—Adiós para siempre, Spiridon Danilich.
Se besaron en las mejillas. Nerzhin recogió sus cosas y salió impetuosamente acompañado por el oficial de servicio.
Spiridon tomó el libro abierto con sus manos sin lavar, cubiertas por años de suciedad, guardó la carta de su hija bajo la sobrecubierta con hojas de alerce, y sé fue a su cuarto sin notar que con la rodilla había echado a rodar su gorra de piel. De la cama rodó al piso y allí quedo.
CARNE
Cuando los trasladados llegaban al edificio principal se los registraba. Terminada la inspección los llevaron a una habitación con dos mesas desnudas y un tosco banco. El Mayor Mishin asistió al registro y de vez en cuando también entraba el Teniente Coronel Klimentiev. Al mayor gordito y color lila, le resultaba difícil inclinarse hasta las bolsas y valijas– no hubiera estado bien en alguien de su jerarquía– pero su presencia debía servir de inspiración a los guardias que eran quienes en realidad registraban. Con todo celo abrieron la ropa, los paquetes y los trapos de los prisioneros, poniendo énfasis especial en todo lo que fuese escrito. Los que dejaban la prisión especial no podían llevarse ni una letra escrita, dibujada ni impresa. Por eso casi todos ya habían quemado cartas, destruido sus notas de trabajo y regalado sus libros.
Un prisionero, el ingeniero Romashev, que sólo debía cumplir seis meses más de sentencia pues ya había estado encerrado diecinueve años y medio, se llevaba abiertamente una gran carpeta de recortes que cubría un largo período, notas y cálculos para la instalación de estaciones hidroeléctricas. Esperaba ir a la provincia de Krasnoiarsk y seguir trabajando en su profesión. Aunque la carpeta ya había sido personalmente por el coronel de ingenieros Yakonov y aprobada por éste para sacarla de la sharashka, y aunque el Mayor Shikin la había pasado a esta sección, con un segundo sello de aprobación agregado, todos los meses de frenéticos planes de Romashev fueron en vano.
El Mayor Mishin declaró que él no sabía nada de la carpeta y ordeno que se la llevaran. Así se hizo y el ingeniero Romashev, con ojos acostumbrados a todo, la vio alejarse. Había sobrevivido una muerte y el traslado en vagón de ganado de Moscú a Sovetskakagavan.
En una mina de la Kolinma había puesto la pierna bajo un vagón de mineral para romperse el hueso y en el hospital pudo escapar a la horrible muerte que significaban los "trabajos generales" en el ártico: de modo que no valía la pena llorar, ni siquiera ante la destrucción de diez años de trabajo.
Otro trasladado era el diseñador Siemushkin, bajo y calvo, quien tanto se había esforzado el domingo por zurcir sus medias.
En comparación, era un novato con dos años de prisión en la sharashka. Tenia mucho miedo de ir a un campo, pero miedo y impedían no impedían tratar de quedarse con un pequeño volumen —de Lermontov, a quien él y su esposa rendían verdadero culto. Rogó a Mishkin le devolviera el libro y se apretó las manos como un niño. Ofendiendo la sensibilidad de los zeks veteranos, trató de meterse en la oficina del teniente coronel, pero no fue admitido. De repente arrancó de manos del "policía", que saltó alarmado a la puerta, considerando el acto como una señal de rebelión. Siemushkin, con insospechada fuerza, arrancó las tapas verdes del libro, las arrojó a un lado y arranco las páginas, llorando y gritando mientras las tiraba a todos lados:
—¡Tómelas, devórelas, tráguelas todas!
La inspección continuó
Cuando había terminado, los zeks apenas se reconocieron mutuamente.
Obedeciendo órdenes, habían tirado sus mamelucos azules en una pila, su ropa interior con sello oficial en otra, y sus abrigos —a menos que estuviesen completamente inservibles– en una tercera.
Ahora todos llevaban su propia ropa, o harapos que las reemplazaban, están estaban bajo la mirada del contador.
Algunos quedaron sin ropa interior, a pesar de estar en pleno invierno se pusieron los calzoncillos y camisetas que llevaban el día en que llegaron desde el campo, y que, no lavados durante años, habían estado juntando moho en las bolsas del depósito. Otros usaban rudos zapatones de campamento, porque si al llegar su equipaje los contenía, se les quitaban sus propios zapatos y chanclos. Otros usaban botas de suela dura, y los más afortunados, botas de fieltro.
Las botas de fieltro son el alma de repuesto del prisionero. El zek que es el animal más privado de todo en la tierra, menos consciente de su futuro que una rana, un topo o un ratón campesino, no tiene defensa contra los virajes del destino. Aunque haya encontrado el refugio más cálido y profundo, nunca lo abandona el miedo de que a la noche siguiente lo arrojaran a los horrores del invierno, de que un brazo de franja celeste se apodere de él y lo arrastre al Polo Norte. Por eso sufren los pies que no calzan botas de fieltro; Kolima va a bajar su pies del camión, como dos barras de hielo. Un zek sin botas de propias vive todo el invierno escondiéndose, miente, disimula, soporta cualquier insulto o persigue a quien sea, con tal de que no lo trasladen en invierno. ¡Pero el que las tiene no conoce temores!
Mira audaz a los ojos de las autoridades y recibe sus órdenes de viaje con la sonrisa de Marco Aurelio.
Aunque afuera había deshielo, todos los poseedores de botas de fieltro, entre ellos Jórobrov y Nerzhin, se las pusieron y caminaron orgullosos por el cuarto. En parte lo hacían para cargar menos cosas, pero sobre todo por sentir su agradable calor, aunque hoy no iban más que a la prisión de Butirskaia, donde no hacía más frío que en la sharashka. Sólo el intrépido Gerasimovich, que no quiso ayudar á meter gente en la trampa, carecía de toda propiedad, y el vestuario le entregó, "como reemplazo” un capote color arveja, de mangas largas, que no se le abrochaba al frente y que "era usado", y zapatos de tela, incómodos, que también "eran usados".
Gracias a sus lentes, esa ropa le daba un aspecto, más cómico que nunca. La inspección había terminado. Los veinte fueron empujados a una sala vacía con las cosas que podían llevar. La puerta se cerró tras ellos y al otro lado se apostó un guardia, mientras esperaban al vagón negro. A otro guardia lo enviaron a patrullar el hielo resbaladizo bajo las ventanas, para echar a quien pretendiera acercarse para verlos durante la hora del almuerzo. Así se rompía todo contacto entre los se iban y los doscientos sesenta y uno que se quedaban, Los que esperaban el traslado estaban todavía en la sharashka, pero, en cierto modo ya no estaban allí. Se sentaron donde pudieron, sobre los paquetes o sobre los bancos y al principio nadie habló.
Cada uno hizo inventario: qué le habían sacado, qué le habían dejado, y pensó en la sharashka: las ventajas que perdía al irse, cuánto había pasado de su sentencia, y cuánto le quedaba. Como hacen los prisioneros, contaban una y otra vez los meses y los años: el tiempo ya perdido y el que les quedaba por perder. Pensaron en sus familias, de las que estarían separados quién sabe por cuánto tiempo, y en que tendrían que volver a pedirles ayuda. En la tierra de GULAG un adulto que trabaja doce horas por día no es capaz de mantenerse.
Pensaron en sus errores involuntarios o en las decisiones deliberadas que los habían traído a esta situación. Pensaron en dónde los mandarían, en lo que los esperaba allá y en cómo se arreglarían para vivir.
Cada uno se guardaba sus pensamientos, pero todos pensaban en algo fúnebre. Todos necesitaban esperanza, una palabra que les diera tranquilidad.
Por eso, cuando empezaron a hablar y alguien dijo que a lo mejor no los mandaban a ningún campo sino a otra sharashka, hasta los que no lo creían escucharon.
Hasta Cristo en el Jardín de Getsemaní; conociendo su amargo destino, rezó y tuvo esperanza.
Jorobrov trataba de arreglar la manija de su maleta, que se desprendía. Maldijo en voz alta:
—¡Qué perros, reptiles! Ni siquiera saben hacer una simple valija
Algún desgraciado quiso hacer economías; que Dios lo maldiga; Así que doblaron los extremos de un arco de acero y lo encajaron en los agujeros del mango. Mientras la valija esté vacía se mantiene pero en cuánto uno quiere poner algo adentro...
Se habían, caído unos ladrillos de una pared de la estufa (colocados sin duda, según el mismo principio de economía), y Jorobrov, furioso quiso usar parte de uno de ellos para volver a meter el arco de acero en los agujeros.
Nerzhin lo comprendía. Cada Vez que se topaba con la humillación, el descuido, la burla, la inutilidad, Jorobrov se sentía ultrajado. ¿Y como, era posible, en realidad, sentirse tranquilo ante tales cosas? ¿Acaso un lenguaje refinado podía expresar él grito de bestia de quien se siente herido? A punto de hundirse otra vez en la vida del camp, Nerzhin percibió el retorno de ese elemento tan importante en la libertad masculina: en cada cinco palabras que dijera había una blasfemia.
Romashev, en voz baja, informaba a los nuevos que ferrocarriles se usaban por lo general para llevar prisioneros a Siberia, y cuales eran las ventajas del sistema carcelario de tránsito de Kuibishev sobre los de Gorki y Kirov.
Jorobrov dejó de golpear; furioso, arrojó el ladrillo al suelo donde se deshizo en fragmentos rojos.
Nerzhin, como si su ropa de campamento le comunicara energía se levantó, exigió al guardia que llamara a Nadelashin y declaró a gritos:
—¡Teniente primero! Por la ventana vemos que están almorzando hace media hora. ¿Por qué no nos traen comida?. El teniente movió los pies con torpeza y replicó en tono de disculpa:
—Desde hoy ustedes no reciben raciones.
—¿Cómo que no las recibimos? – y alentado por el zumbido de descontento a sus espaldas, insistió—: dígale al jefe de la cárcel que no vamos a ninguna parte sin almorzar y nada de embarcarnos a la fuerza, tampoco.
—Muy bien, lo informaré – el teniente cedió en seguida y corrió, Culpable, hacia las autoridades.
Nadie se calló por cortesía; todos protestaron a voces. Los buenos meticulosos y gratuitos de la gente, libre, les parecía cosa de locos.
—¡Tiene razón!
! A hacerlos sudar!
—¡Esas ratas nos explotan!
—Miserables! Tres años de trabajo y nos quitan un almuerzo.
—¡No nos vamos y ya está! ¿Qué pueden hacernos ahora?
Hasta los que en la rutina diaria se habían mostrado tranquilos y sumisos a la autoridad, ahora eran audaces. El viento libre de la prisión de transito les azotaba la cara. Esta última oportunidad de comer carne significaba, no sólo el último estómago lleno antes de los meses y años de caldos sin sustancia, sino también el equivalente de su dignidad humana.