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En el primer cí­rculo
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Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Nadie rió.

Pryanchikov, sin esperar a que lo invitaran, se levantó de la silla y en el profundo silencio dijo vagamente, – ¡"Tant pis", caballeros! "¡Tant pis!" ¿Vivimos en el siglo veinte o en la edad de piedra? ¿Cuál es el sentido de la traición en la era de la desintegración atómica, de los semiconductores, de los cerebros electrónicos? ¿Quién tiene el derecho de juzgar a otro ser humano, caballeros? ¿Quién puede privarlo de su libertad?

—Perdón, ¿esa es la defensa? – dijo con educación el Profesor Chélnov, hacía quien miraron todos—. Quisiera antes agregar a los argumentos del fiscal algunos Hechos que mi estimado colega no ha tenido en vista y...

—Por supuesto, por supuesto. Vladimir Erastoyich, – aceptó Nerzhin—. Siempre estamos a favor de la acusación y contra la defensa, de modo que aceptamos la violación de las normas procesales. ¡Adelante!

Una sonrisa contenida apareció en los labios del Profesor. Habló en voz baja y, sin embargo, pudo ser perfectamente oído porque el público lo escuchaba con respeto. Sus ojos pálidos parecían mirar por encima de los presentes, como si estuvieran contemplando las páginas de las crónicas antiguas. El pompón de lana de su gorra acentuaba la finura de su rostro y le daba un aire concentrado y alerta.

—Quisiera decir, – expresa el profesor de matemática—, que aun antes de ser designado jefe militar, el Príncipe Igor hubiera quedado en descubierto la primera vez que hubiera llenado nuestro cuestionario especial de seguridad. Su madre era Polovtsiana, hija de un príncipe de ese país. Él tenía, pues, media sangre Polovtsiana. Había estado aliado con los Polovtsianos por muchos años y ya había sido un "fiel aliado y leal amigo" de Konchak antes de su campaña. En 1180, cuando fue derrotado por el ejército del príncipe Monomakh, escapó en el mismo bote que el Khan Konchak. Más tarde, Svyatoslav y Ryurik Rostislavich lo llamaron para unirse en la campaña rusa contra los Polovtsianos, pero Igor no aceptó so pretexto de estar la tierra resbaladiza por el hielo. ¿Sería porque en esa época Svoboda Konchakovna, la hija de Konchakov, ya estaba comprometida con Vladimir Igoryevich? En el año 1185, que ahora estamos considerando, ¿quién ayudó, después de todo, a Igor a escapar del cautiverio? ¡Un Polovtsiano! El Polovtsiano Ovlur, a quien después Igor concedió la nobleza. Y la hija de Konchak, oportunamente, dio un nieto a Igor. Propongo que el "autor de la epopeya", por ocultar estos hechos, sea también sometido a la justicia y asimismo el crítico musical Stasov, que pasó por alto las tendencias traidoras de la ópera de Borodin y, por último, el Conde Musin-Pushkin, dado que fue un cómplice indiscutible al quemar el manuscrito único de la "epopeya". Es evidente que alguien borró las huellas para favorecer a alguno.

Habiendo finalizado, Chelnov retrocedió. La misma débil sonrisa permanecía en sus labios.

Estaban silenciosos.

—¿Pero no hay alguien aquí que defienda al acusado? Después de todo, el hombre ciertamente necesita una defensa, – clamó Isaac Kagan indignado.

—¡No merece defensa ese bastardo!, – gritó Dvoyetyosov.

—Esto cae bajo el artículo iB. ¡Al paredón con él!

Sologdin frunció el ceño. Lo que Rubin había dicho era muy divertido y también respetaba la erudición de Chelnov, pero el Príncipe Igor era el orgullo de la historia rusa, una imagen de la caballería en su período más glorioso; por consiguiente, no debía ser ridiculizado, ni siquiera indirectamente, Sologdin sentía. un desagradable sabor en la boca.

—¡No, no, si no les importa, voy a hablar de cualquier forma en su defensa! – dijo envalentonado Isaac, recorriendo el cuarto con una mirada socarrona—. ¡Camaradas jueces! Como un honorable abogado del Gobierno coincido sin reservas con todas las conclusiones de la acusación. – Arrastraba las palabras.– Mi conciencia me indica que el Príncipe Igor no sólo debe ser ahorcado, sino también descuartizado. Es cierto que desde hace tres años no existe pena de muerte en nuestra humana legislación y estamos obligados a reemplazarla por otra. Aun así, resulta incomprensible que el fiscal sea tan sospechosamente indulgente. Es obvio que el Fiscal debe a su vez ser investigado. ¿Por qué se ha quedado a dos pasos de la pena máxima y establecido veinticinco años de trabajos forzados? Después de todo, existe en nuestro Código Penal un castigo que difiere muy poco de la muerte, un castigo mucho peor que veinticinco años de trabajos forzados.

Isaac marcó una pausa, como para causar la mayor impresión posible.

—¿Cuál es, Isaac? – Le gritaron impacientes. Tranquilamente y con fingida inocencia, respondió:– Artículo 20, inciso a.

Ninguno de los presentes, con toda su experiencia carcelaria, había oído hablar jamás de tal artículo. ¿Cómo lo conoce este leguleyo?

—¿Qué dispone? – Le gritaban sugerencias indecentes de todos lados:– ¿Castrarlo?

—Casi, casi, – confirmó Isaac imperturbable—. De hecho, es una castración espiritual. ¡El artículo 20, inciso a, lo condena a ser declarado enemigo de los trabajadores y a ser expulsado de los límites de la U.R.S.S.! ¡Que reviente en Occidente! No tengo nada más que decir, Modestamente, con la cabeza ladeada, pequeño e hirsuto, volvió a su litera.

Una explosión de risa sacudió el cuarto.

—¿Qué? ¿Qué?, – rugió Khorobrov, ahogándose, mientras su cliente saltaba escapando al tirón de la maquinilla—. ¿Expulsado? ¿Exiliado? ¿Existe realmente tal artículo?

—¡Qué sea más duro el castigo! ¡Qué sea más duro el castigo!, – gritaron.

Spiridon sonrió solapadamente.

Todos hablaron al mismo tiempo y luego se dispersaron... Rubin se acostó otra vez boca abajo, tratando de concentrarse en un diccionario Mongólico-Finlandés. Maldijo su estúpida manera de convertirse en el centro de la atención y se avergonzó del papel que había jugado.


CONCLUYENDO EL VIGÉSIMO AÑO



Adamson, apoyado en su almohada, seguía devorando "El Conde de Montecristo". Estaba de espaldas a lo que ocurría en el cuarto.

Ninguna parodia de juicio podía entretenerlo. Sólo dio vuelta la cabeza ligeramente cuando habló Chelnov, porque lo que decía era nuevo para él.

En veinte años de exilio, prisiones para investigación, celdas solitarias, campos de concentración y sharashkas, Adamson, que había sido un orador vigoroso y sensible, se volvió indiferente a sus sufrimientos y a los de la gente que lo rodeaba.

El juicio recién representado estaba dedicado al sino de los prisioneros de guerra, soldados soviéticos primeramente conducidos al cautiverio por ineptitud de sus generales y después abandonados fríamente por Stalin, para ser aniquilados por el hambre; los prisioneros integraban la oleada de los años 1945 y 1946. Adamson admitía teóricamente la tragedia que los había sacudido; pero, con todo, era una sola ola de prisioneros, una de tantas y ni siquiera la más notable. Los prisioneros eran interesantes porque habían visto muchos países extranjeros (y por lo tanto quedaban automáticamente convertidos en "falsos testigos vivientes", como los llamaba jocosamente Potapov). Pero, de cualquier manera, su ola era gris, pardusca. Eran víctimas infortunadas de la guerra y no hombres que hubieran elegido la lucha política como objetivo de su vida.

Cada oleada de "zeks" arrestada por el NKVD, como todas las generaciones humanas, tenía su historia y sus héroes.

Era difícil que una generación comprendiera a la otra.

Adamson consideraba que la gente que estaba en ese cuarto no podía compararse con los gigantes que, como él, habían elegido voluntariamente el exilio en el Yemisei, en vez de retractarse de lo dicho en las reuniones del Partido para mantener el confort y la prosperidad. Todos habían tenido esa opción. No habían aceptado la perversión y la desgracia de la Revolución, sino que se ofrecieron al sacrificio por su purificación. En cambio, esta tribu de jóvenes desconocidos, treinta años después de la Revolución de octubre, había entrado en la cárcel con blasfemias campesinas, repetían lo mismo por lo cual hubieran sido fusilados durante la Guerra Civil.

De modo que Adamson, que no era personalmente hostil a ninguno de los ex-prisioneros en general, no aceptaban esta clase de gente.

Además (como él mismo se lo aseguraba), desde hace tiempo había perdido interés en los temas de los prisioneros, en sus confesiones, y en la narración de lo que habían visto. No tenía la curiosidad de la juventud sobre lo que se decía en el otro rincón de la celda. Había perdido también el entusiasmo por el trabajo. No estaba en contacto con su familia porque no era de Moscú, nunca recibía visitas y las cartas censuradas que le llegaban a la sharashkainvoluntariamente habían sido depuradas de toda espontaneidad cuando fueron escritas. No perdía el tiempo leyendo periódicos, ya que su contenido se le hacía evidente con sólo ver los titulares. No podía escuchar radioemisoras musicales más de una hora al día y sus nervios no soportaban la palabra radial, como así tampoco los libros llenos de falsedades. Aunque en su fuero más íntimo en alguna parte detrás de las siete paredes mantenía un vivo y agudo interés por el mundo y por la suerte de la doctrina a la cual había dedicado su vida, estaba habituado a aparentar una absoluta indiferencia por todo lo que lo rodeaba. Por eso ocurría que Adamson, que no había sido fusilado, apuñalado, o envenenado en el momento oportuno, no gozaba con los libros que quemaban con la verdad, sino con aquellos que lo entretenían y lo ayudaban a acortar su interminable condena.

No había leído "El Conde de Montecristo" en la "taiga" de Yenisei en 1929, veinte años atrás. En Angora, en el perdido pueblo de Doshchany, hacia el cual se llegaba por camino de trineo de 300 km. de largo a través de la "taiga", se reunían de otros lugares aún más recónditos —bajo el pretexto de festejar el Año Nuevo– para una conferencia de deportados donde se discutía la situación interna e internacional del país. La temperatura bajaba más grados bajo cero. Una estufa provisoria que funcionaba en un rincón, porque la habitual estaba descompuesta, no podía de ninguna manera entibiar la espaciosa cabaña siberiana. Las paredes estaban traspasadas de frío. De vez en cuando, los troncos crepitaban como disparos en el silencio de la noche.

La conferencia fue abierta por Satanevich con un informe sobre la política del Partido en las aldeas. Se quitó la gorra, liberando su pelo oscuro y ondulado, pero conservó su abrigo de cuero de oveja con su libro de dicción inglesa eternamente sobresaliendo del bolsillo. – "Uno siempre debe entender al enemigo", – explicaba. Satanevich siempre actuaba como jefe. Después fue muerto a tiros, según parece, en la huelga en el campo de concentración de Vorkuta. Pero cuanto más apasionadamente eran discutidos los informes, más se desintegraba la unidad de este frágil puñado de deportados. No eran dos o tres las opiniones, sino que cada uno tenía la suya. De mañana, fatigosamente, el parte oficial de la conferencia se cerraba sin llegar a una decisión.

Comían y bebían en vajilla estatal y había ramas de pino como decoración, tapando las estrías de la tosca mesa. Las ramitas olían a nieve y brea y pinchaban las manos. Tomaban vodka casero.

Al llegar los brindis hicieron el juramento de que ninguno firmaría jamás una renuncia ni una capitulación.

Corearon gloriosas canciones revolucionarias: "Varshavyanka", "Sobre el mundo flota nuestra bandera" y "El Barón negro".

Siguieron discutiendo sobre todos los temas imaginables.

Rosa, una obrera de la Fábrica de Tabaco Khardhov, estaba sentada sobre un cobertor de plumas. (Lo había traído a Siberia desde Ucrania y estaba muy orgullosa de él). Fumaba un cigarrillo tras otro y se sacudía los rulos desdeñosamente. – "¡No puedo soportar la intelligentsia!" Me disgusta, con todas sus sutilezas y complejidades. La psicología humana es mucho más simple de lo que querían imaginar los escritores prerrevolucionarios. ¡Nuestro problema es librar a la Humanidad de su sobrecarga espiritual!

De alguna manera llegaron al tema de los adornos femeninos. Uno de los deportados, Patrushev, un ex-Fiscal de Odessa, cuya novia había venido recientemente de Rusia, preguntó desafiante: —¿Para qué quieren mantener empobrecida a nuestra futura sociedad? ¿Por qué no debo soñar con un tiempo en que cada chica pueda usar perlas? ¿Cuándo cada hombre podrá adornar la frente de su amada con una Piara?

¡Qué rugido se produjo! ¡Con qué furia lo azotaron con citas de Marx y Plekhanov, de Campanella y Feuerbach.!

¡Nuestra futura sociedad! ¡Con qué facilidad hablaban de ella!

El primer sol del año 1930 se asomó, y todos salieron a admirarlo. Era una mañana fresca y tonificante, con columnas de humo rosado subiendo rectas hacia el cielo rosado. En las amplias extensiones de Angara las campesinas conducían el ganado a abrevar en un hoyo en el hielo cerca de un grupo de abetos. No habían hombres ni caballos; todos habían sido llevados a trabajar en el bosque.

Pasaron dos décadas. La oportunidad y pertinencia de los brindis de otrora había florecido y después se había marchitado. Habían fusilado a los firmes y a los claudicantes. Sólo en la mente aislada de Adamson, intacta en el invernáculo de la sharashka, vivía aún, como un árbol invisible, el recuerdo de aquellos días.

Adamson miraba el libro pero no lo leía.

Nerzhin se sentó entonces en el borde de su litera.

Nerzhin y Adamson se habían conocido tres años antes, en una celda en Butyrskaya, en la cual también estaba encerrado Potapov. Adamson terminaba entonces sus primeros diez años y asombraba a los demás reclusos con su fría autoridad, su profundo escepticismo carcelario, en tanto que secretamente vivía con la loca esperanza de volver pronto con su familia.

Habían seguido diferentes caminos. Adamson, por negligencia, fue liberado, pero sólo por el tiempo suficiente para que su familia se trasladara a Sterlitamak, donde la Policía lo autorizaba a radicarse.

Ni bien se hubo mudado su familia, fue nuevamente arrestado y sometido a un solo interrogante: ¿realmente había estado expatriado desde 1929 hasta 1934 y encarcelado desde entonces? Habiendo quedado establecido que así era en efecto, que había cumplido su condena y aún más de lo que le imponía la sentencia, el Tribunal Especial le aplicó otros diez años. La Jefatura de las sharashkassupo que su viejo trabajador había sido nuevamente detenido y lo reintegró de buen agrado a la sharashka. Fue traído a Mavrino, donde, como siempre en el mundo de los prisioneros, encontró inmediatamente viejos amigos, incluyendo a Nerzhin y Potapov. Cuando los tres fumaban parados en la escalera. Adamson sentía que nunca había recuperado la libertad por un año, que no había visto a su familia, que no le había dado una nueva hija a su mujer durante ese período, que todo había sido un sueño cruel y que la única realidad sólida en el mundo era la prisión.

Nerzhin se había sentado al lado de Adamson para invitarlo a la fiesta de su cumpleaños, porque había decidido celebrarlo. Adamson felicitó tardíamente a Nerzhin y mirándolo de costado le preguntó quién estaría. Adamson no estaba contento de tener que vestirse y arruinar un domingo que estaba pasando tan maravillosamente en ropa interior, de dejar su libro, tan entretenido, y concurrir a una fiesta de cumpleaños. Fundamentalmente, no tenía esperanzas de pasar un rato agradable porque estaba casi seguro de que surgiría una discusión política que sería como siempre inútil e inconducente, aunque imposible de eludir. Al mismo tiempo, no podía realmente entrar en ese tema, porque antes mostraría su mujer desnuda ante los "jóvenes" prisioneros que descubrirles sus pensamientos, tan hondamente escondidos y tan frecuentemente ultrajados.

Nerzhin le dijo quién estaría. En la sharashka, sólo Rubín era íntimo de Adamson y, sin embargo, éste se proponía reprocharle su farsa de hoy, que consideraba indigna de un verdadero comunista. Por otra parte no le gustaban Sologdin ni Pryanchikov.

Con todo, no había otra salida, y Adamson aceptó. Nerzhin le dijo que la celebración comenzaría entre las literas de Potapov y Pryanchikov dentro de media hora, tan pronto como Potapov terminara de preparar la crema.

Mientras hablaban, Nerzhin advirtió lo que leía Adamson y le dijo: —Yo también tuve oportunidad de leer Montecristo en la prisión, pero no pude terminarlo. Observé que aun cuando Dumas trata de crear un sentimiento de horror, describe el Castillo de If como una prisión completamente patriarcal. No hablemos de su omisión de algunos lindos detalles, como el acarreo diario del balde de la letrina a la celda, acerca del cual nada dice Dumas, con la ignorancia del hombre libre. Es fácil darse cuenta por qué Dantés pudo escapar. Durante años nadie revisó su celda, siendo que deben ser registradas todas las semanas. Por eso no fue descubierto el túnel. Y nunca cambiaban los destacamentos de guardias, cuando la experiencia enseña que deben ser relevados cada dos horas, para que uno controle al otro. En el Castillo de If no entraban a las celdas y las examinaban días enteros. Ni siquiera tenían mirillas, de modo que If no era de ningún modo una cárcel, sino un lugar de recreo junto al mar. Incluso, dejaban en la celda un tazón de metal, con el cual Dantés podía excavar el suelo. Por último, cosieron confiadamente a un hombre muerto en una bolsa sin quemarlo en la morgue con hierros al rojo ni traspasarlo con bayonetas en la guardia. Dumas debió ajustar los recaudos en vez de oscurecer la atmósfera.

Nerzhin nunca leía un libro por simple entretenimiento. Buscaba aliados y enemigos y extraía de los libros un juicio preciso, que luego trataba de imponer a los demás.

Adamson le conocía esta costumbre molesta y escuchaba sin levantar la cabeza de la almohada, mirándolo con calma a través de sus anteojos rectangulares.

—Bueno, iré, – dijo, y poniéndose más cómodo, volvió a su lectura.


INSIGNIFICANCIAS CARCELARIAS



Nerzhin fue a ayudarlo a Potapov en la preparación de la crema. Durante sus años de hambre como prisionero de los alemanes y en las cárceles soviéticas, Potapov había aprendido que el proceso de masticar no es algo vergonzoso ni despreciable, sino una de las experiencias más deliciosas de la vida, que revela la esencia misma de nuestra existencia.

"Me gusta definir las horas

Por el almuerzo, el té

Y la cena"

recitaba este notable ingeniero ruso, que había dedicado su vida a los trasformadores con capacidad de miles de kilovatios.

Cómo Potapov era uno de esos ingenieros cuyas manos son tan rápidas como su inteligencia, se convirtió en seguida en un excelente cocinero: en el "Kriegsgefangelageren", solía preparar torta de naranja sólo con peladuras de patatas, y en la sharashkase especializó en postres y confituras.

Precisamente ahora se estaba afanando sobre dos mesas de noche arrimadas, entre su litera y la de Pryanchikov. El colchón de arriba cortaba la luz del techo y creaba una agradable penumbra. A causa de la forma semicircular del cuarto (con las literas colocadas a lo largo de los radios), el pasillo era angosto en el eje y se ensanchaba hacia la ventana. El macizo antepecho de la ventana, de cuatro ladrillos y medio de espesor, también era utilizado por Potapov. Latas, cajas plásticas y tazones estaban colocados por todas partes. Potapov solemnemente, ritualmente, batía leche condensada, chocolate y dos huevos (algunos de estos ingredientes provenían de Rubin, que frecuentemente recibía paquetes de su casa y siempre los compartía) convirtiéndolos en algo que no tenía nombre en el lenguaje humano. Rezongó a Nerzhin por llegar tarde y le ordenó que improvisara dos copitas, (habiendo ya juntado una tapa de termo y dos pequeños vasos de laboratorio de química, los armó Potapov mismo con el papel manteca a la manera de los envases de helados que se venden en las heladerías). Nerzhin le propuso pedir prestadas dos tazas de afeitar y enjuagarlas con agua caliente.

Un sereno ambiente de reposo dominical se había instalado en el cuarto semicircular. Algunos "zeks" conversaban, sentados o acostados en sus literas; otros leían, mientras jirones de conversación volaban de un lado a otro. Otros yacían silenciosos con las manos atrás de la cabeza, mirando el techo.

Todos los sonidos se unían en una sola distancia.

El especialista en vacío Zemélya ocupaba complacido su litera superior: descansaba en calzoncillos, frotándose el pecho velludo, con su invariable sonrisa benévola, mientras le contaba una historia a Mishka Mordvin, a dos pasillos de por medio.

—Si quieres saber la verdad, comencé con medio kopeck.

—¿Cómo fue eso?,

—Bueno, antes, en 1926, en 1928 —cuando era un niño– había un letrero sobre las ventanillas de los cajeros: "Pida su vuelto hasta el medio kopeck". Existía realmente esa moneda, una pieza de medio kopeck. Los cajeros la entregaban sin una palabra. Era en el tiempo del NEP, casi época de paz.

—¿No había guerra?

—Así es, no había guerra. ¿Puedes imaginártelo? Era antes de todas las guerras. Tiempo de paz. Durante el NEP, la gente en las instituciones del Estado trabajaba seis horas, no como ahora, y todo andaba perfectamente. La gente encontraba trabajo. Si te tenían quince minutos de más, debían pagarle tiempo extra. ¿Y qué crees que fue lo primero en desaparecer? ¡El medio kopeck! Así empezó todo. Desaparecieron las monedas de cobre y en 1930 también las de plata. No había más cambio. No te daban cambio por nada en el mundo. Desde entonces nada anduvo bien. No hay cambio chico y empezaron a contar en rublos. Los mendigos ya no piden kopecks en nombré de Cristo, sino que exigen. "Ciudadano, déme un rublo". Y cuando te pagan en una oficina pública, no te molestes en pedir los kopecks que aparecen en la lista de pagos. ¡Se reirían de ti! ¡Ellos son los tontos! Medio kopeck significa respeto por un hombre, y ni siquiera te dan sesenta kopecks de vuelto por un rublo. En otras palabras, se cagan en uno. Nadie salió a la defensa del medio kopeck y ahí tienes: perdimos media vida.

Del otro lado, otro prisionero en su litera alta, que había sido distraído de su libro, dijo al hombre de al lado: —El Gobierno zarista era desastroso. Oye, una mujer revolucionaria, Sasheñka entraba en huelga de hambre por ocho días para obligar al jefe de la prisión a que le pidiera disculpas, y el idiota se disculpaba. ¡Imagínate al director de Krasnaya Presnya disculpándose!

—Hoy le empezarían a alimentar por vía intestinal al tercer día, y le aplicarían una segunda condena por provocación. ¿Dónde leíste eso?

—En Gorky.

Dvoyetyosov, que estaba acostado cerca, se levantó. – ¿Quién está leyendo Gorky? – preguntó con voz terrible,.

—Yo.

—¿Para qué diablos?

—Bueno, acá, por ejemplo, hay algunos detalles sobre la prisión de Nizhny Novgorod: podías poner una escalera y subirte a la pared y nadie te atajaba. ¿Puedes imaginarte eso? Y los guardias, según el autor, tenían revólveres tan herrumbrados que sólo podían usarlos para clavar clavos en las paredes. Es muy útil saberlo.

Debajo de ellos, crecía una vieja discusión de presidio: ¿cuándo es mejor estar encarcelado? Por la manera fatal de plantear la pregunta, permitía suponer que nadie podía eludir la prisión. (Los prisioneros tendían a exagerar el número de otros prisioneros). Cuando, en verdad, habían sólo doce a quince millones de personas en cautiverio, los "zeks" creían que eran veinte y hasta treinta millones. Pensaban que casi no existían hombres en libertad. ¿Cuándo es mejor estar encarcelado?, sólo significaba si era preferible en la juventud o en los años declinantes. Algunos "zeks", generalmente los más jóvenes, insistían optimistas en que era mejor ser encarcelado en la juventud. Uno tiene entonces oportunidad de aprender el significado de la vida, lo que realmente cuenta y lo que es despreciable; entonces, a la edad de treinta y cinco habiendo cumplido una condena de diez años, un hombre puede construir su vida sobre fundamentos razonables. Un hombre encarcelado en edad avanzada puede sufrir por haber vivido mal, porque su vida ha sido una cadena de errores y porque esos errores ya no pueden ser corregidos. Otros —generalmente los mayores– mantenían con igual optimismo que ser encarcelado cerca de la vejez era, por el contrario, como ir a una pensión modesta o a un monasterio, después de haberle sacado todo a la vida en los mejores años (En el vocabulario de los reclusos, "todo" se reducía a la posesión de un cuerpo de mujer, buena ropa, buena comida y bebida). Sostenían que en un campo no le pueden sacar demasiado a un viejo, en tanto que podían convertir a un joven en un tullido que, después, "ni siquiera querría acercarse a una mujer".

Esa era la esencia de la discusión en el cuarto semicircular. Así es como discuten siempre los prisioneros. Algunos se reconfortaban, otros se atormentaban, pero la verdad no quedaba aclarada por la discusión ni por sus conocimientos de la vida. Los domingos por la noche siempre era agradable estar en la prisión, pero cuando se levantaban el lunes por la mañana siempre era malo.

Pero aun eso no era enteramente cierto.

Discutir sobre "cuándo era mejor ser encarcelado" no inflamaba a los participantes, sino más bien los unía en melancólica filosofía. La discusión nunca conducía a estallidos.

Tomás Hobbes dijo en alguna parte que la sangre sólo correría sobre el teorema de "la suma de los ángulos de un triángulo equivale a 180 grados", en el caso de que lesionara los intereses de alguno.

Pero Hobbes no conocía nada sobre presidiarios.

En la última litera, cerca de las puertas, había comenzado una discusión que pudo llevar a una pelea y al derramamiento de sangre, aunque no dañaba los intereses de nadie. El operario del torno se había puesto a conversar con el electricista, y llegaron al tema de Sestroretsk; de allí fueron a las estufas y la calefacción en las casas de Sestroretsk. El operario había vivido allí un invierno y recordaba claramente la clase de estufas que tenían. El electricista nunca había estado, pero su cuñado había sido un instalador de estufas de primera clase y había colocado estufas, particularmente en Sestroretsk. El electricista describía una estufa totalmente opuesta a la que recordaba el operario. Su disputa, que comenzó como una discusión cualquiera, ya había llegado a la etapa de las voces descontroladas y los insultos personales. Ya tapaba todas las otras conversaciones en el cuarto. Cada uno de los rivales sufría por la imposibilidad de demostrar que tenía razón. Buscaron en vano un tribunal de arbitraje, hasta que, súbitamente, recordaron que el portero Spiridon era entendido en estufas y pensaron que, por lo menos, diría al otro que los absurdos artefactos que él imaginaba no existían en Sestroretsk ni en ninguna otra parte. Casi corriendo salieron a buscar al portero, con el consiguiente alivio del resto del cuarto.

Pero en su apuro olvidaron cerrar la puerta, y otra disputa, no menos violenta, explotó desde el corredor. ¿La mitad del siglo veinte debía ser festejada el 1° de enero de 1950 o el 1° de enero de 1951? La discusión, evidentemente, había durado un rato y partía de esta pregunta: ¿El veinticinco de qué año había nacido Cristo, o al menos se suponía que había nacido?

La puerta fue cerrada de golpe. El ruido ensordecedor desapareció. El cuarto quedó en silencio y se pudo oír a Khorobrov. diciéndole al dibujante calvo de la litera de encima:

—Cuando nuestros hombres zarpen en el primer viaje a la luna, habrá naturalmente una sesión final junto al cohete antes de la partida. La tripulación aceptará economizar combustible, batir el "record" de velocidad cósmica, no detenerse en el espacio para reparaciones en vuelo, y ejecutar el "aterrizaje" con un nivel de "bueno" o "excelente". Uno de los tres miembros de la tripulación será un funcionario de conducción política. Durante el vuelo instruirá al piloto y al navegador en los usos políticos de los viajes espaciales y les pedirá declaraciones para los periódicos "murales".

Pryanchikov oyó esta predicción mientras corría a través del cuarto con toalla y jabón. Con un movimiento de ballet saltó hacia Khorobrov y, frunciendo el ceño le dijo: —¡Ilya Terentich!, déjame asegurarte que no será así.

—¿Y cómo será?

Pryanchikov puso misteriosamente un dedo sobre sus labios, como en una cinta de detectives. "Los americanos estarán antes en la luna".

Estalló en una risa clara e infantil y se fue corriendo.

El grabador estaba sentado cerca de Sologdin, manteniendo una apasionante conversación sobre mujeres. El grabador tenía cuarenta años y, aunque su cara era joven, se le veía el cabello casi completamente gris, lo cual lo favorecía.

Hoy estaba de excelente humor. Es cierto que había cometido un error esa mañana, y se había comido el cuento corto que había escrito, cuando, según resultó después, podía haberlo pasado a través de la revisación y habérselo entregado a su esposa. Pero se había enterado que ésta había mostrado sus primeros cuentos cortos a varias personas de confianza, que estaban encantadas con ellos. Por supuesto, el elogio de parientes y amigos puede ser exagerado, pero ¿dónde es posible encontrar una opinión imparcial? Ya fuera que lo hiciera bien o mal, el grabador estaba preservando para siempre la verdad de lo que hizo Stalin con millones de prisioneros de guerra rusos, el llanto de sus almas. Estaba orgulloso y satisfecho de esto y tenía la firma decisión de seguir escribiendo. La visita en sí había resultado muy buena hoy. Su fiel esposa lo había esperado, había peticionado su liberación y pronto conocerían el resultado favorable de sus gestiones.

Buscando un desahogo para su euforia, le estaba contando una larga historia a Sologdin, a quien consideraba, no como un estúpido, pero sí como un perfecto mediocre sin un presente ni un pasado tan brillante como los que él mismo disfrutaba.

Sologdin estaba acostado de espaldas, con un libro estropeado abierto sobre su pecho, escuchando al narrador con un ligero centelleo en los ojos. Con su barbita enrulada, ojos claros, frente amplia y los rasgos simétricos de un antiguo paladín ruso, Sologdin era notablemente, casi indecentemente, buen mozo...


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