355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Александр Солженицын » En el primer cí­rculo » Текст книги (страница 43)
En el primer cí­rculo
  • Текст добавлен: 3 октября 2016, 22:21

Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



сообщить о нарушении

Текущая страница: 43 (всего у книги 50 страниц)

—Vamos, si hubiera deseado perjudicar este tacho, simplemente hubiera colocado un puñado de arena en los cojinetes ¡y ya estaba! ¿Cuál es el objeto de rajar la base?

Shikin, inmediatamente, apuntó esta declaración típica del inveterado saboteador, pero Potapov se rehusó a firmarla.

Lo que hacía tan difícil la presente investigación era que Shikin no disponía de los métodos ordinarios para lograr la verdad: celdas solitarias, celdas de castigo, bofetadas, raciones restringidas para celdas de castigo, interrogatorios nocturnos, ni siquiera la precaución elemental de aislar en celdas diferentes a los investigados. Aquí había que hacer las cosas, en forma tal, que los presuntos criminales pudieran seguir trabajando a plena capacidad y para ello tenían que comer y dormir en forma normal.

A pesar de todo, el sábado Shikin se había ingeniado para enterarse por un zek que cuando estaban bajando el torno los últimos peldaños, se había atascado en la estrecha abertura de la puerta y que el portero Spiridón llegó hasta ellos gritando: ¡Esperen, amigos, les ayudaré!" y se unió a los que lo sujetaban y ayudó a trasportarlo hasta donde lo dejaron. Del diagrama resultaba que el único lugar de que pudo tomarlo era la base, debajo del mandril.

Shikin había decidido devanar este rico y nuevo hilo, hoy, lunes, descuidando las dos denuncias que habían sido formuladas esa mañana sobre el "El juicio del príncipe Igor". Llamó al portero pelirrojo antes del almuerzo y Spiridón llegó desde el patio tal como estaba, con su capote y su cinturón de tela gastado. Se había quitado la gorra con grandes orejeras y la apretaba con aire culpable entre sus manos, como el clásico campesino ruso que viene a pedir un pedazo de tierra a su señor. Tuvo cuidado de no ensuciar la alfombra, restregando sus pies en el felpudo de goma. Echando una ojeada de desaprobación sobre las botas húmedas del portero y mirándolo con severidad, Shikin dejó que permaneciera de pie mientras él se sentaba en el sillón y, silenciosamente, miraba algunos papeles. De tiempo en tiempo, como si estuviera asombrado por lo que estaba leyendo acerca de la naturaleza criminal de Yegorov, lo miraba atónito, como se podría mirar a una bestia sanguinaria que al fin hubiera sido enjaulada. (Todo esto lo hacía de acuerdo al sistema, y tenía la intención de producir un impacto aniquilador en la psiquis del prisionero). Una media hora pasó en el despacho cerrado en absoluto silencio. La campana del almuerzo sonó con claridad. Spiridón esperaba recibir la carta de su casa, pero Shikin ni siquiera oyó la campana; revisaba con rapidez y en silencio los gruesos legajos, sacó algo de una caja y la puso en otra, ojeó ceñudo otros papeles y otra vez, brevemente, miró sorprendido al desalentado y culpable Spiridón.

Toda el agua de las botas de Spiridón había goteado sobre el felpudo de goma, y se había secado, cuando por fin Shikin habló:

—Bien, ¡acérquese! – Spiridón se acercó.– Deténgase. ¿Lo conoce? – Y empujó hacia él la fotografía de un joven vistiendo uniforme alemán, sin gorra.

Spiridón se inclinó, miró furtivamente, lo examinó y dijo disculpándose:

—Como usted sabe, ciudadano Mayor, soy un poco ciego. Déjeme verlo más de cerca.

Shikin lo dejó mirar. Todavía sosteniendo su astrosa gorra de piel en una mano, Spiridón tomó la fotografía por los bordes, con todos sus cinco dedos y llevándola hacia la luz de la ventana, la puso frente a su ojo izquierdo, como para examinarla en todos sus detalles.

—No —dijo con un suspiro de alivio—. Nunca lo he visto. Shikin volvió a tomar la fotografía.

—Muy malo, Yegorov —dijo en forma aplastante—. Negarlo sólo hará que las cosas resulten peor para usted. Bien, qué diablos, tome, asiento —y señaló una silla más distante—. Tenemos que conversar mucho; se le cansarían los pies.

Otra vez guardó silencio, afanándose con los papeles.

Spiridón retrocedió y se sentó. Puso su gorra en una silla próxima, pero observando cuán limpia estaba la silla de cuero suave, la sacó y la puso sobre sus rodillas. Metió la cabeza redando entre los hombros y se inclinó hacia adelante; toda su apariencia expresaba arrepentimiento y sumisión.

Con completa calma pensó. "¡Víbora! ¡Perro! ¿Cuándo recibiré la carta? ¿No la tendrás tú?

Spiridon había soportado en su vida dos investigaciones y una reinvestigación, y conocido a miles de prisioneros que sufrieron investigaciones. Conocía perfectamente el juego de Shikin, pero sabía qué tenía que simular creer en él.

—Ha llegado nuevo material contra usted —dijo Shikin, suspirando con pesadez—. ¡Parece que ha hecho sus jugarretas en Alemania!

—¡Quizás no se trate de mí! – lo tranquilizó Spiridon—. Los Yegorovs eran como moscas en Alemania. ¡Decían que hasta había un general Yegorov!

—¿Qué quiere decir que no era usted? ¡Que no era usted...! Spiridon Danilovich es el nombre que tengo, aquí —dijo Shikin y señaló con el dedo uno de los legajos—. Y el año de nacimiento, y todo lo demás, – ¿Año de nacimiento? ¡Entonces no era yo! – respondió Spiridon con convicción—. Porque, para hacer las cosas más fáciles con los alemanes, me agregué tres años.

—¡Ah, si Shikin recordó. Entonces su rostro se encendió y la fatigosa necesidad de conducir una investigación se desvaneció de su voz. Dejó a un lado los papeles.– Antes que me olvide. ¿Recuerda, Yegorov, hace diez días, cuando ayudó a llevar el torno? Bajando la escaleta hasta el sótano...?

—¡Sí!.

—¿Dónde ocurrió el golpe? ¿Fue en la escalera o cuando ya estaban en el corredor?

—¿Golpearon a quién? – respondió sorprendido Spiridon—. No nos hemos peleado.

—¡El torno!

—Buen Dios, ciudadano Mayor, ¿por qué había de golpear el torno? ¿Es que nos hizo algún daño? ¿Por qué?

—Eso es lo que me sorprende, también... ¿por qué lo rompieron?

¿Quizás se les cayó?

—¿Qué quiere decir con eso de que se nos cayó? Lo teníamos por los pies, con cuidado, como a un niñito.

—Y tú, personalmente, ¿de dónde lo supiste?

—¿De dónde? De aquí.

—¿De dónde?

—De mi lado.

—¿Sí, pero de dónde lo tomaste, de debajo del mandril posterior o

de abajo del eje?.

—Ciudadano Mayor, no entiendo de mandriles, ni de ejes

¡Le mostraré cómo lo hice! – Puso la gorra en la silla próxima, se levantó y dio vuelta como si estuviera tratando de hacer pasar un torno a través de la puerta a la oficina. Yo venía hacia acá, en esta forma. Hacia atrás. Y dos de ellos se atascaron en la puerta... ¿comprende?

—¿Cuáles dos?

—¿Cómo puedo saberlo? No bauticé chicos con ellos. Yo estaba resoplando. "¡Deténganse!", grité. "Déjenme ver de dónde puedo agarrarlo". ¡Allí estaba él coso!

—¿Qué coso?

—¿Cómo, no lo entiende? – preguntó Spiridon por encima de su hombro, poniéndose colérico—. Eso que estábamos cargando.

—¿El torno?

—Por supuesto, ¡el torno! Y pronto lo sostenía de otra parte. (Así lo demostraba esforzándose, y agachándose). Entonces, uno de ellos, se adelantó por un costado, otro empujó y un tercero... ¿por qué se nos iba a caer? ¡Qué demonios! – Se enderezó—. En el campo hemos trasportado cargas más pesadas que esa. Seis mujeres podrían bien llevar tu torno...seis kilómetros... ¿Dónde está ese tornó? ¡Vamos a levantarlo ahora mismo y acabemos con eso!

—¿Quiere decir que no le dejaron caer? – preguntó el Mayor amenazador.

—Eso es lo que estoy diciéndole, ¿no?

—¿Entonces, quién lo rompió?

—¿Pero... alguien lo dejó caer? – preguntó Spiridon sorprendido– Comprendo. – Dejó de hacer la demostración de cómo había acarreado el torno y volvió a sentarse en la silla, todo lleno de atención.

—¿Estaba completamente bien cuando lo levantaron?

—Eso es lo que no vi. No podría decirle, tal vez estuviera roto.

—Bien, cuando lo pusieron en el suelo, ¿en qué condiciones estaba?

—¡Oh, entonces estaba muy bien!

—¿Pero tenía una rajadura en la base?

—No había rajadura —respondió Spiridon con convicción.

—¿Cómo podías haberla visto, diablo ciego? ¿Eres ciego?

—Ciudadano Mayor, soy ciego cuando se trata de papeles, es verdad... pero en cuanto a las cosas del lugar, vea todo. Usted, por ejemplo, usted y los otros ciudadanos oficiales, arrojan las colillas cuando caminan por el patio, y yo las levanto, hasta de la nieve blanca. Pregúnteselo al jefe.

—¿Y ahora qué es lo que estás queriendo decir, que pusieron el torno en el piso y tuvieron cuidado de inspeccionarlo?

—¿Por supuesto, qué es lo que cree usted? Después de terminar el trabajo fumamos, no podíamos dejar de hacer eso. Entonces palmeamos el torno.

¿Lo palmearon?¿Con qué?

—Bien; con las manos, así, en un costado, como a un caballo caliente.

Un mecánico dijo: —¡Qué buen torno! Mi abuelo era tornero... solía trabajar en uno como éste.

Shikin suspiró y tomó una hoja de papel limpia.

—Lamentó que no quieras confesar, Yegorov. Escribiremos un informe. Está claro que fuiste tú quién rompió el torno. Si no hubieras sido tú, habrías dicho el nombre del que lo hizo...

Dijo esto con convicción, pero interiormente ya no sentía ninguna. Era el dueño de la situación; había conducido el interrogatorio, el portero había respondido con buena voluntad y había aportado mayores detalles. Sin embargo, todo lo que se había hecho con tanto cuidado no servía para nada: el largo silencio, la fotografía, el juego de la voz y la rápida conversación sobre el torno, todo había sido una pérdida de tiempo. Desde que este prisionero pelirrojo, cuyo rostro aún conservaba una obsequiosa sonrisa, cuyos hombros estaban inclinados hacia adelante, no había cedido, no quedaban probabilidades de que cediera ahora.

Cuando Spiridon mencionó a un General Yegorov, ya imaginaba que no lo había llamado a causa de ninguna jugarreta alemana, que la fotografía era sólo una pantalla, que el "policía" estaba tratando de engatusarlo y que el torno era la verdadera razón por la cual estaba allí. Hubiera sido sorprendente que no lo hubiera interrogado sobre ello, desde que los otros diez zeks habían sido vapuleados como perales durante toda la semana. Con el hábito de toda su vida de engañar a las autoridades, entró con facilidad en el desagradable juego. Pero ésta esgrima sin objeto lo irritaba. Estaba disgustado porque otra vez había dejado de recibir su carta. También, aun cuando estaba sentado, en la oficina de Shikin, templada y seca, su trabajo en el patio estaba paralizado y se acumulaba para el día siguiente.

Pasó algún tiempo y la campana dando fin al intervalo del almuerzo hacía rato que había sonado. Shikin escribió sus preguntas, distorsionó las respuestas de Spiridon lo mejor que pudo y le ordenó a éste que firmara, como estipulaba la Cláusula 95, por haber dado un falso testimonio.

En ese preciso momento llamaron a la puerta.

Shikin se liberó de Yegorov, cuya estupidez lo había encolerizado y admitió al solapado y formal Siromakha, que siempre alcanzaba las cosas más importantes de la manera más expeditiva.

Siromakha entró con pasos suaves y rápidos. La sorprendente novedad que traía, agregada a su preeminencia entre los informantes de la sharashka, lo ponían al nivel del Mayor. Cerró la puerta tras de sí y sin darle tiempo a Shikin a echarle llave, retrocedió dramáticamente. Estaba actuando.

Con claridad, pero en voz tan baja que no era posible que se le oyera a través de la puerta, informó:

—Doronin anda mostrando una orden de pago de 147 rublos.

Lyubimichev, Kagan y otros cinco han sido atrapados. Se reunieron y los agarraron en el patio. ¿Doronin es suyo?

Shikin se tomó el cuello y tiró de él como para aflojarlo. Sus ojos parecían querer salírsele de las órbitas. Su grueso cuello se congestionó. Saltó al teléfono. Su rostro, que siempre trasuntaba superioridad y petulancia, parecía enloquecido.

Con paso ágil Siromakha cruzó la habitación llegando antes de que Shikin pudiera tomar el teléfono.

—¡Camarada Mayor! – le recordó. (Como prisionero no se atrevía a decirle "camarada", pero tenía que decirlo como amigo).– ¡No lo haga directamente! ¡No le dé tiempo a prepararse!

Era una norma elemental de la prisión, pero hubo que recordársela a Shikin.

Retrocediendo con tanta habilidad como si pudiera ver los muebles que había detrás de él, Siromakha llegó hasta la puerta. No le quitaba los ojos al Mayor.

Shikin bebió agua.

—¿Puedo retirarme, Camarada Mayor? – preguntó Siromakha rutinario—. Cuando descubra algo más, volveré... esta tarde o mañana por la mañana.

La razón volvía con lentitud á los ojos de Shikin; ahora parecían casi normales otra vez.

—¡Nueve gramos de plomo para él, la víbora! – Sus palabras surgían con un silbido—. ¡Me ocuparé de eso!

Siromakha se marchó en silencio como si estuviera abandonando el cuarto de un enfermo. Había hecho lo que se esperaba de él, de acuerdo a sus propias convicciones y no tenía prisa por pedir una recompensa.

No estaba del todo convencido de que Shikin fuera a continuar siendo un Mayor en MGB por mucho más tiempo.

Este era un caso extraordinario, no sólo en la sharashkade Mavrino, sino en toda la historia del Ministerio.

—El llamado al jefe del Laboratorio de Vacío no fue hecho por Shikin personalmente, sino por el oficial de guardia cuya mesa estaba en el corredor. Se le ordenó a Doronin que se presentara en seguida a la oficina del Coronel de Ingenieros Yakonov.

Aun cuando eran las 4 de la tarde, la luz superior en el Laboratorio de Vacío, siempre oscuro, estaba encendida desde hacia algún tiempo. El Jefe del Laboratorio estaba ausente y Clara tomó el teléfono. Había entrado al laboratorio recién y un poco más tarde que de costumbre para cumplir su turno... se detuvo para hablar con Támara y todavía no se había quitado el gorro ni el tapado de piel... Ruska no había apartado sus ardientes ojos de ella ni por un instante, pero ella no lo miró. Levantó el auricular, sin sacarse los guantes escarlata y respondió con los ojos bajos. Ruska se quedó de pie al lado de su aparato de bombeo a tres pasos de distancia de ella, mirándola insistentemente a la cara. Pensaba que esa noche, cuando el resto estuviera comiendo, tomaría esa querida cabeza entre sus manos. La proximidad de Clara lo hacia olvidar dónde estaba.

Ella levantó los ojos, sintiendo que él estaba, allí, y dijo:

—¡Róstilav Vadimovich! Un llamado urgente de Antón Nikolayevich.

La gente los podía ver y oír; era imposible que ella le hablara de otra manera... pero sus ojos ya no eran los mismos. ¡Fueron cambiados! ¡Estaban apagados, sin vida!

Obedeciendo mecánicamente, sin tratar siquiera de imaginar qué podría significar el sorprendente llamado del Ingeniero Coronel, Ruska salió. No podía pensar en nada más que en la expresión de Clara. Al llegar a la puerta se volvió para mirarla, y vio que ella lo observaba marcharse. Inmediatamente la muchacha desvió los ojos.

Ojos desleales. Ella los había apartado como si estuviera asustada.

¿Qué podía haber sucedido?

Pensando sólo en ella, subió las escaleras hasta el oficial de guardia, sin su cautela ordinaria, olvidando por completo prepararse para, preguntas imprevistas, para un ataque, como debe hacer un prisionero hábil. El oficial de guardia, bloqueando la puerta de Yakonov, le indicó hacia la parte de atrás del oscuro retrete, la oficina del Mayor Shikin.

A no mediar el consejo de Siromakha, y sí Shikin hubiera llamado al Laboratorio de Vacío personalmente, Ruska habría esperado lo peor en seguida. Hubiera corrido a hablar con una docena de amigos para prevenirles. Y luego, a último momento, de alguna manera habría encontrado la oportunidad para hablar con Clara y saber qué le pasaba y se llevaría consigo una triunfante fe en ella, o sino se liberaría de su lealtad para con ella. Ahora, frente a la puerta del "policía", pensó demasiado tarde de qué se trataba. En presencia del oficial de guardia era imposible dudar, volverse; era una locura levantar sospechas si todavía no había ninguna. Sin embargo, Ruska, se volvió con la idea de correr escaleras abajo. En ese momento apareció el oficial de guardia de la prisión, el Teniente Zhvakun, el antiguo verdugo, que había sido llamado par teléfono.

Ruska entró a la oficina de Shikin.

Había dado sólo unos pocos pasos, cuando ya había recobrado su control y cambió la expresión de su rostro. Con la experiencia adquirida por haber sido perseguido durante dos años y con su especial talento de jugador, instantáneamente reprimió la tormenta dentro de él, se obligó a concentrarse en toda una nueva gama de consideraciones y peligros, y con una expresión de franqueza juvenil y despreocupación, dijo:

—¿Puedo entrar? Estoy a su servicio, Ciudadano Mayor.

Shikin estaba sentado en una curiosa posición, el pecho apoyado contra el escritorio, una mano colgando, balanceándose como un lazo.

Se puso de pie frente a Doronin, levantó esa mano como lazo y lo golpeó en la cara.

Luego revoleó la otra. Pero Doronin corrió de nuevo hacia la puerta y se quedó allí de pie, dispuesto a defenderse. La sangre corría de su boca y un mechón de pelo rubio le caía sobre la frente.

Como ya no podía llegar hasta su rostro, el Mayor, de corta estatura, se quedó frente a él y mostrando los dientes, amenazaba salpicando saliva.

—¡Miserable! ¡Vendiéndonos! ¡Despídase de la vida, Judas! ¡Te mataremos como a un perro! ¡Te fusilaremos en el sótano!...

Habían pasado dos años y medio desde que el Más Humano de los Estadistas había abolido la pena capital para toda la eternidad. Pero ni el Mayor ni su anterior informante se hacían ninguna ilusión: ¿qué podía hacerse con una persona repudiable sino ejecutarla?

Los ojos de Ruska relampaguearon salvajemente; la sangre corría por su cara; el labio se estaba hinchando.

Sin embargo, se enderezó y respondió con audacia:

—En cuanto a fusilarme... ¡tendremos que verlo, Ciudadano Mayor! ¡Todavía lo haré meter a usted preso!

Desde hace cuatro meses todo el mundo se ríe de usted y usted ha estado sentado allí cobrando su salario. ¡Le arrancarán sus pequeñas charreteras!

En cuanto a fusilarme, ¡tendremos que verlo!


EL ALUMNO DE EPICURO



Nuestra capacidad para realizar una hazaña, es decir un hecho sobresaliente para las fuerzas de un solo hombre, es en parte un asunto de nuestra voluntad, y en parte, parece que es dado o no nos es dado al nacer. La hazaña más ardua es la que necesita un esfuerzo de voluntad cuando la voluntad no está acostumbrada al esfuerzo. Es mucho más fácil si el acto es la consecuencia de años de constante disciplina. Y el acto más fácil de todos es aquel que se produce tan naturalmente como respirar.

Así era como Ruska Doronin había vivido a la sombra del arresto con simplicidad y sonrisa infantil. Parecía nacido para correr riesgos; llevaba el juego y el espíritu de la aventura en la sangre.

Pero para el limpito y próspero Innokenty, la idea de vivir bajo un nombre falso, de correr de un escondite a otro por todo el país, era inaceptable. No se le pasaría por la mente tratar de evitar el arresto, si se ordenaba su arresto.

Efectuó su hazaña con un vuelo rápido de sus sentimientos y estos mismos sentimientos ahora lo habían dejado exhausto y devastado. Cuando hizo aquel llamado, nunca imaginó cómo crecería el temor dentro de él, cómo lo consumiría. (De haberlo sabido, nunca lo hubiera hecho).

Sólo en la fiesta de Makarygin había encontrado un poco de reposo. De pronto, allí, se sintió liberado, casi listo para gozar del peligroso juego.

Había pasado la noche con su esposa, olvidado de todo. El miedo era mucho peor cuando volvía. Tuvo que apelar a todas sus fuerzas para empezar de nuevo, el lunes a la mañana, a vivir, volver al trabajo, alerta a cualquier señal de cambio en las voces que lo rodeaban.

Soportaba su preocupación con dignidad, pero interiormente se sentía ya destruido, y toda su resistencia, toda su voluntad de salvarse se habían esfumado.

Un poco antes de las once, Innokenty fue a ver a su jefe, pero el secretario no quiso dejarlo entrar. Dijo que sabía que la asignación de Volodin a París había sido retenida por el Ministro Delegado.

La noticia lo sacudió tanto que no tuvo valor para pedir una entrevista y enterarse de la verdad. ¡No podía haber otra cosa detrás de esta demora! ¡Había sido descubierto!

Sintiéndose mareado y agotado, se dirigió a su oficina; no tuvo fuerzas más que para cerrar la puerta con llave y retirarla para hacer creer a la gente que había salido. Pudo hacerlo, porque su vecino que ocupaba el segundo escritorio no había vuelto todavía de su misión.

Sentía náuseas. Esperaba que llamaran a la puerta. Era espantoso, desesperante, pensar que en cualquier minuto podrían venir a arrestarlo. La idea de que no debía abrir la puerta cruzó por su mente... los dejaría que la derribaran.

¿O tendría que ahorcarse antes de que llegaran? ¿O saltar por la ventana? Desde el tercer piso hasta la calle. Dos segundos en el aire... y todo acabaría... y la conciencia apagada... Sobre su escritorio había una gruesa pila de papeles de la oficina de contabilidad... los gastos de oficina de Innokenty. Tenían que ser revisados ante de partir. Pero, sólo mirarlos lo enfermaban. La oficina calefaccionada parecía terriblemente fría. Estaba enfermo de su propia importancia mental. Quedarse ahí sentado esperando morir...

Innokenty se estiró en el sofá de cuero y se quedó inmóvil. Era como si esperara extraer ayuda del sofá; alguna especie de tranquilidad a todo lo largo de su cuerpo.

¿Estaba, en verdad, sucediendo todo esto? ¿Sería él? ¿Era él realmente quién habló por teléfono a Dobroumov anteayer? ¿Cómo se atrevió? ¿Dónde había encontrado semejante coraje?

¿Y por qué lo había hecho? Esa mujer estúpida. ¿Y quién es usted? ¿Cómo puede probar que está diciendo la verdad?

No debió haber telefoneado. Estaba muerto de pena por sí mismo. ¡Terminar la vida a los treinta años!

No, no lamentaba haber telefoneado. Tuvo que hacerlo. Era como si alguien hubiera guiado su mano.

No, no era eso... No le quedaba bastante voluntad para arrepentirse ni dejar de hacerlo. Estaba tendido allí, respirando apenas, esperando que todo terminara pronto.

Nadie llamó a la puerta; nadie quiso entrar. El teléfono no sonó.

Innokenty se durmió. Entonces, sueños pesados y absurdos, le dilataban la cabeza para que despertara. Despertaba aún más oprimido que antes, torturado por la sensación de que habían venido a arrestarlo, o que ya estaba arrestado. No tenía fuerzas para levantarse, para sacudir sus pesadillas, ni siquiera para moverse. La terrible impotencia somnolienta lo embargó otra vez y por último se quedó dormido como una piedra. Lo despertaron los ruidos de la hora del té en el corredor, y advirtió que de su boca abierta e insensible caía la saliva sobre el sofá.

Se levantó, abrió la puerta de la oficina y salió a lavarse.

Le trajeron té y sandwiches.

Nadie vino a arrestarlo. Sus colegas lo saludaron en el corredor como siempre lo hacían. Nadie cambió su actitud para con él.

Eso no probaba nada. Ninguno de ellos podía estar enterado.

Pero se sintió reconfortado por sus rostros y voces familiares. Le pidió a la muchacha té más fuerte y más caliente y bebió dos vasos, lo que lo hizo sentirse aún mejor.

Sin embargo, todavía no se decidía a entrevistar al jefe y enterarse de la verdad.

Por un simple sentido de autopreservación, por compasión hacia sí mismo, el camino más acertado hubiera sido ponerle fin a su vida. Pero tenía que asegurarse definitivamente de que iban a arrestarlo.

¿Y si no era así?

De pronto sonó el teléfono. Innokenty comenzó a temblar y podía oír los latidos de su corazón.

Llamaba Dotty. Su voz afectuosa lo hizo volver a la normalidad, recuperarse. Ella preguntó cómo iban las cosas y le propuso salir, esa noche a alguna parte.

Otra vez Innokenty sintió una oleada de calor y gratitud hacia ella. Fuera una buena o una mala esposa, estaba más cerca de él que ninguna otra persona en la tierra.

No le dijo nada acerca del aplazamiento de su designación. Se imaginaba descansando en la seguridad del teatro esa noche... después de todo, no arrestaban a nadie en sala llena de gente.

—Bien, compra las entradas para algo alegre —respondió.

—¿Una opereta? – preguntó Dotty—. Hay algo llamado Akulina, nada más. En el teatro del Ejército Rojo hay una premier: "La Ley de Licurgo" en la sala pequeña y "La voz de América" en la sala grande. En el Teatro del Arte, "El Inolvidable 1919".

"La Ley de Licurgo" suena demasiado atractivo. Las peores piezas tienen los mejores nombres. Supongo que será preferible que compres localidades para ver Akulina. Después iremos a un restaurante.

—¡Muy bien! – asintió Dotty riendo.

Pasaría toda la noche afuera para que no lo encontraran en su casa.

Siempre llegaban de noche.

Lentamente volvía la voluntad de Innokenty. Bien, suponiendo que yo estuviera bajo sospecha, ¿qué pasaba con Shchevronck y Zavarzin? Ellos estaban directamente involucrados en todos los detalles; las sospechas debían haber recaído en ellos aun con anterioridad. Sospechar no es probar.

Suponiendo que se hubiera ordenado su arresto, ¿no había manera de eludirlo u ocultar algo? No tengo nada que ocultar, ¿para qué preocuparme?

Ya se sentía bastante recuperado como para razonar otra vez.

¿Y qué sucedería si lo arrestaban? Podría no ser hoy, ni siquiera esta semana. En consecuencia, ¿debía quitarse la vida o vivir sus últimos días con toda la intensidad que pudiera?

¿Por qué estar tan aterrado? ¡Al diablo con ello! Había defendido con tanto fervor a Epicuro anoche... ¿Por qué no poner en práctica algunas de sus enseñanzas? Había dicho cosas bastante sabias...

Recordando haber copiado algunas cosas de Epicuro cierta vez y pensado que debía revisar su viejo cuaderno de todas maneras, para ver si había algo que debiera destruir, comenzó a hojearlo. Lo primero que encontró fue: "Los sentimientos interiores de satisfacción o insatisfacción constituyen el criterio más alto del bien y del mal.

La mente aturdida de Innokenty no podía comprenderlo y siguió: —Temen a la muerte sólo porque temen los sufrimientos más allá de la tumba.

¡Qué tontería! La gente teme a la muerte porque detesta despedirse de la vida. ¡Una interpretación muy elaborada, Maestro!

Innokenty se imaginó en un parque en Atenas: Epicuro de setenta años, moreno, en una túnica, hablando desde los peldaños de mármol; el mismo Innokenty se vio a sí mismo en su traje ordinario, reclinado naturalmente contra un pedestal, como un norteamericano, escuchándolo.

"Pero uno debería saber", siguió leyendo, "que no hay inmortalidad. No hay inmortalidad y, por lo tanto, la muerte no es un mal para nosotros; simplemente no nos debe inquietar: mientras existimos no hay muerte y cuando llega la muerte nos hemos ido".

¡Qué bueno es eso!, – pensó Innokenty reclinándose—. ¿Quién fue el que dijo lo mismo hace poco? ¡Ah, sí!, en la reunión de ayer ese individuo ex militar!

"La fe en la inmortalidad nace del ansia de la gente insatisfecha que hace mal uso del tiempo que la naturaleza nos ha otorgado. Pero el hombre sabio encuentra el lapso de su vida suficiente para completar todo el círculo de placeres accesibles y cuando llega el momento de la muerte, abandonará la mesa de la vida, satisfecho, dejando un lugar para otros invitados. Para el hombre sabio, una vida humana es suficiente y el hombre necio no sabría qué hacer con la eternidad".

¡Hermosamente dicho! El único problema es: ¿Qué pasa si no es la Naturaleza la que retira a uno de la mesa a la edad de setenta años, sino gente con pistolas, a los treinta años...?.

"No debe temerse a los sufrimientos físicos. Quien quiera que conozca el límite del sufrimiento es inmune al miedo. El sufrimiento prolongado es insignificante; el sufrimiento que importa es siempre breve. El hombre sabio no perderá su calma espiritual ni siquiera durante la tortura. La memoria le recordará sus anteriores sentimientos, satisfacciones espirituales y, sensuales, en contraste con el sufrimiento corporal de hoy; restablecerá el equilibrio del alma.

Innokenty, ceñudo, comenzó a dar vueltas a su oficina.

Sí, eso es lo que temía: no la muerte en sí, sino la tortura.

Epicuro dijo que era posible vencer a la tortura. ¡Ah, si él tuviera esa fuerza!

Pero no la sentía en su interior.

¿Y morir? Quizá no le importara tanto si la gente lo supiera: si conocieran el motivo, y si su muerte pudiera servirles de inspiración;

Pero no, nadie lo sabría. Nadie vería su muerte. Lo fusilarían en el sótano como a un perro, y su "caso" sería archivado en alguna parte, tras mil cerrojos.

Con todo, sus pensamientos le trajeron una especie de calma. La parte más cruel de su desesperación pareció quedar atrás. Antes de cerrar su cuaderno, leyó la última anotación: "Epicuro influyó en sus discípulos para qué no participasen en la vida pública".

Sí, muy fácil: ser filósofo en medio de jardines...

Innokenty echó la cabeza hacia atrás, con un movimiento de pájaro que deja correr él agua por su buche.

¡No! ¡No!...

Las agujas afiligranadas del reloj de bronce, marcaban las cuatro menos cinco.

Afuera oscurecía.


ESA NO ES MI ESPECIALIDAD



Al anochecer el automóvil Zim, largo y negro, franqueó los portones que se abrieron para darle paso. Aceleró en las curvas de asfalto de Mavríno, limpiadas por la ancha pala de Spiridon y tomó contacto con el oscuro pavimento. Pasó el Pobeda de Yakonov, estacionó junto al edificio y paró abruptamente en la pretenciosa entrada de piedra.

El edecán del teniente general saltó afuera y abrió la puerta posterior con rapidez. El corpulento Foma Oskolupov, de abrigo gris que le quedaba chico y alto gorro de astrakán gris, salió del auto y se enderezó. El edecán abrió las dos puertas sucesivas que daban acceso al edificio y subió las escaleras, abstraído. En el primer descansillo, más allá de dos anticuadas lámparas de pie, había un vestuario. El encargado vino corriendo a buscar el abrigo del general, aunque sabía que era inútil. El general no se quitó el abrigo ni el gorro y siguió subiendo por una rama de la escalera dividida. Unos zeks y libres subalternos huían a su paso. El general, con su gorro de astrakán, subía los escalones con dignidad pero —las circunstancias lo exigían– a prisa. El edecán, que había dejado sus cosas en el vestuario, lo alcanzó.

—Busque a Roitman —le dijo Oskolupov por encima del hombro—. Avísele que dentro de media hora voy a visitar el nuevo grupo para comprobar los resultados.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю