Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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Spiridon no contaba con ninguna explicación fácil ni un análisis de las clases sociales que lo ayudaran a comprender éste y otros cambios en su vida. Nerzhin no le preguntó nada, pero dedujo que la conciencia de Spiridon no estaba tranquila, del hecho de que fue ese el momento en que empezó a beber. Aunque una vez había sido dueño de toda la aldea, comenzó a beber de una manera tan desenfrenada, que todo se arruinó en poco tiempo.
Ostentaba el rango de Comisario, pero era incapaz de dar una orden. No se dio cuenta que los paisanos mataban su ganado y se incorporaban a las granjas colectivas sin siquiera una pezuña o cuerno de vaca.
Todo esto le costó su puesto de Comisario. Pero la cosa no paró ahí. Inmediatamente se le ordenó poner las manos tras la espalda y con un policía delante y otro atrás, con los revólveres amartillados, se lo llevaron preso. En seguida lo juzgaron y como dijo él mismo "donde estábamos, nunca perdían mucho tiempo en condenar a la gente". Le dieron diez años por "contrarrevolución económica" y lo mandaron a trabajar en el Canal del Mar Blanco y, cuando lo terminaron, al Canal Moscú (Volga). Allí Spiridon hacía de carpintero y excavaba fosas. Recibía comida abundante y lo único que oprimía su corazón era pensar en la suerte de Marfa, que había quedado sola con tres hijos.
Le concedieron un segundo juicio, donde cambiaron el cargo de "contrarrevolución económica" por el de "abuso de autoridad". Eso hizo que, de la categoría de los "socialmente hostiles", pasara a la de los "socialmente amigables". Luego lo citaron y le dijeron que le confiarían un rifle y lo harían guardia de prisioneros. Y aunque el día anterior Spiridon, como cualquier "Zek" que se respete, obsequiaba a los guardias con los peores insultos, en los que hacía especial referencia a los guardias de prisioneros, tomó el rifle que le ofrecían e hizo de guardia de sus camaradas de ayer, porque así acortaba su estadía en la prisión y conseguía cuarenta rublos por mes para mandar a su casa.
Poco después, el jefe del campamento, que lucía las insignias de Comisario de Seguridad del Estado, lo felicitaba por su libertad recuperada. Se le dieron sus papeles y su designación para trabajar en una fábrica; no en una granja colectiva. Se llevó a Marfa y a los chicos y, al poco tiempo, figuraba en el cuadro de honor de la cartelera de la fábrica como uno de los mejores sopladores de vidrio. Trabajaba horas extras para tratar de recuperar lo perdido desde el incendio. Ya estaba, pensando en la adquisición de una cabaña con una huerta, y en la futura educación de sus hijos, cuando estalló la guerra. Los chicos tenían quince, catorce y trece años de edad, respectivamente. Pronto el frente había llegado casi hasta su pueblo.
En cada momento crucial de la vida de Spiridon, Nerzhin esperaba en silencio, tratando de imaginar lo que habría hecho después. En este punto creyó que, por resentimiento de haber sido encarcelado, Spiridon esperaría para darles la bienvenida a los alemanes. Pero se equivocaba de medio a medio. En un primer momento Spiridon se comportó como el héroe de una novela patriótica. Lo poco de valor que poseía, lo enterró en el suelo. En cuanto el equipo de la fábrica, fue fletado en automotores hacia el interior y se habían puesto carros a disposición de los trabajadores, colocó a su mujer y a sus hijos en un carro y avanzando "con un caballo ajeno, que gracias a la acción de un látigo ajeno, arrastraba un carro ajeno", sin interrumpir jamás la marcha, se retiró desde Pochep a Kaluga, con miles de Otros que estaban en su misma situación.
Pero pasando Kaluga, algo alteró la marcha de la caravana, y de repente ya no eran miles, sino sólo cientos y los hombres eran enganchados en el ejército, mientras que las familias debían proseguir la marcha.
En cuanto supo a ciencia cierta que debía separarse de su familia, Spiridon, sin la menor duda acerca de la corrección de lo que hacía, se escondió en los bosques hasta que el frente lo dejó atrás. Después, en ese mismo carromato y con ese mismo caballo —que ya no eran objetos proporcionados por el gobierno para su uso y abuso sino cosas de su propiedad que le convenía atender con esmero– desandó con su familia todo el camino desde Kaluga hasta Pochep, volvió a su propio pueblo y se instaló en una pequeña choza abandonada. Allí le dijeron que se apropiara de lo más que pudiera de la ex tierra de la granja colectiva para trabajar. Spiridon tomó todo lo que pudo y empezó a ararlo y cosecharlo sin el más leve cargo de conciencia, prestando poca atención a los comunicados bélicos, trabajando duro y parejo, como en aquellos días lejanos en que no había ni granjas colectivas ni guerra.
Los guerrilleros vinieron a él y le dijeron que se dejara de arar, recogiera sus cosas y se uniera a ellos. – Alguien tiene que arar, – dijo Spiridon filosóficamente y se negó a abandonar la tierra.
Entonces, los guerrilleros se las arreglaron para matar a un motociclista alemán, no a campo abierto, sino en medio del pueblo. Conocían el sistema de represalias de los alemanes. Evacuaron a todo el mundo y redujeron el pueblo entero a cenizas.
Spiridon ya no dudó que había llegado el momento en que debía saldar sus cuentas pendientes con los alemanes. Llevó a Marfa y los chicos a lo de su suegra, y se dirigió directamente a los bosques, donde estaban los guerrilleros. Le facilitaron una pistola automática y un cinturón lleno de granadas. Y él, a conciencia, de todo corazón, con el mismo tesón con había trabajado en la fábrica y en su granja, tiraba contra las patrullas alemanas, se apoderaba de los carros de logística y ayudaba a volar los puentes. Durante los días de fiesta iba a visitar a su mujer y a sus hijos. De este modo le parecía que, de una u otra manera, seguía estando con su familia. El frente los alcanzó de nuevo. Los guerrilleros habían andado jactándose de que a uno de ellos, Spiridon, le sería otorgada una medalla en cuanto llegaran las fuerzas soviéticas. Y también se rumoreaba que era posible que los incorporaran al Ejército Soviético, que su vida oculta entre los bosques tocaba a su fin. Mientras tanto, los alemanes arrearon hacia el oeste a los habitantes del pueblo donde vivía Marfa. Un muchacho fue corriendo hacia donde estaba Spiridon a comunicarle la noticia.
Entonces éste, sin esperar la llegada de nuestras fuerzas, sin esperar ni un minuto, sin avisar a nadie, dejó caer su pistola automática y dos cargadores llenos a su lado y salió corriendo tras su familia. Consiguió introducirse en la columna como un civil cualquiera y, azotando una vez más a aquel caballo desde el pescante de aquel carro, marchó nuevamente hacia el oeste, desde Pochet a Slutsk, muy convencido de lo acertado de su nueva decisión.
Cuando Nerzhin oyó esto, tomó su cabeza con ambas manos y se hamacó hacia adelante y hacia atrás, asombrado. Ya no entendía más nada. Pero como no le correspondía educar a Spiridon sino que efectuar un experimento de carácter social, no le reprochó nada. En vez, le preguntó: "¿Y después, Danilich?"
¿Después qué? Podía, por supuesto, haber vuelto a los bosques y lo hizo una vez, pero tuyo un encuentro desagradable con unos bandidos y apenas pudo salvar a su hija de sus manos. De modo que se dejó llevar por el impulso del torrente humano. Empezó a sospechar de que nuestros hombres no le creerían, que más bien recordarían su negativa de un principio a combatir al lado de los guerrilleros y su reciente deserción.
Además, no tenía otra alternativa que seguir avanzando hasta llegar a Slutsk. Allí se los colocó a bordo de un tren para la región del Rhin y se les dio cupones para conseguir comida. Al principio corrió el rumor de que no llevarían a los menores de edad y Spiridon ya estaba pensando de qué manera podía escabullirse, pero después que los llevaran a todos, así que, abandonando él caballo y el carro, partieron. Cerca de Maguncia, él y sus hijos fueron destinados a una fábrica y a su mujer y a su hija se las alojó en granjas alemanas donde debían trabajar.
Una vez un capataz alemán golpeó al hijo menor de Spiridon. Éste, sin reflexionar, le saltó encima, hacha en mano. Las leyes del Tercer Reich, las leyes ordinarias, en época de paz, castigaban ese delito con el fusilamiento. Pero el capataz, en guardia, se acercó al rebelde y le dijo: "Yo también soy padre, lo comprendo perfectamente.". No pasó informe sobre el incidente. Spiridon se enteró más tarde que, esa misma mañana, el capataz había recibido la noticia de la muerte de su hijo en el frente ruso.
Spiridon, que ahora estaba enfermo y medio ciego, enjugó una lágrima furtiva recordando a aquel capataz renano. "Después de eso ya no les guardé más rencor a los alemanes. Ni siquiera por haber incendiado nuestra casa y todo lo demás; ese padre borró todo el mal que me habían hecho sus compatriotas. Después de todo, lo que yo tenía delante en ese momento era un ser humano, alemán o no."
Esa había sido una de las veces, una de las poquísimas veces en que había cambiado de opinión respecto a algo. A través del resto de los años difíciles, durante todos lo saltibajos de su accidentada existencia, nunca pensó las cosas dos veces, jamás la duda vino a debilitarlo en momentos de crisis. Sus acciones instintivas desafiaban abiertamente las páginas racionalistas de Montaigne y Charron.
A pesar de su ignorancia respecto a los grandes logros del hombre y de la sociedad, Spiridon hacía gala de una sensatez sistemática. Si se enteraba de que los alemanes estaban dando caza a los perros del pueblo, dejaba una cabeza de vaca sobre la nieve fresca para posibles sobrevivientes.
—Pese á no haber estudiado jamás ni la geografía ni el alemán, cuando la mala suerte lo llevó a Alsacia, para construir trincheras, mientras los americanos bombardeaban desde el aire, él y su hijo escaparon y, sin preguntar ni una sola dirección, sin poder leer los carteles indicadores en alemán, escondiéndose durante el día y viajando de noche, por zonas desconocidas, sin caminos, derecho, como vuela un pájaro, cubrieron cincuenta millas y llegaron sin inconvenientes a la granja cercana a Maguncia, donde estaban trabajando su mujer y su hija. Llegados allí, se quedaron en el refugio antiaéreo del jardín hasta la llegada de los americanos.
Ni una sola de las eternas preguntas sobre la validez de nuestros datos sensoriales o la imperfección del conocimiento que tenemos sobre nosotros mismos, jamás turbó la tranquilidad de Spiridon. Creía, firmemente, en todo lo que podía ver, oír, oler y entender.
Del mismo modo, todas sus ideas sobre la virtud encajaban unas con otras sin mayor esfuerzo, formando su claro concepto del bien. No calumniaba a nadie. No mentía. Decía groserías sólo cuando era estrictamente necesario. Sólo mataba en guerra. Peleaba sólo por su novia. Era incapaz de robarle un trapo o una migaja a nadie. Y si antes de casarse, había, según él mismo decía, "jugado un poquito con las polleras", bueno, ¿acaso la autoridad suprema, el reverendísimo Aleksandr Pushkin, no había confesado que eso de "no desear la mujer de tu prójimo" era el precepto que más le costaba cumplir?
A los cincuenta, casi ciego, preso y evidentemente condenado a morir en la cárcel, no daba señales de haber evolucionado ni hacia la santidad, ni hacia la desesperación, ni hacia el arrepentimiento, ni siquiera hacia la rectificación. Por supuesto, mucho menos parecía tener intensiones de reformarse, como estaba implícito en el nombre de "Campos de Corrección", que solía darse a este tipo de instituciones siniestras.
Todos los días, de la mañana a la noche, barría el patio con su activa escoba y así se defendía del comandante y de los oficiales de seguridad.
Lo que Spiridon amaba era la tierra.
Lo que Spiridon tenía era la familia.
Los conceptos de "patria", "religión" y "socialismo", que no surgen con frecuencia en la conversación diaria, le eran evidentemente desconocidos. Sus oídos estaban cerrados a ellos. Su voz se negaba a pronunciarlos.
Su patria era su familia.
Su religión era su familia.
Su socialismo era su familia.
Por eso estaba obligado a decirles a todos los reyes, a los sacerdotes, a los predicadores del bien, a los hombres razonables, a los metafísicos, a todos los escritores y oradores, a todos los tinterillos y críticos, a los presidentes y gritones, a todos los fiscales y jueces que se metían con él:
—¿Por qué no se van a la mierda?
EL CRITERIO DE SPIRIDÓN
Miles de pies caminaban o se arrastraban por la escalinata que crujía y retumbaba sobre las cabezas de los dos interlocutores. De tiempo en tiempo, finas lluvias de tierra y escombros caían sobre ellos, que apenas se daban cuenta.
Estaban sentados sobre el suelo, que jamás se barría, con los fundillos de sus mamelucos roñosos y gastados, que ya estaban tiesos de la mugre que tenían. Era de lo más incómodo, no había ningún tronco en el cual sentarse. Con las manos tomadas alrededor de las rodillas, se respaldaban en las tablas que estaban más clavadas debajo de la escalera. Y miraban hacia adelante, la vista fija en la pared del retrete, que se estaba descascarando.
Nerzhin estaba fumando mucho, como hacía siempre que tenía que pensar alguna cosa. Alineaba las colillas apagadas a lo largo del zócalo medio podrido de la pared de la escalera, un triángulo de yeso que amenazaba con derrumbarse.
Como todo el mundo, Spiridon recibía los cigarrillos de Belomar-kanal, que le recordaban un trabajo terrible en una región mortal donde casi había dejado sus huesos. Pero se mantenía firme en no fumar, obediente al mandato de los médicos alemanes que le habían devuelto el 30 por ciento de la vista de un ojo, que le habían devuelto la luz.
Spiridon sentía gratitud y estima hacia estos médicos alemanes. Ya estaba completamente ciego, cuando le introdujeron una enorme aguja en la médula espinal, lo mantuvieron por mucho tiempo con un ungüento sobre los ojos vendados y, finalmente, le sacaron la venda y le dijeron "¡Mire!" Y el mundo recobró su luminosidad. En la penumbra nocturna, que a Spiridon le parecía brillante como el sol, había sido capaz de percibir, con un ojo, una forma oscura, que era la cabeza de quién le había devuelto la vista y, apretando la suya contra la mano del médico, la besó con lágrimas en los ojos.
Nerzhin siempre trató de imaginarse el atento y, en ese momento, gentil rostro del oftalmólogo del Rhin, observando al hombre recién desvendado cuya voz cálida y profunda gratitud contrastaban tanto con la absurda locura que lo había puesto en ese estado; a aquel doctor le habrá parecido un salvaje de hirsuta cabellera colorada.
Eso le había ocurrido al terminar la guerra. Spiridon y su familia estaban viviendo en un campo americano para personas desplazadas. Encontró un compañero de su mismo pueblo, un pariente político a quien Spiridon llamaba "mi cochino pariente", a causa de ciertos incidentes que databan del período de la colectivización. Habían viajado hasta Slutsk con este "cochino pariente" y lo separaron de él en Alemania. Por supuesto, tenían que festejar el feliz encuentro con un trago y, a falta de otra cosa, el pariente sacó un frasco que contenía un licor desconocido. No estaba lacrado y tenía la etiqueta escrita en alemán. Pero lo había conseguido gratis. El cauteloso, el suspicaz Spiridón que había escapado a mil peligros, no era inmune al fatalismo ruso; " a lo mejor no pasa nada". "Bueno, descorcha nomás, amigo", y se tomó un buen vaso, mientras su pariente vaciaba la botella. Afortunadamente, sus hijos no estaban allí, ya que también habrían bebido el brebaje fatal. Cuando se despertó, después del medio día, Spiridón se sorprendió de que hubiera oscurecido tan temprano y se asomó por la ventana. Pero poco era lo que se veía desde allí y no pudo comprender por qué la parte de arriba del puesto de guardia de los americanos no existía, mientras que la parte de abajo sí. Quiso ocultarle su desgracia a María, pero le fue imposible, ya que esa misma tarde el manto de oscuridad cubrió completamente sus ojos.
Su "cochino pariente" había muerto.
Después de la primera operación, los oftalmólogos le dijeron que si hacía una vida tranquila por el término de un año y luego ellos practicaban una segunda operación, su ojo izquierdo recuperaría totalmente la vista y el derecho un cincuenta por ciento. Se lo aseguraron y debió haber esperado, pero la familia Yegorov decidió volver a casa.
Nerzhin– miró atentamente a Spiridón.
—Pero Danilich, ¿no te dabas cuenta de lo que te esperaba aquí? Todo lo que rodeaba los ojos de Spiridón, los párpados, las sienes y las ojeras aparecía surcado con pequeñas arrugas; sonrió.
—¿Yo? Sí, sabía que nos las harían pagar, aunque los panfletos que recibíamos nosotros decían lo contrario... y costaba no creerles: "todo les será perdonado, sus hermanos y hermanas los están esperando, las campanas serán echadas a vuelo el día en que regresen, habrá libertad hasta en las granjas colectivas y sólo los que lo deseen irán allí. Vuelvan lo más rápido que puedan”. Pues yo no creía en esos panfletos y sabía que no iba a librarme de la cárcel.
Sus rojizos bigotes, ásperos y cortos, se estremecieron con esté recuerdo.
—Yo le dije a Marfa Ustinovna en seguida: "Querida, nos ofrecen beber de un hermoso lago, pero quién sabe si lograremos tragar algo de un charco de barro inmundo." Y ella me acariciaba la cabeza, diciéndome: "Viejo, si hubieras recobrado la vista y verías qué es lo que hay que hacer. Ahora, espera a que te hagan la segunda operación." Pero los tres chicos decían: "Papá, mamá, vámonos a casa. ¡Volvamos a nuestra patria! ¿Por qué debemos esperar aquí una segunda operación? ¿Acaso no tenemos oculistas en Rusia? Después de todo, cuando derrotábamos a los alemanes, ¿quién curaba a nuestros heridos? Queremos terminar el colegio en Rusia." Al mayor sólo le faltaban dos años. Mi hija, Vera, no dejaba de sollozar, diciendo: "¿Quieres que me case con un alemán?" Creía que nunca encontraría un marido conveniente. Bueno, yo me rascaba la cabeza y les decía: "Chicos, chicos, ya sé que hay médicos en Rusia, pero ¿qué los hace pensar que yo pueda llegar a esos médicos?" Pero luego temí que me culparan a mí del fracaso de sus vidas; ¿por qué debía yo entorpecer la vida de mis hijos? Me pondrían preso; y bueno, ¡dejemos que vivan los jóvenes!
De modo que partieron. En la primera estación después de la frontera, los hombres fueron separados de las mujeres; éstas prosiguieron en otro tren. La familia Yegorov, que se había mantenido unida durante toda la guerra, fue definitivamente disgregada. Sin ningún tipo de juicio, sin ni siquiera saber de dónde venían, mandaron a la mujer y a la hija de Spiridón a la región de Perm, donde a la chica se la puso a trabajar en un aserradero, manejando una sierra mecánica movida a nafta. A Spiridón y sus hijos los pusieron detrás de las alambradas de un campo de concentración y les dieron diez años a cada uno, por traición, Spiridón y su hijo menor fueron a dar juntos al campo de Solikamk, lo que significó que, por lo menos, iba a poder seguir educando al muchacho durante un par de años. El hijo mayor fue destinado al campo de Kolyma.
Este era el hogar. Este era el marido para la hija y la educación para los hijos que habían venido a buscar a Rusia.
La tensión del interrogatorio y los años de hambre —mientras estuvo con su hijo, Spiridón le daba la mitad de su ración– no mejoraron la vista de Spiridón; con su ojo izquierdo, que era el que le quedaba sano, veía ahora bastante borroso. En medio de la inacabable y difícil lucha por la vida, en ese lejano agujero perdido entre los bosques, pedirles a los médicos que le devolvieran la vista, era como rezar para ir al cielo en vida. En la destartalada clínica del campo no hubieran sabido ni siquiera decirle dónde debía dirigirse para que lo curasen; mucho menos, curarlo.
Con la cabeza entre las manos, Nerzhin reflexionó sobre el enigma de su amigo. No admiraba ni despreciaba a este paisano presa de su destino, sino que se identificaba con él. Desde hace un tiempo sus conversaciones habían llevado a Nerzhin hacia una cuestión que se hacía más y más urgente. Toda la trama de la vida de Spiridón estaba ligada a esta pregunta y hoy parecía que había llegado el momento de formularla.
Su tan compleja vida, ese cruzar y recruzar de un bando combatiente a otro, ¿no sería, acaso, más que mero instinto de conservación? ¿No tendría algo que ver con la enseñanza de Tolstoi que nadie en este mundo es justo ni culpable? ¿No habría todo un sistema de escepticismo filosófico detrás de los actos casi instintivos del paisano de cabellos rojos?
Hoy, bajo esa escalera, el experimento social emprendido por Nerzhin, iba a producir un resultado tan inesperado como brillante.
—Me siento mal, Gleb —estaba diciendo Spiridon, mientras con cierta violencia frotaba su palma callosa contra la cara sin afeitar, como si quisiera quedarse sin piel No he recibido carta en cuatro meses.
—¿Dices que la Víbora tiene una carta?-
Spiridon lo miró con reproche (sus ojos estaban ciegos, sí, pero no tenían esa apariencia vidriosa de los ciegos de nacimiento y estaban llenos de expresión).
—¿Qué puede decir una carta después de cuatro meses?
—Mañana, cuando te la den, tráela y te la leeré.
—Seguro que la traeré.
—Es posible que algunas cartas se hayan extraviado en el correo. Puede que los policías las hayan guardado; no vale la pena que te preocupes, Danilich.
—¿Qué quieres decir con eso, "que no te preocupes", cuando tengo el corazón oprimido? Me preocupa Vera; la chica sólo tiene veintiún años, no tiene padre ni hermanos y su madre no está con ella.
Nerzhin había visto una fotografía de Vera Yegorova, tomada durante la última primavera. Era un chica grandota, rolliza, con grandes ojos que tenían una expresión de confianza. Su padre se las había arreglado para mantenerla intacta a través de toda una guerra mundial. Una vez usó granadas de mano para rechazar a unos hombres malos que querían violarla, cuando tenía quince años. Pero ahora, desde la cárcel, ¿qué podía hacer por ella?
Nerzhin se imaginaba la densa selva de Perm, el ruido metálico de la sierra a motor, el abominable rugir de los tractores arrastrando los troncos, los camiones con la parte de atrás sumergida en los pantanos y los radiadores apuntando al cielo en actitud de súplica. Los toscos conductores de tractores, siempre furiosos, que ya no hacían diferencia alguna entre la más obscena de las malas palabras y una, galantería y, en medio de todo eso, una chica, en ropa de trabajo, en pantalones, con su figura femenina que la distinguía, en forma incitante, de todos los demás. Duerme en los fogones con ellos. Nadie que pasa a su lado pierde su oportunidad de manosearla. Efectivamente, Spiridon tenía sus razones para no estar tranquilo.
Tratar de tranquilizarlo hubiera sido lamentable e inútil. A Nerzhin le pareció mucho más acertado procurar distraerlo, al tiempo que trataba de descubrir una disyuntiva interesante para sus amigos intelectuales. Creyó estar a punto de oír una confirmación popular de escepticismo ético que, más tarde, él mismo podría utilizar. Apoyando su mano en el hombro de Spiridon, de espaldas contra la escalera, con cierta dificultad y desde abajo, Nerzhin comenzó a formular su pregunta.
—Hace mucho tiempo que quería preguntarte algo, Spiridon Danilich, mientras escuchaba el relato de tus aventuras. Tu vida fue destrozada, sí, y también lo han sido la de muchos otros, no sólo la tuya. Has ido hacia adelante y hacia atrás, buscando algo, un imposible. ¿Por qué?
"Quiero decir ¿qué normas (casi dijo criterio), que guía debemos usar para tratar de entender la vida? Por ejemplo, ¿tú crees que realmente exista en el mundo gente que desee conscientemente hacer el mal? Que dicen: Voy a hacerle a estos hombres el mayor mal que pueda. Los voy a oprimir hasta que no les quede una sola posibilidad de sobrevivirme. Es poco probable, ¿no te parece? Probablemente, todos quieren hacer el bien o por lo menos creen quererlo, pero no todos están libres de culpas o errores y algunos son totalmente inconscientes de lo que hacen, y es por eso que los hombres se hacen tanto daño los unos a, los otros. Creen hacer el bien y, de hecho, están haciendo el mal. Como podrías decirlo tú, siembran centeno y les salen yuyos.
Evidentemente, no se había expresado con claridad. Spiridon lo miró atentamente, sospechando una trampa.
—Digamos que tú cometes un error y yo trato de corregirlo. Te hablo del asunto y no me escuchas o, incluso, me haces callar. Bueno, ¿qué es lo que debo hacer yo? ¿Darte un golpe? Todo está muy bien si tengo razón, pero, ¿qué pasa si sólo creo tener razón, si sólo me he autoconvencido de que tengo razón? ¿O que a lo mejor tenía razón antes, pero ya no? Después de todo, las cosas cambian, ¿no es así? Quiero decir, si una persona no está segura de que tiene razón, ¿cómo puede actuar? ¿Es concebible que cualquier ser humano pueda determinar quién está errado y quién no lo está? ¿Quién puede estar seguro sobre eso?
—Bueno, ¡yo te lo puedo decir! – replicó instantáneamente Spiridon, iluminado por la repentina comprensión del problema, como si le hubieran preguntado el nombre del oficial que estaría de guardia por la mañana—. Te diré: el lobo está en su derecho; el caníbal, no.
—¿Cómo? ¿Cómo? – preguntó Nerzhin, sorprendido por la simplicidad y la fuerza de la respuesta.
—Así es —dijo Spiridon y repitió con una dura convicción, volviéndose directamente hacia Nerzhin y echándole el aliento en la cara; "El lobo está en su derecho; el caníbal, no."
APRETANDO LOS PUÑOS
Después del cambio de luces, el teniente, un joven delgado con grandes bigotes cuadrados, que estaba de servicio los domingos por la noche, recorrió personalmente los corredores y salas de estar de la prisión especial, persiguiendo a los prisioneros hasta sus cuartos. (Los domingos se acostaban a desgano). Hubiera hecho una segunda ronda, pero le resultaba difícil separarse de la joven y abundante asistente médica del dispensario. La asistente tenía a su marido en Moscú, pero éste no podía visitarla en la zona prohibida en sus largos días de guardia. Por lo tanto, el teniente creía poder conseguir algo de ella esa noche. Ella se apartaba de él con una risa grosera, repitiendo siempre lo mismo: "¡Deje de portarse así!"
Por eso mandó a su sargento a hacer la segunda recorrida. El sargento se dio cuenta de que el teniente permanecería en el consultorio del médico hasta la mañana siguiente y que no comprobaría si él había cumplido sus órdenes, así que no hizo ningún esfuerzo considerable destinado a mandar a todo el mundo a la cama. No se molestó en mandarlos a dormir, porque por los muchos años de ser un perro, dedujo que, hombres que mañana debían trabajar, no olvidarían dormir.
Las luces de la escalera y de los zaguanes de la prisión especial nunca se apagaban por la noche, porque se suponía que la oscuridad podía facilitar fugas o rebeliones.
Esos eran las razones por las cuales Rubín y Sologdin no habían sido interrumpidos en el curso de ninguna de las dos inspecciones. Eran más de las doce de la noche, pero se olvidaron del sueño.
Esta era una de las interminables y furiosas discusiones en las cuales, como también en verdaderas peleas, concluyen frecuentemente las fiestas rusas.
El debate escrito no había dado resultado. En las últimas dos horas, Rubín y Sologdin habían considerado las otras dos leyes de la dialéctica, perturbando las sombras de Hegel y Feuerbach. Pero la discusión no podía mantenerse en pie en ese nivel tan elevado, tan teórico, y con cada golpe que se atizaba el uno al otro, caía más y más dentro del abismo.
—¡Eres un fósil, un dinosaurio! – tronaba Rubín—. ¿Cómo pretendes vivir en libertad con esas ideas salvajes? ¿Crees realmente que la sociedad podría aceptarte?
—¿Qué sociedad? – preguntó Sologdin, poniendo cara asombrada. —He estado en la cárcel desde que tengo memoria, en compañía de guardias y alambrados de púa. Estoy completamente desconectado de esa sociedadque hay de las alambradas afuera. Desconectado, además, para siempre. Así que, ¿para qué debo prepararme para vivir en ella?
Habían discutido antes sobre la manera en que los jóvenes crecían y se trasformaban actualmente en adultos.
—¿Cómo osas abrir juicio sobre los jóvenes? – volvió a bramar Rubin—. Yo combatí con jóvenes en el frente, crucé con ellos en misiones de exploración las líneas del frente y todo lo que tú sabes de ellos lo oíste gota a gota en algún campo transitorio. Durante doce años no has hecho nada más que fermentar en un campo. ¿Qué has visto del país? ¿Los Estanques del Patriarca o la aldea de Kolomenskoye los días domingos?
—¿El país? ¿Tú, hablando del país? – exclamó Sologdin con un grito ahogado, como si se lo estuviera estrangulando—. ¡Vergüenza debería darte! ¡Sí, vergüenza! ¿Cuántos pasaron por Butyrskaya? ¿Recuerdas a Gromov, Ivanteyev, Yashin, Blokhin? Ellos cantaban cosas ciertas sobre el país. Contaban sus vidas. ¿Me vas a decir ahora que no los escuchabas? Y acá Vartapetov, y ese que no recuerdo, ¿cómo se llamaba?
—¿Quién? ¿Por qué debería escucharlos? Todos ciegos, chillando como una fiera con la garra en la trampa. Hablan como si el fracaso de sus vidas significara el fin del mundo. Su observatorio es el balde de la letrina. Ven el mundo desde el tocón de un árbol caído; no tienen un verdadero punto de vista.
Siguieron y siguieron, perdiéndoles la pista a sus propios argumentos, incapaces de seguir el hilo de sus propios pensamientos, ignorantes del cuarto en que se hallaban, donde, a su lado, dos ajedrecistas medio locos estaban todavía detrás del tablero. Un viejo herrero, fumador empedernido, tosiendo ininterrumpidamente, completaba el cuadro que tenían ante los ojos y no veían. Sólo eran conscientes de sus gestos de enojo, de sus caras inflamadas, una barba negra e hirsuta contra una refinada perilla rubia.
Los dos trataban de hacer lo mismo: darle al otro en un punto sensible que lo hiciera saltar.
Sologdin le dirigió a Rubín una mirada tan cargada de pasión, que si los ojos pudieran derretirse en el fuego de su sentimiento, sus ojos lo hubieran hecho.