Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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—¡Que ser sorprendente es usted!
—La busqué en la universidad de Leningrado. No pensaba dónde la encontraría.
—¿A quién?
—Claroshka, una mano de mujer puede esculpir en mí al canalla más grande, al jugador de naipes genial, o al especialista del más alto nivel en vasos etruscos o en rayos cósmicos. ¿Quiere usted que lo sea?
—¿Va a falsificar un diploma?
—No, realmente lo haré. Lo que me indique usted es cuanto necesito. Yo necesito solamente su cabeza, que mueve usted tan lentamente cuando entra al laboratorio.
LA MUJER QUE LAVÓ LA ESCALERA
El mayor general Piotr Afanasyevich Makarigyn, poseedor del título de graduado en jurisprudencia, había servido largo tiempo como fiscal para casos especiales; en otras palabras, casos cuyo contenido era mejor que la opinión pública no los conociese y que, por lo tanto, se procesaban secretamente. Era un fiscal que si bien no era famoso, se podría decir que no era ordinario. Era implacablemente firme en llevar a cabo sus deberes.
Tenía tres hijas, todas de su primera mujer, quien había sido su compañera durante la Guerra Civil y que había muerto al nacer Clara. Las hermanas habían sido educadas por una madrastra, la que fue lo que se puede llamar una buena madre.
Las hijas fueron llamadas Dinera, que significaba la abreviatura de “Criatura de la nueva era”; y la siguiente, Dótnara, de "Hija del pueblo trabajador", mientras que Clara se llamó simplemente Clara, aunque nadie sabía en la familia qué quería decir ese nombre.
Las hermanas tenían dos años de diferencia entre sí. La del medio, Dotnara, había completado diez años de escuela —ciclo superior– en 1940 y adelantándose a Dinera, se casó un mes antes que ésta, en la primavera de 1941. Era, pues, una niña flexible, con rulos rubios, que se lanzaba a la vida y le encantaba ir a bailar con su novio al hotel Metropol. Su padre no quería que se casase tan joven pero tuvo que soportarlo. Es cierto que su yerno estaba en la carrera de Derecho, graduado en la Escuela Diplomática, y era un brillante joven con impresionantes antecedentes, hijo de un famoso padre que había perecido en la Guerra Civil. Este yerno se llamaba Innokenty Volodin.
La hermana mayor, Dinera —en tanto que su madre corría a la escuela para ver qué pasaba con sus continuos aplazos en matemática– balanceaba sus piernas sentada en el sofá y leía y releía todo lo que se había escrito desde Homero a Claude Farrére... Después de terminar la escuela, y no sin la ayuda de su padre, entró en el Instituto Cinematográfico como una estudiante de actriz y en su segundo año se casó con un director conocido, y fue evacuada con él a Alma-Ata; actuó como la heroína en su film, luego lo dejó por "consideraciones creativas", se casó con un general previamente casado, del servicio de abastecimientos, y fue con él hasta el frente, pero al tercer escalón, la mejor zona en tiempo de guerra, donde las granadas de los enemigos no caían y donde las terribles dificultades de la retaguardia no alcanzaban tampoco. Allí conoció un escritor que se había puesto de moda, el corresponsal de guerra del frente, Galokhov, y fue con él a obtener material sobre el heroísmo para los diarios. Devolvió al general a su mujer primera y volvió con el escritor a Moscú. Desde entonces el escritor prosperó. Dinera presidía un salón literario, y tenía la reputación de ser una de las más inteligentes mujeres de Moscú y hasta se escribió un epigrama acerca de ella:
Me resulta agradable callarme en su presencia
porque no me deja decir una palabra.
De modo que por ocho años Clara fue la única niña de la casa. Nadie dijo de ella que era bonita y pocas veces fue llamada linda. Pero tenía una cara limpia y sincera, con una cierta fortaleza. Esta firmeza parecía comenzar en alguna parte, cerca de los ángulos de su frente; había firmeza también en los calmos movimientos de sus manos. Raramente se reía. No le gustaba hablar mucho, pero sí escuchar.
Clara había terminado su noveno año de escuela cuando todo cayó sobre ella al mismo tiempo: los casamientos de sus dos hermanas, el principio de la guerra, su partida con la madrastra hacia Tashkent. (Su padre las había enviado el 25 de junio). Y también la partida de su padre hacia donde estaba el ejército, como fiscal divisional.
Pasaron tres años en Tashkent en la casa de un antiguo amigo de su padre, el ayudante de uno de los principales fiscales de allí. En su quieto, callado, departamento del segundo piso cerca del Club de Oficiales del Distrito Militar. No participaron ni del calor sureño ni del aburrimiento de la ciudad. Muchos hombres fueron tomados del ejército de Tashkent, fueron alistados para el ejército, pero diez veces más llegaron a la ciudad. Aunque cada uno podía probar que su lugar estaba allí y no en el frente, Clara tenía un sentimiento incontrolable de que estaba sumergida en una corriente de cloacas. Implacablemente la eterna ley de la guerra funcionó: aunque la gente que iba al frente iba reluctante, aun los mejores y los más espirituales encontraron allí su camino y por la misma ley de selección inversa, perecieron la mayoría. La cima del espíritu humano y la pureza del heroísmo estaban cinco mil kilómetros más lejos y Clara estaba viviendo entre poco atractivos segundones.
Allí terminó su escuela. Hubo discusiones sobre en qué institutos de educación superior tenía que entrar. Por algunas razones nada la atraía particularmente, ya que aún nada se había definido en ella. Dinera eligió por ella. En cartas y cuando fue a decirle adiós antes de irse al frente, insistió intensamente en que Clara se especializase en literatura.
Y eso fue lo que hizo, aunque sabía desde la escuela que esa clase de literatura la aburría: Gorky estaba bien pero era algo pesado; Mayakovsky era muy correcto pero algo difícil; Saltykov Shchedrin era progresista, pero uno podía morirse bostezando tratando de interpretarlo profundamente; Turguenev estaba limitado a sus ideas de noble; Goncharov estaba asociado con los comienzos del capitalismo ruso; Tolstoi estaba a favor del campesinado patriarcal, (y su profesor no recomendaba la lectura de sus novelas porque eran muy largas y confusas y tergiversaban los claros ensayos escritos sobre ellas). Y luego hicieron revisión de un grupo de autores totalmente desconocidos para todos ellos: Dostoievsky, Stepnyak-Kravchinky y Sukhovo-Kobylin. Era cierto que no se tenían que acordar ni siquiera de los títulos de sus obras. En toda esta larga procesión sólo Puchkin relumbraba como un sol.
Todos los cursos de literatura de la escuela consistían en un intensivo estudio de lo que estos escritores habían tratado de expresar, cuáles eran sus posiciones, y qué ideas sociales sostenían. Eso se aplicaba a los escritores soviéticos y a los de los países socialistas hermanos: hasta el final continuó incomprensible para Clara y sus condiscípulos porqué esta gente recibía tanta atención. No eran los más inteligentes. Los periodistas y críticos y especialmente los líderes partidarios, eran más sagaces que ellos. A menudo cometían errores, se ponían en contradicciones que aun un alumno podía detectar. Caían en influencias extranjeras. Y uno tenía que escribir ensayos sobre ellos y temblar en cada coma o letra equivocada. Esos vampiros de las almas jóvenes no podían inspirar otro sentimiento que el odio. Los detestaba.
Para Dinera la literatura era una cosa completamente diferente, algo agudo y alegre, y había prometido que la literatura sería así en los institutos. Para Clara sin embargo, no fue más divertida que en la escuela. Las lecturas eran sobre cartas de la vieja Eslavonia, historias religiosas, las escuelas mitológicas y de historia comparada, y todo era como escribir en el agua. En los grupos de estudio literario hablaban de Louis Aragón y Howard Fasta y la influencia de Gorky en la literatura de Uzbek. Sentada en las lecturas y oyendo a esos grupos, Clara continuaba esperando escuchar algo importante acerca de la vida, sobré Tashkent en tiempo de guerra.
Un hermano de un condiscípulo del décimo grado, por ejemplo, había sido muerto cuando él y otros muchachos trataban de robar pan de un tren que pasaba. En el corredor del Instituto, Clara tiró un sandwich a medio terminar en un canasto de basura y un estudiante del grupo de estudio de Aragón vino inmediatamente y tomó el sandwich del canasto y limpiándolo cuidadosamente lo guardó en su bolsillo. Una de las estudiantes había llevado a Clara al bazar Tezikov para comprar cosas; era el bazar más grande de Asia Central o quizás de toda la U.R.S.S. La multitud cubría dos manzanas. Había ya muchos lisiados de guerra que cojeaban en muletas, movían los muñones de sus brazos, reptaban sus piernas por el suelo, pedían limosna, decían la fortuna, rogaban y exigían cosas. Clara les daba dinero y su corazón se rompía. Entre la multitud se mezclaban los ofertantes y uno tenía que abrirse paso entre insolentes especuladores, y vendedores de objetos, hombres y mujeres. Nadie parecía sorprenderse y todos aceptar los precios astronómicos, nunca proporcionados con lo que la gente ganaba. Los almacenes de la ciudad podían estar vacíos, pero uno podía comprar cualquier cosa en ese mercado negro. Cualquier cosa para comer, para usar en la parte superior e interior del cuerpo humano. Cualquier cosa... incluyendo goma de mascar americana, pistolas, libros de texto, de magia blanca o negra.
Pero en el instituto nunca mencionaban ese mundo, como si no supieran que existiera. Estudiaban una especie de literatura que trataba de todo sobre la tierra excepto de lo que uno podía ver con sus propios ojos.
Dándose cuenta que en cinco años ella misma, iba a ir a una escuela a enseñar a muchachitas, desagradables ensayos y cazar errores en su puntuación y deletreo, Clara empezó a jugar más y más al tenis. Había buenas canchas en Tashkent.
Así pasó sin desaprovechar el largo y cálido otoño, pero en medio del invierno cayó enferma.
Estuvo así mucho tiempo; todo un año. Estaba en cama en una clínica, luego en su casa, de nuevo en la clínica y de nuevo en casa. Fue examinada por especialistas y profesores que le dieron inyecciones intravenosas e intramusculares; le inyectaron solución salina; le hicieron análisis y trajeron consultores.
En esa época de incertidumbre sobre su futuro y su vida, durante largas noches de insomnio en la oscuridad, durante largos períodos en los hospitales y paseos por sus corredores y cuando el olor y la vista de ellos se le habían hecho ya insoportables, no le quedaba otro remedio que pensar. Encontró en sí una inclinación y aun un talento para una vida complicada e importante ante esta vida. El instituto era una cosa insignificante, una cantidad de conversación inútil.
No tuvo que volver a la Facultad de Literatura. Durante su convalecencia, el frente estaba ya en Bielorrusia. Todos dejaron Tashkent y ellas regresaron a Moscú.
Era extraño. Esos claros pensamientos acerca de la vida que había tenido durante su enfermedad se dispersaban a la luz, en el ruido y el movimiento. Flotaban y se disolvían y Clara no podía resolver cuestiones simples como a qué instituto entrar. Sencillamente quería un lugar donde se habíase menos y se hiciese más. Y eso significaba algo técnico. Pero no quería trabajar con máquinas pesadas y sucias. Por eso entró en el Instituto de Comunicaciones de Ingeniería.
Por falta de advertencia de nuevo se equivocó, pero no lo admitió a nadie, habiendo decidido tozudamente terminar sus estudios y trabajar donde pudiera. Y no era la única allí que estaba por accidente. Era un tiempo en que todos estaban cazando el pájaro azul de la educación superior. Los que no podían entrar en el Instituto de Aviación lo hacían en el de Veterinaria. Los que eran rechazados en los de química tecnológica estudiaban paleontología.
Después de la guerra el padre de Clara tuvo mucho que hacer en el exterior, fue desmovilizado del ejército e inmediatamente recibió un departamento de cinco habitaciones en el nuevo edificio del MVD en el acceso por la ruta de Kaluga. Uno de los primeros días de su regreso, llevó a su mujer e hija a ver el departamento.
Un automóvil los recogió al lado de la verja de hierro de los jardines Neskuchny y se detuvo antes de cruzar el puente sobre el camino de cintura que rodea a Moscú. Era tarde en la mañana de un día de octubre cálido, de un verano tardío prolongado. La madre y la niña usaban trajes crujientes bajo ligeros tapados. El padre llevaba un sobretodo de general, sin abotonar en el pecho, para dejar ver condecoraciones y medallas.
Este edificio de departamentos estaba siendo construido en dos cuartos de círculo de ocho pisos de alto, divididos por la calle Bolshaya Kaluzhkaya. En ambas Unidades, un ala daba frente a la Bolshaya Kaluzhkaya y otra al camino de cintura. Una torre de dieciséis pisos estaba planeada con un solano en el techo y una estatua de diez metros de la mujer de las granjas colectivas. El andamio estaba aún en el edificio y mucho trabajo de ladrillería, faltaba hacer. Sin embargo, y dada la impaciencia de los dueños, la oficina de construcciones había apurado la entrega a los poseedores, estando la segunda ala por completarse todavía. Era una de las que daba al camino de cintura y consistía en una escalera con departamentos abiertos de cada lado.
La construcción estaba rodeada, como siempre lo están en una calle ajetreada, por una sólida cerca de madera. Las hileras de alambrado de púa en el tope de la cerca y los feos mangrullos de observación no eran notables para los paseantes; y para quienes vivían enfrente, ya eran una vista familiar y tampoco los notaban.
La familia del fiscal cruzó el patio y fue al otro costado del edificio. Allí no había ya alambrado. La Sección terminada ya estaba fuera de la "zona" de trabajo. Más abajo, en la entrada principal, salió a su encuentro un amable capataz y un soldado a quien Clara no prestó atención. Todo había sido completado. Las pinturas se habían secado. Los llamadores de las puertas estaban lustrados. Estaban colocados los números de los departamentos. Los vidrios de las ventanas ya se habían limpiado y sólo quedaba una sucia mujer, cuyo rostro no se veía, que lavaba las escaleras.
—¡Cuidado allí! – gritó el capataz. La mujer se detuvo y se corrió hacia un lado, haciendo lugar a la persona que llegaba hasta ella porque había sólo sitio para uno. No distinguió su rostro porque no levantó la cabeza del balde donde flotaba en agua gris el trapo de piso.
El fiscal pasó.
El capataz pasó.
Y con un remezón de su corta y bella pollera, pasó la mujer del fiscal casi rozando la cara de la fregona.
Y la mujer sin poder soportar más esa seda y ese perfume, continuando agachada, levantó la cabeza para ver si había más gente para pasar.
Su ardiente y despectiva mirada convirtió a Clara en cenizas. Manchada con agua sucia, tenía la cara de una intelectual.
Clara no sólo experimentó la vergüenza que uno siempre siente al pasar junto a una mujer lavando el piso, sino que viendo su pollera raída y su saco manchado de algodón saliendo de sus orillos, agregó a la vergüenza, horror. Se acercó y abrió su cartera. Deseaba vaciarla y dársela al ser humano agachado, pero no se atrevió.
—¡Bueno, pasa! – dijo airada la mujer...
Sosteniendo la falda de su vestido elegante y su saco rojo oscuro, Clara corrió escaleras arriba.
En el departamento nadie estaba lavando el piso, porque era de parquet.
Les gustó el departamento. La madre de Clara dio al capataz algunas instrucciones para alterar la disposición un poco. Estaba disgustada porque en una de las habitaciones el parquet estaba craqueado. El capataz pisó atrás y adelante dos o tres listones y aseguró que haría fijar el piso.
—¿Quiénes están haciendo todo este trabajo? – preguntó Clara bruscamente.
El capataz superintendente sonrió y no dijo nada. Su padre le contestó: —Prisioneros. ¿Quién si no?
Cuando bajaron la mujer no estaba ya allí. El soldado de afuera también se había ido.
En pocos días se mudaron allí.
Pasaron cuatro años de ese incidente y Clara aún no podía olvidarlo, ni a la mujer fregando las escaleras. Cuando subía al departamento siempre usaba el ascensor; cuando a veces ocasionalmente no andaba, siempre se hacía a un lado cuando llegaba al lugar del encuentro, como si temiese pisar a la fregona. Era raro pero no podía evitarlo.
Desde el primer día de su regreso, su padre no pudo reconocer en Clara de posguerra la pequeña niña que había dejado cuatro años antes. Siempre había mirado a sus dos hermanas mayores como espectaculares pero triviales y asumía que Clara era reflexiva y seria. Pero había llegado a tener toda clase de ideas erradas, a ser reflexiva, pero en el sentido contrario. En alguna parte había encontrado una serie de historias terribles que le gustaba contar en la mesa. Las historias en sí no eran demasiado tremendas, sino que había adquirido la costumbre de generalizar cada caso que no era típico. Después de una de esas historias el viejo fiscal golpeó en la mesa y dejó su silla sin terminar de comer.
Clara no tenía con quién hablar. Año a año vivió con una pila de preguntas sin respuesta.
Una vez, descendiendo las escaleras con su cuñado, no pudo contenerse. Cuando lo dejó a un costado en el lugar donde esquivaba a la invisible fregona, Inokenty lo percibió y le preguntó qué estaba haciendo. Clara dudó, sintiendo que podría parecer loca. Luego le contó.
Siempre sofisticado y burlón, el muchacho oyó su historia pero no se rió. Le tomó ambas manos, su mirada se iluminó y dijo: —Pequeña Clara, ¿empiezas a comprender?
Deseando prolongar ese feliz momento de confidencias, sin moverse del escalón donde había estado la fregona, puso sus manos enguantadas en el hombro de su cuñado y lo cubrió de preguntas que hacía tiempo tenía entre pecho y espalda.
Innokenty no se apresuró a responder. Abandonando su fachada de cemento, simplemente miró a su cuñada. Y repentinamente dijo: —Y yo tengo una pregunta para ti, Clarita querida. ¿Por qué eras una chiquilla antes de la guerra? ¿Te imaginas con el gusto con que me hubiera casado contigo?.
Clara se ruborizó, se alejó y retiró la mano de su hombro.
Bajaron la escalera.
Sin embargo, ella obligó a Innokenty a responder a sus preguntas.
Esa conversación había tenido lugar el verano pasado y al mismo tiempo Clara estaba llenando cuestionarios. Los antecedentes de su familia eran impecables, sus vidas hasta entonces habían estado iluminadas incluso por la prosperidad, sin mácula de ningún acto desgraciado. El cuestionario fue aprobado y entró por el portón de la guardia misterioso del Instituto de Mavrino, de investigaciones secretas.
LOS PERROS DEL IMPERIALISMO
Clara y otras muchachas que se habían graduado en el Instituto de Comunicaciones pasaron por las sesiones temibles de adoctrinación del mayor Shikin.
Aprendió que estaría trabajando entre los más formidables de todos los espías, los perros del imperialismo mundial.
Clara fue asignada al laboratorio de Vacío. Era el que hacía una cantidad de tubos al vacío para los otros laboratorios. Los tubos electrónicos eran primero soplados en la salita de soplido de cristal; luego en el laboratorio propiamente dicho, un cuarto grande y oscuro, eran vaciados de aire por tres bombas vacío silbantes. Las bombas como los armarios dividían la sala. Aun durante el día estaba iluminada con luz eléctrica. El piso era de lajas de piedra y había una constante resonancia de la gente que caminaba y de las sillas que eran arrastradas. En cada bomba, un zek especialista en vacío trabajaba ardorosamente. En otras partes otros zeks estaban sentados en escritorios. Había sólo otros dos empleados libres: una muchacha llamada Támara y el jefe del laboratorio, que llevaba su uniforme de capitán
Clara fue presentada a él en la oficina de Yakonov. Era un judío con un cierto aire de indiferencia, viejo y gordo. Sin ninguna advertencia sobre los peligros que la esperaban, le pidió que lo siguiera. En las escaleras dijo: —Usted no sabe nada ni puede hacer nada, ¿no es cierto?
Me refiero a su profesión.
Clara replicó vagamente. Como si fuera poco el miedo, le faltaba la humillación de demostrar que no sabía nada y que todo el mundo se burlara de ella.
De manera que entró como si hubiese entrado en una jaula de bestias feroces, en el laboratorio habitado por monstruos de mamelucos azules.
Los tres especialistas del vacío caminaban alrededor de sus bombas realmente como fieras encarceladas; tenían que llenar un cometido urgente y era la segunda noche que no lo dejaban dormir. Pero el mediano, un hombre de alrededor de cuarenta años, con un aire cansado, sin afeitar y adormilado, alcanzó a sonreír y decir: —¡Bueno, bueno, refuerzos!
Todo el miedo de la muchacha desapareció. Había tal simplicidad comunicativa en esa exclamación, que sólo con un gran esfuerzo pudo contener una sonrisa en respuesta.
El más joven, con la bomba más pequeña, también detuvo su labor. Era muy joven y tenía un rostro alegre, ligeramente malicioso, con grandes ojos inocentes. Su mirada a Clara expresó que había sido tomado por sorpresa.
Él más anciano, Dvoyetyosov, de cuya enorme bomba del fondo de la sala salía un rugido particularmente alto, era un hombre alto y desproporcionado, con una panza fláccida. Miraba despectivamente a Clara y desapareció detrás de los gabinetes como para esquivar la vista de tal abominación.
Más tarde Clara supo que era así con todos los empleados libres y que cuando los jefes entraban en las salas producía con su bomba un ruido tal que tenían que gritar para que los oyera. Era de apariencia descuidada y podía llegar con un botón del pantalón colgando o con un agujero en las medias. Cuando las muchachas estaban presentes comenzaba á rascarse bajo su guardapolvo. Le encantaba decir: —Aquí estoy en casa en mi propio país, ¿por qué tengo que preocuparme?
El especialista de edad media era conocido por los prisioneros, incluso los más jóvenes; simplemente como Zemelya y no se sentía ofendido por eso. Era de esas personas que los psicólogos llaman "naturalezas solares" y en el pueblo decían que siempre estaba con la boca estirada hasta las orejas. Cuando lo miraba en las semanas subsiguientes, Clara, notó que nunca se entristecía por nada de lo que había perdido, ya fuera un lápiz o su vida toda destrozada. Nunca se enojaba por nada ni con nadie, ni se asustaba de nada. Era un buen ingeniero, excepto que era especialista en ingeniería de aviación. Había sido traído a Mavrino por error. No obstante, se había ubicado y no hacía ningún esfuerzo por ser trasferido a otra parte, considerando que difícilmente estaría mejor que allí.
En la noche, cuando las bombas eran apagadas, Zemelya gustaba de escuchar relatos y hablar.
—Antes se podía lograr un desayuno por cinco kopecs. Y se podía comprar lo que se quería. A cada paso te ofrecían cosas —sonrió ampliamente—. Y nadie vendía porquerías; se le hubiera escupido en la cara. Botas, eran realmente botas. Duraban diez años si no se las reparaba y quince si se las arreglaba. El cuero de arriba no era recortado como hacen ahora, sino que bajaba hasta el pie. Y había esas, ¿cómo las llamaban? Eran rojas, y con ornamentos; no eran botas, eran como una segunda alma. – Sonrió como si hubiera salido el sol: —O por ejemplo en las estaciones... Se llegaba un minuto antes y se compraba el boleto y encontraba un asiento y siempre había vagones vacíos. Los trenes continuaban saliendo; no economizaban. La vida era fácil, muy fácil, entonces...
Durante estos relatos el principal del grupo emergía de un rincón oscuro donde su escritorio estaba escondido de las autoridades. Llegaba lentamente, con su pesado cuerpo bamboleándose de lado a lado, sus manos metidas en sus bolsillos y se quedaba ahí en la mitad de la sala, con sus ojos saltones y sus anteojos cayéndosele de las narices.
—¿De qué estás hablando Zemelya? ¿Te recuerdas aún?
—Me acuerdo un poco —decía Zemelya excusándose con una sonrisa.
—Muy malo —decía el viejo meneando su cabeza—. ¡Olvídate! Dediquémonos a nuestras bombas.
Se quedaba allí un rato más, añorante, mirando por sobre sus anteojos y luego se encaminaba de nuevo lentamente hacia su cubil.
Los deberes de Clara eran sencillos: debía llegar en la mañana un día y quedarse hasta las seis de la tarde; y al día siguiente llegar después de almorzar y quedarse hasta las once de la noche. Se alternaba con Támara. El capitán estaba siempre allí desde la mañana porque los jefes podían necesitarlo durante el día. Nunca iba a la tarde porque no tenía ambición de hacerse valer en el servicio. La tarea de las muchachas era estar al servicio de lo necesario; en otras palabras, vigilar a los prisioneros. Además de esto, "para su propio desarrollo", los jefes les daban trabajos secundarios que no fuesen urgentes. Clara veía a Támara sólo dos horas por día; ésta había trabajado allí por más de un año y se trataba con los presos, no obstante, bastante estrechamente. A Clara hasta le pareció que había traído libros para uno de ellos y subrepticiamente se los había prestado. Además de esto, en el mismo instituto, Támara iba a un curso de inglés, grupo en el cual los empleados libres eran estudiantes y los convictos, los profesores, por supuesto, sin pago. Támara tenía una mente rápida y calmó los temores de Clara de que esas personas podían causarle algún daño temible.
Por último Clara conversó con uno de los presos. No era un criminal político, es cierto, sino uno ordinario, de los cuales había muy pocos en Mavrino. Era Iván el soplador de vidrio que, para su desgracia, era un gran maestro de su arte. Su vieja suegra había dicho de él que era un glorioso artesano y un aún más glorioso borrachón. Había ganado una gran cantidad de dinero y se lo había bebido en su mayor parte, golpeado a su mujer cada vez que se embriagaba y burládose de sus vecinos. Pero no hubiera pasado nada si sus pasos no se hubieran cruzado con el MGB. Un camarada con aire de autoridad pero sin insignia alguna, lo había llamado y propuesto que trabajase por tres mil rublos al mes. El salario era menor que el que ya ganaba Iván, pero podía ganar más en cada pieza a destajo. Olvidando con quién estaba hablando, le pidió cuatro mil mensuales. El responsable camarada agregó sólo doscientos. Iván se mostró insistente. Lo dejaron ir. El día de pago se emborrachó como una cuba y comenzó a ser demasiado agresivo en el patio. Esta vez la policía, que antes nunca había acudido, apareció rápidamente y lo llevó preso. Al día siguiente le habían iniciado un juicio y dado un año de cárcel. Después de la sentencia lo llevaron al mismo camarada que le había ofrecido un sueldo, quien le explicó que iba a trabajar en el nuevo lugar designado para él, pero ahora sin ningúnsueldo. Si no le gustaban las nuevas condiciones, podía elegir ir a sacar carbón en el Ártico.
Así fue arrestado Iván y comenzó a soplar tubos catódicos en Mavrino.
Su término de un año estaba por concluir, pero por el hecho de haber sido condenado tenía que ser desterrado de Moscú. Para evitar ser enviado fuera de Moscú por ese antecedente, rogó a la administración que lo siguiera tomando como trabajador libre, aunque más no fuera con un salario de mil quinientos rublos mensuales.
Aunque nadie en la sharashkase molestaría por una historia con un final tan aleccionador y feliz, porque allí había gente que hacía cuarenta años que esperaba a veces en celdas de muerte y otra que había conocido personalmente al Papa y a Albert Einstein, tal su nivel, Clara se sintió chocada por la historia de tan flagrante injusticia. Concluyó, como decía Iván, que "hacen lo que quieren".
Su cabeza que siempre había estado tan imperturbablemente apoyada en sus hombros, se llenó de pronto con sospechas de que entre esa gente de mameluco azul debería haber quienes no eran culpables de nada. Si era así su padre en algún momento ¿no habría también sentenciado a algún inocente?
Poco después fue al teatro Maly, con Alexei Lansky que la cortejaba.
La obra era de Gorky: Vassa Zheleznova. Le hizo mala impresión. El auditorio estaba lleno menos de la mitad. Probablemente eso achicó a los actores. Fueron al escenario desganados, como empleados que fingieran trabajar en una institución y estuvieran muy contentos de poder irse. Era una desgracia trabajar en una sala tan vacía. Nada de la función valía la pena de atraer la atención de un adulto. Arruinaron aun la escena de la asombrosamente natural Pashennaya. Uno sentía que si en el silencio del auditorio alguien dijese por lo bajo, como en una habitación cualquiera-"¡Bueno amigos, déjense de hacer muecas!", la pieza se hubiera caído al suelo. La humillación de los actores se comunicó a la audiencia. Todos sentían que estaban participando de algo vergonzoso y sentían como un temor de mirarse unos a otros. De modo que en el entreacto hubo tanto silencio como durante la representación. Las parejas hablaban murmurando a medias o se deslizaban silentes por el foyer. Clara y Lansky también vagabundearon calmosamente durante el primer entreacto y éste pidió disculpas por Gorky y por el teatro. Criticó al artista popular de Zharov que estaba actuando muy mal y aún más criticó la atmósfera burocrática general en el ministerio de Cultura que había minado la confianza del público soviético hacia el teatro realista soviético.
Alexei Lansky tenía un rostro regular y ovalado. Su color era bueno porque hallaba tiempo para practicar deportes. Sus ojos eran calmos e inteligentes y tenía veintisiete años que había usado fundamentalmente en leer. Como candidato a Ciencias Filológicas, un título de graduado que ya poseía, y candidato a miembro de la Unión de Escritores Socialistas Soviéticos y notorio crítico, bajo la benigna protección de Galakhov, Lansky no tanto escribía él como vapuleaba a otros que escribían.
En el segundo entreacto Clara le pidió quedarse en el palco, no había nadie en los próximos o en las plateas bajo ellos. Dijo: —Por eso estoy aburrida de ver a Ostrovsky y Gorky, porque estoy harta de sus exposiciones del poder del dinero, de la persecución familiar cuando un hombre anciano se casa con una mujer más joven; estoy enervada por esta lucha con fantasmas. Hace cincuenta años o cien, vaya y pase, pero no podemos indignarnos con cosas que hace años que han cesado de existir. Nunca se ve una obra de casos que pasen ahora.