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En el primer cí­rculo
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Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Aquellos que flotaban en el arca eran ingrávidos y tenían pensamientos ingrávidos. No estaban hambrientos ni saciados. No tenían felicidad ni miedo de perderla. Sus mentes no estaban llenas de mezquinos cálculos oficiales, de intrigas, de promociones, y sus hombros no soportaban el peso de preocupaciones sobre vivienda, combustible, pan y ropa para sus hijos. El amor, que desde tiempo inmemorial ha sido la delicia y el tormento de la humanidad, era impotente para comunicarles su vibración o su agonía. Sus condenas eran tan largas que ninguno pensaba siquiera en el día en que saldría en libertad. Hombres con intelecto superior, educación y experiencia, pero demasiado consagrados a sus familias para que les quedara algo que dedicar a los amigos, aquí pertenecían sólo a los amigos.

La luz de las brillantes lamparillas reflejada por los techos blancos, por las paredes lavadas, inundaba con miles de rayos sus lúcidas inteligencias.

Desde aquí, desde el arco, abriéndose paso a través de la oscuridad, podía ser vigilado todo el tortuoso curso de la maldita historia, como desde una altura enorme, pero a la vez uno podía ver cada detalle, cada guijarro en el lecho del río, como si uno estuviese sumergido en la corriente.

En esas horas del atardecer del domingo, la materia y la carne ya no recordaban a la gente su existencia terrenal. El espíritu de la amistad masculina y su filosofía henchían los arcos en forma de velamen.

Tal vez ésta fuera la gloria que todos los filósofos antiguos trataron en vano de definir y de enseñar.


LA PARODIA



En el cuarto semicircular del segundo piso, bajo los altos arcos del techo sobre el altar, la atmósfera era particularmente vital y propicia al pensamiento.

Alrededor de las seis de la tarde, los veinticinco hombres que vivían en el cuarto se habían reunido con espíritu amistoso. Algunos se pusieron en ropa interior tan pronto como pudieron, quitándose "el pellejo" carcelario que ya los tenía hartos, se tiraron en sus literas o treparon como monos a las de arriba. Otros cayeron sobre ellas sin sacarse los mamelucos. Uno estaba parado en la litera de arriba, agitando los brazos y gritándole a un amigo a través del cuarto. Otros sencillamente se sentaban o golpeaban los pies mirando a su alrededor y anticipándose al placer de las próximas horas libres, sin saber qué hacer para pasarlas lo mejor posible.

Entre los últimos estaba Isaac Moiseyevich Kagan, bajo, moreno y velludo, el "director del cuarto de la batería", como se lo llamaba. Estaba particularmente contento desde que había entrado a esta habitación alumbrada y espaciosa, dado que el cuarto de la batería, en el cual permanecía encuevado como un topo durante catorce horas diarias, estaba en un sótano oscuro con escasa ventilación. Aún así, estaba satisfecho con su trabajo en el sótano, pensando que en un campo de concentración se habría muerto hace tiempo. No era de aquellos que se jactaban de que en un campo vivían mejor que en libertad.

En libertad, Isaac Kagan, que nunca completó sus cursos de ingeniería, había sido jefe de un depósito de materiales y repuestos. Había tratado de vivir una existencia oscura y pasar por el costado del camino de la Era de las Grandes Realizaciones. Sabía que era más pacífico y provechoso quedarse tranquilamente a cargo de un depósito. En su fuero interno ocultaba una pasión casi ardiente por el lucro y esto era lo que lo ocupaba. Con todo, al mismo tiempo, dentro de lo posible, aun en el depósito, observaba las leyes del Sabbath. No se sentía atraído hacia ninguna clase de actividad política, pero por algún motivo la Seguridad del Estado lo había elegido precisamente a él para uncirlo a su carro, y lo habían arrastrado a cuartos cerrados y citas conspiratorias, insistiéndole en que se convirtiera en agente secreto. Esa propuesta repugnaba a Kagan. No tenía ni el candor ni la audacia —¿quién los tendría?– para decirles en la cara que lo que le estaban sugiriendo era vil, pero con paciencia inagotable, callaba, gruñía, llevaba las cosas a la larga, vacilaba, se resolvía en la silla y nunca firmó un acuerdo para trabajar para ellos. No era que fuera incapaz de informar. Sin dudarlo se atrevía a denunciar a cualquiera que lo hubiera herido o humillado, pero le hubiera dado náuseas hacerlo con gente que hubiera sido buena o aun indiferente hacia él.

Pero por causa de su terquedad figuraba en los malos registros de la Seguridad Social. Uno no puede protegerse contra todo en este mundo. Existían habladurías entre la gente en su propio depósito. Alguien renegaba contra una herramienta. Alguno protestaba acerca de los materiales y otro respecto de los planos. Isaac callaba y seguía extendiendo facturas con su lápiz indeleble. Pero algo se supo —por cierto que es muy probable que todo estuviera previamente arreglado– y todos hablaron sobre los demás, y cada uno fue condenado a diez años, en virtud del artículo 10. Kagan sufrió cinco careos, pero nadie pudo probar que hubiera dicho una palabra. Si el artículo 58 hubiera aparecido más tarde, hubieran tenido que dejarlo libre, pero el Juez de Instrucción sabía que tenía como último resorte el inciso 12 del mismo artículo: omisión en informar. Así fue cómo, por omisión en informar, lo condenaron a Kagan a los mismos diez astronómicos años que a los demás.

Kagan entró a la sharashkadesde el campo de concentración gracias a su notable ingenio. En un momento difícil de su vida, cuando lo acababan de expulsar del puesto de "delegado principal de las barracas", empezaron a mandarlo al trabajo de desmonte; escribió una carta dirigida al Presidente del Consejo de Ministros, Camarada Stalin, a efectos de que el Gobierno le diera la oportunidad de desarrollar un invento de un sistema para barcos torpederos radio-controlados.

Su previsión fue correcta. Nadie en el Gobierno se hubiera inquietado si humanamente Kagan hubiera escrito que las cosas se le presentaban muy mal y que acudía a ellos para que lo salvaran. Pero la perspectiva de un importante invento militar trajo inmediatamente al inventor a Moscú. Kagan fue llevado a Mavrino y varios jerarcas con insignias celestes y azules se le acercaron y lo apuraron para que pusiera su audaz idea técnica bajo la forma de un diseño de trabajo. De cualquier manera, ahora que había empezado a recibir pan blanco y manteca, Kagan no se precipitó. Con gran frescura contestó que no era experto en torpedos, de modo que, naturalmente, necesitaba uno. En dos meses le consiguieron un especialista en torpedos, un "zek". Pero a esta altura Kagan objetó, muy razonablemente, que él no era un mecánico naval y que, por consiguiente, necesitaría también un especialista de esa rama. En otros dos meses le trajeron un técnico marino, también un "zek". Entonces Kagan suspiró y dijo que la radio tampoco era su fuerte. Había muchos ingenieros de radio en Mavrino, y uno de ellos fue inmediatamente asignado a Kagan. Este último los congregó a todos, e imperturbable, de tal manera que nadie podría sospechar la burla, declaró: "Bueno, mis amigos, ya que están ustedes reunidos, bien pueden, por su propio esfuerzo; inventar un sistema para dirigir por radio barcos torpederos. No me corresponde meter las narices ni aconsejarlos, puesto que ustedes, como especialistas, saben mejor lo que se puede hacer". Y efectivamente, los tres fueron remitidos a una sharashkanaval, mientras Kagan conseguía un puesto en la sección baterías, y todo el mundo ya se había acostumbrado a verlo por allí.

Ahora Kagan estaba fastidiando a Rubin, pero a suficiente distancia como para que éste, desde su litera, no pudiera patearlo.

—Lev Grigorich —dijo en su tono lento y meloso—, está usted perdiendo evidentemente su sentido de responsabilidad social. Las masas esperan entretenimiento. Sólo usted puede proporcionárselo y está sumergido en un libro.

—Isaac, váyase al diablo —dijo Rubin—. Estaba recostado boca abajo, leyendo, con su chaqueta acolchada sobre los hombros, encima de su mameluco. La ventana entre él y Sologdin estaba abierta por el grosor de "Maikovsky" y había una agradable corriente de aire fresco.

—¡No, es en serio, Lev Grigorich! – protestó Kagan insistentemente—. Todos estamos deseando oír otra vez su admirable "El cuervo y la zorra”

—¿Y quién me denunció al "policía"? Fue usted, ¿no es cierto?, gruñó Rubin.

El domingo anterior, para divertir al público, Rubin había improvisado una parodia de la fábula de Krylov "El cuervo y la zorra", llena de jerga carcelaria y de insinuaciones inconvenientes para señoras. Había tenido que conceder cinco repeticiones y fue llevado en hombros por los prisioneros. El lunes, el mayor Myshin lo había llamado y le había iniciado un sumario por corromper la moral de los enemigos del pueblo. Se recogieron declaraciones de testigos y Rubín debió presentar el original de la fábula, junto con una nota aclaratoria.

Hoy, después del almuerzo, Rubin había trabajado dos horas en el nuevo cuarto que le había destinado. Había seleccionado muestras de las palabras y fórmulas típicas del criminal no identificado, las había introducido en el aparato que hacía visibles los sonidos y había colgado las cintas húmedas para que se secaran. Había llegado a algunas presunciones y sospechas, pero no se sentía inspirado en su nuevo trabajo y observaba cómo Smolosidov sellaba la puerta con lacre. Después de esto, había vuelto al cuarto semicircular en medio de una corriente de "zeks", como un rebaño regresando a su querencia.

Como siempre, bajo su almohada, bajo su colchón, bajo su litera, y con la comida en su estante nocturno, yacían media docena de los libros más interesantes que había recibido en paquetes —interesantes sólo para él, razón por la cual no habían desaparecido: diccionarios Chino-Francés, Lituano-Húngaro, Ruso-Sánscrito; la "Guerra con los lagartos" de Capek, una colección de cuentos de escritores japoneses de vanguardia, "Por quién doblan las campanas", de Hemingway —que habían dejado de traducir en Rusia porque ya no era progresista– dos monografías sobre los enciclopedistas, "Joseph Fouché", por Stephan Zweig en alemán y una novela de Upton Sinclair que nunca fue traducida al ruso. (Los diversos diccionarios de lenguas extranjeras demostraban el hecho de que, por dos años, Rubin había estado trabajando en un proyecto grandioso, en el espíritu de Engels y Marr, de derivar todas las palabras de todos los idiomas de los conceptos de "mano" y "trabajo manual" —sin saber que en la noche anterior los corifeos de la filología habían levantado la guillotina ideológica sobre la cabeza de Marr).

Hay una cantidad increíble de libros en el mundo, libros esenciales e importantes, y la sed de leerlos nunca le dejó tiempo a Rubin para escribir uno propio. Ahora mismo estaba listo para leer y leer hasta medianoche, sin pensar en el trabajo de mañana. Pero en las tardes sus ansias de discusión y su ingenio y elocuencia eran especialmente intensos, y hacía falta poco para llamarlo al servicio de la sociedad. Algunos prisioneros en la sharashkano confiaban en Rubin, considerándolo como delator por sus puntos de vista ortodoxos, que no disimulaba, pero no había ninguno que no se deleitara con sus entretenimientos.

La versión de "El cuervo y la zorra", sazonada con la bien imitada jerga del sub-mundo, había sido tan viva, que ahora, siguiendo el ejemplo de Kagan, muchos en el cuarto empezaron a pedir a voces una nueva parodia de Rubin. Y cuando éste se sentó, sombrío y barbudo, y salió del refugio de la litera superior, casi todos los "zeks" dejaron lo que estaban haciendo y se prepararon a escuchar. Sólo Dvoyetyosov, en su litera alta, seguía cortándose las uñas de los pies, de tal manera, que volaban lejos y Adamson, bajo su manta, continuaba leyendo sin darse vuelta. Los "zeks" de los otros cuartos se agolpaban en las puertas, entre ellos el tártaro Bulatov, con anteojos de carey, gritando ásperamente "¡sí, por favor, por favor!"

Rubín no tenía ganas de divertir a una multitud que incluía hombres que despreciaban todo lo que le era querido. Sabía también que otra actuación de su parte significaría, inevitablemente, nuevos inconvenientes el lunes: interrogatorios por "Shishkin-Myshkin", intimidación. Pero siendo ese héroe proverbial que por un rasgo de ingenio sacrificaría a su propio padre, Rubín fingió enfurruñarse, miró a su alrededor solemnemente y, en medio del silencio, dijo lo siguiente:

—¡Camaradas! Estoy asombrado por vuestra frivolidad. ¿Cómo puede hablarse de una obra teatral cuando entre nosotros todavía andan sueltos feroces criminales? Ninguna sociedad puede florecer sin un buen sistema de justicia. Considero necesario empezar nuestra velada con un pequeño juicio. Como un sondeo.

—¡Bien!

—¿A quién vamos a juzgar?

—¡No importa —tiene razón de todas maneras!– resonaron las voces.

—¡Divertido, muy divertido!, Sologdin se acomodó, buscando una mejor posición. Hoy, como nunca, había ganado su descanso, y quería que fuera entretenido.

El cauteloso Kagan, sintiendo que la diversión que había iniciado amenazaba cruzar los límites de lo razonable, retrocedió despacio hacia la pared y se sentó en su litera.

—Descubrirán a quién vamos a juzgar en el curso de las deliberaciones judiciales —explicó Rubín, que en realidad no lo había pensado todavía—. Yo, si no tienen inconveniente, seré el acusador, ya que esa función siempre me ha despertado especiales sentimientos. (Todos sabían, en la sharashka, que Rubin había tenido fiscales que lo odiaban personalmente y que durante cinco años había peleado, solo, contra el Procurador General y el Procurador Militar) ¡Gleb! Tú serás el Presidente del Tribunal. Elige un "trío" de jueces objetivos, sin conexiones personales —en una palabra, completamente sometidos a tu voluntad.

Nerzhin, dejando caer los zapatos, se sentó en su litera alta. A medida que pasaban las horas se sentía cada vez más alejado de su encuentro matinal y más integrado al mundo de los otros prisioneros. El reto de Rubin encontró su apoyo. Se acercó a la baranda de la cama, metió las piernas entre los barrotes de madera y quedó así como en una tribuna alzada sobre el cuarto.

—Bueno, ¿quiénes serán mis asesores?, ¿Suban aquí!

Había muchos prisioneros en el cuarto todos querían oír el juicio, pero ninguno se animaba a ofrecerse como asesor, ya fuera por cautela o por temor al ridículo. En la litera vecina a la de Nerzhin estaba acostado Zemelya, el especialista en vacío, leyendo el diario de la mañana. Nerzhin le manoteó el periódico.

—¡Basta! Ya es suficiente ilustración para ti. Si no te cuidas, te verás envuelto en la dominación del mundo. Siéntate y conviértete en mi asesor.

Abajo hubieron aplausos.

—¡Vamos, Zemelya, vamos!

Zemelya era afable y no se pudo resistir mucho tiempo. Sonriendo embarazado, sacó la cabeza calva entre las barras de la litera: Es un gran honor ser elegido por el pueblo, pero amigos, yo no he estudiado, soy incapaz...

Se produjo una amistosa carcajada. ¡Ninguno de nosotros es capaz! ¡Ninguno ha estudiado para ello! Y esta fue su respuesta y su elección como vocal.

Del otro lado de Nerzhin estaba acostado Ruska Doronin. Se había desvestido y estaba enteramente cubierto por la manta, con una almohada sobre la cabeza por añadidura. Estaba en pleno rapto de felicidad y no quería oír, ver ni ser visto. Sólo estaba allí físicamente; sus pensamientos y su corazón habían partido detrás de Clara, que había vuelto a su casa. En el momento de partir había terminado de tejer la canastilla para el Árbol de Navidad y se la había dado secretamente a Ruska. Él la tenía ahora bajo la manta y la besaba.

Viendo que era inútil molestar a Ruska, Nerzhin buscó un segundo candidato.

—¡Amantai!; ¡Amantai! – gritó, llamando a Bulatov—, ven a integrar el Tribunal.

Los anteojos de Bulatov brillaron desafiantemente.

—Iría, pero no hay dónde sentarse allí. Seré el alguacil acá en la puerta.

Khorobrov (que ya le había cortado el pelo a Adamson y a otros dos más, atendía a un nuevo cliente, sentado sin camisa en medio del cuarto, para no trabajar luego limpiando el pelo de la ropa), gritó: ¿Para qué quieren otro vocal? Después de todo, el veredicto ya está arreglado, ¿no es cierto? Arréglense con uno solo.

Nerzhin aceptó. ¡Correcto! ¿Para qué mantener un parásito? Pero, ¿dónde está el acusado? ¡Alguacil! ¡Haga entrar al acusado! ¡Silencio!

Golpeó la litera con su larga boquilla. Cesaron las conversaciones.

—¡Que empiece el juicio! – reclamaron a gritos—. Había público sentado y de pie.

Debajo del Presidente del Tribunal, la voz lúgubre de Potapov entonó: ¡"Si asciendo al cielo, estarás allí. Si bajo al Infierno, estarás allí. Y si me hundiera en las profundidades del océano, allí también Tu mano derecha me alcanzaría!" (Potapov había estudiado religión en el colegio y su mente precisa de ingeniero había retenido el texto del catecismo ortodoxo).

Debajo del asesor se oía el tintinear de una cucharita revolviendo azúcar en un vaso.

—¡Valentulya! – Gritó Nerzhin amenazante—. ¿Cuántas veces se te ha dicho que no hagas ruido con la cuchara?

—¡Sométanlo al Tribunal! – bramó Bulatov, y varias manos rápidamente arrastraron a Pryanchikov desde la semioscuridad de su litera baja hasta el centro de la habitación.

—¡Acaben! – dijo Pryanchikov enojado—, ¡estoy harto de los acusadores, estoy harto de sus procesos! ¿Qué derecho tiene una persona para juzgar a otra? ¡Ja, ja! ¡Muy divertido! ¡Te desprecio, amigo! – le gritó al Presidente y a...a ustedes.

Mientras Nerzhin reunía su Tribunal, Rubín había planeado toda la función. Sus ojos oscuros brillaban con la luz del descubrimiento. Mediante un amplio gesto, concedió clemencia a Pryanchikov.

—¡Déjenlo en libertad a este pichoncito! Valentulya, con su amor por la justicia universal, puede ser perfectamente el defensor oficial. ¡Que se le dé un asiento!

En toda broma existe un momento fugaz en que, o bien se vuelve banal y ofensiva, o bien se funde con el espíritu qué la inspiró. Rubín, que se había echado una manta sobre los hombros, como una capa, subió en calcetines a una mesa de noche y dirigió la palabra al Presidente:

—¡Consejero Oficial de Justicia! El reo ha rehusado comparecer ante el Tribunal, de modo que corresponde juzgarlo "in absentia". Le ruego que comience.

Entre la multitud reunida en las puertas estaba Spiridon, el portero de bigotes rojizos. Su cara inteligente, floja en las mejillas, surcada por muchas arrugas, mostraba, a la vez, severidad y diversión. Miraba torvamente al Tribunal.

Atrás de Spiridon estaba el Profesor Chelnov, con su cara larga, fina y cerúlea, coronada por una gorra de lana.

Nerzhin anunció con una voz forzadamente aguda: "¡Atención, camaradas! Declaro abierta la sesión del Tribunal Militar de la sharashkade Mavrino. ¿Juzgamos el caso de...?"

—Olgovich, Igor Svyátoslavich —apuntó el acusador.

Tomando la idea, Nerzhin pretendió leer con monótona voz nasal: "Juzgamos el caso de Olgovich, Igor Svyátoslavich, Príncipe de Novgorod – Seversky y Putivilsk, nacido aproximadamente en el año... —diablo, Secretario, ¿por qué aproximadamente? ¡Atención! En vista de la ausencia de un texto escrito, la acusación será formulada– de viva voz por el Fiscal".


EL PRÍNCIPE TRAIDOR



Rubín comenzó a hablar con facilidad y fluidez, como si estuviera leyendo realmente una "hoja", de papel. Había sido procesado cuatro veces y las frases jurídicas estaban impresas en su memoria.

"La acusación definitiva en el caso bajo examen, número cinco millones barra tres millones seiscientos cincuenta y un mil novecientos setenta y cuatro, procesado– Olgovich, Igor Svyátoslavich.

"Órganos de Seguridad del Estado han detenido al acusado en el referido expediente, Olgovich, I. S. La investigación ha establecido que Olgovich, que era un líder militar del brillante Ejército Ruso, con rango de Príncipe, en el puesto de Comandante, resultó ser un felón, traidor a su patria. Sus actividades como tal consistieron en la rendición voluntaria y en la aceptación de convertirse en prisionero del maldito enemigo de nuestro pueblo ahora descubierto, el Khan Konchak. Además, rindió a su propio hijo, Vladimir Igoryevich, como así también a su hermano y a su sobrino, y a toda la tropa con su personal, armamentos y materiales inventariados”.

Su traición fue manifiesta desde el primer momento, cuando, engañado por un eclipse de sol —una provocación organizada por el clero reaccionario—: omitió dirigir propaganda política masiva a sus propios soldados, que iban a tomar agua del río Don en sus cascos. Para qué hablar del antihigiénico estado del Don en esa época, antes de que fuera introducida la doble cloración. En cambio, el acusado se limitó, cuando ya estaba a la vista de las tropas enemigas, a propagar este irresponsable llamamiento a su ejército:

"Hermanos, esto es lo que hemos buscado; ¡ataquemos entonces!”

(Acusación, Volumen I, folio 36).

"El fatal significado que para nuestro país tuvo la derrota de las fuerzas unidas de Novgorod-Seversky-Kursk-Putisliv-Rylsk ha sido perfectamente definido en las palabras del Gran Príncipe de Kiev, Svyatoslav:

"Dios me permitió acabar con los paganos, pero no pude refrenar esa juventud".

(Acusación, Volumen I, folio 88).

"El error del ingenuo Svyatoslav, una consecuencia de la ceguera de su clase, fue atribuir la mala organización de toda la campaña y la dispersión de los esfuerzos militares rusos sólo a "esa juventud" a la cual acusaba, sin advertir que estaban envueltos en una traición calculada y de largos alcances”.

“El criminal mismo consiguió evadir la investigación y el proceso, pero el testigo Borodin, Aleksandr Porfiryevich y otro testigo que desea permanecer anónimo y que consiguientemente será llamado en adelante "el autor de la epopeya", han demostrado, mediante irrefutable testimonio, el detestable papel del Príncipe I. S. Olgovich, primero en la conducción de la batalla en sí, que fue aceptada en condiciones desfavorables para el comando ruso:

Meteorológicas:

"Soplan los vientos, llevando flechas,

sembrándolas en los regimientos de Igor..."

Tácticas:

"por todos lados se acercaba el enemigo

rodeando nuestras fuerzas desde cualquier

dirección".

(Ibid. Volumen I, folios 123, 124, testimonio del "autor de la epopeya").

Peor aun fue su conducta y la de su vástago principesco en el cautiverio. Las condiciones de vida dentro de las cuales ambos fueron mantenidos durante el llamado cautiverio, muestran que gozaban de la mayor complacencia del Khan Konchak, hecho que consistía, evidentemente, una recompensa del comando Polovtsiano por la criminal rendición de sus tropas.

"Así, por ejemplo, la declaración del testigo Borodin establece que al Príncipe Igor se le permitió tener su propio caballo e indudablemente otros también.

"Si lo deseas, toma el caballo que quieras".

(Ibid., Volumen I, folio 233.)

Más aun, el Khan Konchak le dijo al Príncipe Igor:

"Os consideráis aquí un cautivo.

¿Pero, realmente, vivís como un cautivo

sois más bien mi huésped?"

Y siguiendo adelante:

"Admitidlo —¿viven así los prisioneros?"

(Ibid. Volumen i, folio 300).

"El Khan Polovtsiano descubre el cinismo de su relación con el Príncipe traidor:

"Por vuestro coraje y audacia es que os quiero, mi Príncipe"

(Ibid. Volumen 3, folio 5).

"Una investigación más cuidadosa ha demostrado que esa cínica relación existía mucho tiempo antes de la batalla del río Kayal:

"Siempre os he querido".

(Ibid, folio 14, declaración del testigo Borodin).

Y más aún:

"No vuestro enemigo, sino vuestro fiel aliado

Y leal amigo y vuestro hermano

Quisiera ser..."

(Ibid).

"Todo esto caracteriza objetivamente al acusado como un cómplice activo del Khan Konchak, como un antiguo agente y espía de Polovtsia.

"En mérito de lo que antecede, Olgovich, Igor Svyatoslavich, nacido en 1151, nativo de la ciudad de Kiev, de nacionalidad rusa, no afiliado al Partido, sin antecedentes, ciudadano de la U.R.S.S., de profesión jefe militar, sirviendo en el grado de comandante con rango de Príncipe, condecorado con la Orden del Varego, el Sol Rojo y la medalla del Escudo Dorado, es acusado de los siguientes cargos:

"Haber cometido intencionadamente vil traición contra su patria, combinada con sabotaje, espionaje y colaboracionismo con el Khanato Polovtsiano, durante un período de muchos años.

"En otras palabras, es culpable de los crímenes previstos en los artículos 58-16, 58-6, 58-9 y 58-11 del Código Penal de la República Federal Socialista Rusa Soviética.

"Las acusaciones precedentes han sido confesadas por Olgovich y confirmadas por la declaración de testigos y también por un poema y una ópera.

"Por aplicación del artículo 268 del Código de Procedimientos en lo Criminal de la República Federal Socialista Rusa Soviética, el presente caso ha sido remitido al Fiscal para el enjuiciamiento del acusado".

Rubín se tomó un respiro y miró triunfalmente a los "zeks". Arrastrado por el torrente de su imaginación, no había podido detenerse. Las risas corrían por el cuarto y en las puertas, estimulándolo. Ya había hablado demasiado, y había dicho cosas más agudas de lo que hubiera deseado, en presencia de varios soplones y de otros maliciosos individuos.

Spiridon, con el pelo hirsuto gris rojizo sobre la frente, alrededor de las orejas y en la nuca, ni siquiera sonreía. Ceñudo, examinaba al Tribunal. Hombre ruso de cincuenta años, oía por, primera vez la historia de ese Príncipe que había sido tomado prisionero; sin embargo, en el ambiente familiar del Tribunal y en el descaro del acusador, había revivido otra vez todo lo que había sentido en carne propia. Sentía toda la injusticia de las conclusiones del Fiscal y toda la angustia del desdichado Príncipe.

—En vista de la ausencia del acusado y de los inconvenientes en interrogar a los testigos, – interrumpió Nerzhin en su mesurado tono nasal—, consideremos las conclusiones de la parte contraria. El fiscal tiene otra vez la palabra.

Nerzhin miró a Zemelya en busca de confirmación.

—Por supuesto, por supuesto, – asintió el vocal, que estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa.

—Camaradas jueces, – entonó Rubín sombríamente—, tengo poco que agregar a esta cadena de horribles acusaciones, a esa sucia mescolanza de crímenes que ha sido revelada ante vuestros ojos. En primer lugar, quisiera rechazar de una buena vez la difundida opinión de que un hombre herido tiene el derecho moral de dejarse tomar prisionero. Esencialmente, ese no es nuestro punto de vista, camaradas, y con menos razón en el caso del Príncipe Igor. Dicen que fue herido en el campo de batalla. ¿Pero quién puede probarlo ahora, 765 años más tarde? ¿Ha sido conservada alguna prueba oficial de su herida, firmada por el cirujano militar competente? De cualquier forma, no existe tal certificación oficial en los antecedentes de la acusación, camaradas jueces.

Amantai Bulatov se quitó los anteojos, y sin su brillo impetuoso sus ojos quedaron tristes.

Él, Pryyanchikov, Potapov y muchos otros de los presentes habían sido encarcelados por esta misma "traición a la patria" y rendición "voluntaria".

—A mayor abundamiento, – atronó el Fiscal—, quisiera señalar la conducta repulsiva del acusado en la prisión Polovtsiana. El Príncipe Igor, en vez de pensar en su pueblo, se acordaba, de su esposa:

"Estás sola, mi paloma querida,

Estás sola...”

—Analizando la situación, ésta es perfectamente comprensible, puesto que su Yaroslavna era una joven esposa, la segunda, y no podía confiar demasiado en ella. De hecho, el Príncipe Igor parece ser un aprovechador inescrupuloso. ¿Para quién bailaron las danzarinas Polovtsianas, pregunto yo a usted? Para él, naturalmente. Y su repulsivo vástago entró pronto en unión sexual con la hija de Konchak, aun cuando el matrimonio con extranjeras ha sido terminantemente prohibido a nuestros ciudadanos por las autoridades competentes. Y esto es un momento de extrema tensión en las relaciones Soviet-Polovtsianas, cuando...

—Un momento —dijo el hirsuto Kagan desde su cama—. ¿Cómo sabe el Fiscal que existía autoridad Soviética en la Rusia de esa época?

—¡Alguacil! ¡Expulse a ese agente vendido! – ordenó Nerzhin. Pero antes de que Bulatov entrara en acción, Rubín aceptó ligero el desafío.

—Si no hay inconveniente, contestaré. Un análisis dialéctico de los textos lo demuestra categóricamente. Lean lo que dice el "autor de la epopeya": "Rojas banderas ondeaban en Putivl".

—¿Parece bastante claro, no? El noble Príncipe Vladimir Galitzky, Jefe del Comisariato del Distrito Militar de Putivl, estaba reuniendo la guardia popular, encabezada por Skula y Yeroska, para la defensa de su ciudad natal. Mientras que, el Príncipe Igor contemplaba las piernas desnudas de las mujeres Polovtsianas. Aclaro que todos compartimos su interés por este punto, pero después que Konchak le ofreció la elección de "cualquiera de las bellezas", ¿por qué no tomó alguna ese bastardo? ¿Quién de entre nosotros puede creer que un hombre rehuse una mujer?, Y entonces el último cinismo del acusado se revela en su supuesta fuga del cautiverio y el voluntario regreso a su patria. ¿Quién podría creer que un hombre al cual le ha sido ofrecido "el caballo de su preferencia y oro" y asimismo "cualquiera de las bellezas", volvería voluntariamente a su país y dejaría todo eso? ¿Cómo puede ser?

Esta era precisamente la pregunta que se les había formulado a los prisioneros que habían regresado. A Spiridon también se le había preguntado: —¿Por qué volvió a su país si no había sido reclutado por el enemigo?

—Sólo cabe una interpretación: ¡el Príncipe Igor fue reclutado por el servicio de inteligencia Polovtsiano y enviado de regreso para colaborar en la desintegración del Estado de Kiev! ¡Camaradas jueces! En mí, como en ustedes, hierve la noble indignación. Como persona, de sentimientos humanitarios, exijo que este hijo de perra sea ahorcado! Pero como la pena capital ha sido abolida, encajémosle veinticinco años y démosle cinco más por los cuernos. El Tribunal deberá además retirar la ópera "El Príncipe Igor" de los escenarios, por ser totalmente amoral y por difundir tendencias traidoras entre nuestra juventud. Además, deberá ser juzgado el testigo Borodin, A, P., arrestándolo como medida preventiva. También deberán ser traídos a juicio los siguientes aristócratas: (1) Rimsky y (2) Korsakov, porque si no hubieran completado esta mala ópera, ésta nunca hubiera sido representada. ¡He dicho! – Rubín saltó pesadamente desde la mesa de noche. La burla se había agriado repentinamente.


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