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En el primer cí­rculo
  • Текст добавлен: 3 октября 2016, 22:21

Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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Recordó su convicción de que capitular equivalía a admitir su culpabilidad. Recordó su decisión de resistir, objetar, discutir, pedir una entrevista con su fiscal; pero contra su razón, iban destruyéndole la voluntad. Experimentaba la dulce indiferencia de un hombre que va helándose hasta morir en la nieve.

Ya pelado, el peluquero le ordenó pararse y levantar primero un brazo y después el otro mientras le afeitaba las axilas. Luego se puse en cuclillas y con la misma máquina le afeitó el pubis. Esto lo tomó de sorpresa y las cosquillas produjeron un estremecimiento involuntario, con la consiguiente reprimenda del barbero. – ¿Puedo vestirme? – preguntó, cuando todo había terminado. El peluquero no le contestó, salió y cerró con llave. Esta vez la experiencia le indicó que no se apresurara a vestirse de nuevo. Sintió una desagradable picazón. Se pasó la mano por la cabeza y por primera vez en su vida sintió las extrañas cerdas y los desniveles del cuero cabelludo. Nunca había llevado el pelo tan corto, ni de niño.

Se puso la ropa interior. Cuando comenzaba a enfundarse los pantalones, la cerradura se movió. Otro guardia entró, éste de nariz carnosa y morada y una gran tarjeta en la mano.

—¿Apellido?

—Volodin —respondió el prisionero, sumiso, aunque las interminables repeticiones lo enfermaban.

—¿Nombre?

—Innokenty Artemievich.

—¿Año de nacimiento?

—Mil novecientos diecinueve.

—¿Lugar de nacimiento?

—Leningrado.

—Desvístase.

Comprendiendo sólo vagamente lo que ocurría, Innokenty volvió a desnudarse. La camiseta cayó de la mesa al suelo sucio, pero la vio caer sin disgusto y no se inclinó a recogerla.

El guardia de nariz morada empezó a mirarlo con cuidado por todos los costados y anotó sus observaciones en la tarjeta. Por la atención que prestaba a los detalles de cara y cuerpo, dedujo que compilaba una descripción física completa para el archivo de identificación. Terminado su trabajo, se fue.

Innokenty sentado pasivamente en el taburete, no volvió a Vestirse.

Otra vez la puerta. Entró una mujer gorda, de pelo negro y guardapolvo blanco como la nieve y su rostro era brutal y arrogante y sus modales cultos, de intelectual.

Alarmado, buscó sus calzoncillos para cubrirse, pero la mujer lo fulminó con una mirada nada femenina y, llena de desprecio, avanzó el labio inferior y preguntó:

—¿Tiene piojos?

—Soy diplomático —dijo Innokenty, ofendido, mirando con firmeza a los negros ojos armenios y sosteniendo, los calzoncillos.

—¿Y qué? ¿Tiene alguna queja?

—¿Por qué me arrestaron? Quiero leer la orden. ¿Dónde está el fiscal? – Innokenty resucitado, hablaba a torrentes.

—Nadie le preguntó eso —dijo la mujer, ceñuda y cansada—. ¿Niega sufrir de enfermedades venéreas?

—¿Qué?

—¿Nunca tuvo sífilis, gonorrea, chancro blando? ¿Lepra? ¿Tuberculosis? ¿Otras quejas?

Se fue sin esperar su respuesta.

El primer guardia, el de cara larga, entró. Innokenty se alegró de verlo, porque éste no lo había herido ni molestado.

—¿Por qué no se viste? – le dijo con dureza—. Vístase pronto.

No era tan fácil. El guardia lo dejó en el cuarto cerrado con llave y él trató de resolver el problema de ponerse los pantalones e impedir que se le cayeran sin tirantes y casi sin botones. Sin poder aprovechar la experiencia de docenas de prisioneros en generaciones anteriores, pensó un rato y resolvió el problema solo, como millones de sus predecesores lo habían resuelto antes que él. Descubrió un cinturón: se ató los pantalones con los cordones de sus zapatos y notó que les habían arrancado las puntas de metal. (No sabía que las leyes de Lubianka presumían que un prisionero podía fabricar una lima con esas puntas, capaz de cortar los barrotes). Todavía no había descubierto cómo mantener cerrada la túnica del uniforme.

El guardia, sabiendo por la mirilla que el prisionero estaba vestido, abrió la puerta, le dio la orden consabida de manos a la espalda y lo llevó a otro cuarto. Allí esperaba el guardia de nariz morada, que él ya conocía.

—Sáquese los zapatos —le dijo a manera de saludo.

Esto no ofrecía dificultad porque no tenían cordones y salieron solos. Y las medias, sin ligas, le cayeron hasta los tobillos.

Contra la pared había un aparato con una vara vertical blanca para medir la estatura. Nariz Morada lo empujó hasta quedar de espaldas a ella, bajó la barra transversal y escribió su altura.

—Puede ponerse los zapatos —dijo.

Cara Larga, en la puerta, no dejó de advertirle "manos a la espalda". No importaba que el "box" N° 8 estuviese a dos pasos cruzando el corredor. Otra vez lo encerraron en su "box" original. Al otro lado de la pared, la máquina zumbaba y se detenía.

Con la túnica cerrada se sentó exhausto en el taburete. Desde su llegada a la Lubianka no había visto más que luces enceguecedoras, paredes que se le venían encima y carceleros callados e inexpresivos. Los procedimientos seguidos, uno más absurdo que el otro, le parecían burlas. No comprendió que en conjunto constituían una cadena lógica y significativa de sucesos: búsqueda preliminar por los agentes que lo habían arrestado; el establecimiento de la identidad del prisionero; el registro del arrestado en la administración de la prisión, con recibo; registro básico al llegar; primer procesado higiénico; anotación de marcas identificatorias; inspección médica.

Todo destinado a privar al prisionero de su equilibrio, de su capacidad para razonar y para resistir. Ahora su único, torturante deseo, era dormir. Suponiendo que lo dejarían en paz por un momento, y no sabiendo cómo arreglarse de otro modo, puso el taburete encima de la mesa, extendió en el piso su buen abrigo de lana con cuello de astrakán gris y se tendió en diagonal sobre él. En sus primeras tres horas de Lubianka había formado un nuevo concepto de la vida. Tenía la espalda sobre el piso, el cuello en brusco ángulo hacia arriba en un rincón; las piernas, con las rodillas torcidas, se amontonaban en otro rincón. Por un ratito, antes de que se le acalambrasen los miembros, sintió un maravilloso alivio.

Pero todavía no dormía, cuando la puerta se abrió con más ruido que nunca.

—¡Levántese!-ordenó la mujer.

El. movió apenas los párpados,

—¡Levántese, levántese! – era el conjuro de una bruja. – —Quiero dormir.

—¡Levántese! – gritó ella, inclinada sobre él como Medusa en una pesadilla.

Con dificultad pudo salir de su incómoda posición y ponerse de pie.

—Entonces lléveme a alguna parte donde pueda acostarme y dormir —dijo débilmente.

—Eso está prohibido —dijo la Medusa de charreteras celestes, golpeando la puerta.

Innokenty se apoyó en la pared y esperó mientras ella lo estudiaba largo rato por la mirilla; se iba, volvía y se iba otra vez.

De nuevo se desplomó sobre la túnica, aprovechando su ausencia y otra vez estaba a punto de dormirse cuando la puerta se abrió de golpe.

Un hombre nuevo, alto y fuerte como un herrero o un picapedrero, estaba en el umbral, con guardapolvo blanco.

—¿Apellido?-preguntó.

—Volodin.

—Traiga sus cosas.

Tomó el abrigo y sombrero y con ojos apagados se arrastró tras él guardia. Estaba tan extenuado, que no sabía si caminaba al mismo nivel, si subía o bajaba. Apenas tenía fuerzas para moverse y se hubiera tirado allí mismo, en el corredor.

Lo llevaron por una especie de pasaje angosto excavado en el espesor de un muro; luego por otro corredor, menos cuidado, con una puerta que se abría a un vestíbulo y baño. Allí el guardia le dio un trozo de jabón para lavar más pequeño que una caja de fósforos y le ordenó que se diera una ducha.

Su reacción fue lenta. Estaba acostumbrado a baños con azulejos, limpios como espejos. Y este baño de madera, que para una persona común estaba limpio, para él era de una suciedad repugnante. Se las arregló para encontrar un lugar seco en el banco y se desvistió allí; caminó con precauciones sobre el enrejado de madera mojada, lleno de marcas de pies desnudos y de zapatos. Hubiera preferido con mucho no tener que desvestirse ni bañarse, pero la puerta se abrió y el herrero de guardapolvo blanco le ordenó ponerse bajo la ducha.

La sala de duchas quedaba tras una puerta delgada y lisa con dos aberturas sin vidrios, cosa no típica de esta prisión. Por encima de cuatro enrejados, también sucios según el concepto de Innokenty, había cuatro duchas que manaban agua caliente y fría de primera categoría.

Pero Innokenty no se sintió feliz por eso ¿Cuatro duchas para una persona: hecho que tampoco le produjo alegría.

(Si hubiera sabido que en ese mundo lo acostumbrado era que cuatro se lavaran bajo una ducha, puede ser que sintiera agradecimiento por su ventaja multiplicada por dieciséis). Ya había arrojado con asco el jabón inmundo, maloliente.

(En sus treinta años de vida nunca había tocado un trozo de jabón como ese; ni sabía que pudiera existir). En dos minutos se lavó, en especial los restos del vello púbico que le picaba, irritado por la máquina de pelar; luego, con la impresión de haber quedado más sucio y no más limpio que antes, volvió a ponerse la ropa.

Pero en vano. Los bancos del vestíbulo estaban vacíos: se habían llevado toda su ropa, magnífica aunque mutilada y lo único que todavía estaba bajo el banco eran los chanclos y los zapatos metidos en ellos. La puerta cerrada, la mirilla tapada. No le quedaba más que sentarse en el banco como una estatua desnuda, como el "Pensador" de Rodin, y pensar en el asunto mientras se secaba.

Luego le entregaron ropa interior, de prisionero, áspera y muy lavada, con las palabras "Prisión Interna" en letras negras en el pecho y espalda, y un harapo cuadrado doblado en cuatro que al principio no reconoció como toalla. Los botones eran de cartón y algunos faltaban.

Había cuerdas pero también estaban arrancadas en algunos lugares. Los calzoncillos eran demasiado cortos y ajustados para él, y le irritaban la entrepierna. La camiseta, en cambio, era enorme y las mangas le colgaban hasta los dedos. No quisieron cambiarlos porque al ponérselos los había ensuciado.

Vestido con su absurda ropa interior, estuvo sentado mucho tiempo en el vestíbulo. Le dijeron que su otra ropa estaba en el "horno".

La palabra era nueva para él. Durante toda la guerra, cuando todo el país estaba invadido por "hornos", nunca había encontrado uno. Pero las estúpidas burlas de esta noche hacían muy apropiada la presencia de un "horno" para la ropa. (La palabra le evocó una imagen de sartén enorme, diabólica).

Hizo un esfuerzo para pensar con tranquilidad en su situación y decidir qué podía hacer, pero al perder claridad mental pensó en temas tan triviales como los calzoncillos ajustados o la sartén donde se estaba friendo su chaqueta, o el ojo avizor tras la mirilla, cuando movían la tapa.

El baño le había quitado el sueño, pero la debilidad que pesaba sobre él lo dominaba por completo. Quería tenderse sobré algo seco y caliente, no moverse y recobrar sus fuerzas perdidas. Pero no quería de ningún modo tenderse sobre las tablas húmedas y puntiagudas del banco.

La puerta se abrió, pero no para traerle su ropa del "horno". Una muchacha rubicunda y cariancha, vestida de civil, estaba junto al guardia del baño. Tratando de cubrir avergonzado las brechas de su ropa interior, Innokenty caminó hasta el umbral. La chica le dio un recibo rosado, ordenándole firmar una copia del mismo, atestiguando que hoy, 26 de diciembre, la Prisión Interna del MGB de la U.R.S.S, había, recibido de Volodin, para guardar a salvo: un reloj de metal amarillo con tapa, número del reloj, número del mecanismo; una lapicera fuente con decoraciones de metal amarillo y punta del mismo metal; un alfiler de corbata con piedra roja montada; un par de gemelos de piedra azul. Otra vez esperó, la cabeza cayéndosele de cansancio. Por fin le trajeron su ropa. El sobretodo volvió frío y en buen estado. La túnica, pantalones y camisa estaban arrugados, desteñidos y calientes.

—¿Por qué no cuidaron el resto del uniforme tan bien como el sobretodo? – protestó indignado.

—El sobretodo tiene piel: entienda las cosas —contestó el herrero en tono sentencioso.

Su propia ropa le parecía ajena y repulsiva después de pasar por él "horno" y con este atuendo, que ahora era extraño e incómodo, Innokenty fue llevado de nuevo al "box" N° 8.

Pidió dos tazas de agua y las bebió con avidez. Las tazas con el mismo gato.

Llegó otra muchacha y, cuando firmó una copia, le dio un recibo celeste atestiguando que hoy, 27 de diciembre, la Prisión Interna del MGB de la U.R.S.S. había recibido de Volodin, I. A., una camiseta de seda, un par de calzoncillos de seda, tirantes y una corbata, ¿Ya era el 27?

La máquina seguía zumbando, siniestra.

Encerrado de nuevo, dobló los brazos sobre la mesita, reclinó la cabeza y trató de dormirse sentado.

—Esto está prohibido —dijo un nuevo guardia que había abierto la puerta.

—¿Qué está prohibido?

—Está prohibido reclinar la cabeza.

Innokenty esperó, la mente en blanco.

Volvieron a traerle un recibo, esta vez en blanco, atestiguando que la Prisión Interna del MGB de U.R.S.S. había recibido de Vodolin, I. A., 123 rublos.

Vino alguien más, una persona nueva, un hombre con guardapolvo azul oscuro sobre un traje marrón, caro.

Cada vez que le traían un recibo le preguntaban su apellido. Y ahora volvían a preguntárselo: ¿apellidó?, ¿nombre?, ¿año de nacimiento?, ¿lugar de nacimiento?

—Tranquilo ahora —ordenó el recién llegado.

—¿Qué? – preguntó Innokenty, sorprendido.

—Venga tranquilo; deje sus cosas aquí; manos a la espalda —en el corredor todas las órdenes se daban en voz baja para que los otros "boxes" no pudieran oír.

Chasqueando la lengua para llamar al mismo perro invisible, el hombre del traje marrón llevó a Innokenty por la salida principal a un corredor que a su vez llevaba a un cuarto grande, diferente de los otros de la prisión: ventanas con celosías bajadas, muebles tapizados, escritorios. Lo sentaron en una silla en medio de la habitación. Estaba seguro de que iban a interrogarlo de nuevo.

Pero, en cambio, sacaron de algún lado una cámara de madera parda lustrada y lo enfocaron de ambos lados con fuertes luces. Lo fotografiaron de frente y de perfil.

El hombre del guardapolvo azul que lo había traído tomó cada dedo de su mano derecha y lo pasó por un cilindro negro y pegajoso untado al parecer de tinta; las puntas de los cinco dedos quedaron ennegrecidas. Sosteniéndole firmemente la mano apretó los dedos sobre una hoja de papel y los levantó con rapidez. Cinco huellas negras con remolinos blancos quedaron en el papel. Luego hizo lo mismo con la mano izquierda.

Sobre las huellas se leía: "Volodin, Inocencio Artemievich, 1919, Leningrado", y sobre eso, en grandes y gruesas letras negras:



GUARDAR PARA SIEMPRE


Al leer esas dos palabras se estremeció. Había algo místico en ellas, algo suprahumano, sobrenatural.

Lo dejaron lavarse los dedos con jabón, cepillo y agua fría. La tinta pegajosa era difícil de quitar y el agua fría no la tocaba. Se frotó las yemas con el cepillo jabonoso sin analizar la lógica de tener que bañarse antes.

Su mente pasiva y atormentada estaba hipnotizada por esta fórmula aplastante, cósmica:



GUARDAR PARA SIEMPRE


EL SEGUNDO ALIENTO



Nunca en su vida había pasado una noche tan interminable. No había dormido en absoluto y más pensamientos se habían agolpado en su cabeza que en un mes de vida normal. Le había sobrado tiempo para pensar mientras arrancaban el oro de su uniforme diplomático, y mientras esperaba semidesnudo después de la ducha, y en los muchos "boxes" donde lo habían encerrado en el curso de la noche.

—Otra vez lo asaltó el significado de las palabras "Guardar para siempre". Pudieran o no probar que él había telefoneado —y por lo menos era seguro que habían oído la conversación– una vez arrestado no lo dejarían ya en libertad. Conocía bien la garra de Stalin: ella no devolvía a la vida. Tendría suerte sin lo sentenciaban solamente a un campo; en su situación podían mandarlo a uno de los monasterios convertidos, donde se prohibía sentarse todo el día y pasaban años sin hablar. Nadie sabría nada de él, ni él del mundo, aunque continentes enteros cambiaran de bandera o la gente aterrizara en la luna. Y los prisioneros indefensos podían ser fusilados en celdas solitarias. Ya había sucedido...

¿Pero tenía, de veras miedo a la muerte?

Al principio esperaba con agrado cualquier incidente trivial, cada vez que se abría la puerta; cualquier cosa que interrumpiera la soledad, su nueva y extraña existencia en la trampa. Pero ahora, al contrario, quería pensar hasta llegar a una idea importante pero todavía vaga; y estaba contento de volver a su primer "box" y de quedar solo allí mucho tiempo, aunque alguien siempre le observara por la mirilla.

De repente su cerebro se vio libre de una capa adventicia y lo que había leído y pensado durante el día de la oficina emergió con toda claridad:

"La fe en la inmortalidad nació de la codicia de seres insatisfechos... El hombre sabio cree que la duración de su vida es suficiente para completar el círculo de los placeres alcanzables..."

¿Pero se trataba en verdad de placeres? Él había tenido dinero, buena ropa, estima, mujeres, vino, viajes, pero en este momento hubiera mandado al infierno a todos esos placeres a cambio de justicia y verdad;...

¡y nada más!...

¿Y cuantos más como él, desconocidos de cara y nombre, estaban encerrados en los compartimientos de ladrillo de este edificio? ¡Qué insoportable morir sin ningún intercambio mental y espiritual con ellos!

No era difícil inventar una filosofía bajo ramas umbrosas en períodos estáticos de paz y orden, cuando nada sucedía.

Ahora, sin lápiz ni papel, todo lo que venía desde las sombras de su memoria adquiría un valor mágico. Siguió recordando:

"No debemos temer el sufrimiento físico. El sufrimiento prolongado nunca importa: el que sí importa, es siempre breve."

Ahora, por ejemplo: sentarse sin poder dormir, sin aire, durante días en un "box" donde era imposible estirar las piernas, ¿qué clase de sufrimiento era ése: prolongado o breve? ¿Importaba o no? ¿Y diez años en el solitario sin oír una sola palabra?

En el cuarto de fotografía y huellas dactilares Innokenty había visto que eran más de la una de la madrugada. Ahora serían más de las dos. Se obcecó en un pensamiento sin sentido, que ahuyento a otros mis serios: su reloj estaba donde se lo habían quitado, y seguiría marchando hasta que la cuerda se le acabase. Nadie volvería jamás a darle cuerda, y hasta que su dueño muriese o confiscaran sus propiedades seguiría marcando la hora —y el minuto– en que sus manecillas se habían detenido. ¿Qué hora sería esa?

¿Lo esperaría Dotty para ir a ver la opereta? ¿Había telefoneado al ministerio? Probablemente no; habrían ido a registrar el apartamento Era enorme: cinco personas tendrían que pasarse buscando la noche entera. ¿Qué encontrarían esos idiotas?

Dotty podría divorciarse y casarse de nuevo.

La carrera de su suegro quedaría arruinada: una mancha en su reputación. Y era capaz de contar todo y denunciar a Innokenty.

Todos los que habían conocido al consejero Volodin lo borrarían, por lealtad, de sus memorias. El monstruo silencioso lo aplastaría, y nadie en el mundo sabría jamás qué habría sido de él. ¡Y él tenía ganas de vivir para ver en qué se convertía el mundo! Eventualmente, toda la humanidad se uniría. Cesarían las "hostilidades de tribus". Las fronteras entre países desaparecerían y los ejércitos también. Se reuniría un parlamento mundial. Elegirían un presidente del planeta, que se descubriría ante la humanidad y diría...

—Venga con sus cosas.

—¿Qué?

—¿Qué cosas?

—Esos trapos suyos, por supuesto.

Se levantó sosteniendo chaqueta y gorra, más valiosos que nunca porque el "horno" no los había arruinado. En el umbral, junto al guardia del corredor, apareció un sargento insolente y moreno con charreteras celestes. ¿Dónde encontrarían tipos así? ¿Y qué trabajos les encomendaban?

—¿Apellido? – preguntó el sargento, consultando su hoja de papel.

—Volodin.

—¿Nombre?

—Cuántas veces tienen que preguntármelo?

—¿Nombre y patronímico?

—Innokenty Artemievich.

—¿Año de nacimiento?

—Mil novecientos diecinueve.

—¿Lugar de nacimiento?

—Leningrado.

—Venga con sus cosas; muévase.

Y siguió caminando, chasqueando la lengua.

Esta vez salieron a un patio y bajando unos escalones, llegaron a la oscuridad de ese otro patio cubierto. Pensó si estarían llevándolo a fusilar. Decían que las ejecuciones siempre se hacían de noche, en sótanos.

Y en ese difícil momento se preguntó: ¿para qué iban a darle recibos de sus posesiones si querían fusilarlo? No, no era eso.

(Todavía creía que todos los tentáculos del monstruo se coordinaban en forma racional é inteligente).

Sin dejar de chasquear la lengua, el sargento moreno lo llevó a otro edificio, con un vestíbulo oscuro y un ascensor. A un costado había una mujer cargada de ropa de un gris amarillento, recién planchada; lo miró cuando subieron al ascensor. La planchadora era joven, no bonita, ocupaba un bajo nivel social y lo miró con los mismos ojos de piedra indiferente que todos los demás muñecos mecánicos de la Lubianka; a pesar de todo, él se sintió apenado en su presencia, como cuando las otras muchachas le habían traído recibos rosados, azules y blancos. Ella lo veía tan disminuido y caído, que podría mirarlo con una piedad humillante.

También ese pensamiento desapareció como había venido. ¿Qué importaba todo eso frente a “Guardar Para siempre"?

El sargento cerró la puerta del ascensor y apretó un botón sin número. En cuanto el motor del ascensor comenzó a zumbar, Innokenty reconoció el sonido de la máquina secreta que se imaginara pulverizando huesos tras la pared de su "box". Sonrió sin alegría; el agradable error lo reanimó.

El ascensor se detuvo. El sargento lo llevó a un amplio vestíbulo con muchos guardias de charreteras celestes y franjas blancas. Uno de ellos, lo encerró en un "box" sin número, más grande que los otros, con unos diez metros cuadrados de piso, mal iluminado, paredes color aceituna del piso al cielorraso. El "box" estaba vacío, pero no parecía muy limpio. El piso era de gastado cemento y había un banco estrecho de madera empotrado en una pared, largo, para dar asiento a tres personas al mismo tiempo. Hacía frío y eso le daba al lugar un aspecto más severo. También tenía su mirilla pero la tapa no se levantaba a menudo.

De afuera llegaban sonidos sofocados de botas. Los guardias entraban y salían a cada momento. La vida nocturna de la Prisión Interna era activa.

Al principio pensó que lo dejarían en el "box" N° 8, caluroso, incómodo y enceguecedor, atormentado por la falta de espacio para estirar las piernas, porque la luz le hacía doler los ojos, porque se hacía difícil respirar. Ahora comprendía su error: viviría aquí, en este "box" espacioso, inhóspito y sin número. Sufrió sabiendo por anticipado que el piso de cemento le helaría las piernas, que el ruido constante de ir y venir lo molestaría, y que la falta de luz resultaría oprimente. ¡Cuánto necesitaba una ventana! Aunque fuese muy pequeña, como la ventana de una prisión en los decorados de ópera, pero no había ni siquiera eso.

Era posible escuchar innumerables relatos y leer innumerables memorias sobre el tema, pero no era posible imaginárselo como era: corredores, escaleras, innumerables puertas, oficiales que iban y venían, sargentos, personal de servicio. La Gran Lubianka plena de actividad nocturna, pero ningún otro prisionero a la vista. Era imposible incluso entrever a un semejante; imposible oír una sola palabra no oficial y muy pocas oficiales. Parecía que todo el enorme ministerio estaba despierto esa noche por causa suya, ocupado sólo con él y con su crimen.

La intención destructora de las primeras horas de prisión es aislar al nuevo prisionero de los otros, para que nadie pueda ofrecerle consuelo y todo el peso del elaborado mecanismo caiga sobre él sin alivio.

Las ideas de Innokenty tomaron un cariz erróneo. La llamada telefónica que el día anterior le pareciera un gesto noble, ahora era impulsiva y fútil como el suicidio.

Ya contaba con espacio para caminar, pero estaba exhausto, agotado por el procesó sufrido y no tenía fuerzas para caminar. Tras un par de vueltas se sentó en el banco y dejó caer los brazos junto a las piernas.

¿Cuántas nobles intenciones habría enterradas en estas paredes, selladas en estos "boxes" sin que la posteridad supiera nada de ellas?

Esa maldita, remaldita sensibilidad. Hoy o mañana hubiera volado a París, donde era posible olvidar todo lo relativo a ese pobre tipo que había querido salvar... y al cual, a pesar de sus esfuerzos, no había salvado.

Pensando en ese viaje a París, especialmente los primeros días allí, la libertad se volvía algo tan deslumbrante como inalcanzable. Quería arañar las paredes para desahogar su frustración.

Pero la puerta se abrió, evitándole cometer tal infracción a los reglamentos. Volvieron a verificar su identidad; él respondía como alguien profundamente dormido. Le ordenaron que saliera "con sus cosas". Como en el "box" hacía bastante frío llevaba puesta la gorra, y el abrigo sobre los hombros. Quiso caminar así, sin comprender que le era posible llevar un par de puñales o pistolas cargadas bajo la chaqueta. Le ordenaron que pasara los brazos por las mangas y luego que colocara las manos desnudas a la espalda.

Con nuevos chasquidos de lengua lo llevaron a la escalera próxima al ascensor, y bajaron por ella. Habría sido interesante recordar cuántas vueltas dio, cuántos escalones bajó, y en los momentos de ocio reconstruir el plano de la prisión. Pero sus percepciones del mundo estaban tan alteradas, que se movía insensible, sin saber cuánto habían bajado, cuando de repente, desde algún otro corredor, otro guardia alto se acercó a ellos, chasqueando la lengua en forma tan concienzuda como el que conducía a Innokenty que abrió de pronto la puerta de una cabina de madera verde que obstruía un estrecho descansillo, lo empujó adentro y se apoyó en la puerta para mantenerla cerrada. Adentro había apenas espacio para estar de pie; la luz refleja venía de arriba. La cabina no tenía cielorraso: la luz venía del descansillo.

Hubiera sido humano protestar a gritos, pero Innokenty, ya acostumbrado a incomprensibles pruebas y al silencio de la Lubianka, se sometió; hizo lo que la prisión requería de él.

¡Por fin entendía por qué los guardias chasqueaban la lengua! Así avisaban a los colegas que venían escoltados a un prisionero. Se les prohibía dar a éstos la oportunidad de cruzarse; podían comunicarse aliento mutuo con los ojos. Cuando pasó el otro prisionero, a Innokenty lo dejaron salir de la cabina y seguir más lejos.

Ya en la última etapa de la marcha hacia abajo, observó qué gastados estaban los escalones. Nunca había visto cosa igual. El desgaste formaba huecos ovalados de profundidad equivalente a medio escalón, de los lados al centro.

En el descanso había una puerta cerrada con una ventanita enrejada, también cerrada. Era una nueva experiencia: lo hicieron ponerse de pie cara a la pared, lo que no le impidió ver de reojo que su guardia tocaba un timbre eléctrico, que la ventana enrejada se abría con precaución y se cerraba. De pronto, con el ruido de matraca de una llave en la cerradura, la puerta se abrió. Alguien, invisible para él, salió y preguntó:

—¿Apellido?

El instinto lo hizo volverse para mirar a su interlocutor, y vio un rostro ni masculino ni femenino, hinchado, fláccido, con la gran cicatriz roja de una quemadura, y más abajo las charreteras doradas de un teniente.

—¡No se dé vuelta! – gritó el teniente; y siguió con sus monótonas preguntas, que él contestó hablándole a un parche de yeso blanco.

Convencido de que el prisionero pretende ser la persona que figura en la ficha, y de que seguía recordando el año y lugar de su nacimiento, el teniente fláccido tocó el timbre de la puerta que había tenido cuidado de cerrar tras de sí. Otra vez se descorrió con cuidado la barra de la ventana enrejada, y alguien miró por la abertura; la ventana se cerró y la llave hizo otra vez su ruido de matraca para abrir la puerta.

—¡Adelante! – dijo bruscamente el teniente fláccido de cara quemada. Entraron y la puerta se cerró con ruido.

Tuvo apenas tiempo de distinguir a los integrantes de su escolta —uno adelante, uno a la derecha, uno a la izquierda– y de observar el oscuro corredor con sus muchas puertas, un escritorio, un casillero, más guardias a la entrada; el silencio se quebró con la orden, dada por el teniente en voz baja, pero clara.

—¡Cara a la pared; no se mueva!

Era una situación estúpida: mirar el punto donde se unían la pintura aceituna y la blanca, con varios pares de ojos hostiles fijos en su nuca.

Debían estar examinando su tarjeta; el teniente ordenó algo casi en un susurro, pero en el profundo silencio sonó claro:

—Al tercer "box".

El carcelero se apartó de la mesa y, sin mover sus llaves, tomó por el corredor alfombrado de la derecha.

—¡Manos a la espalda; muévase! – dijo muy despacio.

Más allá el corredor hacía un recodo y luego dos más. A un lado la pared conservaba su color neutro de aceituna y al otro había varias puertas con números ovalados, de vidrio:



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Bajo los números, las mirillas. Reanimado por la presencia cercana de amigos, Innokenty quería levantar una de las tapas que cubrían las mirillas y pegar un ojo al agujero por un segundo, para mirar la vida, secuestrada de la celda. Pero el guardia lo urgía a seguir y además ya sufría la infección de la pasividad carcelaria; aunque, pensándolo bien ¿qué le quedaba por temer a un hombre perdido? Desgraciadamente para la gente —y por suerte para sus gobernantes– un ser humano está constituido de modo tal que, mientras viva, siempre se le puede quitar algo más. Hasta el preso de por vida, privado de movimiento, de cielo, de familia, de propiedad puede, por ejemplo, ser trasferido a una húmeda celda de castigo, privado de comida caliente, golpeado con palos, y estos míseros últimos castigos adicionales los sentirá con tanta intensidad, como antes sintió su caída desde las alturas de la libertad y de la riqueza. Para evitar estos tormentos finales, el prisionero sigue obediente el régimen carcelario, humillante y odioso, que poco a poco va matando en él al ser humano.


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