Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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Ahora Erzhika, abrazando sus rodillas, estaba allí sentada, como un pájaro exótico, con su bandera brasileña.
—Chicas, chicas —dijo en un sonsonete plañidero—, "las quiero tanto, que no las dejaría por nada sino fuera por las ratas".
Esto era sólo parcialmente cierto. Las quería realmente, pero no podía hablarle de su preocupación por el destino de Hungría, aislada en el continente Europeo. Desde el juicio de Lászlo Rajk, algo incomprensible estaba ocurriendo en su tierra. Existían rumores de que los comunistas que habían estado con ellas en los movimientos secretos habían sido arrestados. Un sobrino de Rajk, que también había estado estudiando en la Universidad de Moscú, y otros estudiantes húngaros que estaban con él, habían sido repatriados a Hungría, y nadie había recibido cartas de ellos.
Se oyó un golpe especial a la puerta, que significaba "No escondan la plancha, soy de la casa". Muza se levantó y rengueó hasta la puerta – le dolía la rodilla por reumatismo precoz. Levantó el picaporte, y Dasha entró apurada. Era una muchacha sólida, con una boca grande y ligeramente torcida.
—Chicas – dijo riendo, sin olvidar de trancar la puerta tras de sí —. Acabo de zafarme de un admirador. ¡Adivinen quién!
—¿Tienes tantos seguidores? – preguntó Lyuda sorprendida, mientras buscaba algo en su valija.
(Ciertamente, la Universidad se recuperaba de la guerra como de un desmayo. Los hombres en los cursos de graduados eran muy pocos y no todos, parecían verdaderos).
—¡Un minuto! – gritó Olenka, entrando en el ambiente del juego y levantando una mano. Miró inquisitivamente a Dasha y dejó la plancha parada. ¿Fue "Mandíbulas"?
("Mandíbulas" era un estudiante que había fracasado en dialéctica y materialismo histórico tres veces en un turno y había sido expulsado de la escuela de graduados como un idiota sin remedio).
—El Camarero – exclamó Dasha, quitándose la gorra con orejeras de su cabello espeso y oscuro y colgándola en un gancho —. No se sacó el tapado con cuello de cordero, comprado tres años atrás en un cupón en el centro de distribución de la Universidad y se quedó parada junto a la puerta.
—Yo iba en el tranvía y él subió, rió Dasha: Me reconoció en seguida y me preguntó cuál era mi parada. Bueno, después de todo, no había dónde esconderse. Bajamos juntos: "Usted no trabaja más en ese baño, ¿no? He ido allí muchas veces y nunca estaba".
—Entonces debías haber dicho – La risa de Dasha era contagiosa y envolvió a Olenka como una llama" —. ¡Debías haber dicho... debías haber dicho... Pero no podía decir lo que quería y, riéndose, se sentó en el catre.
—¿Qué camarero? ¿Cuál baño? – preguntó Erzhika.
—Debías haber dicho – dijo súbitamente Olenka, pero nuevos accesos de risa la sacudieron. Gesticuló con las manos tratando de comunicar con sus dedos lo que no podía expresar con palabras.
Lyuda reía también, y asimismo Erzhika, que todavía no entendía nada. Hasta la cara severa y rústica de Muza se abrió en una sonrisa. Se quitó los anteojos y los limpió.
—¿Adonde va usted? – había dicho él—. "¿A quién conoce en la residencia estudiantil?" Dasha se ahogaba de risa. "Le dije, conozco a una portera allí, y ella me está tejiendo unos mitones"
—¿Mitones?
—¿Tejiendo?
—¡Pero díganme, quiero saber! ¿Cuál camarero, imploraba Erzhika.
Palmearon en la espalda a Olenka. Esta última reía con mucha facilidad, pero su risa era algo más que una expresión de vitalidad juvenil; también creía que la risa es buena, tanto para la persona que ríe como para quien la oye, y que sólo aquellos que son capaces de reír de todo corazón tienen una capacidad real para vivir.
Se calmaron. La plancha estaba lista y Olenka empezó en seguida a rociar su chaqueta con agua y hábilmente la cubrió con un lienzo blanco.
Dasha se quitó el tapado. Vestida con un sweater gris ajustado y una pollera lisa con cinturón ceñido, se podía ver cómo era de flexible y bien formada, cómo podía trabajar todo el día sin cansancio físico. Retirando la colcha de colores, se sentó cuidadosamente en el borde de la cama, que había sido hecha con religioso cuidado las almohadas ahuecadas, con fundas —de encaje y servilletas bordadas aplicadas en la pared.
Le dijo a Erzhika: Ocurrió en el último otoño, en un período templado, antes de que llegaras tú. Después de todo, ¿dónde se pueden encontrar admiradores? ¿Cómo se pueden hacer amistades? Lyuda me aconsejó caminar por el Parque Sokolniki, pero sola! Dijo que las chicas estropean todo por andar en parejas.
—Es la mejor manera —dijo Lyuda—. Estaba limpiando cuidadosamente una mancha de su zapato. No es común ver una chica sola y, naturalmente, los hombres quieren abordarla.
—Así que eso fue lo que hice, continuó Dasha, pero ahora sin alegría en su voz. Caminé y luego me senté. Miré los árboles y, en efecto, un buen mozo se sentó a mi lado. ¿Quién era? Resultó ser un camarero de bar. Tuve vergüenza de decirle que yo era una estudiante graduada. Una, "mujer intelectual" es un horror para un hombre.
—¡Vamos, no digas eso! Adonde te llevará, tal actitud —objetó en seguida Olenka, molesta.
Todo estaba aquí tan vacío en el despertar de la férrea catástrofe de la guerra. Los pozos más negros abrían sus bocas donde hombres de la edad de ellas, o cinco, diez o quince años mayores, debían haber estado caminando y sonriendo. Esta frase grosera e insensata, pensada por algún desconocido: "mujer intelectual", resultaba imposible disfrutar del último rayo de luz que les quedaba, que las comunicaba con ellos y que las guiaba hacia adelante.
—...y le dije que trabajaba de cajera en una casa de baños. Me siguió para saber en cuál y en qué desvío. A gatas pude escaparme...
Dasha había perdido toda su animación. Sus ojos oscuros parecían angustiados.
Había estudiado todo el día en la Biblioteca Lenin, después había comido una cena insípida e insatisfactoria en el comedor y volvió aburrida a su casa, hacia una noche de domingo que no prometía nada.
Hubo una época, durante las clases, en una espaciosa escuela de troncos en su pueblo, en que le gustaba ser una estudiante aplicada. También se alegraba de usar el Instituto como una razón para obtener pasaporte y registrarse en la ciudad. Pero ahora iba siendo mayor y había estudiado ininterrumpidamente durante dieciocho años. Estudiar le producía jaquecas. ¿Y por qué estudiaba, al final? La felicidad para una mujer era simple: tener un bebe; pero no había con quién tenerlo, ni para quién tenerlo.
Pensativa, en el cuarto ahora silencioso, Dasha expresó su frase favorita: "No, chicas, la vida no es una historia de amor".
Es cierto que en su Estación de Maquinaria y Tractores había un agrónomo que le escribía constantemente a Dasha pidiéndole que se casara con él. Pero ella estaba a punto de graduarse y todo el pueblo diría, "¿Para qué estudió esta chica —para casarse con un agrónomo? Cualquier muchacha de la granja hubiera sido igualmente buena para él". Pero, por otra parte, Dasha sentía que aun como candidata de ciencias no podía pisar firme en la sociedad a la cual aspiraba a pertenecer; no poseía la vivacidad, ni la despreocupación que poseía la descarada Lyuda.
Mirándola a los ojos, dijo Dasha, "Lyuda, te aconsejo que te laves los pies".
Lyuda se miró los pies. "¿Te parece?"
Pero el agua sólo podía ser entibiada en el calentador, (que estaba ahora escondido), y la plancha ocupaba el enchufe clandestino.
Dasha quería borrar su tristeza con alguna clase de trabajo. Recordó que había comprado ropa interior de una medida que no era la suya, pero había que aprovechar cuando era posible conseguirla. La sacó ahora y empezó a arreglarla.
Estaban todas calladas. El escritorio se bamboleaba bajo la plancha. Muza se encontraba verdaderamente en su carta, pero no salía bien. Releyó las últimas frases. Cambió una palabra. Retocó varias letras poco claras. ¡No, la carta no resultaba! Era una mentira y sus padres lo sentirían de inmediato. Comprenderían que las cosas iban mal para su hija y que algo espantoso había pasado. Se preguntarían por qué Muza no lo decía abiertamente, por qué estaba mintiendo por primera vez.
Si hubiera estado sola en el cuarto, Muza habría estallado en sollozos. Hubiera llorado fuerte, y tal vez eso habría mejorado las cosas. Pero, en las presentes circunstancias, tiró la pluma y hundió la cabeza en las manos, escondiendo el rostro. ¡Así son las cosas! La decisión de su vida entera y nadie para conversarla, nadie para pedirle ayuda.
El martes debía, pues, enfrentarse de nuevo con esos dos hombres envalentonados, con sus frases hechas, capaces de cualquier cosa. Así debe ser la manera en que un fragmento de granada penetra en el cuerpo —extraño, acerado, pareciendo mucho más grande de lo que es. Qué bueno sería vivir sin ese fragmento de acero en el pecho, pero ahora ya no podía ser quitado; todo había terminado, porque ellos no cederían y ella tampoco claudicaría. No claudicaría porque no podría juzgar las calidades humanas de Hamlet y don Quijote recordando que era una soplona, que tenía un nombre clave como "Margarita", o algo así, y que debía reunir información contra estas chicas o contra su propio profesor.
Muza trató de enjugar, sus lágrimas disimuladamente.
Olenka, por fin, había terminado de planchar la pollera. Ahora le tocaba a la blusa crema con botones rosados.
—¿Dónde está Nadya? – preguntó Dasha.
Nadie contestó. Nadie sabía.
Pero Dasha, mientras cosía, estaba decidida a hablar sobre Nadya. "¿Cuánto tiempo puede seguir así una mujer? Está bien; él había desaparecido en acción, pero hacía cinco años que había terminado la guerra. Ya era tiempo de terminar, ¿no? De mirar a la vida".
—¿Qué dices?, ¿Qué dices? – exclamó Muza con dolor, alzando las manos—. Las anchas mangas de su vestido gris a cuadros se deslizaron hasta sus codos, mostrando sus brazos fláccidos y blancos. "¡Esa es la única forma de amar! El verdadero amor va más allá de la tumba".
Los labios llenos y húmedos de Olenka expresaban desaprobación.
—¿Más allá de la tumba? Esa es una idea trascendental, Muza. Uno puede conservar agradecimiento y tiernos recuerdos —¿pero amor?
—Durante la guerra, – interrumpió Erzhika—, mucha gente fue llevada lejos, a ultramar. Tal vez esté en alguna parte, también.
—Podría estar —admitió Olenka—. En tal caso, ella podría tener esperanzas, pero Nadya es el tipo de persona que disfruta hasta el fondo su propia pena, y sólo la suya. La gente así tiene que tener pena en su vida.
Dasha dejó la costura, moviendo vagamente su aguja sobre una hilera y esperó hasta que todas hubieran hablado. Sabía, cuando inició la conversación, cómo las sorprendería.
—Óiganme, chicas —dijo—. Nadya nos está engañando, nos ha mentido. No cree que su marido haya muerto ni espera que esté desaparecido. Sabe que está vivo y también sabe dónde se encuentra.
Las chicas estaban perplejas.
—¿Dónde te enteraste de eso?
Dasha las miró triunfante. A causa de su notable perspicacia y penetración, sus compañeras la habían apodado "El Investigador". Todo lo que hace falta es saber escuchar. ¿Alguna vez habló de él como muerto? No. Incluso, trata de no decir "él era" y se las arregla para no decir ni "era" ni "es". Si hubiera desaparecido, podría hablar de él, aunque más no fuera una vez, como de un muerto.
—¿Pero, entonces, qué ha sido de él?
—¿Qué? – gritó Dasha, apartando su costura—. ¿No está claro? No, no estaba claro para ellas.
—Está vivo, pero la ha abandonado, y ella tiene vergüenza de reconocerlo. ¡Es humillante! Por eso, se le ocurrió la idea de tenerlo por "desaparecido".
—Esto lo creo, esto lo creo —admitió Lyuda, chapoteando mientras se lavaba detrás de la cortina.
—¡Significa que ella se está sacrificando para su dicha! – exclamó Muza—. Significa que, por algún motivo, siente que debe callar y no casarse.
—¡Exactamente, eres lista, Dasha! – dijo Lyuda, saliendo de atrás de la cortina, sin su "robe de chambre", sólo con su combinación, sus piernas desnudas, que la hacían parecer aun más alta y esbelta. Está desesperada, y por eso asumió el papel de una santa, fiel a un cadáver. No está sacrificando un bledo, está ansiando que alguien la acaricie, ¡pero nadie la desea! Después de todo, una chica puede caminar por la calle y todos volverse a mirarla —pero puede querer echarse en los brazos de alguno sin qué nadie quiera recibirla.
Volvió tras la cortina.
—Pero, por cierto, no es necesario esperar que la gente se dé vuelta a mirarla —objetó Olénka vigorosamente—. Hay que estar por encima de eso.
—¡Ja, ja! – contestó Lyuda—, es fácil para ti porque la gente efectivamente te mira.
—Pero Shchagov la visita —dijo Erzhika, pronunciando con dificultad la-"shch" rusa.
—La visita, pero eso no significa nada todavía —dijo con convicción la invisible Lyuda—. ¡Tiene que morder el anzuelo!
—¿Qué quiere decir "morder"? – dijo Erzhika sin comprender. Todas rieron.
—No, díganme —dijo Dasha insistiendo en su punto de vista—, puede ser que ella espere todavía recuperar a su marido de la otra mujer.
Se sintió el golpe cifrado en la puerta —"No escondan la plancha, soy una amiga".
Todas estaban en silencio. Dasha levantó el cerrojo.
Nadya entró, con paso arrastrado, el rostro agobiado y envejecido, como confirmando las peores burlas de Lyuda. No saludó siquiera a las presentes ni les dijo "Acá estoy" o "Qué hay de nuevo, chicas". Colgó el saco y se fue a su cama.
La cosa más difícil en el mundo hubiera sido para ella decir unas pocas palabras corteses e intrascendentes.
Erzhika leía. Olénka terminaba su planchado ya con la lámpara del techo encendida.
Ninguna supo decir nada. Entonces, deseando romper el silencio embarazoso, Dasha recogió su costura y dijo otra vez: —No, chicas... no, chicas, la vida no es una historia de amor.
LA SOLTERONA
Después de su entrevista con Gleb, Nadya sólo quería estar con gente tan desgraciada como ella y hablar únicamente de prisiones y prisioneros.
De Lefortovo fue directamente a Krasnaya Presnya, a través de todo Moscú, a decir a la esposa de Sologdin las tres palabras sagradas de su marido.
Pero no la encontró en su casa, como era de suponer. El domingo era el único día en que la señora Sologdin podía hacer diligencias para sí y para su hijo. Nadya no pudo ni siquiera dejarle un mensaje a los vecinos, porque la señora Sologdin le había dicho, y podía creerlo, que ellos estaban en su contra y la vigilaban.
Nadya había trepado rápidamente la escalera oscura, entusiasmada con la idea de conversar con esta simpática mujer que compartía su secreta aflicción. Bajó, no solamente desilusionada, sino abrumada. Así como las imágenes aparecen paulatinamente sobre el papel en el cuarto oscuro del fotógrafo, todas las ideas sombrías y los presentimientos vagos que habían arrancado en el presidio comenzaron a pesar sobre el corazón de Nadya, después de su fracasada visita a la casa de Sologdin.
Él había dicho —sí, lo había dicho—. "No te sorprendas si me mandan lejos de aquí, si mis cartas se interrumpen". ¡Podía ser enviado lejos! Entonces, ¿aun esas visitas de una vez al año, terminarían? ¿Qué haría ella?
... Y algo sobre el curso superior del Angara...
... ¿Y no había dicho algo sobre Dios —alguna u otra frase? La prisión estaba paralizando su espíritu, llevándolo al idealismo y al misticismo, enseñándole la sumisión. Estaba cambiando; cuando volviera ya no lo reconocería.
Pero lo peor había sido oírlo decir, casi amenazador. "No debes esperar demasiado el término de mi condena. Un término es algo condicional". En la entrevista Nadya exclamó: "No quiero creerte. Sencillamente, no puede ser". Ahora, horas después, mientras regresaba de Krasnaya Presnya a Sokolniki, a través de todo Moscú, sus densos pensamientos todavía la agobiaban; no podía sacudírselos.
Si el término del encarcelamiento de Gleb nunca tendría fin, ¿qué objeto tenía esperar? ¿Para qué seguir viviendo?
Llegó a Stromynka demasiado tarde para entrar al comedor, y esto era lo único que faltaba para llevarla a la desesperación total. Se acordó de la multa de diez rublos que le habían aplicado dos días atrás, por bajar de la plataforma trasera de un ómnibus. ¡Diez rublos! Era realmente dinero en ese tiempo.
Una nieve ligera y agradable comenzaba a caer. Un chiquillo con una gorra calada hasta los ojos vendía cigarrillos Kazbek sueltos. Nadya se le acercó y compró dos.
—¿Fósforos? – se preguntó en voz alta.
—Aquí tiene fuego, tía. El chico le alcanzó una caja de fósforos. "No cobramos el fuego".
Sin pensar en lo que podía parecer, Nadya se las arregló para encender el cigarrillo, de costado, con el segundo fósforo. Le devolvió la caja al chico y, sin deseos de entrar todavía, empezó a pasearse lentamente. Aunque este no era su primer cigarrillo, no acostumbraba a fumar. El humo era caliente en su boca y la mareaba; esto calmaba un poco el dolor de su corazón.
Después de fumar la mitad del cigarrillo, Nadya lo tiró y subió a la habitación 418.
Pasó disgustada al lado de la desordenada cama de Lyudá y cayó pesadamente en la suya, deseando más que nunca que la dejaran sola.
Sobre el escritorio estaban las cuatro pilas de papel mecanografiado con su tesis. Le había dado un trabajo interminable los dibujos, las fotocopias, la primera revisación, la segunda y ahora estaba lista para la tercera.
Desesperanzadamente, ilegalmente, la mantenía en suspenso. Ahora mismo podía entregar ese trabajo secreto y especial que le traería tranquilidad y buen sueldo, pero ello implicaría tener que llenar esas terribles ocho páginas del cuestionario de seguridad y llevarlas el martes a la Sección Personal.
Informar las cosas tal cual eran, significaba la expulsión a fin de semana de la Universidad, de la residencia, de Moscú.
De otra manera tenía que obtener el divorcio en el acto.
Y Gleb no le aconsejó nada.
Su cabeza confusa y dolorida no encontraba la salida.
Erzhika arregló su cama como pudo. No lo hacía muy bien; durante toda, su vida los sirvientes habían hecho ese trabajo por ella. Se puso rouge y partió para la Biblioteca Lenín.
Muza trataba de leer, pero no podía concentrarse. Notaba la tristeza de Nadya y la mirada con preocupación, pero no se atrevía a preguntarle qué le pasaba.
Dasha dudaba entre planchar o no. Nunca podía quedarse quieta, – He oído, – dijo—, que nos doblarán la asignación para libros este año. Olenka saltó.
—¡Estás bromeando!
—Es lo que el Decano informó a nuestras compañeras.
—Un momento. ¿Cuánto sería? La cara de Olenka ardía con el placer que el dinero sólo puede traer a la gente que sin estar acostumbrada a él, tampoco es codiciosa. "Trescientos más trescientos son seiscientos. Setenta más setenta son ciento cuarenta. Cinco y cinco son —¡eh!" gritó, palmeteando, "¡setecientos cincuenta! ¡Ahora es algo!"
—Ahora te comprarás por tu cuenta las obras completas de Soloviev, dijo Dasha.
—No sé, no sé, dijo Olenka sonriendo. "Tal vez un vestido granate, hecho con el "crepé" de Georgette. ¿Te lo imaginas?" Levantó el borde de su pollera. "Con doble vuelo".
Existían muchas cosas que Olenka no tenía. Recién este año había empezado a reaccionar, desde la muerte de su madre. Al faltarle esta última, no le quedaba ningún otro pariente vivo. En una sola semana, en 1942, ella y su madre habían recibido subsidios por fallecimiento en acción de guerra de su padre y su hermano. Poco después, su madre se había enfermado de gravedad y Olenka había tenido– que perder el primer año de su curso de historia. Un año después lo recuperó, a través de una escuela por correspondencia. Había trabajado por las noches en un hospital y atendido la Casa durante el día. Había tenido que salir a buscar leña en el bosque y a cambiar su ración de pan por leche.
No quedaba ninguna huella de todo esto en la cara dulce y llena de sus veintiséis años.
Consideraba que uno debía sobrellevar cualquier cosa, sin dejar que sus preocupaciones se convirtieran en una carga para el prójimo.
Por eso estaba molesta con el espectáculo del manifiesto sufrimiento de Nadya, que sólo servía para deprimir a todas Olenka le preguntó: —¿Qué te pasa, Nadya? Estabas bastante contenta esta mañana.
Las palabras eran amables, pero su sentido era irritante. A través de su entonación, la voz humana puede revelar sentimientos que escapaba al análisis.
Nadya se percató del fastidio de Olenka, no sólo por su voz; sus ojos vieron cómo se vestía delante de ella, cómo pinchó el prendedor en forma de flor en la solapa, cómo se perfumaba.
El perfume, que confería a Olenka un invisible ambiente de alegría, llegó hasta Nadya como el aroma de su propia pérdida.
Sin cambiar de expresión y hablando con gran dificultad, dijo Nadya:
"¿Te molesto? ¿Echo a perder tu buen humor?"
Aunque las palabras no contenían ningún reproche en la superficie, existía un reproche latente en la manera de decirlas.
Olenka se enderezó. Sus labios se volvieron angostos y apretados y su mandíbula tomó una forma recta y firme.
Las dos mujeres se miraron a través del abigarrado escritorio.
—Oye, Nadya, – dijo Olenka marcando cada palabra—. No quiero ofenderte, pero como decía nuestro común amigo Aristóteles, el ser humano es un animal sociable. Podemos compartir nuestras alegrías, pero no tenemos derecho a desparramar tristeza.
—Nadya, sentada en su cama, se quedó quieta y encorvada, como una vieja.
—¿Tienes alguna idea, – dijo con una voz suave y apagada—, de lo triste que una puede llegar a estar?
—Lo comprendo perfectamente. Estás triste. Te creo, pero no puedes pensar que eres la única persona que sufre en este mundo. Otros, tal vez, han pasado por cosas peores. Piénsalo.
No quiso seguir diciendo, "Por qué es peor un marido desaparecido, que puede ser reemplazado, que un padre y un hermano muertos y una madre que nunca se podrá sustituir?"
Se quedó muy rígida, mirando severamente a Nadya.
Nadya sabía que Olenka hablaba de sus propias pérdidas. Lo entendió, pero no aceptó este argumento. Sin embargo, pensó, la muerte es irrevocable, pero sólo ocurre una vez. Te conmueve una sola vez, pero después, poco a poco, retrocede hacia el pasado. Gradualmente, la pena te va dejando y te llega el momento de ponerte un broche en forma de flor, perfume, y salir hacia una cita.
Pero la aflicción de Nadya estaba siempre con ella, se aferraba a ella; existía en el pasado, el presente y el futuro. Aunque tratara, aunque quisiera interesarse por otras cosas, no podía escaparle.
Mas para dar una explicación aceptable, hubiera tenido que revelar su secreto y eso era demasiado peligroso.
De modo que se entregó y mintió, señalando su tesis con la cabeza.
—Bueno, perdónenme, estoy completamente agotada. No tengo fuerzas para revisarla otra vez. ¿Cuántas veces es posible repasar algo?
De esta manera, desapareció completamente el enojo de Ólenka, quien dijo en tono amistoso: —¡Oh!, ¿debes depurarla de extranjeros? No eres la única. No te dejes aplastar por eso.
("Depurar de extranjeros" significaba revisar la tesis y reemplazar todas las referencias a autores de otros países. "Lowe demostró", por ejemplo, debía leerse "Los científicos han logrado demostrar". "Como Langmuir lo comprobó", debía convertirse en "como ha sido comprobado". Y si alguno que no fuera ruso, sino dinamarqués o alemán al servicio de Rusia hubiera hecho algo para distinguirse, entonces había que poner su nombre y patronímico completo y destacar debidamente su alto patriotismo y sus inmortales servicios a la ciencia.)
—Los extranjeros no; ya los eliminé hace tiempo. Ahora debo borrar al Académico B.
—¿Nuestro propio soviético?
—...y toda su teoría. He construido mi tesis sobre ella, y ahora resulta... que él...
El académico B. había caído en el mismo abismo que el marido de Nadya.
—Bueno, no te tomes las cosas tan a pecho—, decía Olenka. – Por lo menos, te dejarán revisarla. Podría ser peor. Muza me decía:
Pero Muza no la oía. Por suerte pudo compenetrarse en la lectura de su libro y el resto del cuarto no existía.
—Muza decía que había una chica en el departamento de literatura que fundó su tesis sobre Zweig hace cuatro años, y fue nombrada profesora ayudante. Súbitamente descubrieron que había dicho tres veces en la tesis que Zweig era "cosmopolita" y que la tesis lo había sostenido. La llamaron por ello a la Máxima Comisión de Credenciales y la degradaron. ¡Qué espanto!
—Uf, Nadya, estás preocupada por tu química. – dijo Dasha—. ¿Qué diríamos nosotros las de economía política? Nuestros cuellos están en la horca, pero de alguna manera conseguimos sobrevivir. Respiramos. Ahora me estoy desenvolviendo bien, gracias a Stuzhaila – Olyátyshkin.
Dasha estaba recomenzando su tesis por tercera vez. Su primer tema había sido "Problemas de la Distribución de Alimentos bajo el Socialismo". Ese tema había sido clarísimo veinte años atrás, cuando todos los pioneros, y Dasha entre ellos, sabían de memoria que la cocina familiar era algo del pasado y que las mujeres liberadas desayunarían y almorzarían en comedores colectivos. Pero, a través del tiempo, el problema se había vuelto confuso y aun peligroso. Algunos, aun cuando comieran en comedores colectivos —la propia Dasha, por ejemplo– lo hacían sólo por maldita necesidad.
Únicamente prosperaban dos formas de comida colectiva: los restaurantes —donde la expresión del principio socialista no era todo lo que podía esperarse– y los pequeños bares baratos, que sólo vendían vodka. Teóricamente, existían todavía los comedores colectivos, porque el Gran Corifeo había estado demasiado ocupado en los últimos veinte años como para tratar el tema de la distribución de la comida. Por eso era peligroso hablar por cuenta propia. Dasha se preocupó por la tesis durante un largo tiempo, hasta que su padrino le cambió el tema, pero eligió el nuevo de una lista equivocada: "Comercio de Bienes de Consumo bajo el Socialismo". No parecía que hubiera mucho material en este tema. Todos los discursos y las directivas decían que los bienes de consumo podían ser, y aun que debían ser producidos y distribuidos. No obstante, hablando concretamente, esos bienes, comparados con el acero en barras y los productos del petróleo, habían empezado a decaer y ya fuera que la industria ligera se desarrollara o decayera, el consejo ilustrado lo ignoraba. Por ello, a su debido tiempo, desechó también ese tema.
Entonces las buenas gentes le aconsejaron y Dasha pidió el tema: "El economista ruso del siglo XIX Stuzhaila-Olyabishkin".
Olenka preguntó riéndose: —¿Has encontrado ya el retrato de su benefactor?
—¡Cruel ingratitud! – Olenka estaba tratando de estimular a Nadya, sintiéndose ella misma muy eufórica con la perspectiva del programa nocturno. – Yo lo hubiera encontrado y colgado sobre mi cama. Puedo describirlo perfectamente: un tipo muy hermoso de terrateniente, con anhelos espirituales insatisfechos. Después de un fuerte desayuno se sentaría con su bata frente a la ventana, allá, en la provincia de Evgeni Onegin, donde nunca soplan las tormentas de la historia. Allí estaría sentado, mirando cómo Palashka, la muchacha, daba de comer a los cerdos, y meditando soñadoramente:
—Con qué se enriquece el estado, de qué vive...
—Y por la tarde jugaría a las cartas. – Olenka reía y reía.
Lyuda se había puesto el vestido celeste; que estaba sobre su cama.
Nadya suspiró y sacó la vista de la cama desordenada. Lyuda estaba frente al espejo, retocando el maquillaje de sus cejas y pestañas y pintando cuidadosamente sus labios en forma de pétalos.
Repentinamente habló Muza, como si hubiera estado todo el tiempo en la conversación: —¿Han notado lo que hace a los héroes de la literatura rusa diferentes de los héroes de las novelas occidentales? Los protagonistas de la literatura occidental siempre andan atrás de carrera, dinero, fama. Los rusos pueden arreglárselas sin comida ni bebida
—sólo buscan justicia y bondad. ¿No es cierto?
Y se sumergió otra vez en su libro.
Lyuda se había colocado las botas y estaba tomando su abrigo de piel. Nadya le señaló bruscamente su cama y le dijo con disgusto:
—¿Vas a dejar esa porquería para que tengamos que recogerla otra vez?
—¡No la recojas!—, dijo Lyuda llevada por la ira, con los ojos brillantes. – ¡No te atrevas a tocar mi cama nunca más!– Su voz subió hasta el grito: —¡Y no me sermonees!
—Es hora de que comprendas, – exclamó Nadya, liberando sus sentimientos reprimidos—. Nos estás insultando. ¿Crees que no tenemos otra cosa en la cabeza que tus correrías nocturnas?
—¿Estás celosa? Nadie está enganchado en tu anzuelo.
Sus rostros estaban distorsionados, feos como siempre lo son los de las mujeres encolerizadas.
Olenka abrió la boca para estallar también contra Lyuda, pero no le gustó el tono de la frase "correrías nocturnas".
(No eran tan enteramente placenteras como podían parecer, tales correrías nocturnas).
—¡No hay motivo para celos!, – dijo sordamente Nadya, con la voz quebrada.
—Si erraste el camino, – gritó aún más fuerte Lyuda, con la sensación de victoria—, y en vez de aterrizar en un convento caíste aquí para trabajar como graduada, muy bien, siéntate en tu rincón, pero no actúes como una madrastra. Me enfermas, ¡solterona!
—¡Lyuda, cómo te atreves! – gritó Olenka.
—¿Entonces, por qué se mete en los asuntos ajenos? ¡Monja! ¡Solterona! ¡Desafortunada!
En este punto intervino Dasha y quiso probar algo muy enérgico. Muza se levantó también y, sacudiendo su libro frente a Lyuda, comenzó a gritar: —¡Mediocridad! ¡Mediocridad triunfante!
Las cinco chillaban a la vez, sin escucharse ni ponerse de acuerdo.
Sin entender nada, avergonzada de su exabrupto y de sus sollozos incontrolables, Nadya, todavía vestida con lo mejor para la visita a la cárcel, se arrojó boca abajo sobre su cama y se tapó la cabeza con la almohada.
Lyuda se empolvó la cara y cepilló una vez más sus rulos rubios. Dejó caer el velo de su sombrero justo hasta sus ojos y, sin arreglar la cama pero tapándole con la manta como una concesión, salió del cuarto.
Las otras quisieron hablarle a Nadya, pero no se movió. Dasha le quitó los zapatos y tapó sus piernas con las esquinas de la manta.
Se sintió un golpe en la puerta. Olenka saltó al corredor, volvió como el viento, recogió sus rulos bajo el sombrero, se metió en un tapado de piel con cuello amarillo y se dirigió a la puerta con paso ágil.