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En el primer cí­rculo
  • Текст добавлен: 3 октября 2016, 22:21

Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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—Pero yo recuerdo hasta su escalera; Vino a buscarlo dos veces

—la sonrisa del chófer era candida y burlona al mismo tiempo. Sería agradable que un tipo tan vivaracho manejara el auto de uno.

Arrancaron y se acomodó en el asiento trasero. Dos veces el chófer trató de bromear con él por encima del hombro, pero no lo escuchó.

De repente el auto se acercó a una acera y paró junto a ella. Un muchacho de sombrero blando y abrigo ajustado en la cintura, parado en la vereda, levantaba un dedo.

—Es nuestro mecánico del garaje —explicó el amistoso chófer, y empezó a abrir la puerta delantera derecha para que entrara. Pero no se abría; la cerradura parecía trabada. El chófer maldijo hasta los límites convenientes sin muchas ganas y preguntó:

—Camarada Consejero: ¿le permitiría viajar con usted atrás? Es mi jefe estoy en un aprieto.

—Sí, claro —accedió Innokenty. Estaba muy contento; pronto recibiría sus documentos de viaje y su visa, y el peligro quedaría atrás.

El mecánico, un largo cigarrillo en el ángulo de la boca, entró al auto y preguntó, mitad respetuoso y mitad familiar, mientras se dejaba caer el lado de Innokenty:

—¿No tiene inconveniente? – el auto siguió a mayor velocidad.

Por un momento, Innokenty tembló de desprecio mientras pensaba "patán", pero pronto volvió a sus pensamientos sin prestar atención al camino que recorrían.

El mecánico ya había llenado a medias el auto con el humo de su cigarrillo.

—Por lo menos podría abrir la ventana —le dijo Innokenty, alzando una ceja.

Pero el mecánico no entendía de ironías ni abrió la ventana. En cambio, desplomado en su asiento, sacó una hoja de papel de un bolsillo interior, la desdobló y se la entregó a Innokenty.-

—Léame esto, Camarada Jefe. Le daré luz.

El auto subía una calle oscura y empinada, quizás Puscheschnaya.

El mecánico encendió su linterna de bolsillo, enfocando el papel verde.

Innokenty se encogió de hombros, tomó el papel disgustado y empezó a leer descuidado, casi para sí:.

—Yo, Fiscal Asistente General de la U.R.S.S., confirmo...

Como todavía seguía en el mundo de sus pensamientos, no comprendía qué le sucedía al mecánico. ¿Era analfabeto, no entendía lo que leía o estaba borracho y quería conversar de hombre a hombre?

—...orden de arresto —leyó, todavía sin comprender– de Volodin Innokenty Artemievich, nacido en 1919...

Y sólo entonces sintió como si una enorme aguja le traspasara todo su cuerpo a lo largo y un calor abrasara todo su cuerpo, abrió la boca pero ningún sonido salió de ella. Las manos, sin soltar el papel verde, cayeron en su regazo, y el "mecánico" le agarró el hombro cerca de la nuca y tronó amenazadoramente:

—¡Bueno, tranquilo, tranquilo, no se mueva o lo ahogo aquí mismo! Cegó a Innokenty con la linterna y le arrojó humo a la cara.

Aunque acababa de leer que estaba arrestado, y aunque eso significaba la destrucción y fin de su vida, lo que ahora no podía soportar era la insolencia, las garras, el humo y la luz en la cara.

—¡Suélteme! – gritó, tratando en vano de separar los dedos de su hombro. Ahora ya comprendía que se trataba de una auténtica orden de arresto, pero seguía pensando que si lograba vencer la circunstancia adversa de encontrarse en ese auto, junto a este "mecánico", si conseguía huir y llegar a su jefe en el ministerio, el arresto quedaría anulado.

Movió temblando la perilla de la puerta a la izquierda, pero tampoco se abrió; otra cerradura trabada.

—¡Chófer!-exclamó enojado—. ¡Usted va a responder por esto! ¿Qué provocación es ésta?,-gritó enojado.

—Yo sirvo a la Unión Soviética, Consejero —saltó agresivo el chófer.

Obedeciendo las reglas de tránsito, el auto dio toda la vuelta a la bien iluminada Plaza Lubianka, como en una despedida de Innokenty al mundo que dejaba, una ultima mirada a las Lubiankas nueva y vieja, de cinco pisos, donde su vida debía terminar.

Filas de automóviles se detenían y volvían a andar sujetos a las luces. Trolebuses oscilaban a un lado y otro. Ómnibus tocaban bocinas. Pasaba gente en densos grupos, ignorantes de la víctima arrastrada que iba a su fin ante sus ojos.

Una bandera roja iluminada por un reflector oculto, flameaba en un hueco de la torre con pilares que coronaba el viejo edificio de la Lubianka. Dos náyades de piedra, semi-acostadas, miraban con desprecio a los minúsculos ciudadanos. El auto pasó por la fachada del mundialmente famoso edificio y entró en la Gran Calle Lubianka. ¡Déjeme! – dijo Innokenty tratando de librarse del "mecánico" otra vez.

Al acercarse el auto se abrieron portones de hierro negro y en cuanto pasó volvieron a cerrarse; el vehículo cruzó bajo un arco negro y se detuvo en un patio.

—Al pasar el arco, el "mecánico" aflojó. En el patio lo dejó libre del todo, abrió la puerta de su lado y dijo sin énfasis:

—Vamos, afuera.

Nadie podía pensar ahora que estaba borracho. El chófer también salió; ahora la cerradura de su puerta funcionaba bien otra vez.

—¡Fuera! ¡Manos a la espalda! – ordenó. ¿Quién hubiera reconocido al reciente bromista en esa frígida orden?

Innokenty salió por la puerta de la derecha del auto-trampa, se enderezó y obedeció, sin saber por qué: puso las manos a la espalda.

Lo habían tratado mal, pero ser arrestado no resultaba tan terrible como se lo imaginara mientras esperaba que sucediera. Incluso sentía cierto alivio. Ya no quedaba nada que temer, nada que pelear, nada que fingir. Sí, un alivio soñoliento y agradable como el que invade el cuerpo de un soldado herido.

Echó un vistazo al patiecito, mal iluminado por una o dos lámparas y alguna ventana con luz. Era el fondo de un pozo, rodeado de paredes.

—¡No darse vuelta!-gritó el chófer—. ¡Marche!

Siguieron en fila, Innokenty al medio; pasaron frente a hombres impasibles de uniforme, luego un arco bajo, unos escalones a otro patio pequeño, oscuro y techado, y doblaron a la izquierda. El chófer abrió una puerta bastante elegante, como la del salón de espera de un doctor eminente. Al otro lado había un vestíbulo chico y limpio, inundado de luz eléctrica. El piso muy pulido y parejo, atravesado por un camino de alfombra en toda su longitud.

El chófer chasqueó la lengua como llamando a un perro, pero no sé veía ninguno.

El vestíbulo terminaba en una puerta de vidrio, con cortinas desteñidas al otro lado. La puerta estaba reforzada con rejas diagonales, como las verjas cercanas a estaciones de ferrocarril. En la puerta no se leía el nombre de un doctor sino las palabras: RECEPCIÓN DE ARRESTADOS.

Hicieron girar la manija de una antigua campanilla. Un momento después un guardia carilargo, con charreteras celestes y franjas blancas de sargento, miró impasible tras la cortina y abrió la puerta. El "chófer" tomó la orden verde del "mecánico" y se la pasó al guardia, quién la miró aburrido, como un farmacéutico soñoliento descifrando una receta y los dos entraron y cerraron la puerta, Innokenty y el mecánico quedaron frente a la puerta cerrada, en profundo silencio.

RECEPCIÓN DE ARRESTADOS; era una chapa parecida a las que decían MORGUE, y ambas significaban lo mismo. A Innokenty no le quedaban ánimos ni siquiera para examinar al insolente de abrigo ajustado que le había hecho toda la comedia. Debía haber protestado, gritado, exigido justicia. Pero ni siquiera recordaba que tenía las manos a la espalda. No podía pensar; sólo mirar, hipnotizado: RECEPCIÓN DE ARRESTADOS.

La cerradura se movía un poco. El guardia carilargo les dijo que entraran y los precedió, repitiendo el chasquear del "chófer" para llamar a un perro, pero tampoco aquí los había, y también este vestíbulo estaba tan limpio y bien iluminado como en un hospital. Había dos puertas pintadas de color aceituna. El sargento abrió una de ellas y volvió a decirles que entraran.

Innokenty entró. Apenas tuvo tiempo de ver que el cuarto no tenía ventanas y contenía sólo una gran mesa sin pulir y un par de taburetes antes de que el "chófer" y el "mecánico" lo inmovilizaron para registrarle los bolsillos.

—¿Qué clase de pistoleros son ustedes? – protestó con voz débil—. ¿Qué derecho tienen? – trató de pelear, sin fuerzas, pero como sabía que no eran pistoleros y que los dos hombres cumplían con su deber, sus músculos perdieron ímpetu y su voz convicción.

Le sacaron el reloj de oro, dos libretas de apuntes, una lapicera de oro y un pañuelo. En sus manos vio unas charreteras, angostas y plateadas como las del servicio diplomático, sin comprender que eran suyas. Siguieron los abrazos de oso. El "mecánico" le entregó su pañuelo.

—Tómelo. No lo quiero con la marca de sus manos sucias —gritó estridente, echándose atrás. El pañuelo cayó al suelo.

—Le darán un recibo por los artículos de valor —aseguró el chófer, y ambos salieron apresurados del cuarto.

El sargento carilargo, en cambio, no tenía prisa. Miró al suelo y dijo: —Yo levantaría ese pañuelo.

Pero Innokenty no se agachó a recogerlo.

—¿Qué han hecho? ¡Me arrancaron las charretas! – estaba furioso. Recién comprendía lo ocurrido, al tocarse los hombros bajo el abrigo.

—Manos a la espalda —dijo el sargento, aburrido—. ¡Muévase! – Y empezó a chasquear la lengua, pero no había ningún perro.

Tras una curva, el corredor desembocaba en otro, flanqueado a ambos lados por muchas puertas color aceituna y muy estrechas, cada una con una chapa ovalada y un número. Cuando doblaron el codo, una mujer de edad, gastada, con falda y camisas militares, charreteras celestes y franjas azules como las del sargento, espiaba por la mirilla de una puerta. Cuando se acercaron dejó caer sin prisa el metal que cubría la abertura y miró a Innokenty como si ya lo hubiese visto cien veces ese día, y nada tuviera de particular verlo una vez más. Tenía una expresión sombría. Puso una larga llave en la cerradura de la puerta marcada "8", abrió la puerta ruidosamente y le hizo signo de entrar.

Innokenty atravesó el umbral. Antes de que pudiera volverse a pedir explicaciones, la puerta ya estaba cerrada con llave

Aquí tenía que vivir. ¿Un día, un mes, años? Esto no era un cuarto ni una celda, porque los libros nos han enseñado que una celda debe tener una ventana, aunque sea muy pequeña, y espacio para caminar de un lado a otro. Aquí, no sólo era imposible caminar o acostarse, sino que apenas había espacio para sentarse Una mesita y un taburete ocupaban casi todo el lugar. Una vez sentado no se podía extender las piernas.

Nada más había en el cubículo. Hasta la altura de su pecho las paredes tenían color y viscosidad de aceite; más arriba todo era muy blanco, paredes y cielorraso, iluminado hasta la ceguera por una lámpara de doscientos vatios que colgaba del cielorraso, metida en una jaula de alambre.

Innokenty se sentó. Veinte minutos antes se imaginaba su llegada a París, su nuevo puesto. Veinte minutos antes toda su vida era un conjunto armonioso, cada evento iluminado con luz pareja por los otros, en orden perfecto, unidos por brillantes éxitos. Pero esos veinte minutos habían pasado, y aquí, en la angosta trampa, toda su vida era un racimo de errores, un negro montón de basura.

Ningún sonido venía del corredor, excepto una puerta o dos cerradas y abiertas cerca. A intervalos de un minuto un ojo indagador lo observaba por el vidrio de la mirilla. La puerta tenía unos siete centímetros de espesor y la mirilla era un cono que abría en el círculo. El prisionero no podía sustraerse a las miradas.

Empezó a sentir un calor sofocante. Se quitó el pesado abrigo de invierno, con una mirada triste a los hilos arrancados que habían sostenido las charreteras del uniforme. La pared, lisa, no tenía clavos y colocó abrigo y gorra en la mesita.

Era curioso que, con su vida destruida por el rayo, no tuviese el miedo paralizante de otros momentos. Empezaba a pensar de nuevo, en sus errores.

¿Por qué no había leído toda la orden? ¿Era legal? ¿Llevaba sello oficial? ¿Estaba firmada por un fiscal? Sí, la firma del fiscal estaba en la parte superior. ¿Firmada en qué fecha? ¿Cuál era la acusación? ¿Sabía todo el jefe cuando lo llamó? Claro que debía hacerlo. Entonces, ¿la llamada era parte del truco? ¿Y por qué toda la comedia con el "chófer" y el "mecánico"?

Sintió algo pequeño y duro en uno de sus bolsillos y lo sacó. Era un lapicito, caído de la libreta de apuntes. Se alegró de encontrarlo; podría serle muy útil. ¡Qué mal lo registraron! ¡Ni siquiera en la Lubianka había buenos profesionales! ¡No sabían su oficio! Pensando en el mejor lugar para esconder el lápiz, lo rompió en dos y se metió las mitades en sus zapatos, bajo el arco plantar.

¡Qué estúpido había sido al no leer de qué lo acusaban! Posiblemente su arresto nada tuviera que ver con esa condenada llamada telefónica. Podía ser un error, una coincidencia. ¿Qué debía hacer?

Había pasado poco tiempo, pero más de una vez pudo escuchar un ruido de máquina, tras la pared que enfrentaba la puerta. La máquina empezaba, funcionaba y paraba. Se obsesionó tratando de descubrir qué clase de máquina era. Esto era una cárcel, no una fábrica. ¿Qué tenía que hacer aquí una máquina? Para una persona del año 1940, oyendo hablar siempre de métodos mecánicos para matar gente, la idea de una máquina se asociaba de inmediato a imágenes horribles. Le cruzó por la mente el pensamiento —absurdo pero al mismo tiempo con algo de probable– de que oía una máquina para pulverizar los huesos de prisioneros ya muertos. El miedo lo dominó.

Otro pensamiento lo atacó como una mordedura: su peor error, el más espantoso, había sido, no omitir la lectura total de la orden de arresto, sino algo mucho peor: no haber protestado, insistido en su inocencia. Se había sometido al arresto con tal pasividad, que seguramente estarían convencidos de su culpabilidad, ¿Cómo pudo suceder eso?

¿Cómo los dejó arrastrarlo sin declarar su inocencia? Debió parecerles evidente que esperaba el arresto, que estaba preparado para sufrirlo.

Su fatal omisión lo abrumó. Su primer pensamiento fue ponerse de pie de un salto, golpear con los puños en la puerta, patearla y gritar con toda la fuerza de sus pulmones que era inocente, que debían abrirle la puerta. Pero otra idea más sensata prevaleció: esa conducta no sorprendería a nadie aquí, donde muchos otros antes que él habían golpeado y gritado así y que el silencio de los primeros minutos ya había hecho su irreparable daño.

¿Cómo se puso entre las manos de ellos con tanta facilidad? Sin rastro de resistencia, sin decir una palabra, un diplomático de alta jerarquía se había dejado sacar de su propio departamento, de las calles de Moscú, para eso es ¿qué está insinuando ahí? ser encerrado en esta cámara de torturas.

No había escape. De aquí no se podía escapar.

A lo mejor, su jefe lo esperaba de veras en el ministerio. ¿Cómo llegar hasta él, aunque fuera escoltado; cómo aclarar las cosas? No. Las cosas no iban a aclararse sino a complicarse más y más.

Al otro lado de la pared, la máquina volvió a zumbar y a detenerse.

Los ojos le dolían por la Luz, demasiado intensa para el cuartucho alto y estrecho, menos de tres metros cúbicos; los descansó fijándolos en la única parte oscura del cielorraso. El cuadradito enrejado era una claraboya, aunque no se imaginaba dónde pudiera dar.

De repente imaginó que no era ninguna claraboya, sino que servía para dar paso a gas venenoso, producido quizás en la máquina zumbadora; que el gas no había dejado de filtrarse desde el momento de su entrada y que un cubículo tan remoto y cerrado, con la puerta tan encajada en el marco, no podía tener otro propósito.

Por eso lo miraban: para ver si todavía estaba consciente o si ya había sucumbido.

¡Con razón eran confusos sus pensamientos! ¡Estaba perdiendo el conocimiento y por eso le faltaba el aire, por eso sentía esos latidos en la cabeza! El gas seguía entrando, sin color ni olor.

Un terror sin mezcla, animal, como el que hace huir a las bestias de presa y a sus víctimas de un incendio en la selva, se apoderó de el; sin ideas ni cálculos, golpeó la puerta con los puños, pateó y gritó a quien fuese: —¡Abran, abran, me asfixio, aire!

Otra razón para que la mirilla tuviera forma de cono: el puño no podía llegar a romper el vidrio.

Un ojo salvaje, inmóvil, apretado contra el agujerito del otro lado, observaba el fin de Innokemy con malicioso placer.

¡Qué horrible escena! El ojo arrancado, el ojo sin cara, el ojo que resumía todas las expresiones posibles, contemplando su muerte.

No había escapatoria; Innokenty se dejó caer sobre el banquillo; el gas lo ahogaba.


PARA SIEMPRE



De repente y en silencio —aunque se había cerrado con estrépito– la puerta se abrió.

El guardia carilargo entró por el estrecho umbral. Una vez adentro preguntó con voz baja y amenazadora:

—¿Por qué golpea?

Innokenty se sintió aliviado. Si el guardia no tenía miedo de entrar, es que todavía no había gas.

—Me siento enfermo —dijo, inseguro—. Déme un poco de agua.

—Recuerde esto: no debe golpear, por ninguna razón —le advirtió el otro, severo– Si no lo castigarán.

—¿Pero si me siento enfermo, si tengo que llamar a alguien?

—Y no grite. Si tiene que llamar a alguien —explicó con la misma impavidez– espere a que se abra la mirilla y levante un dedo.

Salió y cerró con llave. La máquina funcionó un poco y se paró. La puerta se abrió, esta vez con ruido. Empezó a comprender que los guardias abrían de ésas dos maneras, según lo pidiese la ocasión.

El guardia le alcanzó una taza con agua.

—Escuche —le dijo mientras la tomaba—. Me siento enfermo. Tengo que acostarme.

—Eso no se permite en un "box".

—¿Dónde, en un qué? – quería hablar con alguien, incluso con esta cara de madera, pero ya no había nadie.

—¡Escuche, llame al jefe de la cárcel! ¿Por qué me arrestaron? – se acordó de preguntar en ese momento.

El cerrojo sonó.

Había dicho: en un "box". Esa palabra inglesa significaba "caja": una descripción exacta de la minúscula celda.

Bebió un poco de agua y en seguida dejó de querer beber más Era una taza no muy grande, de esmalte verde y con un dibujo curioso: un gato con anteojos fingía leer un libro, pero miraba de reojo a un pajarito que, audaz, saltaba cerca. Aunque no había sido elegida para usar en la Lubianka, la decoración resultaba muy apropiada.

El librito era la ley escrita, y el minúsculo gorrión, seguro, de sí mismo, era Innokenty... ayer.

Hasta sonrió, y esa misma sonrisa forzada le descubrió en toda su extensión la abismal catástrofe. Pero esa sonrisa también contenía una extraña especie de júbilo: el júbilo de sentir que todavía le quedaba una vibración de vida. Nunca hubiera creído que nadie pudiera sonreír durante su primera media hora en la Lubianka.

(En el "box" contiguo, Schevronok estaba peor que él: en ese momento no podría haberse sonreído del gato).

Innokenty movió su abrigo sobre la mesita y puso la taza al lado.

El cerrojo se movió. La puerta se abrió. Entró un teniente con un papel en la mano. Detrás, la cara lúgubre del sargento.

Vestido con su uniforme gris de diplomático, bordado con palmas doradas, Innokenty se levantó con desenvoltura hacia su encuentro.

—Vea, teniente —dijo con tono familiar—: ¿de qué se trata, qué malentendido hay aquí? Quiero ver ésa orden. Ni la leí.

—¿Apellido? – preguntó el teniente, sin inflexión y mirándolo con ojos de vidrio.

—Volodin —contestó dispuesto a aclarar la situación.

—¿Nombre y patronímico?

—Innokenty Artemievich.

—¿Año de nacimiento? – verificaba las respuestas en la hoja de papel.

—Mil novecientos diecinueve.

—¿Lugar de nacimiento?

—Leningrado.

Llegado el momento de aclarar las cosas, cuando el consejero de segunda clase esperaba una explicación, el teniente salió y le cerraron la puerta al consejero en las narices.

Volvió a sentarse, cerrando los ojos. Empezaba a sentir el inmenso poder del sistema, cuyas mandíbulas mecánicas se cerraban sobre él.

La máquina zumbó y se calló, detrás de la pared.

Pensó en varias cosas que debía hacer, importantes o no; hace una hora eran tan urgentes que todavía quería correr para hacerlas.

Pero en el "box" no había lugar para dar un paso completo, así que correr.

La tapa de la mirilla se movió. Levantó un dedo. La vieja de charreteras celestes, de cara estúpida y pesada, abrió la puerta.

—Tengo que.

—Manos a la espalda, muévase! – le ordenó; obedeciéndola pasó al corredor; comparado con el "box", era un paraíso de frescura. Unos pasos más allá la mujer le indicó una puerta con la cabeza—. Allí. Entró. La puerta se cerró. Salvo el agujero en el piso y los orinales de hierro, el piso y paredes del cuartito estaban cubiertos de tejas rojizas. En el agujero corría el agua.

Contento de escapar por lo menos aquí a la constante vigilancia, se puso en cuclillas, pero algo rozó el otro lado de la puerta. Alzó la vista y vio la mirilla cónica y el ojo implacable observándolo sin interrupción. Muy molesto, se levantó. Ni siquiera había levantado el dedo para indicar que había terminado, cuando la puerta se abrió.

—¡Manos a la espalda, muévase! – dijo la mujer, imperturbable.

De vuelta en el "box" quiso saber la hora y sin pensar levantó el puño de la camisa, pero el tiempo no estaba más.

Suspiró y empezó a estudiar al gato de la taza, pero no pudo llegar a la meditación. La puerta se abrió. Un nuevo personaje, hombre de grandes facciones y anchos hombros, con guardapolvo gris sobre camisa militar, preguntó:

—¿Apellido?

—¡Ya lo dije! – gritó indignado.

—¿Apellido? – repitió el recién llegado sin expresión en la voz, como un operador de radio llamando a otra estación.

—Bueno... Volodin.

—Tome sus cosas y muévase —dijo Guardapolvo Gris, impasible.

Tomó su abrigo y gorra de la mesa y salió. Lo llevaron al mismo cuarto donde le habían arrancado las charreteras, sacándole el reloj y las libretas.

Su pañuelo ya no estaba en el piso.

—¡Mire, se llevaron mis cosas! – se quejó.

—Desvístase —dijo el guardia de guardapolvo gris.

—¿Por qué? – preguntó estupefacto.

El guardia lo miró fijo a los ojos, con una mirada sencilla y dura.

—¿Usted es ruso?-le preguntó con severidad.

—Sí, – Innokenty, siempre lleno de recursos, no supo contestar otra cosa.

—¡Desvístase!

—¿Por qué: los que no son rusos no tienen que desvestirse? – bromeó.

El guardia guardó un silencio pétreo y esperó.

Sonriendo con una mezcla de ironía y desprecio y encogiéndose de hombros, Innokenty se sentó en el taburete, quitándose primero los zapatos, luego su uniforme, que alargó al guardia. Aunque para él su uniforme estaba desprovisto de significados rituales, respetaba la tela bordada de oro.

Tírelo al suelo —dijo Guardapolvo Gris.

Innokenty vaciló. El guardia le arrancó el uniforme de las manos, lo tiró al piso y le gritó otra vez que se desnudara.

—¿Qué quiere decir?

—¡Que se saque todo!

—Eso es imposible, camarada: aquí hace frío.

—Lo desvestirán a la fuerza —le advirtió el guardia.

Lo pensó. Una vez lo habían manoseado y lo harían otra vez. Temblando de frío y repulsión, se quitó la ropa interior de seda y la arrojó dócilmente a la pila.

—¡Sáquese las medias!

Sin medias, pisó el piso de madera; sus piernas blancas y lampiñas; tan desnudas como el resto de su sometido cuerpo.

—Abra la boca. Más. Diga "ah". Otra vez. Seguido: "ahhhhh". Ahora levante la lengua.

Separándole las mejillas con sus manos sucias como a un caballo en venta, mirándole bajo los párpados, llegó a la conclusión de que no llevaba nada escondido bajo la lengua, en las mejillas ni en los ojos. Le llevó con fuerza la cabeza hacia atrás para verle el interior de las fosas nasales, le examinó ambas orejas tirando de los lóbulos, le ordenó abrir los dedos para ver si escondía algo entre ellos y agitar los brazos para cerciorarse de que no había nada en las axilas. Luego ordenó con la misma voz mecánica, incontestable.

—Tome el pene con las manos. Dé vuelta el prepucio. Más. Basta. Muévalo derecha arriba, izquierda arriba. Bien. Suéltelo. Póngase de espaldas a mí. Separe bien los pies. Más. Inclínese hasta el piso. Aparte más los pies. Sepárese las nalgas con las manos. Eso es. Bien. Ahora siéntese sobre los talones. Rápido. Otra vez.

Cuando había pensado en la posibilidad de ser arrestado, se imaginó una violenta lucha psicológica, con tensión interna y defensa elevada de sus convicciones y hábitos. Nunca se imaginó que sería tan simple, tan estúpido, tan inevitable. La gente que había visto en la Lubianka, subordinados sin inteligencia, eran indiferentes a su existencia como individuo y a las acciones que lo habían traído aquí. Al mismo tiempo, vigilaban con atención detalles nimios que él no había previsto y contra los cuales no podía luchar. Y aunque pudiera ¿qué significado tendría esa resistencia, para qué le serviría? Cada vez por razones diferentes le pedían que hiciera algo que parecía sin importancia comparado con la gran batalla por venir, y cada vez pensaba que no valía la pena oponerse a algo tan trivial. Pero el efecto total del método era privar por completo al prisionero de su voluntad.

Desanimado, soportó en silencio todas las humillaciones.

El guardia de guardapolvo gris le ordenó sentarse en un taburete cerca de la puerta. No creyó resistir el contacto de su cuerpo con ese objeto frío, pero se sentó y comprobó agradecido que el contacto de la madera era tibio.

Había conocido muchas variedades de intensa satisfacción en su vida, pero ésta era nueva. Cruzó los brazos, juntó las rodillas y se sintió mejor aún.

Siguió sentado mientras el guardia se acercaba a la pila de ropa y comenzaba a sacudir cada prenda, examinándola a fondo y mirándola a la luz. Considerado, dedicó poco tiempo a los calzoncillos y medias; y un poco más a la camiseta. Arrojó todo a los pies de Innokenty, no sin antes desabrochar las medias de las ligas elásticas y darlas vuelta. Ahora podía empezar a vestirse y entrar en calor.

El guardia sacó un cortaplumas grande con rudo mango de madera, lo abrió y empezó a trabajar en los zapatos. Tirando a un lado con desprecio las dos mitades del lápiz, separó a los zapatos de los chanclos de goma que les cubrían y empezó a doblarlos a un lado y otro, con aspecto de profunda concentración, para descubrir si ocultaban algo duro. Cortando el forro con el cuchillito, extrajo una especie de banda de acero de cada zapato y las puso a un lado sobre la mesa. Con un punzón perforó uno de los tacos.

Mientras lo miraba trabajar, pensó cómo debía aburrirse, año tras año, manoseando ropa interior de otros, cortando zapatos y examinando orificios anales. Con razón tenía una expresión tan lúgubre y desagradable.

Pero la ironía de Innokenty pronto cedió a una melancólica expresión. El guardia quitó todos los bordados de oro de su uniforme, los botones y el forro del fieltro. Dedicó el mismo tiempo a todos los repliegues y costuras del pantalón. Fue aun más diligente con el abrigo porque escuchó un crujido en lo profundo de las hombreras. Había una nota cosida allí, una lista de direcciones, un frasco de veneno? Abriendo el forro registró largo rato sin variar nunca su expresión de profunda concentración, como si estuviera realizando una operación de corazón humano.

Aquello duró mucho, más de media hora. Por fin, ya probado que los chanclos consistían de veras en una capa de goma sin nada en ella —cuando los doblaba, ellos, obedientes, se movían en ambas direcciones– el guardia los arrojó a los pies de Innokeny y reunió sus trofeos: tirantes y ligas. Ambos artículos, como ya le había dicho a Innokenty, estaban prohibidos en la prisión, lo mismo que la corbata, su traba, los gemelos, las bandas de acero, los trozos de lápiz, los bordados de oro, todas las insignias de rango, las decoraciones del uniforme y casi todos los botones. Eso le permitió entender y respetar el trabajo de destrucción realizado por el guardia. Ni los zapatos cortados, ni el forro arrancado, ni las hombreras asomando a pedazos por las mangas del abrigo, sino verse privado de tirantes y casi todos los botones: eso fue lo que lo afectó más que todas las otras humillaciones de la noche.

—¿Por qué cortó Los botones?

—Están prohibidos:

—¿Y cómo sostengo la ropa?

—Átela con piolín —contestó aquél ceñudo cerca de la puerta.

—¿Qué tontería es ésa? ¿Qué piolín? ¿Dónde voy a conseguirlo?

Cerró con un portazo, sin contestar, y echó la llave...

El no golpeó la puerta ni habló. Comprobó que en la túnica le habían dejado unos cuantos botones, lo que ya era motivo de gratitud. Aprendía pronto.

Sosteniendo los pantalones, acababa de dar la primera vuelta a su nuevo cuarto, contento de su amplitud que le permitía estirar las piernas, cuando la llave volvió a girar en la cerradura y entró un nuevo guardia, de guardapolvo blanco pero sucio. Miró a Innokenty como un objeto familiar, parte del cuarto, y le ordenó abruptamente que se desnudase.

Buscó una respuesta indignada, amenazante, pero todo lo que salió de su garganta atenaceada por la ofensa fue una queja chillona, inconvincente:

—Pero si acabo de... ¿por qué no me dijeron?

Por alguna razón, ya que el nuevo guardia esperó aburrido e inexpresivo que su orden se cumpliera. Lo que más impresionaba a Innokenty de toda esa gente, era su capacidad para callarse cuando cualquier persona normal tenía que haber dicho algo.

Se adaptó al ritmo de complacencia a toda costa, se desvistió y se quitó los zapatos.

—Siéntese – dijo el guardia, señalando el mismo banquillo de antes.

El prisionero desnudo obedeció, sin pensar por qué. (Iba perdiendo él hábito, propio de seres libres, de pensar sus acciones antes de realizarlas: los otros pensaban por él). El guardia lo tomó rudamente de la nuca y le aplicó la máquina de pelar con mano dura contra el cráneo.

—¿Qué hace? – se estremeció y trató sin lograrlo de apartar la cabeza—. ¿Con qué derecho? Todavía no me han arrestado —quería decir que todavía no lo habían condenado.

Pero el peluquero no lo soltó y siguió pelándolo, Innokenty sintió apagarse su conato de resistencia. Él joven y orgulloso diplomático, tan desaprensivo e independiente, tan acostumbrado a subir escaleras de aviones trascontinentales, tan indiferente al brillo y movimiento de las capitales europeas, era ahora un hombrecito frágil, desnudo y huesudo, con el cráneo a medio pelar.

Su cabello castaño caía blando como la nieve, en puñados tristes y quietos. Tomó un poco y lo frotó con ternura entre los dedos. Se amaba y amaba la vida que iba alejándose de él.


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