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En el primer cí­rculo
  • Текст добавлен: 3 октября 2016, 22:21

Текст книги "En el primer cí­rculo"


Автор книги: Александр Солженицын



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—Bueno, muy bien, ¡trata de hacerlo!, – gritó Rubin sin querer. Estaba enojado consigo mismo, por haberse dejado envolver en la discusión, pero ya había engranado en ella, así que su único deseo era continuar.

—Por favor, – dijo Sologdin—, toma asiento.

Rubin permaneció de pie, como si todavía abrigara la esperanza de poder irse.

—Bueno, daremos comienzo con algo sencillo, Sologdin hablaba en un tono de satisfacción—. ¿Las leyes de la dialéctica nos muestran la dirección del proceso o no?

—¿La dirección?

—Sí. ¿Hacía dónde nos lleva nuestra dialéctica? – dijo—. Su evolución.

—Sí, claro.

—¿Y en qué lugar, en especial, encuentras esta característica más evidente?, – preguntó fríamente Sologdin.

—Bueno en las leyes mismas. Incluyen el movimiento. Rubin se sentó a su vez. Empezó a hablar con más seriedad y cuidado.

—¿Qué ley en particular incluye al movimiento?

—Bueno, a ver. La primera, no. ¿La segunda?... tampoco. Digamos que la tercera.

—Aja. La tercera. ¿Y cómo podríamos definirla?

—¿Definir qué?

—La dirección del movimiento, por supuesto.

Rubin frunció el ceño. – Oye, ¿a qué viene todo este escolasticismo, después de todo?

—¿Lo llamas escolasticismo? Eso es no tener idea de lo que es una ciencia exacta. Si una ley no nos da correlaciones numéricas y si no sabemos la dirección que lleva el desarrollo, no sabemos nada. Muy bien; empecemos ahora desde el otro extremo. Usas seguido la frase: "Una negación de una negación". ¿Qué entiendes por ello? Por ejemplo, ¿puedes decirme si la negación de una negación ocurre siempreen el trascurso del proceso, o puede que no ocurra?

Rubin se detuvo un momento a reflexionar sobre este punto. La pregunta era inesperada. Generalmente no se planteaba el problema en esos términos. Pero, como se hace de costumbre en el trascurso de un debate, ocultó su desconcierto apurándose a responder. – En principio, sí. La mayoría de las veces así sucede.

—¡Ahí está!, – rugió Sologdin satisfecho—. Conoces al dedillo toda esa jerga: "en principio", "la mayoría de las veces". Confundes las cosas de modo que resulta imposible ver el principio y el fin. Si alguien dice "la negación de una negación", a uno se le representa la imagen de una semilla, de la cual sale una planta, de la cual salen diez semillas nuevas. ¡Qué lío! ¡Marea a cualquiera! – Le parecía como si estuviera manejando una espada, atacando a una turba de sarracenos.– Contéstame en forma directa: cuándo "una negación de una negación" ocurre y cuándo no ocurre. ¿Cuándo es inevitable y cuándo es imposible?

No quedaban ni rastros del cansancio de Rubín. Concentró todas las ideas vagas que tenía al respecto, para utilizarlas en la discusión; ésta no servía para nada, y sin embargo, tenía la sensación de que era importante.

—¿Qué sentido tiene el preguntarse, "cuándo sucede tal cosa" y "cuándo no sucede tal cosa"?

—Bueno, bueno. Con ese criterio, ¿qué sentido tiene una ley fundamental de la cual se derivan las otras dos? ¿Cómo puede uno mantener un diálogo con un sujeto como tú?

—¡Empiezas a construir la casa por el tejado!, – dijo Rubín, indignado.

¡Palabrerío, puro palabrerío! En otras palabras...

—Trastocas los elementos, – insistió Rubín—. Consideraríamos vergonzoso que alguien pretendiera deducir el análisis de un fenómeno concreto de las ya enunciadas leyes de la dialéctica. Y, por lo tanto, no tenemos ninguna necesidad de saber "cuándo sucede" o cuándo no sucede" dicho fenómeno.

—¡Bueno, te diré cómo es! Pero en seguida saldrás con que ya sabías, que lo dabas por sentado, que resultaba obvio. Escucha: Si la vuelta a un anterior estado cualitativo puede lograrse invirtiendo la dirección de la evolución cuantitativa, no estamos frente a la "negación de una negación". Por ejemplo, si atornillamos una tuerca y debemos destornillarla, la destornillamos. Es el reverso del proceso anterior; un caso en que un cambio cuantitativo da origen a un cambio cualitativo y ¡no estamos frente a ninguna negación de una negación! Si, en algún, caso, no es posible volver a un estado cualitativo anterior por la simple revisión del proceso cuantitativo, entonces el desarrollo es posible sólo gracias a la negación de una negación, pero sólo si es lícito repetir esa negación. Luego, los cambios irreversibles serían una negación sólo en los casos en que nuevas negaciones de aquellas mismas negaciones fueran posibles.

—Juegos de lógica, – masculló Rubín—. Acrobacias intelectuales.

—Sigamos con la tuerca. Si estropeamos la tuerca al atornillarla, ya no la podernos volver a su estado anterior al destornillarla. Para volver a esa situación anterior, habría que fundirla, moldear el metal y hacer una nueva tuerca.

—Escucha, Dimitri, – lo interrumpió Rubin buscando que se aplacara—, no puedes pretender exponer seriamente sobre dialéctica tomando como base una tuerca.

—¿-Por qué no? ¿En qué es inferior una tuerca a una semilla? Ninguna máquina podría existir sin tuercas. Volviendo a lo nuestro, ahí tienes cómo cada estado sucesivo es irreversible y niega al anterior. Con relación a la primera tuerca, que arruinamos al atornillar la nueva, es la negación de una negación. ¿Me explico? – Y extendió su mentón barbudo hacia adelante, en un gesto expectante.

—¡Un minuto!, – dijo Rubin—. ¿En qué me has refutado? Sólo has probado– cómo la tercera ley efectivamente nos da la dirección del proceso.

Con la mano en el corazón, Sologdin saludó.

—¡Si no fueras tan despierto, Leo, yo no estaría tan ansioso por tener el honor de conversar contigo! ¡Sí, la tercera ley da la dirección! Pero uno debe saber trabajar sobre la base —que nos proporciona una ley, no sólo reverenciarla. Has deducido que nos da la dirección. Pero veamos: ¿lo hace siempre? En la naturaleza, en el plano orgánico, sí, siempre: nacimiento, crecimiento, muerte. ¿Pero en el mundo inanimado? No, no siempre; de ninguna manera.

—Pero a nosotros nos interesa fundamentalmente la sociedad.

—¿Qué quieres decir con eso de "nosotros"? La sociedad no es objeto de mi estudio. Soy un ingeniero. ¿Sociedad? No; la única sociedad que, reconozco, es la de las mujeres hermosas. – Se alisó el bigote en forma exagerada, y largó una carcajada.

—Bueno, – declaró Rubin pensativo—. Probablemente haya una médula racional en todo esto. Pero, en general, huele a pura hojarasca, a palabrerío vacuo. No se enriquece la dialéctica en absoluto con esto.

—¡El palabrerío sin sentido es todo tuyo!, – dijo Sologdin, presa de un nuevo acceso de vehemencia—. Si deduces todo de esas tres leyes...

—Pero si ya te he dicho: noes así.

—¿No lo haces?, – preguntó sorprendido Sologdin,

—¡No!

—Pues, entonces, ¿para qué sirven las leyes?

—Escucha, – y Rubin empezó a aporrear intensamente a Sologdin, con un argumento tras otro, hablando con esa cadencia de quien repite algo que ha aprendido de memoria—. ¿Qué eres, un pedazo de roble o un ser humano? Nosotros decidimos todo sobre la base de un análisis concreto de información específica; ¿entiendes? Toda doctrina económica deriva de las cifras de producción, y la solución a cualquier problema social se busca a partir de un análisis de la situación de clases.

—Entonces, ¿para qué quieren las famosas leyes?, – bramó Sologdin olvidándose del silencio que reinaba en la pieza y debía respetar—. ¿Quieres decir que, después de todo, no las necesitan?

—Oh, sí, las necesitamos muchísimo, – se apresuró a contestar Rubín.

—¿Pero para qué? ¿Si no deducen nada de ellas? Si ni siquiera la dirección del proceso puede averiguarse en base a estas leyes, si sólo se las puede enseñar, aprender y comentar, no sirven para nada. Si todo lo que se puede hacer a su respecto es repetir como un loro "la negación de una negación", entonces, ¿para qué diablos están?

Potapov, que hasta entonces había estado esforzándose en vano por ahogar con su almohada el creciente alboroto, se enderezó furioso en la cama y dijo a los desconsiderados charlatanes:

—Escuchen, amigos, si ustedes no quieren dormir, al menos respeten el sueño de los demás. – Señalando de un modo bastante explícito a Ruska, que estaba tirado diagonalmente en su catre, agregó:– Eso, si no pueden encontrar un lugar mejor.

Cualquier persona normalmente dotada de sentido común, se habría calmado ante la indignada advertencia de Potapov, hombre muy amante del orden, y en vista del silencio que se había apoderado de la habitación, del que recién se percataban Rubin y Sologdin, y por la presencia de delatores entre ellos (aunque Rubin, por supuesto, no tenía ninguna razón para ocultar sus convicciones),

Pero estos dos continuaron hablando como hasta ese momento. Su larga discusión, que por cierto no era la primera, ni la décima, no había hecho más que empezar. Se dieron cuenta de que tendrían que abandonar el cuarto, dada la imposibilidad de bajar el dispasón o interrumpir el diálogo. De modo que salieron juntos, tirándose con argumentos en el camino hasta que la puerta que daba al pasillo los tragó.

Casi inmediatamente después que salieron, apagaron la luz blanca y encendieron la azulada luz nocturna.

Ruska Doronin, que había seguido atentamente su debate, era en realidad la última persona que estaría en tren de recoger "material" para delatarlos. Había entendido el significado de las últimas palabras de Potapov, y las entendió, a pesar de no haber visto el dedo acusador que lo señalaba; era víctima del intolerable dolor que sentimos frente a una acusación proveniente de alguien a quien respetamos.

Cuando inició su doble juego con el oficial de seguridad, lo previo todo; consiguió engañar a Shikin; estaba en vísperas de desenmascarar a los soplones que recibirían 147 rublos. Pero se encontraba indefenso frente a las sospechas de sus amigos. Su plan solitario, precisamente por ser tan original y tan secreto, lo condenaba a la ignominia y al desprecio. Lo sorprendía cómo estos hombres maduros y experimentados, no fueran lo suficientemente generosos para tratar de comprenderlo y creer en él o lo suficientemente hábiles como para darse cuenta de que no era un traidor.

Y, como sucede siempre cuando perdemos el aprecio de nuestros amigos, la única persona que nos continúa brindando su amor, nos resulta doblemente preciosa.

Y cuando esa persona, además, ¡es mujer!...

Clara, ¡ella comprenderá! Le contará todo sobre su arriesgada empresa mañana mismo; ¡ella lo comprenderá!

Sin esperanzas de conciliar el sueño, y sin deseos particularmente fuertes de hacerlo, daba vueltas en su catre calenturiento, recordando las miradas interrogantes de Clara, y concibiendo al mismo tiempo con más confianza un plan para escapar por debajo de los alambres de púa, a lo largo de los escollos, hasta la ruta, y de allí en ómnibus hasta el corazón de la gran ciudad.

Clara lo ayudaría de allí en adelante.

Era más difícil encontrar a una persona entre los siete millones de habitantes de Moscú, que en una zona desértica como la de Vorkuta. Sí, decididamente, Moscú era el lugar hacia donde había de escapar.


IDENTIFICARSE CON EL PUEBLO



La amistad de Nerzhin con Spiridon, el conserje, había sido bautizada por Rubin y Sologdin como la "identificación con el pueblo". Para ellos, Nerzhin estaba buscando la misma gran verdad primitiva que antes de él fue buscada en vano por Gogol, Nekrasov, Herzen, los Eslavófilos, los revolucionarios del grupo "La Voluntad del Pueblo", Dostoievsky, Lev Tolstoi, y finalmente, no hacía mucho, por Vasisualy Lokhankin.

Rubin y Sologdin no se preocupaban por buscar la verdad primitiva, porque ellos creían firmemente que poseían la verdad absoluta.

Rubín, además, sabía que el concepto "pueblo" es una cosa artificial, producto de una generalización ilícita; que todo pueblo está dividido en clases, y que hasta las clases cambian con el tiempo. Buscar el sentido más elevado de la vida en el seno de la clase campesina era una ocupación pobre e infructuosa, ya que sólo el proletariado revolucionario se empeñaba con consistencia en el logro de sus propósitos, y sólo a él le pertenecía el futuro. Sólo gracias a la generosidad y colectivización del proletariado podía la vida alcanzar su máximo grado de significación.

Sologdin, por su parte, también sabía que "el pueblo" era un término general y englobaba a una totalidad de personas muy poco interesantes, monótonas, incultas, que vivían preocupadas por mil diligencias necesarias para poder mantener su opaca vida cotidiana. Sus multitudes no constituían la base del coloso del espíritu humano. Sólo personalidades únicas, claras y distintas como estrellas brillantes dispersas a través del cielo oscuro de la existencia, traen consigo el supremo entendimiento.

Ambos estaban seguros de que el interés de Nerzhin sería pasajero, que éste maduraría, recapacitaría y volvería a recuperar su nivel.

Nerzhin, en realidad, había pasado por las dos posiciones extremistas que sostenían Rubin y Sologdin.

La literatura rusa del siglo diecinueve, que desfallecía de pura compasión por el "hermano que sufre", había creado en Nerzhin y en todos los que la leían por primera vez, la imagen de un pueblo con aureola y cabellos plateados, que encarnaba toda la sabiduría, la pureza moral y la grandeza de alma.

Pero eso estaba lejos, en las estanterías de las bibliotecas; o más lejos aún, en los pueblitos y campos en las encrucijadas del siglo diecinueve. Pero los cielos se abrieron, vino el siglo veinte, y esos lugares dejaron de existir en Rusia. No existía ninguna Rusia sino que la U.R.S.S.

La Unión Soviética ocupaba su lugar. En su interior tenía una gran ciudad. Allí había crecido el joven Gleb. De la cornucopia de la ciencia el éxito le había llovido. Descubrió que su mente trabajaba con rapidez, pero que las mentes de otros trabajaban más rápido aun, y esta opulencia intelectual lo oprimía. El pueblo quedó definitivamente archivado en la biblioteca, se convenció de que los únicos que eran realmente importantes eran aquellos que llevan en la cabeza el peso de la cultura que la humanidad acumulara durante siglos, enciclopedistas, conocedores de la antigüedad, hombres que saben apreciar la belleza; gente muy bien educada, individuos multifacéticos. Uno debe pertenecer a esa élite. Y abandonar a los fracasados a su propia suerte.

Pero vino la guerra y a Nerzhin lo mandaron a conducir carros de trasporte. Inhábil, muerto de vergüenza, agarró caballos en las praderas, y los montó. No sabía andar a caballo, ensillarlo, emparvar heno, y todo clavo que intentaba clavar se torcía inevitablemente, como burlándose del inexperto trabajador. Y cuando más amarga era su suerte, más fuerte se hacía oír la risa del pueblo, desafeitado, despiadado, injurioso y profundamente desagradable que se hallaba a su alrededor.

Luego Nerzhin ascendió a oficial de artillería. Gracias a su nuevo puesto, volvió a ser joven y capaz; se paseaba luciendo un cinturón ajustado y con la mano blandía una varilla que había recogido en el camino, por el hecho de tener las manos ocupadas con algo. Viajó incansablemente sobre los tablones corredizos de veloces camiones, profirió todos los juramentos e imprecaciones de práctica durante el cruce de los ríos, estaba siempre listo para atacar a media noche o en la lluvia y guiaba a este pueblo, que ahora era obediente, leal, industrioso y, por consecuencia, muy agradable. Y ellos, su pequeña porción de pueblo propio y personal suyo, escuchaban atentamente cuando les daba conferencias políticas sobre aquel pueblo grande que se había levantado como un solo hombre.

Después lo arrestaron. Durante su primer interrogatorio, en su primera prisión provisoria, en su primer campo de concentración, enmudecido a fuerza de espanto y de golpes, se había horrorizado al contemplar la otra cara de ciertos miembros de la "élite" en circunstancias en que la integridad de carácter, la fuerza de voluntad, y la lealtad hacia los amigos eran fundamentales para un prisionero y podían decidir la suerte de sus camaradas, estos individuos educados, sensibles, delicados, que apreciaban la belleza, se revelaban como cobardes, que cedían rápidamente ante viles proposiciones y se trasformaban en delatores, adulones e hipócritas. Y Nerzhin apenas se había librado de convertirse en uno de ellos. Abandonó a gente que antes había considerado honroso frecuentar. Empezó a ridiculizar y a burlarse de lo que antes había reverenciado. Buscaba la simplicidad, luchó para deshacerse de los hábitos de la "intelligentzia" como la extrema finura y la extravagancia intelectual. En un momento de fracaso sin esperanzas, entre los despojos de su vida destrozada, Nerzhin adquirió la creencia de que los únicos que contaban eran aquellos que trabajaban la madera y los metales, araban la tierra, y fundían el hierro con sus manos. Trató de adquirir la sabiduría práctica y la filosofía sana de los trabajadores sencillos y honestos. Y así completó su círculo, volviendo al punto de donde había partido, tan de moda en el siglo diecinueve: uno debe "ir, bajar al pueblo".

Pero, en realidad, el círculo no llegaba tan lejos. Nerzhin, el "Zek" educado, tenía una ventaja sobre nuestros abuelos. A diferencia de aquellos cultos aristócratas del siglo pasado, no tuvo que cambiar de piel y bajar tanteando por la escala social hasta llegar al pueblo. A él lo tiraron en medio de la gente, con sus pantalones de algodón remendados y su camisa ordinaria, y le ordenaron que compartiera sus trabajos. No tomaba parte en la vida del pueblo como un condescendiente caballero, que nunca deja de ser un extraño, sino como uno de ellos, un igual entre sus iguales.

Aprendió a clavar un clavo con maestría, a agregar una tabla a la otra, no con el fin de congraciarse con la gente de pueblo, pero para ganarse su semicrudo pan diario. Y después del duro aprendizaje del campo de trabajo, otra de sus ilusiones desapareció. Nerzhin no tenía para qué bajar, ni hasta quién bajar; el pueblo no tenía ninguna superioridad moral primitiva con respecto suyo. Sentado junto a ellos en la nieve por las órdenes de un guardia, escondiéndose con ellos del capataz, en los oscuros rincones de una obra en construcción, empujando carretillas en la helada a su lado, secando sus peales en las barracas en su sociedad, Nerzhin pudo percibir claramente que esta gente no lo sobrepasaba un ápice en cuanto a estatura moral. No resistían el hambre ni la sed con más estoicismo. No tenían mayor coraje cuando consideraban la perspectiva de pasar diez años detrás de una pared de piedra. No eran más hábiles ni previsores en las circunstancias difíciles del trasporte o durante las requisas. Eran más ciegos y confiados frente a los delatores. Estaban más predispuestos a creer en los burdos engaños de los jefes. Esperaban la amnistía que a Stalin le hubiera resultado más fácil reventar que darla. Si algún mandón local de la prisión se sentía de buenas y les sonreía, se apresuraban a contestar su sonrisa. También eran más angurrientos por las cosas pequeñas: las raciones "suplementarias" de 100 gramos de sopa aguada de trigo, los horribles pantalones de la cárcel (siempre que fueran algo más nuevos o de colores chillones,), los hacían tremendamente felices.

Lo que le faltaba a la mayoría de ellos, eso que se torna más precioso que la vida misma, era el punto de vista propio. A Nerzhin le quedaba una sola cosa por hacer: ser él mismo.

Habiendo dominado un nuevo acceso de entusiasmo, Nerzhin —definitivamente o no—, vio en el pueblo algo nuevo, completamente distinto de lo que había conocido a través de sus lecturas: el pueblo no son todos los que hablan un mismo idioma, ni tampoco aquellos elegidos que llevan estampa en sus frentes la marca del genio. Ni por nacimiento, ni por el trabajo manual, ni siquiera por medio de la cultura, se gana el derecho a formar parte del pueblo.

Es por nuestro yo interior.

Cada uno forja su propio yo interior, año tras año.

Debe esforzarse por templarlo, recortarlo y pulirlo para llegar a ser un ser humano.

En esa forma se habrá convertido en una partícula integrante de su pueblo.


SPIRIDÓN



En cuanto llegó a la sharashka, Nerzhin individualizó a un pelirrojo llamado Spiridon. Era imposible distinguir si su cara redonda expresaba respeto o burla, a no ser que uno lo conociera muy bien. Había muchos otros carpinteros, torneros y operarios, pero el sorprendente vigor de Spiridon lo aislaba de los demás y no cabía duda de que era muy representativo de ese pueblo en el cual Nerzhin quería inspirarse.

Como fuera, éste no podía encontrar el pretexto adecuado para trabar relación con Spiridon; no tenía nada que decirle, no se encontraban durante el trabajo; vivían en lugares distintos. El pequeño núcleo de trabajadores ocupaba un cuarto aparte en la sharashkay ambos empleaban hasta sus horas de descanso en lugares distintos. De modo que, cuando Nerzhin empezó a visitar a Spiridon, tanto éste como sus compañeros llegaron a la conclusión de que se trataba de un soplón en busca de una presa para el policía.

Spiridon se consideraba uno de los menos conspicuos habitantes de la sharashkay no se explicaba por qué el oficial de seguridad estaría tratando de atraparlo, pero como las autoridades no se mostraban generalmente delicadas en la elección de la materia prima para los verdugos y torturadores, él debía tomar todas las precauciones necesarias. Cuando Nerzhin entraba al cuarto, lo saludaba falsamente complacido, lo hacía sentar a su lado en el catre y se ponía a hablar con cara de tonto de algo que estuviera bien lejos de la política: cómo a los peces que estaban por desovar se los ensartaba por las branquias con un palo para recién después meterlos dentro de una red; cómo se cazaba el oso pardo y el alce y cómo uno tiene que guardarse de un oso negro con una mancha blanca alrededor del cuello. Cómo el trébol espanta a las víboras. Cómo el trébol rojo es lo mejor para forraje. Y también le contó un cuento largo de cómo había cortejado a Marfa Ustinovna allá por los años veinte. Ella actuaba en el pequeño teatro del pueblo y debía casarse con un rico molinero. Pero de puro enamorada huyó con Spiridon y se casaron en secreto el día de San Pedro.

Durante todo el tiempo, los ojos enfermos de Spiridon, inmóviles bajo sus espesas cejas coloradas, decían: —¿Para qué has venido, soplón? Aquí no tienes nada que hacer.

El caso era que cualquier delator hubiera abandonado la impenetrable víctima hacía ya mucho tiempo. Nadie hubiera sido tan oficioso como para seguir yendo a escuchar cuentos de caza, domingo tras domingo, durante tanto tiempo. Para Nerzhin, ansioso por solucionar durante su estada en la cárcel todos los problemas que no había solucionado en libertad, Nerzhin, quien al principio iba a ver a Spiridon con una cierta timidez, nunca se cansaba de oír los cuentos de éste. Le refrescaban la imaginación, lo hacían volver a este período de los siete años únicos en la historia de Rusia, los siete años de la NEP., sin parangón en la historia de la Rusia rural, desde los días de Ryurik el Vikingo, hasta la última parcelación de las granjas colectivas. Nerzhin había vivido este período de siete años siendo todavía un niño que no entiende nada de nada y lamentaba haber nacido tan tarde.

Encantado por el tono espeso de la voz de Spiridon, Nerzhin nunca había intentado llevar la conversación al plano político. Y Spiridon empezó lentamente a tenerle más confianza. Él también se complacía en la reconstrucción del pasado. Se distendía. Las profundas arrugas de su frente disminuían. Su cara coloradota se iluminaba.

Su vista arruinada le impedía leer libros en la sharashka. Adaptándose al vocabulario de Nerzhin, introducía vocablos cultos en su conversación que muchas veces estaban fuera de lugar, como "princip", "piriodo", "analógico". En los días en que Marfa Ustinovna había actuado sobre las tablas había oído nombrar en el escenario a un tal Esenin.

—¿Esenin?, – dijo Nerzhin, que esa sí que no se la esperaba—. ¡Magnífico! Tengo un libro suyo en la sharashka. Hoy en día ya es una cosa rara.

Y trajo el librito, que tenía forrado con un papel adornado con hojas otoñales de arce pintadas sobre él. Estaba profundamente intrigado. ¿Ocurriría el milagro? ¿Entendería el semianalfabeto de Spiridon la poesía profunda de Esenin?

El milagro no ocurrió. Spiridon no recordaba una sola línea de lo que había escuchado hacía ya tanto tiempo, aunque le gustaron "Tanyusha Era Linda" y "La Siega".

Dos días después, el mayor Shikin llamó a Nerzhin y ordenó que presentara su ejemplar de Esenin para la aprobación del censor. Nerzhin no sabía quién podía haberlo delatado. Pero habiendo sufrido públicamente a manos del "policía" y habiendo perdido su librito de Esenin por causa indirecta de Spiridon, Nerzhin, finalmente, se ganó su confianza y Spiridon empezó a tutearlo. Para entonces ya se reunían para conversar bajo el arco de la escalera donde nadie los podía oír.

Desde ese momento, durante los últimos cinco o seis domingos, las narraciones de Spiridon, empezaron a brillar con esa profundidad popular que Nerzhin tenía tantos deseos de escuchar. Domingo tras domingo, pasaba revista a aquel campesino que tenía diez y siete años en la época de la Revolución, y más de cuarenta cuando empezó la guerra contra Hitler.

¡Los cambios que había presenciado! ¡Qué olas lo habían azotado! A los catorce se convirtió en el jefe de la familia. Su padre había muerto en la Primera Guerra. Y él tuvo que salir a segar con los viejos. – Aprendí a segar en medio día, – dijo—. A los dieciséis fue a trabajar en una fábrica de vidrios y ya allí asistió a los mítines bajo la bandera roja. Cuando el gobierno declaró que la tierra pertenecía a los campesinos, se apresuró a ir al pueblo y conseguir un lote. Ese año él, su madre y sus hermanas trabajaron la tierra y para octubre, el día de Pokrov "fiesta del Manto de la Virgen", recogieron un poco de trigo. Pero después de Navidad, las autoridades empezaron a requisar trigo para la ciudad: "contribuyan con algo"; "entreguen nomás". Después de Pascua, Spiridon, quien ya había cumplido los dieciocho años, fue enganchado en el Ejército Rojo. Pero él no tenía ningunas ganas de irse al ejército y abandonar el pedacito de tierra que tantos desvelos le había costado, así que huyó a los bosques y se unió a los "Verdes", cuyo slogan era: "No nos molestéis y no os molestaremos". Pero eran tantos, que pronto resultaron demasiados aun en el bosque; luego se encontraron en medio de los Blancos. Éstos les preguntaron si había Comisarios entre ellos y como no había, fusilaron al que les pareció que era el líder —que resultó serlo—; y a los soldados les ordenaron que se pusieran cocardas tricolores y les repartieron fusiles. En general, los Blancos conservaban el antiguo orden, como había sido bajo el Zar, Pelearon un tiempito del lado de los Blancos y fueron tomados prisioneros por los Rojos —se rindieron sin ofrecer resistencia—, y hubo un nuevo fusilamiento de la plana mayor y un nuevo cambio de distintivos. Esta vez les tocó en suerte un brazalete rojo. Y así, Spiridon unió su destino al de los Rojos hasta el fin de la Guerra Civil. Marcharon a Polonia y después el Ejército se convirtió en una unidad de trabajo y no se los autorizó a volver a sus casas. Después se los llevó a Petrogrado durante la primera semana del Ayuno Cuaresmal, y fueron enviados a través del hielo a tomar una especie de fortaleza y recién entonces Spiridon obtuvo licencia, para volver a su casa.

Llegó al pueblo en plena primavera y se dedicó de lleno a trabajar la tierra que había conseguido. No volvió de la guerra como algunos, desechos, inservibles. Se estableció inmediatamente, se casó, adquirió algunos caballos. Como dice el proverbio, "Donde hay una buena ama de casa, cruza el patio y hallarás un rublo".

Aunque la autoridad buscaba apoyo de los pobres, en esa época nadie quería serlo; estaban muy ocupados tratando de enriquecerse. Los campesinos pobres, como Spiridon, también adquirían cuanto podían y no tardaban en mejorar su condición. Existía un término corriente en ese momento: "granjero intensivo". Se refería a quien quería tener una buena granja y hacerla prosperar, sin estar dependiendo de la mano de obra paga que le prestaban los campesinos que habían llegado tarde al reparto de las tierras. Estos trabajadores estaban llenos de ciencia, de técnica y sistemas para hacer las cosas. (Con trabajadores pagos, no tenía gracia hacerse rico). Así que Spiridon Yegorov y su mujer se convirtieron en "granjeros intensivos".

—Casarse bien es como ganar la mitad de nuestra vida, – decía siempre Spiridon. Marfa Ustinovna fue su mayor felicidad y su éxito más rotundo. Por ella no se dio a la bebida ni a las malas compañías. Le daba un hijo todos los años; dos varones y luego una mujer y, sin embargo, estos nacimientos jamás la separaron de su marido. Controlaba su peso. Llevaba la casa adelante. Además, era letrada y leía la revista "Sea su propio Agrónomo". Así fue cómo Spiridon se convirtió en un "granjero intensivo".

Los granjeros intensivos eran favorecidos; se les daban préstamos y semilla. Los éxitos se sucedían y empezaron a tener dinero en abundancia. El matrimonio se preparaba a hacerse construir una casa de ladrillos, sin saber que la buena racha estaba tocando a su fin. Spiridon era un hombre respetado en su medio. Integraba el Presidium local, era un héroe de la Guerra Civil y miembro del Partido Comunista.

Pero en ese momento se les incendió la granja. Apenas pudieron salvar a los niños de las llamas. Quedaron hambrientos y sin nada.

Pero tuvieron poco tiempo para lamentarlo. Estaban en las primeras etapas de reconstrucción de todo lo que el fuego había destruido, cuando desde Moscú tronaban con el slogan "Colectivización forzosa".

Y a todos aquellos granjeros intensivos que un tiempo fueron estimulados, se los clasificó como "kulaks" y se los exterminó sin ninguna razón justificada. Marfa y Spiridon tuvieron la suerte de no haber podido reconstruir su casa de ladrillos.

Por millonésima vez, el destino les presentaba enigmas a resolver y la fatalidad se convirtió en suerte.

En vez de formar parte de la multitud que bajo la escolta de la G.P.U. iba a morir a la tundra, Spiridon Yegorov fue designado con el cargo de "Comisario de Colectivización", siendo su misión el arrear a la gente hasta su respectiva granja colectiva. Usaba un aterrorizante revólver en la cintura. Personalmente echaba a la gente de sus casas y las despojaba de sus posesiones, unos tras otros, "kulaks" o no "kulaks", lo que viniera.


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