Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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Los empleados libres, de acuerdo a la Constitución stalinista, tenían gran cantidad de derechos, entre ellos el de trabajar. De todos modos, este derecho estaba limitado a ocho horas diarias y también el hecho de no tener trabajo creativo hacía que vigilaran a los zeks. A los zeks, para compensarles el no tener ningún derecho, gozaban un mayor derecho a trabajar doce horas diarias. Los empleados libres rotaban por períodos de trabajo en cada uno de los laboratorios, para que los zeks pudieran ser supervisados a toda hora, incluyendo el intervalo de la comida desde las dieciocho hasta las veintitrés.
Simochka estaba ahora en su tarea nocturna. En el Laboratorio de Acústica esta mujer, con aspecto de pájaro, era el único representante de la autoridad y el único ejecutivo presente.
Según las reglas, tenía que vigilar que los zeks trabajaran y no haraganearan, que no usaran el laboratorio para fabricar armas o minar el local o construir túneles, y no utilizaran esa cantidad de piezas de radio para fabricar una comunicación con la Casa Blanca. A las once menos diez tenía que recolectar todos los documentos super-secretos, colocarlos en la gran caja fuerte y luego sellar la puerta del laboratorio.
Hacía solamente medio año que Simochka había completado el curso en el Instituto de Ingeniería y Comunicaciones; y había sido destinada por su intachable ficha de seguridad, a este tan secreto instituto científico de investigación; el cual por razones de seguridad, había sido denominado con un número, pero los prisioneros en su jerga irreverente llamaban la sharashka. Los empleados libres aceptados aquí eran de mayor categoría, se les pagaba sueldos más altos que a los ingenieros. Se les pagaba por su grado, por su uniforme y todo lo que se les exigía era dedicación y vigilancia.
El hecho de que nadie le exigiera sobre sus conocimientos en su terreno específico, significaba una gran suerte para Simochka. No solamente ella sino muchas de sus amigas, se habían graduado en el instituto sabiendo bastante poco. Había muchas razones para ello. Las jóvenes venían de colegios secundarios con muy poca base en matemáticas y física. Habían aprendido en los años superiores que en las reuniones de consejeros de la facultad el director había amonestado a los profesores por los aplazados y aunque el alumno no estudiase nada, tenía que recibir diploma. En el instituto, cuando encontraban tiempo para sentarse a estudiar, cursaban las matemáticas y radiotecnología como atravesando un incomprensible e infranqueable bosque de pinos. Pero generalmente no encontraban tiempo. Cada otoño, durante un mes o más, se llevaba a los estudiantes a recoger papas en las granjas colectivas. Por esta razón, tenían que asistir a conferencias de ocho y diez horas diarias durante el resto del año, no dándoles tiempo de estudiar. Los lunes a la tarde había adoctrinamiento político. Una vez por semana, una reunión específica era obligatoria. Después también había que hacer trabajo social útil; imprimir boletines, organizar conciertos, y era necesario también ayudar en sus hogares, comprar, lavar, vestirse. ¿Y el cine? ¿Y el teatro? ¿Y el club? Si una chica no se divertía y bailaba un poco durante sus años de estudiante, ¿cuándo lo haría después? Para sus exámenes Simochka y sus amigas hicieron copias que escondieron en ese lugar de ropa femenina negada a los hombres; y durante los exámenes, sacaban las que necesitaban y alisándolas las hacían pasar como trabajo de examen.
Los examinadores podían, desde luego, muy fácilmente descubrir la ignorancia de las estudiantes, pero ellos mismos estaban sobrecargados con reuniones, asambleas, variedad de planes e informes al decano y al rector. Les resultaba muy difícil tener que asistir a examen una segunda vez. Además, cuando sus estudiantes no aprobaban, a los examinadores se los amonestaba como si los aplazos fueran productos fallados de una producción en serie —según la muy conocida teoría: no hay malos alumnos, solamente malos profesores—. De ahí, los examinadores no trataban de confundir a los estudiantes, al contrario, trataban de ayudarlos a través del examen para obtener rápidamente el mejor resultado posible. A medida que los cursos estaban por finalizar, Shimochka y sus amigas se dieron cuenta, no sin cierta tristeza, que no les gustaba su profesión, en una palabra, que les parecía un aburrimiento. Pero ya era demasiado tarde. Simochka temblaba ante la idea de trabajar en ella.
Después fue destinada a Mavrino. Se alegraba que no le hubiesen adjudicado ninguna investigación independiente. Pero aun cualquiera, menos frágil y pequeña que ella, se hubiera amedrentado de cruzar la zona prohibida de este aislado castillo en Moscú; donde una guardia especial y personal supervisor vigilaban a importantes criminales de estado.
A diez graduados del Instituto de Comunicaciones se les dieron las instrucciones al mismo tiempo. Se les dijo, al respecto, que este trabajo era peor que la guerra; que habían caído en un pozo de víboras, donde el menor movimiento imprudente podía ser fatal. Se les dijo que encontrarían aquí la resaca de la raza humana, gente que no merecía hablar el idioma ruso que lamentablemente dominaban. Se les advirtió que esta gente era especialmente peligrosa porque no mostraban abiertamente sus colmillos de lobo, porque constantemente usaban una máscara de cortesía y buena educación. Si hubiera que preguntarles acerca de sus crímenes —lo cual estaba prohibido categóricamente– intentarían con mentiras inteligentes, retratarse como víctimas inocentes. Se les señaló que las muchachas, como miembros del Komsomol, no debían volcar su odio en estas víboras sino demostrarles una amabilidad exterior —sin entrar en ninguna discusión no referente al trabajo, sin hacerles ninguna comisión afuera– y que, a la primera violación o sospecha de violación o posibilidad de sospecha de violación de estas reglas tendrían que apurarse con una confesión al oficial de seguridad, el mayor Shikin.
El mayor Shikin, que se daba importancia a sí mismo, era bajo, trigueño, con el pelo canoso recortado sobre su cabeza grande y los pies pequeños, en los que usaba zapatos de tamaño de niño. Se le ocurría, dijo en esta ocasión, que mientras para él como para dicha persona de experiencia, la naturaleza interior de reptil, de estos malhechores era perfectamente clara; podría haber entre tantas jóvenes sin experiencia, cómo eran las recién llegadas, una, cuyo corazón humanitario titubeara y pudiera ser culpable de alguna infracción, como por ejemplo darle a los prisioneros un libro de la biblioteca de los empleados libres. Ni siquiera mencionó el despachar una carta afuera (pues cualquier carta dirigida a Marya o Tanya significaba obviamente un envío a algún centro de espionaje extranjero). Si alguna de estas jóvenes presenciaba la caída de alguna de sus amigas, tenía que ayudar a su camarada, esto es, denunciar lo que había sucedido al mayor Shikin.
Finalmente, el mayor no ocultó que la relación con los prisioneros, era castigada por el Código Criminal, y que el Código Criminal, como todos sabían, era elástico. Incluía hasta veinticinco años de trabajos forzados.
Era imposible no temblar imaginando el negro futuro que les esperaba. Algunas muchachas sintieron que las lágrimas le subían a los ojos. Pero la desconfianza ya se había sembrado entre ellas y dejando la sesión de instrucciones, no hablaron de lo que habían oído, sino de cosas intrascendentes.
Entre viva y muerta de miedo, Simochka siguió al ingeniero mayor Roitman al laboratorio de Acústica y durante el primer momento quiso cerrar los ojos como en una caída.
Medio año había trascurrido desde entonces, y algo raro le había sucedido a Simochka. No era que sus convicciones acerca de las negras confabulaciones del imperialismo, hubieran disminuido. Todavía le parecía fácil creer que los prisioneros que trabajaban en todas las otras habitaciones eran criminales sanguinarios. Pero cada día, cuando se encontraba con los doce zeks en el Laboratorio de Acústica, sombríos e indiferentes a la libertad, a su propio destino, a su plazo de diez y veinticinco años; todos ellos: científicos, ingenieros, técnicos, importándoles solamente su trabajo aunque no fuera propio, aunque no significara nada para ellos y no les produjera un centavo como sueldo ni un ápice de gloria, trataba en vano de ver en ellos esos terribles bandidos internacionales, tan bien identificados en las películas, tan hábilmente atrapados por el contraespionaje.
Entre ellos Simochka no experimentaba temor. No podía sentir ningún odio hacia ellos. Esta gente despertaba en ella solamente un gran respeto, con sus varias habilidades y conocimientos, su entereza en sobrellevar al infortunio. Y aunque su sentido del deber se lo pedía, aunque el amor por su país exigía que informara al oficial de seguridad los pecados de comisión y omisión, Simochka, por razones que no comprendía, empezó a encontrar esa tarea execrable e imposible.
Era particularmente imposible en el caso de su vecino más cercano y compañero de trabajo, Gleb Nerzhin, que se sentaba enfrentándola a través de dos escritorios.
Hacía un tiempo que Simochka trabajaba junto a él, bajo su dirección, llevando a cabo experimentos en articulación vocal. En la sharashkade Mavrino era necesario controlar la fidelidad con la cual las características vocales eran trasmitidas por varios circuitos telefónicos. Aun con todos los nuevos instrumentos, no había todavía medidor con el cual medir la calidad de la trasmisión de la palabra. Se podía llegar a controlar las distorsiones, solamente, si una persona leía sílabas aisladas, palabras y frases por un tubo, de un lado del circuito y el oyente del otro lado, trataba de calibrar el porcentaje de errores durante la trasmisión. Estos experimentos se llamaban experimentos sobre articulación.
Nerzhin se ocupaba de la programación matemática de estos experimentos. Avanzaban con éxito y Nerzhin había escrito una monografía en tres tomos sobre su metodología. Cuando él y Simochka estaban sobrecargados de trabajo, Nerzhin decidía qué era de necesidad inmediata y qué podía demorar, todo esto con una gran seguridad. En esos momentos su cara se rejuvenecía. Y Simochka imaginaba la guerra como la había visto en películas; veía a Nerzhin en uniforme de capitán, su pelo rubio al viento entre el humo de la explosiones, gritando la orden ¡fuego!
Nerzhin se sentía obligado a trabajar activamente y habiendo hecho el trabajo asignado podía desentenderse de toda actividad. Una vez le había dicho a Simochka: —Soy activo porque odio la actividad. – ¿Y qué le gusta? – ella había preguntado tímidamente—, la contemplación, fue la respuesta. Y la verdad era que cuando el torbellino de trabajo pasaba, permanecía sentado durante horas, apenas cambiando de posición. Su piel se tornaba gris, vieja y aparecían arrugas. ¿Dónde se había ido su seguridad? Se volvía lento e indeciso. Pensaba mucho antes de escribir esas anotaciones chiquitas como hechas con agujas, que Simochka todavía veía sobre su escritorio entre los libros de consulta y las monografías. Ella también notaba que él las deslizaba a la izquierda del escritorio, pero no en el cajón. Simochka ardía de curiosidad por saber qué escribía y a quién. Nerzhin, sin saberlo, se había trasformado en un objeto de simpatía y admiración.
La vida de Simochka como mujer, hasta entonces, había resultado muy desgraciada. No era bonita. Su cara estropeada por una nariz que resultaba demasiado larga. Su pelo era ralo y agarrado en la nuca con un nudo pequeño. No era solamente pequeña —lo cual puede hacer hermosa a una mujer– sino excesivamente pequeña; se asemejaba más a una escolar de séptimo grado que a una mujer. De todos modos, era muy formal y nada inclinada a la diversión y a la ligereza, y esto también la hacía poco atractiva hacia los jóvenes. A los veinticinco años, nadie la había cortejado, nadie la había abrazado, nadie la había besado.
Pero hacía poco tiempo, justo un mes antes, algo se había descompuesto en el micrófono de la cabina y Nerzhin la había llamado para arreglarlo. Ella apareció con un destornillador en la mano y en la silenciosa, sofocante y pequeña cabina; repleta por ellos dos, se inclinó hacia el micrófono que Nerzhin examinaba. Sin darse cuenta su mejilla tocó la suya. Lo tocó y casi muere ahí mismo. ¿Qué sucedería ahora? Debería haberse retirado, pero permaneció mirando estúpidamente al micrófono. Así trascurrió el más largo y aterrante minuto de su vida —sus mejillas ardían unidas, pero no se retiró. De repente él le tomo la cabeza y besó sus labios. El cuerpo de Simochka se derritió de gozosa debilidad. No dijo nada en ese instante sobre Komsomols o el país; solamente: —la puerta no está cerrada.
Una cortina liviana azul oscura, moviéndose hacia adelante y atrás los separaba del bullicioso día; de la gente caminando por ahí, conversando, que bien podían haberla corrido en cualquier momento.
El prisionero Nerzhin no arriesgaba más que diez días en una celda de castigo. La joven arriesgaba toda su seguridad, su carrera, tal vez la libertad misma. Pero no tenía fuerzas de apartarse de las manos que sostenían su cabeza.
Por primera vez en su vida, un hombre la había besado.
Se podría decir esto: una cadena de acero astutamente forjada, se quebró en el eslabón forjado en el corazón de una mujer.
¡DETENTE, INSTANTE!
—¿De quién es esa pelada que está atrás mío?
—Muchacho, también estoy en ánimo poético. Charlemos.
—En principio estoy ocupado.
—Ocupado —¡pavadas! Estoy en un estado, Gleb. Estaba sentado junto al árbol de Navidad y dije algo acerca de mi cabina en la cabeza de puente al norte de Pulutsk y ¡de repente estaba en el frente otra vez! El frente entero se me vino encima, tan vivido, tan lacerante Oye —aún la guerra puede trasformarse en buenos recuerdos, ¿no?
—No deberías permitirlo. La ética taoista dice: —Las armas son instrumentos de desgracia, no de nobleza. El hombre sabio conquista sin quererlo.
—¿Qué es esto? Has saltado del escepticismo al taoísmo?
—Nada definitivo todavía.
—Primero recuerdo lo mejor de mi Fritz —cómo inventábamos los lemas para los folletos que representaban: una madre abrazando sus hijos... nuestra rubia Margarita llorando– ésa era nuestra obra de arte. Tenía un texto en verso.
—Ya sé. Recogí uno de ellos.
—Recuerdo cómo durante las tardes tranquilas salíamos en camiones sonoros al frente.
—Y entre los tangos emotivos, trataban de persuadir a sus hermanos soldados que levantaran las armas contra Hitler. Salíamos de nuestras trincheras también a escuchar. Pero los argumentos eran, más bien, simplotes.
—¿Qué quieres decir? Después de todo tomamos Graudenz y Elbing sin disparar un tiro.
—Pero eso ya era 1945.
—¡La gota de agua horada la roca! ¿Alguna vez te conté de Milka? Era una estudiante del Instituto de Lenguas Extranjeras, graduada en 1941 y se le designó inmediatamente a nuestra sección como traductora. Una ñatita, de movimientos rápidos.
—Espera, ¿era ella la que fue contigo a recibir la rendición de una fortaleza?
—Sí, era terriblemente vanidosa, y le encantaba que elogiaran su trabajo (¡qué Dios te amparara si te atrevías a hacerle una observación!). Y le gustaba que la propusieran para condecoraciones. ¿Te acuerdas del frente Noroeste más allá del río Lovat, entre Rakhlits y Novo-Svinukhovo al sur de Podtsepochiva? Hay un bosque allí.
—Hay más de un bosque allí. ¿De aquella margen del río Redya o de ésta?
—De ésta.
—Sí, lo sé.
—Bueno, ella y yo pasábamos todo el día ambulando por el bosque.
Era primavera —ni siquiera primavera, marzo todavía—. Cruzábamos los charcos con nuestras botas de felpa, la cabeza debajo de la gorra de piel mojada por el calor. Ese eterno olor del despertar de la primavera. Vagábamos como seres enamorados por la primera vez, como recién casados. ¿Por qué con una mujer nueva experimentas todo el proceso, justo desde el principio? ¡como un muchacho! ¡Ese bosque interminable! El humo de los diseminados refugios donde una batería de setenta y seis se hallaba en un claro. Nos manteníamos apartados de ellos. Ambulábamos así, hasta el anochecer húmedo y rosado. Me volvió loco todo el día; luego, cuando oscureció, encontramos un arsenal vacío.
—¿A la vista?
—Sí, ¿te acuerdas? Se construyeron muchos ese año, como refugios para animales salvajes.
—Tierra mojada. No se podía cavar hondo.
—Sí. Adentro había agujas de pino sobre el suelo, olor a resina de los troncos, humo de la lumbre —no había cocina, tenías que calentarte en el fuego. Había un agujero en el techo. Absolutamente nada de luz, desde luego. El fuego arrojaba sombras sobre las vigas. ¿Qué tal Gleb? ¡Algo de vida!
—Siempre he notado que hay una muchacha inocente en un cuento de prisión; todos incluyéndome, esperan ardientemente que para el fin del cuento, no vaya a seguir siendo inocente. Para los zeks ese es el punto principal de un cuento. Hay una búsqueda de justicia terrestre en eso, ¿no te parece? El ciego tiene que asegurarse por aquellos que ven, que el cielo permanece azul todavía, y el pasto verde. El zek tiene que creer que todavía hay mujeres, reales, vivas, adorables, en el mundo y que se dan a individuos con suerte. Esa es la noche que tú recuerdas —un enamorado en un refugio humeante, y nadie apuntándolo. ¡Guerra, infierno! Esa misma noche tu mujer guardaba sus cupones de azúcar para caramelos, todos pegoteados y mezclados con papel, pensando cómo dividirlos entre tus hijas para qué les durara todo un mes. Y en la prisión de Butyrskaya en la celda 73.
En un segundo piso, sobre un angosto corredor.
—Exactamente. El joven moscovita, profesor de historia Razvodovsky que acababa de ser arrestado y nunca había estado en el frente, probaba inteligentemente, convincentemente y con gran entusiasmo, utilizando preceptos históricos, sociales y éticos, que había un buen lado en la guerra. Y había muchachos desesperados en esa celda que habían peleado en todos lados, en todos los ejércitos —casi se comen al profesor vivo. Furiosos dijeron: No, no hay una sola migaja de bien en ella. Yo oía y me callaba la boca. Razvodovsky tenía buenos argumentos. Por momentos creí que tenía razón y además, por momentos, mis recuerdos eran buenos. Pero no me animé a discutir con los soldados. Cualquiera que fuese la razón que tenía para estar de acuerdo con ese profesor civil; era lo mismo que me diferenciaba —oficial de artillería de R.G.K. – de la infantería. Lev, después de todo, en el frente, a no ser por la toma de esas fortalezas fuiste un fracaso total. Después de todo, nunca tuviste que quedarte definitivamente en una línea de batalla de la cual te podrías retirar solamente al precio de tu cabeza. Yo fui en parte un fracaso también porque no participé en ningún ataque y tampoco llevé a éste a mis hombres. Además nuestros recuerdos nos juegan sucio y nos ocultan lo que fue terrible.
—Sí, yo no digo.
—Lo agradable flota en la superficie. – Pero cuando en una picada el bombardero Junker casi me destroza cerca de Orel– no recuerdo ninguna satisfacción interior. No Lev, la única guerra buena es aquella que está lejos.
—Bueno, yo no estoy diciendo que sea buena, pero que lo que uno recuerda es bueno.
—Seguramente, y tendremos buenos recuerdos de los campos de concentración algún día. Aun de los campos de tránsito.
—¿Los campos de tránsito? ¿Gorky? ¿Kirov? ¡No!
—Eso es porque en los cuarteles te sacaron tus cosas, y no puedes ser objetivo. Pero algunos lo pasaban bien, aún ahí —los que controlaban la alimentación y los que se ocupaban de los baños; algunos también podían tener relaciones con prostitutas y estarán contando a quién les quiera oír, que no hay mejor lugar en el mundo que un campo de tránsito. Después de todo, el verdadero concepto de la felicidad es condicionado, es una ficción.
—La naturaleza transitoria o irreal de un concepto, está implícita en su mismo nombre. La palabra felicidad es un derivado de otra que quiere decir: esta hora, este momento.
—No, querido profesor, perdóneme. Lea a Vladimir Dahl. – Felicidad viene de una palabra que quiere decir: su destino, su porción, aquello a lo cual uno ha podido aferrarse en la vida. La sabia etimología nos da una versión muy mezquina de la felicidad.
—¡Un momento!, mi explicación viene de Dahl también.
—¡Asombroso!, también la mía.
—A esta palabra se la debería investigar en todos los idiomas. Lo voy a apuntar.
—Maniático.
—Lo oigo de un tonto, te voy a decir algo sobre filología comparativa.
—Por ejemplo, como todo se deriva de la palabra "mano" —como diría Marr.
—Al diablo. – Oye. ¿Has leído la segunda parte de Fausto?
—Mejor preguntar si leí la primera parte. Todos dicen que es el trabajo de un genio, pero nadie lo lee. Lo conocen por Gounod.
—No, la primera parte no es nada difícil:
Nada tengo que decir del sol y el mundo.
Solamente veo los tormentos del hombre.
—Me gusta eso.
—O:
Lo que necesitamos no lo sabemos
y lo que sabemos no lo necesitamos.
—Extraordinario.
—La segunda parte es pesada, lo admito; pero aún así, ¡qué idea, hay allí! ¿Conoces el pacto entre Fausto y Mefistófeles? Mefistófeles va a recibir el alma de Fausto solamente cuando Fausto diga: "¡Oh, instante, detente! ¡eres tan hermoso!." Cualquier cosa que Mefistófeles le ofrezca á Fausto —la vuelta a su juventud, el amor de Margarita, una victoria fácil sobre su rival, riquezas ilimitadas, conocimientos sobre los secretos de la existencia– nada puede forzar esta última exclamación del pecho de Fausto. Los años pasan, Mefistófeles sé ha cansado de perseguir a este ser insaciable. Ve que es imposible hacer feliz a un ser humano, quiere abandonar su esfuerzo estéril. Fausto que ha envejecido una segunda vez y está ciego, ordena a Mefistófeles que le consiga miles de obreros para abrir canales y secar pantanos. En sus dos veces envejecido cerebro, (para el cínico Mefistófeles nublado y chocho) brilla una gran idea: Hacer feliz a la humanidad. A una señal de Mefistófeles los servidores del infierno aparecerán —los lémures– y comenzarán a cavar la tumba: de Fausto. Mefistófeles quiere enterrarlo para desembarazarse de él, sin esperanzas ya de su alma. Fausto oye el ruido de muchas palas al cavar. ¿Qué es eso? – pregunta—. Mefistófeles sigue fiel a su espíritu burlón; le dice que han secado los pantanos. Nuestros críticos gozan interpretando este momento en un sentido social optimista; porque él cree haberle hecho un gran servicio a la humanidad y porque esta idea le trae una gran felicidad, Fausto puede solamente decir —¡Oh instante, detente, eres tan hermoso! Si uno lo analiza. ¿No se estaba riendo Goethe de las ilusiones que minan la felicidad humana?.
En realidad, no había hecho absolutamente ningún servicio a la humanidad. Fausto pronuncia esta tan esperada frase sacramental, a un paso de la tumba, totalmente engañado y probablemente loco del todo y los lémures inmediatamente lo entierran en la fosa. ¿Qué es eso? ¿Un himno a la felicidad o una burla?
—Oh, Lev; —amigo—, me gusta tal cual eres en este momento, cuando discutes con el corazón y hablas inteligentemente y no tratas de ponerle etiquetas injuriosas a las cosas.
—¡Siniestro descendiente de Pirro! Nunca imaginé que te daba un placer. Pero oye: en una de mis conferencias anteriores a la guerra, y eran muy audaces para su época, – sobre la base de esa cita de Fausto, desarrollé la elegíaca idea sobre la inexistencia de la felicidad, la cual es o inalcanzable o ilusoria. Entonces un estudiante me entregó una nota escrita sobre un pedazo de papel, arrancado de una libreta:—. Pero yo estoy enamorado, y soy feliz! ¿Cómo se contesta eso?
—¿Qué contestaste?
—¿Qué puedes contestar?
EL QUINTO AÑO CON ARNESES
Estaban tan absorbidos en la conversación que no oyeron más el ruido del laboratorio ni la radio insistente en el apartado rincón; una vez más Nerzhin giró su silla de espaldas al laboratorio. Rubín dio vuelta su sillón y descansó su barba sobre los brazos cruzados.
Nerzhin hablaba con fervor, como un hombre impartiendo pensamientos que ha madurado durante largo tiempo.
—Cuando era libre y leía libros donde gente sabia consideraba el significado de la vida o la naturaleza de la felicidad, comprendía muy poco esos pasajes, los daba por sentado, se supone que los sabios piensan; es su profesión. ¿Pero el significado de la vida? Vivimos; esto es su significado, ¿la felicidad? Cuando las cosas andan muy bien, bueno es la felicidad, todo el mundo sabe eso. ¡Bendita sea la prisión! Me dio la oportunidad de pensar. Para poder comprender la naturaleza de la felicidad tenemos que analizar la saciedad. ¿Te acuerdas de Lubyanka y el contraespionaje? ¿Te acuerdas de esa cebada aguachenta y la sopa de avena sin una gota de gordura? ¿Puedes decir que la comías? No.
Comulgabas con ella, la tomabas como a un sacramento. Como el prana de los yoguis. La comías despacio, la comías de la punta de su cuchara de madera, la comías completamente absorbido en el proceso de alimentación, en el pensar en la comida– y se extendía por tu cuerpo como néctar. Temblabas ante la dulzura que emanaban esos granitos recocidos y el roñoso líquido en el cual flotaban. Y después —casi sin alimentarte: – seguías viviendo seis meses, doce meses ¿Puedes comprender la grosería de devorar un bife como este?
Rubín no podía soportar oír a otros durante largo rato. En cada, conversación era él quien impartía los tesoros de inspiración que llevaba dentro. Iba a interrumpir, pero Nerzhin lo tomó con sus cinco dedos de su over-ally lo sacudió para impedirle hablar.
—En nuestros pobres cueros y de nuestros miserables camaradas, aprendemos la naturaleza de la saciedad. La saciedad no depende para nada de cuántocomemos, pero de cómocomemos. Lo mismo sucede con, la felicidad, exactamente lo mismo. Levushka, la felicidad no depende de cuantas bendiciones externas le hemos arrancado a la vida. Depende solamente de nuestra actitud hacia ellas. Hay un dicho sobre esto en la ética taoista: —Aquel que sea capaz de contentarse, siempre será satisfecho.
Rubín hizo una mueca irónica —Eres un ecléctico. Arrancas plumas brillantes de todos lados y las entremezclas en tu cola.
Nerzhin sacudió la cabeza. El pelo le cubrió la frente. El tema le interesaba y en ese momento parecía de 18 años.
—No trates de mezclar las cosas, Levka. Esa no es la forma de hacerlo. No saco mis conclusiones de la filosofía que he leído, pero sí, de los cuentos que he oído de gente de carne y hueso, en la prisión. Y después, cuando tengo que formular mis propias conclusiones, ¿por qué tengo que descubrir América por segunda vez? En el planeta de la filosofía, todos los países han sido descubiertos hace tiempo. Hojeando los filósofos de la antigüedad, encuentro allí mis más nuevos descubrimientos —¡No interrumpas!– Iba a darte un ejemplo. Si en un campo de concentración —más aun en una sharashka– se produjera un milagro; como un domingo no laborable o franco, ese día el alma se deshelaría. Y aunque nada en mi situación externa hubiese mejorado, sin embargo, el yugo de la prisión se me habría alivianado un poco; y si tuviese una verdadera conversación y leyese una página sincera; estaría en la cúspide de la ola. No habré llevado una vida "verdadera", pero lo habría olvidado. Estaría liviano, suspendido, tirado allí en mi cucheta alta, mirando al cielorraso. Muy cercano tal vez, liso, el yeso de mala calidad. Y temblando con el gozo total de la existencia me dormiría en perfecta beatitud. Ningún presidente, ningún primer ministro podría dormir tan satisfecho con su domingo.
Rubín sonrió benignamente. Esta sonrisa trasuntaba asentimiento y un matiz de condescendencia hacia su alucinado amigo.
—¿Y qué dicen los grandes libros de los Vedas de eso? – preguntó sacando los labios como una trompa. Lo que dicen los libros Vedas no lo sé —contestó firmemente Nerzhin—, pero los libros de Sankhya dicen “Para aquellos que comprenden, la felicidad humana es el sufrimiento”. – Indudablemente tienes todo preparado —musitó en su barba Rubín —¿Lo sacaste de Mitiay?
—Tal vez. ¿Idealismo? ¿Metafísica? ¿sí? Sigue y pega etiquetas, ¡barba hirsuta! ¡Oye! La felicidad de la victoria incesante, la felicidad del éxito y de la saciedad total, esoes sufrimiento! Eso es la muerte espiritual, una clase de interminable dolor moral. No son los filósofos del Vedanta o del Sankhya, pero soy yo personalmente, Gleb Nerzhin, un prisionero con arneses en su quinto año, el que se ha elevado al estado de crecimiento donde lo malo empieza a aparecer como bueno. Yo personalmente sostengo la teoría, que la gente no sabe por qué está luchando. Se desgasta en esfuerzos sin sentido, por un puñado de bien y muere sin haberse dado cuenta de sus riquezas espirituales. Cuando Lev Tolstoy soñaba con ser encarcelado razonaba como un hombre clarividente, con una vida espiritual sana.
Rubín río. Reía a menudo cuando categóricamente rechazaba en una discusión, los puntos de vista de su contrincante.
—¡Toma nota, muchacho! Hablas con la inmadurez de una mente joven. Prefieres tu experiencia personal a la experiencia colectiva de la humanidad. Te ha envenenado el olor a letrina de la charla de los prisioneros, y quieres ver el mundo a través de esa niebla. Si nuestras vidas se han ido al tacho porque nuestros destinos no han resultado, ¿por qué los hombres tienen que cambiar sus convicciones?
—Y tú, ¿estás orgulloso de mantener tus convicciones?
—¡Sí! Hier stebe ich! Ich kann nicht anders.
—¡Cabeza dura! Esa es la metafísica, en vez de aprender aquí, en la prisión, en lugar de absorber la vida real.
—¿Qué vida? ¿El amargo veneno del fracaso?
—Te has puesto una venda en los ojos a propósito, taponándote los oídos, asumiendo una postura y ¿llamas a eso inteligencia? Según tu criterio, la inteligencia es negar el crecimiento.
—La inteligencia es objetividad.
—¿Tú, objetivo?
—Absolutamente —declaró Rubin con dignidad.
—En mi vida he conocido una persona con tan poca objetividad como tú.
—Saca la cabeza fuera de la avena, mira las cosas en su perspectiva histórica. No debería citarme, lo sé, pero: