Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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En una oscura tarde del invierno de 1949, un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS llama a la embajada norteamericana para revelarles un peligroso y aparentemente descabellado proyecto atómico que afecta al corazón mismo de Estados Unidos. Pero la voz del funcionario quedaba grabada por los servicios secretos del Ministerio de Seguridad, cuyos largos tentáculos alcanzan también la Prisión Especial nº 1, donde cumplen condena los científicos rusos más brillantes, víctimas de las siniestras purgas estalinistas, y donde son obligados a investigar para sus propios verdugos. A esa prisión «de lujo», que es en realidad el primer círculo del Infierno dantesco, donde la lucha por la supervivencia alterna con la delación y las trampas ideológicas, le llega la misión de acelerar el perfeccionamiento de nuevas técnicas de espionaje con el fin de identificar lo antes posible la misteriosa voz del traidor...
ALEJANDRO SOLZHENITZYN
EN EL PRIMER CÍRCULO
Cuando Virgilio invitó a Dante a recorrer el Infierno, la visita comenzó por el primero de los nueve círculos en que la imaginación del poeta los había dividido. En el primer círculo —el Limbo– estaban los niños inocentes, los patriarcas, y también los grandes sabios y filósofos de la antigüedad. En el primer círculo de la Rusia de Stalin —la cárcel de Mavrino– se alojaron los espíritus más selectos de la ciencia y la técnica soviéticas, Condenados a largas, sucesivas e interminables penas de prisión por el sólo delito de pensar, sus cerebros debían continuar, sin embargo, trabajando materialmente al servicio de la dictadura que los castigaba.
Alejandro Solyenitzin, el más importante escritor ruso contemporáneo, comparable y comparado con Tolstoi y Dostoiewski, al describir la vida de sólo cuatro días en la sharashíca de Mavrino, ha compuesto un inmenso y sobrecogedor fresco que expone, con todo realismo y verdad, la tragedia insólita de los penados intelectuales, sometidos al rigor de una cárcel implacable e incoherente.
En el primer círculoes la obra maestra del gran escritor ruso consagrado a describir y a denunciar los grandes delitos del lesa humanidad y lesa civilización del régimen que oprime a su patria —y a tantas otras desgraciadamente hasta el día de hoy—, Solyenitzin debió sufrir, en carne propia la realidad del primer círculo. El texto que ahora damos a conocer en su versión castellana logró pasar la cortina de hierro. Su publicación ha sido celebrada como uno de los acontecimientos literarios más importantes en el mundo entero.
ÍNDICE DE PERSONAJES PRINCIPALES
PRESOS
ADAMSON, Grigori Borisovich (o Borisich), ingeniero.
BOBININ. Aleksander, ingeniero.
BULATOV, ingeniero.
CHELNOV, Vladimir Erastovich, matemático.
VORONIN, Rostislav (o Ruska) Vadimich, mecánico.
DYRSIN, Iván Selivanovich, ingeniero.
EGOROV, Spiridon Danilovich (o Danilich), portero en Mavrino.
GERASIMOVICH, Illarion Pavlovich, óptico.
JOROBROV, Ilia Terentevich (o Terentich), ingeniero.
KAGAN, Isaak Moiseievich, encargado de la sala de acumuladores.
KONDRASCHIOV-IVANOV, Ippolit Mijailich, pintor.
MAMURIN, Yakov Ivanovich, ex jefe de Comunicaciones.
MARKUSCHEV, ingeniero.
NERZHIN, Gleb (o Glebka, Gliobuschka, Glebchik [1]Vikentievich (o Viketich), matemático.
POTAPOV, Andrei (o Andriuscha) Andreievich (o Andreich), ingeniero.
PRIANCHIKOV, Valentín (o Valentulia, o Valka) Martinich, ingeniero radiotécnico.
RUBÍN, Lev (o Liovka o Levochka) Grigorievich (o Grigorich), filólogo.
STROMAJA, Artur, mecánico.
SOLOGDIN, Dmitrii Aleksandrovich (o Aleksandrich), ingeniero.
LIBRE PRESO
VOLODIN, Innokentii (o Ink) Artemievich (o Artemich), diplomático.
LIBRES
ABAKUMOV, Viktor Semionovich (o Semionich), ministro de Seguridad.
BERIA, Lavreintii Pavlich, ministro del Interior, del que depende el de Seguridad.
DSHUGASCHVILI, Iosif Vissarionovich (Stalin, llamado a veces "el Arador").
EMINA, Larisa Nikolaievna, dibujante.
GALAJOV, Dinera, hija del fiscal Makariguin, esposa de Nikolai Galajov.
GALAJOV, Nikolai (o Kolia) Arkadievich, escritor.
GERASIMOVICH, Natalia (o Natacha) Pavlovna, esposa de I. O. Gerasimovich.
KLIKACHIOV, teniente subsecretario del partido comunista en Mavrino.
KLIMENTIEV, Ilia Terentevich, teniente coronel.
LANSKY, Alexei (o Alioscha), crítico literario.
MAKARIGUIN, Klara (o Klarochka), hija del fiscal Makariguin.
MAKARIGUIN, Piotr Afanasievich, fiscal.
MISCHIN, comandante del Ministerio de Seguridad.
NADELASCHIN, subteniente, vigilante de Mavrino.
NERZHIN, Nadia, esposa de Gleb Nerzhin.
OSKOLUPOV, Foma Gurianovich, jefe de sección en el Ministerio de Seguridad.
POSKREBISCHEV, Aleksander (o Saschka) Nikolaievich, jefe de la secretaría personal de Stalin.
RADOVIC, Duschan, yugoslavo.
RIUMIN, Mijail (o Minka) Dmietrievich (o Dmitrich), investigador de casos importantes en el Ministerio de Seguridad.
ROJTMAN, Adam Veniaminovich, comandante.
SCHAGOV, ex capitán.
SCHIKIN, comandante del Ministerio de Seguridad.
SCHUSTERMAN, teniente, guardián en Mavrino.
SEVASTIANOV, viceministro de Seguridad.
SHVAKUN, teniente del Ministerio de Seguridad.
SMOLOSIDOV, teniente.
STEPANOV, Boris Sergueievich, secretario del partido en Mavrino.
VITALIEVNA, Serafina (o Simochka), teniente del Ministerio de Seguridad.
VOLODIN, Dotnara (o Dotty), hija del fiscal Makariguin, esposa de I.A. Volodin.
YAKONOV, Antón Nikolaievich, coronel de ingenieros.
¿QUIÉN ES USTED?
Las agujas afiligranadas indicaban las cuatro y cinco.
A la luz ya mortecina de aquel día de diciembre, la esfera de bronce del reloj parecía casi negra en el estante.
La ventana, alta y de doble cuerpo, que nacía del mismo piso, abría el ojo en alguna parte hacia el animado ajetreo de la calle, donde los porteros apartaban a paladas la nieve de color marrón sucio que ya estaba barrosa bajo los pies de los transeúntes, a pesar de haber caído recientemente.
Con la mirada fija en la escena, pero la mente bien lejos de ella, el Consejero de Estado de segundo rango Innokenty Volodin, apoyado en el marco de la ventana, silbaba algo prolongado y agudo, mientras sus dedos hojeaban las páginas brillantes y multicolores de una revista extranjera. Pero no veía lo que había en ella.
El Consejero de Estado de segundo rango, Innokenty Volodin, cuya jerarquía correspondía a la de teniente coronel en el servicio diplomático, era alto y estilizado. Sin uniforme, vestido con un traje de una tela escurridiza, parecía más un joven despreocupado y mundano que un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores. Ya era hora de encender las luces de la oficina, o de marcharse a casa, pero Innokenty no hizo ni lo uno ni lo otro.
Las cuatro de la tarde no significaban la finalización de un día de trabajo, sino de la parte diurna más corta de la jornada laboral. Ahora todos irían a sus casas a cenar y a dormir un rato, hasta que más tarde, a partir de las diez, miles y miles de ventanas en sesenta y cinco ministerios de Moscú se encenderían de nuevo. Un solo hombre, protegido por una docena de paredes, como en una fortaleza, sufría de insomnio, y había ordenado a todo el personal oficial de Moscú a guardar vigilia con él hasta las tres o cuatro de la madrugada. Conociendo los hábitos nocturnos del Soberano, las seis decenas de ministros permanecían en vela, alertas como colegiales a la expectativa de ser requeridos. Para mantenerse despiertos ponían en pie de guerra a sus secretarios privados, y éstos enloquecían a los jefes de sección. Los encargados de los ficheros, subidos en escaleras, se concentraban en sus catálogos, los empleados de archivo corrían por los pasillos, nerviosas secretarias rompían las puntas de sus lápices.
Hoy mismo, en la víspera de la Navidad occidental, hacía dos días que las embajadas permanecían tranquilas, paralizadas, con sus teléfonos en silencio. En este mismo instante su personal estaría probablemente reuniéndose alrededor de los árboles de Navidad. Había trabajo nocturno en sus propios ministerios. Algunos jugarían al ajedrez, otros contarían historias, o dormitarían en sillas poltronas; pero siempre habría trabajo.
Los dedos nerviosos de Volodin hojeaban la revista, ágil y distraídamente, mientras en su interior aparecía una sensación de miedo, quemándole un poquito, y luego de apaciguarse, se enfriaba.
¡Cómo recordaba Innokenty desde su infancia precisamente el nombre del doctor Dobroumov! Entonces no era una celebridad, ni lo mandaban al extranjero con delegaciones; ni siquiera se lo conocía como científico, sino simplemente como un facultativo que salía a hacer visitas médicas. La madre de Innokenty se enfermaba a menudo y siempre trataba de llamar a Dobroumov. Le tenía mucha fe. En cuanto llegaba y se despojaba de su gorra de piel de foca en el vestíbulo, por el departamento se extendía una atmósfera de bienestar, de calma, de seguridad. Nunca permanecía menos de media hora en la cabecera de la cama. Averiguaba acerca de todas sus dolencias, y luego, como si le produjera gran satisfacción, examinaba a la paciente, recetándole lo que la curaría. Al retirarse, nunca pasaba cerca del muchacho sin hacerle alguna pregunta y sin detenerse para oír la contestación, como si esperase seriamente oír algo inteligente. El médico ya encanecía entonces. ¿Cómo estaría ahora?
Innokenty arrojó la revista y encogiéndose, caminó por la habitación. ¿Debería telefonear o no?
Si se hubiese tratado de algún otro profesor de medicina que no hubiese conocido personalmente, Innokenty no habría pensado siquiera en prevenirle, pero, ¡siendo Dobroumov!
¿Habría una posibilidad de identificar a una persona hablando por un teléfono público, si colgaba inmediatamente, sin perder tiempo y desaparecía? ¿Sería posible reconocer una voz ahogada en el teléfono? A ciencia cierta no existía una técnica al respecto.
Se dirigió a su escritorio. Todavía podía distinguir a la luz del atardecer la primera carilla de las instrucciones de su nueva designación. Debía irse antes del día primero de año, el miércoles o el jueves. Era más lógico esperar. Era más razonable esperar.
¡Demonios! Un escalofrío sacudió sus hombros tan poco acostumbrados a semejantes cargas. Hubiera sido mejor no haberse enterado; no haber sabido nada, jamás haberse enterado.
Tomó las instrucciones y todo lo demás de su escritorio y lo llevó a la caja fuerte.
¿Cómo podía alguien condenar lo que Dobroumov había prometido? Mostraba la generosidad de un hombre de talento. El talento es siempre consciente de su propia riqueza y no tiene inconveniente en ser compartido.
Pero la inquietud de Innokenty aumentó, se recostó contra la caja fuerte, la cabeza gacha, y permaneció allí con los ojos cerrados.
Luego, súbitamente, como si estuviese dejando escapar su última posibilidad, dejando de telefonear al garaje por su auto y de cerrar el tintero, Innokenty salió de la oficina y cerró la puerta, entregando la llave al ordenanza de turno al otro extremo del corredor. Se puso su sencillo sobretodo y precipitose escaleras abajo, casi a la carrera, adelantándose al personal permanente del edificio, a sus dorados galones y pasamanerías. Corrió hacia afuera, hacia el crudo crepúsculo, encontrando un alivio al hacerlo.
Sus zapatos de estilo francés se hundieron en la nieve mojada y sucia.
Pasando el monumento a Vorovsky, en el semicerrado patio del ministerio, Innokenty miró hacia arriba y tembló. Percibió un distinto significado en el edificio nuevo del Bolshaya Lubyanka, que miraba hacia la calle Furkasovsky, y se estremeció. Este edificio gris negruzco de nueve pisos era un acorazado: sus dieciocho pilares a estribor parecían dieciocho cañones. El barquito solitario y frágil, que era Innokenty, se sintió atraído hacia la proa del pesado pero veloz navío, a través de la pequeña plaza.
Giró, como para salvarse, hacia la derecha, bajando por Kuznestsky Most. Allí, apretado contra el cordón de la vereda, había un taxi próximo a arrancar. Innokenty se metió en él y ordenó al chófer continuar por Kuznestsky Most y doblar hacia la derecha bajo las luces recién encendidas de Petrovka.
Todavía dudaba, preguntándose dónde podría telefonear sin tener a alguien fuera de la cabina golpeándole el vidrio con una moneda. Pero buscar una cabina quieta y aislada, resultaría aún más evidente. ¿No sería mejor encontrar alguna, justo en la mitad del tumulto, con tal que estuviese contra la pared? Decidió también que era estúpido estar vagando con un chófer de taxi como testigo. Hundió la mano en el bolsillo en busca de una moneda de quince kopeks. Pero todo carecía ya de importancia. Durante los últimos minutos Innokenty había experimentado una gran calma. Se dio cuenta con gran claridad de que no tenía otra alternativa. Tal vez fuese peligroso o no, pero si no lo hacía...
No es posible permanecer siendo un ser humano: si se tiene excesiva prudencia.
Enfrentando las luces del tráfico, en Okhotny Ryad, sus dedos descubrieron dos monedas de quince kopeks. ¡Buen augurio!
Pasaron por el edificio de la Universidad, e Innokenty ordenó al chófer tomar hacia la derecha. Llegaron al Arbat velozmente. Innokenty dio al chófer dos billetes sin pedir cambio y cruzó la plaza a pie esforzándose por mantener un paso mesurado y lento. El Arbat todo estaba ya encendido. Filas de espectadores frente al cine esperaban para ver "El amor de una bailarina". La letra roja "M" en la estación del subterráneo estaba casi oculta por la niebla gris. Una mujer con aspecto de gitana vendía ramas de mimosa amarilla.
¡Trata de hacerlo lo antes posible! ¡Dilo lo más breve posible y cuelga inmediatamente! Entonces el peligro será mínimo. Innokenty siguió adelante. Una muchacha le echó una mirada al pasar. Y otra.
Una de las cabinas telefónicas de madera, fuera de la estación del subterráneo, estaba vacía, pero Innokenty la sorteó y entró en la estación.
Allí había cuatro mas, hundidas en la pared, todas ocupadas. Pero a la izquierda un tipo vulgar ligeramente "en copas" ya cortaba. No bien salió. Innokenty entró rápidamente, cerrando con cuidado la gruesa puerta de vidrio y, sosteniéndola con una mano, mientras que con la otra, temblando y sin sacarse el guante, insertaba la moneda y discaba el número.
Después de varias llamadas levantaron el auricular en el otro extremo de la línea.
—¿Sí? – contestó una voz, condescendiente e irritada de mujer.
—¿Es la residencia del Profesor Dobroumov?, – preguntó, tratando de cambiar la voz.
—Sí.
—¿Puede llamarlo al aparato, por favor?
—¿Quién quiere hablar con él? – la voz de la mujer era hastiada y perezosa. Probablemente estaría recostada en un diván y no tendría prisa.
—Bueno, la verdad es que... Ud. no me conoce,... Mire, eso no tiene importancia. Pero para mí es muy urgente. ¡Por favor llame al profesor al aparato!
Demasiadas palabras innecesarias —y todo por esta amabilidad de porquería.
—Pero al profesor no se lo puede incomodar para hablar con cualquier desconocido que llame, – dijo la mujer, ofendiéndose.
Parecía como si fuese a cortar allí mismo.
Del otro lado del vidrio grueso, la gente pasaba rápidamente por la fila de cabinas, adelantándose unos a otros. Ya alguien estaba esperando fuera de la cabina de Innokenty.
—¿Quién es Ud.? ¿Por qué no puede dar su nombre?
—Soy un amigo. Tengo noticias importantes para, el profesor.
—Y entonces. ¿Por qué tiene miedo de dar su nombre? Ya era hora de que cortara. La gente no debería tener mujeres estúpidas,
—¿Y quién es usted?¿Su mujer?
—¿Por qué tengo que contestarle primero? – se enfureció la mujer, – dígamelo Ud.
Debería cortar la comunicación inmediatamente. Pero el profesor no era el único envuelto en este asunto... A esta altura, Innokenty estaba encolerizado; ya no pretendía disimular su voz o hablar con calma. Empezó a implorar con excitación por el teléfono. – Óigame, oiga; ¡tengo que prevenirlo de un peligro!
—¿De un peligro? – La voz de la mujer bajó, luego se quebró. Pero no llamó a su marido —¡en absoluto! Mayor razón para que no lo llame. A lo mejor no es cierto. ¿Como me puede probar que dice la verdad?
El piso ardía bajo los pies de Innokenty y el negro auricular colgado de su pesada cadena de acero se derretía en su mano.
—Óigame, oiga —gritó desesperadamente—. Cuando el profesor estuvo en París en su reciente viaje prometió a sus colegas franceses que les daría algo. Cierto remedio, y se supone que se los dará dentro de unos días. ¡A extranjeros! ¿Me entiende;" ¡No debe haberlo! ¡No debe dar nada a los extranjeros! Podría ser utilizado como una provocación.
—Pero– Se oyó un apagado "click” y después silencio total. No ya el habitual tono o zumbido en la línea. Alguien había cortado la comunicación.
LA IDEA DE DANTE
—¡Nuevos!
—¡Han traído nuevos!
Los prisioneros del campamento formaban fila dentro del corredor principal. Un grupo de zeks de Mavrino, algunos de ellos yendo a cenar; otros que ya lo habían hecho en el primer turno, se juntaban alrededor de los primeros.
—¿De dónde, camaradas?
—Amigos, ¿de dónde vienen?
—¿Y qué tienen todos ustedes en el pecho y en las gorras?, ¿qué clase de marcas son esas?
—Allí estaban nuestros números, – dijo uno de los recién llegados. – En nuestras espaldas y también en nuestras rodillas. Cuando nos mandaron salir del campo los arrancaron de la ropa.
—¿Qué quieren decir con números?
—Señores —dijo Valentine Pryanchikov—, ¿puedo preguntar en qué época vivimos? – Se dirigió a su amigo Lev Rubín—. Números sobre seres humanos, Lev Grigorich, permítame que le pregunte si es lo que usted llama progreso.
—Valentulya, no arme escándalo —dijo Rubin—. Vaya y búsquese la comida.
—Pero, ¿cómo es posible poder comer si los seres humanos andan por ahí con números en las gorras? ¡Es el Apocalipsis!
—Amigos —dijo otro zek de Mavrino—. Dan nueve atados de Belomors por la segunda mitad de diciembre. Tienen suerte.
—¿Usted quiere decir Belomor-Yavas o Belomor-Dukats?
—La mitad de cada una.
—¡Reptiles!, ahogándonos con Dukats. Voy a quejarme al ministro. Se lo juro.
—Y ¿qué clase de ropa es ésta? – preguntó el recién llegado que había hablado primero—. ¿Por qué están todos ustedes vestidos como paracaidistas?
—Es el uniforme que nos hace usar ahora los carroñas; nos están apretando el torniquete. Antes entregaban trajes de lana y sobretodos de paño.
Más zeks de Mavrino vinieron desde el comedor.
—Miren, nuevos.
—Vamos camaradas, basta de comportarse como si nunca hubieran visto prisioneros. ¡Están entorpeciendo todo el corredor!
—Pero. ¡Qué veo! Dof Dneprovsky. ¿Dónde has estado durante todo este tiempo Dof? Te busqué por toda Viena en el "45" ¡por toda la condenada ciudad!
—Todos harapientos y barbudos, ¿de qué Campo, amigos?
—De diferentes. De Rechlag.
—Dubrovlag.
—¿Cómo es que he estado haciendo tiempo durante más de ocho años y no he oído nada de ellos?
—Son campos nuevos. Campos especiales. Se formaron el año pasado, en el 48. Hubo una directiva de Stalin para reforzar la retaguardia.
—¿La retaguardia de quién?
—Justo a la entrada del Prater de Viena me pescaron y, al vagón de policía.
—Un momento, Mitenka, oigamos a los nuevos.
—No, ¡afuera para la caminata!, ¡afuera para la caminata! ¡Afuera al aire fresco! Es el reglamento —aunque haya terremotos– Lev va a interrogar a los nuevos, no se preocupe.
—¡Segundo turno! ¡Comida!
—Ozerlag, Luglag, Steplag, Peschanlag.
—Se creería que hubiera en la M.V.D. algún poeta no reconocido todavía del tamaño de Pushkin. No tiene inspiración para un poema, ni siquiera para un verso; solamente le da nombres poéticos a los campos de concentración.
—Ja!, ¡ja!, ¡ja! Eso es muy gracioso, señores, muy gracioso —dijo Pryanchikov, ¡En qué época estamos viviendo!
—¡Tranquilo, Valentulya!
—Discúlpeme, – un recién llegado le preguntó a Rubin—. ¿Cómo se llama usted?
—Lev Grigorich.
—Usted ¿es ingeniero también?
—No, no soy ingeniero, soy filólogo.
—¿Filólogo? ¡Hasta tienen filólogos aquí!
—Más vale preguntar a quién no tienen aquí en la sharashka [2], – dijo Rubin. Tenemos matemáticos, físicos, químicos, ingenieros radioeléctricos, ingenieros telefonistas, artistas, traductores, diseñadores y aun un geólogo que entró por equivocación.
—Y, ¿qué hace?
—No le va tan mal, se consiguió ocupación en el laboratorio de fotografía.
—¡Lev, usted pretende ser un materialista pero constantemente atiborra, a la gente con espiritualidad —dijo Valentine Pryanchikov—. Oigan, amigos. Cuando los lleven al comedor, va a haber treinta platos puestos en la última mesa cerca de la ventana. Llénense la barriga, pero no exploten!
—Muchísimas gracias, pero ¿por qué privarse?
—De nada. ¿Quién come arenques de Mezen y sémola hoy día? Es una vulgaridad.
—¿Qué? ¿Sémola vulgar? ¡Hace cinco años que no prueba sémola!
—Es probable que sea magara.
– Magara, ¡está loco! Que intenten darnos magara; se la tiraremos en la cara.
—Y ¿qué tal es la comida en los campos de tránsito ahora?
—En el campo de tránsito de Chelyabinsk.
—¿Chelyabinsk viejo o Chelyabinsk nuevo?
—Su pregunta indica que es usted un conocedor. En el nuevo.
—¿Qué tal es eso hoy día? ¿Todavía le prohíben a uno usar los retretes y les hacen usar baldes como letrinas y acarrearlos desde el tercer piso?
—Todavía.
—Usted dijo sharashka. ¿Qué quiere decir sharashka? Y, ¿cuánto pan les dan aquí?
—¿Quién no ha comido todavía? – Segundo turno.
—Pan blanco —cuatrocientos gramos– y el pan negro está sobre la mesa.
—Discúlpeme, ¿cómo sobre la mesa?
—Así no más, sobre la mesa, cortado en rebanadas. Si se quiere, se toma, Si no se quiere, no se toma.
—Si, pero por esa manteca y ese atado de Belomors tenemos que rompernos las espaldas durante doce y catorce horas al día.
—¡Eso no es romperse la espalda! Usted no se rompe la espalda si está sentado en un escritorio. El que se rompe la espalda es el tipo que empuña una pica.
—¡Al diablo con eso! Estamos sentados en este sharashkacomo si estuviésemos en una ciénaga, cortados de la vida. ¿Oyen, señores? Dicen que han liquidado los ladrones y carteristas y aún en Krasnaya Presnya no rondan más.
—La manteca asignada a los profesores es cuarenta gramos y para los ingenieros, veinte gramos. A cada uno se le exprime al máximo y se le da de lo que se dispone.
—Entonces ¿usted trabajó en Dneprostroi?
—Sí, trabajé con Winter, y estoy trabajando gracias a Dneproges.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Bueno, fue así: lo vendí a los alemanes.
—¿Dneproges? ¡Pero lo hicieron estallar! ¡Y qué! se los vendí destruido en el acto.
—Sinceramente es como un viento fresco ¡campos de tránsito! ¡coches de Stolypin! ¡Campos! ¡Actividad! ¡Oh, simplemente desplazarse a Sovetzkaya Gavan!
—¡Y volver, Valentulya, y volver!
—¡Si tiene razón! y volver más rápido todavía, desde luego.
—Usted sabe, Lev Grigerich, un recién venido le decía a Rubín, la cabeza me está dando vueltas de golpe por el cambio. Tengo cincuenta y dos años. Me he repuesto de enfermedades mortales. Me he casado con mujeres bonitas. He tenido hijos. He recibido premios académicos. Pero nunca he recibido tantas bendiciones de felicidad como hoy. ¿Dónde he aterrizado? ¿No me llevarían a aguas congeladas mañana? Cuarenta gramos de manteca. Pan negro —sobre la mesa—. ¡No prohíben los libros! ¡Usted puede afeitarse! Sólo los guardias no apalean a los zeks. ¿Qué clase de día extraordinario es éste? ¿Qué clase de cúspide resplandeciente? ¿Tal vez me haya muerto? ¿Tal vez sea esto un sueño? Quizá esté yo en el paraíso.
—No, mi estimado señor —dijo Rubin—. Usted está, como lo estuvo previamente, en el infierno. Pero ha sido levantado a su mejor y más alto círculo, el primer círculo. Usted pregunta ¿qué es un sharashka? Digamos, el concepto de una sharashkaya lo pensó Dante. Recuerde que Dante se mesó los cabellos tratando de decidirse dónde poner los sabios de los tiempos antiguos. Era un deber cristiano arrojar a los paganos al infierno.
Pero la conciencia renacentista no podía reconciliarse con la idea de que a hombres sabios se los amontonase con toda clase de pecadores y condenados a torturas físicas.
Entonces Dante imaginó un lugar especial para ponerlos en el infierno. Si usted me permite... Es el Cuarto Canto y dice así:
Un castillo encontramos...
—¡Mire aquí los viejos arcos!
...rodeado con siete muros de soberbia altura,
—Usted vino aquí en el Negra María, por eso no vio las puertas.
...Vi cuatro grandes sombras por delante,
que ni dolor mostraban ni alegría.
“... quiénes tienen tal honra, y ¿en qué nombre
de las almas la vida así se parte?"
—¡Ah!, Lev Grigorich, usted es demasiado poeta —dijo Valentina Pryanchikov. Le voy a explicar de la manera más accesible al camarada lo que es la sharashka. Usted solamente necesita recordar el recorte del diario que dice: "Se ha comprobado que el alto rendimiento de lana de una oveja depende del cuidado y de la alimentación que se le da al animal".
UNA NAVIDAD PROTESTANTE
El árbol de Navidad consistía en una ramita de pino insertada en la ranura de un banco. Una guirnalda de pequeñas luces multicolores sobre los cables cubiertos de un plástico color lechoso y doblemente enrollados, descendía hasta una batería en el piso. El banco estaba en un rincón del cuarto, entre cuchetas dobles y uno de los colchones de la cucheta alta protegía todo el rincón y el pequeño árbol de Navidad, de las brillantes luces del techo.
Seis hombres vestidos con gruesos over-allazul oscuro se hallaban de pie junto al árbol; escuchando, con las cabezas gachas, mientras uno de ellos, cetrino, de cara enjuta: Max Richtman, recitaba una oración protestante de Navidad.
No había nadie más en la amplia habitación, abarrotada de cuchetas dobles unidas entre sí. Después de la comida y de una hora de caminata, todo el mundo se había retirado a su trabajo nocturno.
Max terminó la oración y los seis tomaron asiento. Cinco de ellos estaban llenos de agridulces recuerdos de su patria. Su querida, bien ordenada Alemania, debajo de cuyos techos de pizarra, esta fiesta, la más importante del año, era tan luminosa y conmovedora. El sexto del grupo, un hombre grandote, con la espesa barba negra de un profeta bíblico, era judío y comunista.
El destino de Lev Rubín se había entrelazado con Alemania, tanto con ramas de paz como con varillas de guerra.
En tiempo de paz fue un filólogo especializado en lenguas germanas, conversaba en perfecto Hochdeutschy podía, cuando la ocasión lo requería, saltar a los dialectos del medio alto y antiguo alto germano.
Podía recordar cualquier escritor germano que hubiera sido publicado como si hubiese gozado de su amistad personal. Podía hablar de ciudades de poca, importancia sobre el Rin, como si a menudo hubiese caminado por sus bien regados y sombreados senderos
Pero había estado únicamente en Prusia y sólo durante la guerra.
Había sido mayor del Soviet en la "Sección para la desintegración de las fuerzas armadas enemigas". Del campo de prisioneros de guerra elegía alemanes que querían ayudarlo. Los sacaba de ahí y los mantenía, sin privaciones en una escuela especial. A algunos los hacía pasar a través del frente con explosivos de trinitrotolueno, marcos falsos, documentación falsa y falsos papeles de identificación del ejército. Podían volar puentes y merodear hasta sus casas para divertirse, hasta que los agarrasen. Con otros discutía sobre Goethe y Schiller y panfletos de propaganda, persuadiendo a los hermanos combatientes por medio de altoparlantes, de volver sus armas contra Hitler. Y más aún, con otros, cruzó la frontera y copó lugares estratégicos puramente a fuerza de persuasión, salvando así batallones soviéticos.
Pero no había sido capaz de convertir alemanes sin convertirse él, en uno de ellos, sin llegar a amarlos y desde el día de su derrota, sin sentir lástima por ellos. Por esta razón Rubin había sido arrestado. Enemigos, en su propia administración, lo acusaban de agitar, después de la ofensiva de enero de 1945, contra "sangre por sangre y muerte por muerte".
Los cargos eran verdaderos y no los desmentía. Sin embargo, la situación era inconmensurablemente más complicada de lo que se podía escribir en los diarios o de lo que fue escrito en su acta de condena.
Se habían empujado dos mesas de luz contra el banco sobre el cual se hallaba el árbol de Navidad, para hacer una mesa de comedor. Comenzaron disfrutando productos envasados de la gastronomía (a los zeks de la sharashkase les permitía encargar a almacenes moscovitas y pagar con los fondos de sus cuentas bancadas) con café tibio, y torta casera. Se inició una discusión seria; Max fue conduciéndola con firmeza hacia temas pacíficos: costumbres de los paisanos, cuentos emotivos de Nochebuena. Alfredo, que usaba anteojos —un estudiante vienes de física que no había podido completar sus estudios– conversaba en forma muy entretenida en su acento austríaco. Gustavo, un joven de la Hitlerjugend, que había sido tomado prisionero una semana después que terminara la guerra, permanecía sentado allí, con su cara mofletuda, sus rosadas orejas trasparentes, como las de un lechón, miraba como hipnotizado, con sus ojos bien abiertos, las luces del árbol, atreviéndose apenas a participar en la conversación de los mayores.
No obstante, la conversación derivó hacia la guerra. Alguien recordó la Navidad de 1944, cinco años antes, cuando cada alemán se enorgullecía en la ofensiva de Ardenas y como en la antigüedad, los vencidos perseguían a los vencedores. Recordaban cómo, en esa víspera de Navidad, Alemania había escuchado a Goebbels.
Rubin, tirando de las cerdas de su barba negra e hirsuta, lo confirmaba. Él recordaba ese discurso, había sido efectivo, Goebbels había hablado con profunda angustia, como si hubiese asumido personalmente las cargas que oprimían a Alemania. Posiblemente presentía ya su propio fin.
SS ObersturmbannführerReinhold Zimmel, cuyo largo cuerpo apenas tenía cabida entre la mesa y la cucheta doble, no apreció la refinada cortesía de Rubin. Le resultaba intolerable pensar que este judío osara juzgar a Goebbels. Jamás se hubiera dignado sentarse en la misma mesa, de haber tenido la fuerza de voluntad de renunciar a pasar la Nochebuena con sus compañeros. Pero todos los otros alemanes habían insistido que Rubin estuviese allí, pues, para la diminuta colonia germana, nacida al azar dentro de la jaula de oro de la sharashka, en el corazón de este, frío y salvaje, para ellos, país, la única persona comprensible a mano era este mayor del ejército enemigo que se había pasado durante toda la guerra difundiendo la destrucción y la discordia entre ellos. Sólo podía él, interpretar y contarles las maneras y costumbres de allí, aconsejándoles cómo comportarse y traduciéndoles del ruso, las últimas noticias internacionales.