Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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Se quedó inmóvil y se sentó, no en su sillón sino en una silla pequeña cerca del escritorio.
El lado izquierdo de su cabeza parecía estar endurecido en la sien y golpear en aquella dirección. Su cadena de pensamientos se desintegraba. Con mirada turbia recorrió toda la habitación, viendo apenas las paredes.
Sintiéndose viejo como un perro. Un viejo sin amigos, un viejo sin amor, un viejo sin fe. Un viejo sin deseo.
No necesitaba ya ni siquiera a su querida hija; a ella le estaba permitido verlo solamente los días de fiesta.
Aquella sensación de memoria huidiza, de cabeza ida, de la soledad avanzando como parálisis, lo llenó de impotente terror.
La muerte casi había hecho su nido en él y él se rehusaba a creerlo.
LA FOSA ATRAE
Cuando el coronel ingeniero Yakonov abandonó al ministro por la puerta de entrada sobre la calle Dzherzhinsky, que rodea la proa de mármol negro del edificio entre las columnas de Kurkasovsky, no reconoció su propio "Pobeda" estacionado allí y casi abrió y se introdujo en otro.
La neblina se había mantenido muy densa toda la noche. La nieve que comenzaba a caer temprano en la mañana se había derretido y en ese momento, cesó: Justo ahora, antes de amanecer, la neblina se arrastraba por el suelo, y el agua del deshielo estaba apenas cubierta por una frágil capa de escarcha. Se estaba poniendo muy frío.
Aunque eran casi las cinco de la tarde, el cielo estaba completamente oscuro.
Un estudiante universitario de primer año, (que había estado parado conversando con una muchacha durante toda la noche en la puerta de entrada), miró con envidia a Yakonov al verlo entrar en el coche. El estudiante suspiró, pensando cuánto tiempo tendría que esperar para tener uno él. No solamente no había llevado nunca a su chica a pasear en auto, sino que la única vez que había sido trasportado a cualquier parte se había tratado de la parte trasera de un camión que iba para la cosecha a una granja colectiva.
Pero él no conocía al hombre a quien envidiaba.
El chófer de Yakonov le preguntó: ¿A casa?
Yakonov tomó su reloj de bolsillo en la palma de la mano, sin entender la hora.
—¿A casa?, – preguntó el chófer.
Yakonov lo contempló con una mirada salvaje.
—¿Qué?... ¡No!...
—¿A Mavrino? – preguntó el conductor, sorprendido. Aunque había estado esperando cubierto con un grueso saco de lana, estaba temblando y deseaba irse a dormir.
—No, – contestó el coronel ingeniero, colocando su mano sobre el corazón.
El conductor se dio vuelta y miró el rostro de su amo a la débil luz de un farol de la calle que entraba por la ventanilla empañada. No era el mismo hombre. Los labios de Yakonov —siempre tan fuerte y altivamente apretados– temblaban sin que lo pudiera evitar.
Inexplicablemente seguía con el reloj en la palma de la mano.
Aunque el conductor había estado aguardando desde medianoche, y se sentía enojado con el coronel, lanzando maldiciones entre las solapas de su sacó mientras recordaba todas las malas acciones de Yakonov durante los dos años trascurridos, arrancó al azar sin preguntar nada más. Despacio su rabia lo fue abandonando.
Era tan tarde como para ser temprano en la mañana. De cuando en cuando encontraban un automóvil solitario en las calles desiertas de la capital. No había policía, ni ladrones, ni a quienes robar. Pronto saldrían los troleybuses.
El conductor seguía echando ojeadas al coronel; debía decidir adonde ir, después de todo. Conducía hacia la puerta de Myasnitsky a lo largo de Sretensky y del boulevard Rozhrestvensky, en la esquina de Trubny, dobló por Neglinnaya. Pero no podía seguir dando vueltas así toda la mañana.
Yakonov miraba hacia adelante, completamente distraído, con los ojos fijos, sin ver.
Vivía en Bolshaya Serpukhovka. El conductor, calculando que la vista de los alrededores le sugeriría al coronel que se dirigía a su casa, decidió atravesar el río hacia Zamoskvarechye.
Bajó por Okhotny Ryad, dio vuelta en Manege, y volvió a través del yarmo, de la vacía Plaza Roja.
Las almenas de las paredes del Kremlin y las copas de los abetos junto a él, estaban manchadas con hielo. El asfalto estaba gris y resbaladizo. La niebla parecía querer desaparecer debajo de las ruedas.
Estaban casi a 200 metros de la pared, de las almenas, de los centinelas detrás de las cuales —como podían imaginarse– el Mayor Hombre sobre la tierra estaba terminando su solitaria noche. Pero ellos pasaron sin siquiera pensar en él.
Mientras dejaban atrás la Catedral de San Basilio y daban vuelta por el muelle del río Moscú, el conductor disminuyendo la marcha preguntó: —¿Quiere usted ir a su casa, camarada coronel?
Allí era precisamente adonde debería ir. Probablemente las noches que le quedaban por pasar en su casa eran menos que los dedos de sus manos. Pero lo mismo que un perro sale a morir solo, Yakonov debía irse a cualquier parte menos a su casa, con su familia.
El "Pobeda" se detuvo. Levantando las puntas de su grueso saco de piel mientras salía dijo al conductor: —Sí, hermano, vaya a su casa a dormir. Yo llegaré a la mía solo.
A veces llamaba "hermano" al conductor, pero había tal acento en su voz que esta vez parecía que le estuviera diciendo adiós para siempre.
Una sábana de niebla cubría el río Moscú desde la punta del muelle. Sin abotonarse el saco, y con su alto gorro de coronel echado a un lado, Yakonov, resbalando, siguió su camino por el muelle.
El conductor deseó llamarlo, seguir junto a él, pero pensó para sí. Con un rango como el suyo no irá sin duda a tirarse al río. Se dio vuelta y se dirigió a su casa.
Yakonov bajó por un largo ensanche del muelle donde no hay intersecciones de calles, una especie de juntura de madera sin fin a su izquierda, con el río a su derecha. Caminó en medio del asfalto, con la vista fija en las luces distantes de la calle. Cuando se hubo alejado una cierta distancia, sintió que su solitario paseo fúnebre le estaba dando la simple satisfacción que no había experimentado en mucho tiempo.
Cuando fue citado por segunda vez por el ministro, la situación ya no tenía remedio. Sintió como si el universo se le hubiera desplomado. Abakumov se había enfurecido como una bestia enloquecida. Lo había golpeado en los pies, persiguiéndole por toda la pieza, insultándole, escupiéndole, extraviado, y, con toda la intención de hacerlo sufrir, golpeó a Yakonov en su suave y blanca nariz, que comenzó a sangrar.
Había declarado que Sevastyanov sería degradado de su rango al de teniente y enviado a los bosques del Ártico. Rebajó a Oskólupov a guardia ordinario de nuevo, para servir en la cárcel de Butyrskaya, donde había iniciado su carrera en 1925. Y Yakonov, por engaño y sabotaje, sería arrestado y enviado con over-hallazul al TAREA SIETE bajo órdenes de Bobynin, para trabajar en el interruptor con sus propias manos.
Entonces, tomando aliento, le dio otra oportunidad, la última: 22 de enero, el día del funeral de Lenin.
La grande insípida oficina oscilaba ante los ojos de Yakonov. Trató de secar su nariz con un pañuelo. Permaneciendo en pie, indefenso ante Abakumov, pensando en los tres seres humanos con quienes solía pasar no más de una hora al día, pero por quienes había trepado y luchado y agradado al dictador durante todo el resto de sus horas de vigilia: sus dos hijos, de ocho y nueve años, y su mujer, Varyusha, lo más querido para él porque tan tarde se había casado con ella. A la edad de treinta y seis años, justo enseguida de abandonar el lugar adonde el puño de acero del ministro acababa de enviarlo de nuevo.
Entonces Sevastyanov llevó a Oskolupov y a Yakonov a su oficina y los amenazó con ponerlos detrás de rejas; él no toleraría ser rebajado y enviado al Ártico.
Después de esto fue Oskolupov quién se llevó a Yakonov a su oficina y allí estableció con perfecta claridad que había conectado por fin la pasada prisión de Yakonov con su sabotaje actual.
Yakonov se acercó a la alta baranda del puente a través del río Moscú. No intentó dar la vuelta ni trepar a él, sino que caminó por debajo a través de un viaducto por dónde estaba patrullando un policía.
Sospechoso, el policía contemplaba al extraño borracho con anteojos y alto gorro de piel de coronel.
Era el lugar donde el río Yauza se derrama en el Moscú. Yakonov cruzó el puente bajo, tratando de darse cuenta dónde estaba.
Un juego mortal había comenzado, y su fin estaba próximo. Yakonov lo sabía, sentía ya, aquel insensato, insoportable empuje de cuando la gente está cansada y enloquecida por la arbitrariedad, crispada, en el límite de lo imposible. Fue un estrujón... más fuerte... más... más todavía... un ascenso extra... una labor competitiva... llenar una meta más rápido... Cuando las cosas se hacen de esta manera, las casas no se tienen en pie, los puentes saltan, las construcciones se derrumban, la cosecha se pudre, raíces podridas o las semillas crecen del todo. Pero hasta que no asoma la gran verdad de que no se puede pedir el superhombre a un ser humano, aquellos atrapados en el vértigo no tienen más remedio que seguir en él a menos de caer enfermos, cogidos y heridos en el engranaje, tener un accidente e ir entonces al hospital o al sanatorio.
Siempre, hasta ahora, Yakonov se había arreglado para trepar con agilidad librándose de las situaciones irrevocablemente fracasadas por el apresuramiento dentro de otras que fueran más calmas y más asentadas en las etapas tempranas.
Pero esta vez, esta única vez, sintió que no podía salir. Resultaba imposible apurar de esta manera la instalación del teléfono secreto. No había escapatoria alguna.
Era muy tarde para declararse enfermo.
Estaba parado cerca de la baranda y miraba abajo. La neblina estaba sobre el hielo, sin ocultarlo, directamente debajo de donde éste se derretía; Yakonov podía ver el agujero negro del agua que se movía.
La fosa oscura del pasado —la prisión, abierta de nuevo delante de él– lo atraía.
Yakonov consideraba los seis años que había pasado allí una desgracia enloquecedora, una plaga, una vergüenza, el mayor fracaso de su vida.
Hecho prisionero en 1932 cuando era un joven ingeniero en radio, que había sido enviado por dos veces a un puesto en el extranjero (fue por causa de esos nombramientos en el extranjero que lo habían arrestado).
Estuvo entre los primeros zeks, quienes de acuerdo con el concepto de Dante componían una de las primeras sharashkas.
¡Cómo deseaba olvidar su prisión pasada! Y hacer que otros lo olvidaran, además. Y hacer que el destino lo olvidara. Cómo se había mantenido lejos de quienes le recordaran aquel tiempo desdichado, que lo había conocido como un prisionero.
Bruscamente retrocedió, cortó a través del muelle y comenzó a trepar el risco cuesta arriba. Un buen trecho de riel orillaba la valla del proyecto de otra nueva construcción; estaba acolchonado con hielo pero no era muy resbaladizo.
Solamente el fichero central de la MGB sabía ahora y entonces que los ex-zeks se ocultaban en uniformes MGB. Dos, además de Yakonov, estaban en el Instituto Mavrino.
Yakonov cuidadosamente los evitaba, tratando de no mantener conversación con ellos, excepto en cosas de trabajo y nunca se quedaba con ellos solo en la oficina, para que nadie se hiciese una falsa idea.
Uno de ellos —Kmyazhmetsky, un químico, profesor de setenta años, estudiante favorito de Mendeleyev– había completado su término de diez años. Entonces y en vista de una larga lista de méritos científicos, fue enviado a Mavrino como empleado libre y trabajó allí durante tres años después de la guerra, hasta que el latigazo del silbante decreto de "Reforzamiento de la Retaguardia" lo derribó. Una vez, a la tarde, fue citado por teléfono ante el ministro y no regresó. Yakonov lo recordaba descendiendo las escaleras alfombradas de rojo del instituto, moviendo su plateada cabeza temblorosa, sin comprender todavía por qué lo citaban por "media hora". Mientras detrás de él, en lo alto de la galería que llevaba a la escalera, un oficial de seguridad de la Shikin se valía de su cortaplumas para arrancar la fotografía de la lista de honor del boletín del tablero.
El segundo fue Altynnov. No era un científico famoso, sino simplemente un hombre de empresa. Después de su primer término se había mostrado reticente, caviloso, con la desconfianza cerril típica de la tribu de los detenidos. Tan pronto como el Decreto "Reforzamiento de la Retaguardia" comenzó a hacer sus primeras barridas por los barrios, que formaban anillo en torno de la capital, Altynnov simuló desarreglos cardíacos y fue admitido en una clínica de enfermedades del corazón. Lo simuló tan de verdad y por tan largo tiempo que los médicos no tuvieron más esperanza de salvarlo. Sus amigos cesaron sus cuchicheos, comprendiendo que su corazón gastado por tantos años de astucia, simplemente no daba más.
De este modo, Yakonov, ya predestinado desde el año anterior por haber sido un zek, estaba ahora doblemente sentenciado como saboteador.
La fosa llamaba a sus hijos de regreso.
Yakonov hizo su camino hacia arriba del lote libre, sin darse cuenta de dónde iba, ni notar la pendiente. Finalmente, falto de aliento tuvo que detenerse. Sus piernas estaban cansadas, sus tobillos tensos de hacer fuerza por lo desigual del suelo.
Desde el alto lugar que había escalado, miró entonces en torno de él, con ojos que recién percibían lo que miraban, y trató de hacer cuentas acerca de dónde estaba.
En la hora desde que dejó su coche, la noche se había vuelto mucho más fría; y casi había pasado. La niebla desaparecía. El suelo bajo sus pies estaba salpicado de pedazos de ladrillos y vidrios rotos, había un galpón o una casilla inclinada cerca de él. Más abajo estaba la valla a lo largo de la cual había caminado rodeando la gran área donde las construcciones no habían sido iniciadas. Aunque no nevaba, todo aparecía blancuzco por la escarcha.
Aquella colina tan próxima al centro de la capital, sugería una extraña desolación. Blancos peldaños ascendían, siete primero; después se detenían para recomenzar.
Algún sombrío recuerdo hizo temblar a Yakonov a la vista de esos peldaños blancos sobre la colina. Perplejo ascendió entonces por ellas, luego por el montículo de escoria asentada, y otra vez por los peldaños, hacia adelante. Ellos conducían a una construcción, confusamente delineada en la oscuridad, una construcción de forma extraña, que parecía en ruinas y al mismo tiempo entera. ¿Eran ruinas de los bombardeos? Pero no habían quedado tales ruinas en Moscú. Otras fuerzas las habían visitado en aquel lugar. ¿Qué otra fuerza los llevó a este estado de destrucción?
Un descanso de piedra separaba cada tramo. Y ahora unos grandes fragmentos obstruían la subida. Los peldaños llevaban a un edificio en pendiente como la entrada de una iglesia.
Terminaban allí en las puertas de hierro, cerradas, completamente hundidas hasta lo hondo como por una costra de pedrogrullo.
¡Ahora sí! El recuerdo atravesó a Yakonov como un relámpago. Miró alrededor. El río, la línea ondulante de las luces, herían desde muy abajo, esta extraña franja familiar que desaparecía bajo el puente para proseguir más allá hacia el Kremlin.
¿Y el campanario? No estaba. ¿Y aquella columna de piedra?; ¿qué había quedado de todo aquello?
Los ojos grises de Yakonov se agrandaron. Miró de soslayo. Se sentó lentamente sobre los fragmentos de piedra que se amontonaban en desorden delante del pórtico.
Veintidós años antes, él se había sentado en ese mismo lugar con una joven llamada Agniya.
LA IGLESIA DEL MÁRTIR NIKITA
Pronunció en voz alta su nombre —Agniya– fue como una bocanada de aire fresco, sensaciones olvidadas desde hacía mucho tiempo, que habían conmovido en mitad de su edad su cuerpo bien alimentado.
Tenía veintiséis años y ella veintiuno.
Esta muchacha parecía no pertenecer a esta tierra. Fue su desgracia ser superior y exigente en grado mayor al que permite al hombre vivir. A veces sus cejas y las ventanas de su nariz latían como alas al hablar. Nadie se había dirigido nunca tan severamente a Yakonov, nadie, le había vituperado más duramente por actos que a él le parecían comunes, y que ella, asombrosamente, consideraba bajos e inferiores. Y cuanto más defectos hallaba en Antón, más se ligaba él a ella. Era algo muy extraño. Solamente se le podía discutir con gran cautela. Era tan frágil que podía quedar exhausta con sólo escalar una colina, una carrera, y hasta con una conversación animada. Era fácil ofenderla.
No obstante encontraba fuerzas para caminar por el bosque día a día aunque, cosa bastante curiosa, aquella muchacha de ciudad nunca llevaba consigo libros. Los libros la hubieran distraído de la floresta. Ella simplemente vagaba por allí, y se quedaba sentada estudiando los secretos del bosque. Cuando Antón la acompañaba, se sentía ensimismado ante sus observaciones: —¿por qué la vara de abedul se inclinaba hacia la tierra? ¿por qué en el bosque las hojas cambiaban de color al caer la tarde?– Por sí solo no se daba cuenta de estas cosas; el bosque era el bosque, el aire era delicioso y allí todas las cosas eran verdes. Ella evitaba siempre describir la naturaleza a la manera de Turgueniev, cuya superficialidad la ofendía.
—Arroyo del bosque —así la llamaba Yakonov en el verano de 1927, que pasaron en las villas vecinas. Salían y regresaban juntos y todos los tomaban por novios.
Pero las cosas sucedieron de manera muy diferente.
Agniya no era ni linda ni fea. Su rostro era cambiante: podía mostrarse encantadora y sonriente, o podía estar con la cara larga, cansada, inatractiva. Era más alta de lo común, esbelta y frágil; su andar era tan ágil que parecía que no tocaba la tierra casi. Y aunque Antón tenía ya experiencia, y valoraba la carne en el cuerpo de una mujer, Agniya lo atraía con algo diferente, no con su cuerpo. Y estaba seguro que también podía gustarle como mujer, que ella florecería.
Pero, en tanto que se mostraba contenta de pasar los largos días de verano con Antón, caminando sonriente, millas en lo más hondo del bosque, echándose a su lado sobre la hierba, solamente con violencia le dejó que tomara su brazo. Cuando él lo hizo le preguntó:
—¿Y esto por qué? – y trató de desasirse. Y no era porque la embarazasen la presencia de otras gentes, porque cuando se aproximaban a un grupo, como concesión a su vanidad, caminaba complaciente del brazo de él. Diciéndose a sí misma que estaba enamorado, un día decidió confesarle su amor, cayendo a sus pies sobre la hierba. – ¡Qué tristeza! – dijo ella—, siento que te voy a decepcionar. No puedo contestarte. Yo no siento nada. Es por eso que no deseo seguir viviendo. Eres inteligente y maravilloso, y sería feliz, pero no deseo vivir.
Habló de este modo pero, cada mañana lo esperaba mirando cuidadosamente si se producía algún cambio en su rostro o en su actitud.
Habló de este modo, pero dijo cosas distintas también: —Hay un montón de muchachas en Moscú. En el otoño encontrarás una que sea hermosa, y dejarás de sentirte enamorado de mí.
Le permitió que la abrazara y hasta que la besara, pero cuando lo hizo, los labios de ella y sus manos quedaron muertas.
—¡Qué difícil es! – se lamentaba—. Yo creía que el amor era como la llegada de un ángel de fuego. Tú me amas y nunca encontraré alguien que más me agrade, y sin embargo, esto no me hace feliz. No deseo vivir de manera alguna.
Algo infantil había detrás de ella. Temía los misterios que ligan al hombre y a la mujer en el matrimonio y con voz caída, ahogada, preguntaba —¿No podríamos suprimirlo? – Antón le respondía excitado —¡Pero esto no es lo más importante después de todo! Es solamente algo que acompaña la comisión espiritual. Entonces por la primera vez sus labios se movieron débilmente en un beso, y dijo —Gracias. De otro modo ¿cómo, podría alguien desear vivir sin amor? Pienso que empiezo a quererte. Trato realmente de hacerlo.
Aquel mismo otoño estaban hablando una tarde temprano a lo largo de las calles de Taganka, cuando dijo Agniya en un silbido de voz, muy difícil de oír con el ruido de la ciudad —¿Te gustaría que te enseñase uno de los lugares más hermosos de Moscú?
Lo condujo sobre un vallado que rodeaba una pequeña iglesia de ladrillo, pintada de blanco y rojo, cuyo santuario, con su altar mayor, estaba escondido en una tortuosa callejuela sin nombre. Dentro del vallado había solamente un estrecho camino que rodeaba la pequeña iglesia para procesión de la cruz, apenas del ancho necesario para que el sacerdote y el diácono pudieran caminar uno al lado del otro. A través de las altas ventanas de la nave podían verse, muy en el fondo, las apacibles llamas de las velas del altar y las lámparas de color del icono. De un lado, dentro del vallado, crecía un ancho y viejo roble, más alto que la iglesia. Sus ramas, casi amarillas, sobrepasaban la cúpula y el lado de la calle, dando la impresión de que la iglesia fuera más pequeñita aún.
—Esta es la iglesia del Mártir Nikita —dijo Agniya.
—Pero no es el sitio más hermoso de Moscú.
—Espera un poco.
Lo condujo a través de la puerta al patio de piso de piedra que estaba cubierto de hojas amarillas y naranjas. A la sombra del viejo roble había un campanario en forma de tienda de campaña. La torre y una pequeña casa adosada a la iglesia tapaban casi el sol ya poniente. Las dobles puertas de hierro del vestíbulo norte estaban abiertas y una anciana mendiga parada allí se santiguó en medio de los cantos de vísperas que salían de adentro.
– Esta iglesia fue famosa por su belleza y su esplendor, —le susurró Agniya, poniendo su hombro muy próximo del suyo.
—¿De qué siglo es?
—¿Para qué quieres saber el siglo? ¿No es maravillosa?
—Muy hermosa, sin duda, pero no...
—Entonces ¡mira! – dijo Agniya, soltándose de su brazo y tomándolo de la mano Agniya lo llevó rápidamente a la puerta mayor. Salieron fuera de la sombra a una zona de luz del sol poniente, y se sentaron sobre el parapeto bajo de piedra, donde terminaba la muralla.
Antón recuperó su respiración. Era como si hubieran emergido súbitamente de la populosa ciudad sobre una altura con ancha vista abierta a la distancia. Una larga escalera de piedra blanca salía fuera del pórtico y se abría en muchos radios sobre la tierra; hacia abajo de la colina, sobre el río Moscú. El río parecía llamear en el atardecer. Sobre la izquierda el Zamoskvorechye irradiaba encegadores reflejos amarillos desde los vidrios de sus ventanas, y debajo, a casi un pie, la negra chimenea de la planta de la Usina Eléctrica de Moscú arrojaba humo sobre el cielo del poniente. En el río Moscú desembocaba el brillante Yauza; más allá, a la derecha del ensanche, el Hospital Foundling; y detrás se alzaba el agudo contorno del Kremlin. Más allá todavía, las cinco cúpulas de oro de la Catedral de Cristo Salvador, llameaban al sol.
En aquella claridad dorada, Agniya, con un chal amarillo sobre los hombros, pareciendo dorada ella también, se sentó mirando al sol.
—¡Sí, esto es Moscú! – dijo entusiasmado Antón.
—¡Qué bien elegían los antiguos rusos los lugares para las iglesias y los monasterios! – dijo Agniya, con voz quebrada. – He viajado por el Volga, y más allá de Oka. En todas partes han construido en los sitios más majestuosos.
—Sí, esto es Moscú, – repitió Antón.
—Pero está desapareciendo, Antón, – dijo Agniya—, ¡Moscú está desapareciendo!
—¿Qué quieres decir con desapareciendo? Eso no tiene sentido.
—Ellos van a echar esta iglesia abajo. – insistió Agniya.
—¿De dónde sabes que van a echarla abajo? – dijo él enojándose.
—Es un monumento arquitectural, ellos lo dejarán. Miró hacia la pequeña torre en forma de tienda, donde las ramas del roble casi tocaban la campana.
—¡Ellos la echarán abajo! – predijo Agniya con convicción, sentada como inmóvil con su chal amarillo en la luz amarillenta.
No solamente su familia no había criado a Agniya creyente, sino que en el pasado, cuando se estaba obligado a ir a la iglesia; su madre y su abuela no iban, ni observaban ningún rito, no tomaron la comunión, eran arrogantes con los sacerdotes y ridiculizaban la religión, porque había aceptado con tanta facilidad la servidumbre. Su abuela, madre y tía tenían sus propias creencias; estaban siempre del lado de los que fuesen oprimidos, arrestados, perseguidos por las autoridades. Su abuela, evidentemente era conocida por todos los revolucionarios de Moscú, porque les dio asilo en su casa y los ayudó en todas las formas que pudo. Sus hijas ayudaron escondiendo a fugitivos de la Social Revolucionaria y de la Social Demócrata. La pequeña Agniya estaba siempre del lado del conejo que debía ser cazado, o del caballo que era castigado. Al crecer, se volvió, con sorpresa de sus mayores, hacia la iglesia, puesto que se suponía que era perseguida.
Hubiera ella comenzado por allí a creer en Dios o se hubiera obligado a sí misma a creer; de todos modos insistía en que era innoble esquivar a la iglesia, y con horror de su madre y de su abuela comenzó a asistir a los oficios y poco a poco a penetrarse de ellos.
—¿De dónde sacas que persiguen a la iglesia? – le preguntó asombrado Yakonov. Nadie les impide que hagan sonar sus campanas; pueden cocinar su pan de la Comunión de la manera que les plazca; tienen sus procesiones con la Cruz, solamente nada tienen que ver con asuntos civiles ni con la educación.
—Desde luego que se la persigue, – objetaba Agniya—, siempre con reposo y suavemente. Si hablan contra la iglesia fuera de ella, publican lo que se les da la gana contra ella y no le permiten defenderse, cuando hacen el inventario fraguado de las propiedades religiosas y exilian a los sacerdotes, ¿eso no es persecución?
—¿Dónde has visto tú que se los exilie?
—No en las calles, por cierto.
—Aunque fueran perseguidos, – insistía Yakonov—, eso querría decir que habrían sido perseguidos por diez años. Y ¿cuánto tiempo persiguió la Iglesia? ¡Diez centurias!
—Yo no vivía entonces, – decía Agniya sacudiendo sus estrechos hombros. En cambio vivo ahora, y veo lo que ocurre durante mi propia vida.
—¡Pero tú debes conocer tu historia! ¡La ignorancia no es una excusa! ¿Nunca se te ocurrió pensar cómo se manejó la Iglesia para sobrevivir 250 años del yugo tártaro?
—Eso podría significar que la fe se hacía más honda, aventuró ella, ¿O era la ortodoxia espiritualmente más fuerte que el Islam?, – preguntó sin afirmarlo.
—¡Eres una fantasiosa! ¿Nuestro país fue siempre cristiano en su alma? ¿Piensas realmente que durante los mil años de existencia de la Iglesia, el pueblo de verdad perdonó a sus opresores? ¿O que ellos aman a aquellos que nos odiaban? Nuestra iglesia duró porque después de la invasión Metropolitana, Cirilo, antes que ningún otro ruso, vino y se inclinó ante el Khan y le pidió protección para el clero. ¡Fue con la espada tártara que el clero ruso protegió sus tierras, sus siervos, y sus servicios religiosos! Y de hecho, el Metropolitano Cirilo estaba en lo cierto, era un político realista. Esto era justamente lo que tenía que hacer. Esta es la única manera de vencer.
Cuando Agniya era presionada, no discutía. Miró a su novio con nuevo asombro.
—Así fue como todos aquellos hermosos templos con sus espléndidas ubicaciones fueron construidas, – gritó Yakonov. – Y los cismáticos fueron quemados vivos. Y los miembros de las sectas que disentían, torturados hasta morir. ¡Así que tú has encontrado quien tenga piedad, de la iglesia perseguida!.
Se sentó junto a ella sobre la tibia piedra del parapeto calentada por el sol.
—De todos modos eres injusta con los bolcheviques. No te has tomado el trabajo de leer sus libros más importantes. Ellos tienen gran respeto por la cultura del mundo. Consideran que nadie debe tener poder arbitrario sobre otra persona, creen en el reino de la razón. ¡La cosa más importante es que ellos están por la igualdad! ¡Imagínala: universal, completa, absoluta igualdad! Nadie tendrá privilegios que otros no tengan, nadie ventajas en rentas o en estatus. ¿Puede una sociedad ser mejor que ésta? ¿Es que esto no vale realmente todos los sacrificios?
Aparte de lo deseable que fuese esta sociedad, el nivel social de Antón hacía esencial para él unirse a ello tan pronto y tan efectivamente como fuese posible, mientras no fuese demasiado tarde.
—Y estas afectaciones van solamente a bloquear tu camino hacia el instituto de cualquier modo. ¿De qué te servirán tus protestas? ¿Qué puedes hacer acerca de esto?
—¿Qué ha hecho siempre una mujer? Ella enroscó sus hermosas trenzas —lucía trenzas en un tiempo en que nadie las llevaba, cuando todas usaban el cabello corto. Las llevaba solamente porque era lo contrario aunque no le hubieran sentado. Una le cayó sobre la espalda, la otra sobre el pecho.
—Una mujer no puede hacer otras cosas que cuidar al hombre para que él realice grandes cosas. Aun una mujer como Natacha Rostov. Por esto no la puedo soportar.
—¿Por qué? – preguntó sorprendido Yakonov,
—¡Por qué no le permitió a Pierre unirse a los decembristas! – Y su voz se quebró de nuevo.
—Bueno, ella estaba hecha para dar tales sorpresas.
El diáfano chal amarillo se deslizó de sus hombros y quedó colgado de sus brazos como un par de finas alas doradas.
Con sus dos manos Yakonov la tomó por los codos como si temiera rompérselos.
—¿Y tú lo hubieras dejado ir?
—Sí, – dijo sencillamente Agniya.
Él mismo no podía pensar en ninguna gran hazaña para la cual necesitara el permiso de Agniya. Su vida era muy activa, su trabajo interesante y él los impulsaba cada vez más arriba.
Delante de ellos pasaban los marineros que salían retrasados de las embarcaciones. Se persignaron en la puerta abierta de la iglesia. Entraron en el atrio. Los hombres se despojaron de sus capas. Parecía que hubieran muchos menos hombres que mujeres, y nadie joven.
—¿No tienes miedo de que te vean cerca de una iglesia? – preguntó Agniya sin intención, pero resultando intencionada al mismo tiempo.
Aquellos eran años en que ser visto cerca de una iglesia por algunos camaradas podía resultar peligroso. Yakonov encontró que era ponerse muy en evidencia.
—Ten cuidado, Agniya, – le dijo cautelosamente comenzando a irritarse. Debe reconocerse lo que es nuevo a tiempo antes de que sea demasiado tarde, pues cualquiera que falle al hacerlo quedará infaliblemente atrás. Eres atraída por la iglesia porque esto da aliento a tu indiferencia por la vida. Una vez por todas, debes despertar y obligarte a interesarte en algo, aunque no sea sino por el proceso de la vida misma.