Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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La nueva ciencia podría llamarse estudio de las voces —así la habría llamado Sologdin—: FONOSCOPÍA. Y todo debía ser creado en pocos días.
Petrov, Syagovity, Volodin, Shchevronok, Zavarzin.
LA CAMPANA MUDA
Sentado en la parte de atrás de un ómnibus, junto a la ventanilla, Nerzhin gozaba del movimiento placentero de la marcha. A su lado iba Illarions Pavlovich Gerasimovich, un físico especializado en óptica, hombre de estrechos hombros, no alto, con una enfática cara de intelectual, y anteojos como dibujaban a los espías en los afiches de propaganda.
—Nerzhin cambiaba impresiones con él—: Creó que he experimentado todo y me he acostumbrado a todo y podría sentarme con el traste desnudo sobre la nieve y aun cuando todo el mundo está asustado cuando lo introducen violentamente en vagones de ganado o el guardia de escolta revisa a golpes mi valija o la rompe, nada me llega ni me conmueve ya. Pero hay una sola cosa en mi corazón que no puedo soportar, que vive y no tiene miras de morir: mi amor por mi mujer. Lo que le concierne no puedo resistirlo. Y tener que verla una sola vez por año y no poder besarla, me es insoportable. Realmente es una canallada.
Gerasimovich juntó sus finas cejas. Parecía trágicas aun cuando trazaba diagramas o pesaba cristales.
—Sólo hay probablemente un camino hacia la invulnerabilidad: matar en uno toda ligadura y renunciar a todos los deseos.
Gerasimovich había estado en la sharashkaMavrino sólo unos pocos meses y Nerzhin no había tenido tiempo ni oportunidad de aproximarse a su intimidad ni frecuentarlo. Pero instintivamente le gustó.
No prosiguieron la conversación sino que cayeron en silencio de inmediato. La jornada de una visita era demasiado importante aun en la vida de un prisionero. Era el tiempo en que se revivía la propia alma que había estado durmiendo en un sepulcro. Se levantan los recuerdos que tienen lugar en los días cotidianos. Se acumulaban pensamientos y sentimientos todo el año para gastarlos en esos breves minutos de la unión con alguien cercano.
El ómnibus se detuvo en la entrada. El sargento de la guardia trepó al vehículo y contó los prisioneros que salían, con sus ojos, dos veces. Antes de eso el jefe de la guardia había ya anotado siete cabezas. Luego el sargento revisó bajo el ómnibus que nadie estuviese escondido allí —aun un demonio sin cuerpo que no podría haber estado colgando de los ejes o el diferencial ni un minuto– y luego retornó a la caseta de la guardia. Sólo entonces se abrió el primer, portón y luego el segundo. El ómnibus rodó a través de la línea mágica, sus ruedas cantaron alegremente y sus cubiertas chirriaron a lo largo del camino helado de grava.
Era el secreto profundo del instituto que los zeks de Mavrino debían mantener en esas salidas esporádicas. Porque los visitantes no debían teóricamente saber dónde habitaban sus muertos-vivos, si eran traídos de cientos de kilómetros o desde el Kremlin, de un aeropuerto o de otro mundo. Sólo veían gente bien alimentada y bien vestida con sus blancas manos, gente que había perdido sus anteriores ganas de charlar y sonreían tristemente y les aseguraban que tenían de todo y no necesitaban nada.
Esas visitas eran casi escenas de las antiguas estelas griegas que representaban al muerto y a sus parientes vivos que le construían un monumento. Pero en las estelas siempre había una delgada línea dividiendo un mundo del otro. Los vivos miraban con emoción al muerto que miraba hacia el Hades, ni alegre ni triste, con una mirada clara y trasparente. Nerzhin volvía la cabeza para ver lo que tan pocas veces tenía la posibilidad de ver: el edificio donde vivía y trabajaba desde afuera, el edificio de ladrillos oscuros con la rústica cúpula esférica sobre su base semicircular de mármol y, aún más alto, la antigua torre hexagonal. De la fachada sureña donde estaban Acústica, Laboratorio Siete, el Departamento de Diseño y la oficina de Yakonov, aparecían las filas de las ventanas que no podían abrirse, mirando, indiferentes y uniformes. Y los residentes suburbanos y moscovitas que venían en los domingos no podían imaginarse cuántos hombres eminentes vivían, con sus pasiones sordas, sus apetencias traicionadas, y cuántos secretos de Estado se coleccionaban, empaquetaban, entremezclaban y se calentaban al rojo vivo en esa solitaria, antigua, suburbana y callada estructura. Aún dentro del edificio el secreto impregnaba todo el lugar. Una sala no sabía nada de la otra. Un vecino no conocía al otro. Los oficiales de seguridad no sabían nada de las mujeres singulares, de aquellas veintidós insensatas mujeres que habían sido admitidas como trabajadoras libres en el sombrío edificio. Y como esas mismas mujeres no sabían nada una de otra, ninguna sabía que todas, a pesar de la espada que colgaba sobre sus cabezas, había logrado una relación secreta dentro, se enamoraron de alguien y lo besaron en secreto o se habían apiadado y lo habían comunicado con su familia. Nadie sabía nada: salvo el cielo y, eventualmente, quizá, la historia.
Gleb Nerzhin abrió su caja de cigarrillos roja oscura y encendió uno con esa especial satisfacción con que un buen cigarrillo puede llenar un momento importante de nuestra vida.
Aunque su pensamiento sobre Nadya era el superior y absorbente, su cuerpo, despertado por la novedad del viaje sólo quería viajar y viajar. El ómnibus seguía al parecer para siempre por los senderos nevados con marcas negras, pasando el parque blanco por la helada que cubría las ramas de los árboles, pasando los niños cuyas voces no había escuchado Nerzhin aún, según le pareció, desde la iniciación de la guerra. Los soldados y los prisioneros dejan de oír las voces de los niños.
Nadya y Gleb sólo habían vivido juntos un año, un año de correr de lugar en lugar acarreando portafolios. Ambos cursaban el quinto año y eran estudiantes escribiendo pruebas y rindiendo exámenes estatales.
Luego llegó la guerra.
Para entonces y ahora, otras personas, de su misma época tenían niños corriendo sonrientes a su alrededor. Pero ellos no.
Un niño comenzó a correr a través del camino y el chófer debió esquivarlo con una brusca maniobra. El niño asustado se detuvo, puso su manita en un mitón azulado y se lo llevó a la cara enrojecida.
Nerzhin que no había pensado por años en chicos, repentinamente entendió claramente que Stalin lo había robado y que Nadya y él le debían el no tener niños. Aun si su prisión concluyese y si tuvieran niños más adelante y se volviesen a reunir, su mujer tendría treinta y seis años y quizás cuarenta y sería tarde para tener niños. Stalin se los habría robado. Docenas de niños en vestidos de colores estaban patinando por el lago.
El ómnibus giró en una calle apartada y se lanzó sobre el empedrado.
En las descripciones de las prisiones siempre se ha tratado de marcar sus horrores, pero es más terrorífico cuando tal horror no existe, cuando el horror consiste en la gris monotonía de los años trascurridos. En olvidar que tu única vida que te fue dada en esta tierra está rota. En que estás a punto de perdonar que un cerdo decida sobre ella, y que tus pensamientos están ocupados únicamente en el esfuerzo de apropiarte del mejor pedazo de pan y de recibir después del baño ropa del tamaño adecuado y no deshecha
Uno debe vivir esa experiencia absurda e indignante, no puede imaginársela. Para escribir algo como: "Estaba sentado detrás de las barras en la prisión húmeda", o, "Abran la puerta de la prisión y denme una mozuela de bellos ojos negros", no se necesita estar en la prisión, todo eso es fácil de imaginar. Pero es también rudimentario. Sólo interminables, ininterrumpidos años pueden traer la sensación de la verdadera experiencia de la cárcel.
Nadya había escrito en su carta: "cuando vuelvas..." Pero ese era el verdadero horror: que no habría retorno. No se puede retroceder en el tiempo: es irreversible. Después de catorce años en el frente y en la prisión, probablemente no habría una sola célula de su cuerpo que restase del pasado de libertad. Podría volver. Un nuevo ser, desconocido, saldría llevando el nombre de su esposo y ella vería que ese hombre que había amado, a quien había decidido esperar catorce años por amor, no era el mismo, no existía ya, se había evaporado, molécula a molécula.
Sería bueno si en esa segunda vida pudiera amar al otro. Pero ¿qué pasaría si no fuese así?
Habían entrado en las callejas de las afueras de Moscú. En Mavrino niebla dispersa en el cielo oscuro de la noche, hacía parecer a Moscú como brillando y relumbrando. Pero allí, otra realidad aparecía, casas de uno o dos pisos, largas y sin reparaciones al día, con su estuco cayéndose a pedazos, sus cercas de madera tambaleantes, su precariedad y suciedad. No se había tocado nada desde el principio de la guerra y los esfuerzos se habían gastado en otras áreas diversas. Pero en el campo, por ejemplo, de Ryazan a Ruzayevka, ¿qué clase de techos y de casas se podrían encontrar si Moscú estaba tan desesperadamente descuidada?
El ómnibus se abalanzó sobre la ruta y desembocó en la ancha y populosa estación y su plaza, cruzándola. De nuevo aparecieron los ómnibus, troleys, automóviles, gente; la policía llevaba nuevos uniformes brillantes, rojos y violáceos que Nerzhin no había visto nunca antes.
¡Qué incomprensible parecía que Nadya pudiera esperar por él tantos años! Moverse entre esa multitud rumorosa, eternamente corriendo para atrapar algo, sentir los ojos de los hombres en su cuerpo y nunca sentir el corazón conmovido por una ola. Nerzhin imaginó qué hubiese hecho en el caso opuesto: si Nadya estuviera prisionera y él libre. No hubiese quizás resistido un año.
Nunca antes había supuesto que esa muchacha aparentemente débil tenía una determinación granítica. Por largo tiempo había tenido dudas sobre su resistencia, pero ahora sentía que para Nadya ya no era difícil esperar.
Aun antes, en la Prisión de Krasnaya Presnya, tras medio año de interrogaciones, cuando recibió permiso para escribirle una carta, Gleb había escrito con un lápiz roto sobre un papel también roto en pedazos de forma triangular y sin estampilla.
"Mi querida. Me esperaste cuatro años de la guerra, no te enojes por haberme esperado en vano; ahora estaré preso diez años. Toda mi vida recordaré como un sol nuestra corta felicidad, pero ahora sé libre desde este día. No hay necesidad de que arruines tu vida tú también. ¡Cásate!"
Nadya entendió de la carta sólo que él la había dejado de amar y le contestó: "¡Cómo puedes olvidarme, cómo puedes entregarme a otro hombre!"
¡Mujeres! Aun en el frente en la cabecera del puente del Dniéper había logrado llegar a él con una identificación del Ejército Rojo fraguada, con una camisa de hombre que le quedaba grande, expuesta a las interrogaciones y requisas. Había venido para quedarse con su esposo, si podía, hasta el fin de la guerra y si la mataban, quería morir con él y si él se salvaba, salvarse juntos.
En la cabecera de puente que recientemente había sido una trampa de muerte, pero ahora estaba aquietada, cubriéndose de pasto indiferente, ardieron sus días brevísimos de felicidad robada.
Pero el ejército se movió y lanzó al ataque y Nadya debió volverse a casa otra vez con su camisa más larga que ella y con los mismos papeles falsos. Un camión de una tonelada y media la llevó por un atajo de la foresta y ella lo había despedido agitando la mano por un largo rato desde el claro hasta desaparecer.
Cuando el ómnibus se detiene la gente se alinea desordenadamente. Cuando un troley frena, algunos guardan sus lugares y otros se inclinan hacia delante. En el bulevar Sadovya el pálido ómnibus azul, medio vacío e invitante, pasó la parada regular de los vehículos de pasajeros y se detuvo ante la luz del semáforo. Un atolondrado moscovita corrió hacia él, saltó sobre su plataforma y golpeó la puerta gritando: —¿Va a la costanera Kotelnychesky? ¿A Kotelnychesky?
—No se puede subir —contestó uno de los guardias alejándolo.
Rugiendo de risa, Iván el soplador de vidrio, lo llamó —¡Seguro que va! Es justo donde vamos. ¡Súbase y lo llevaremos! – Iván era un prisionero no político y podía recibir visitas cada mes. Todos los zeks se rieron. El moscovita no podía entender de qué clase de ómnibus se trataba y por qué no le permitían subir a él.
Pero estaba acostumbrado a prohibiciones frecuentes y bajó de un salto.
Una media docena de pasajeros posibles que se habían arremolinado tras él, también retrocedieron.
El pálido ómnibus dobló a la izquierda en el bulevar Sadovya, lo que significaba que no iba hacia Butyrskaya como era usual, sino probablemente a Taganka.
Nerzhin jamás se hubiera separado de su mujer y hubiera usado su vida en una serena labor de resolver integraciones numéricas de ecuaciones diferenciales, si no hubiese nacido en Rusia o hubiese nacido en otra época o si no hubiese sido la persona que era, la clase de persona que era.
Hay una escena en la novela "Noventa y tres", de Víctor Hugo, en que Lantenac, sobre una duna, puede vervarias bellas torres con campanas, al mismo tiempo, y cada campana está sonando. Todas las campanas están sonando la alarma, pero un viento fuerte se lleva el sonido y él no puede escucharninguna.
De la misma manera, por algún extraño sentido inverso, Nerzhin había oído desde la adolescencia una campana muda; gritos, gruñidos, gemidos de los moribundos, llevados por un viento insistente y firme lejos de los oídos humanos. Creció sin leer un solo libro de Mayne Reid, pero a la edad de doce años había abierto el enorme, con el que se podía cubrir, y leyó el proceso a los ingenieros saboteadores. Desde él mismo principio el niño no creyó lo que leía. No sabía por qué —no podía alcanzar sus razones– pero claramente veía que eran todas mentiras. Conocía ingenieros en su familia y amistades y no, podía imaginarlos cometiendo sabotaje.
A los trece y catorce, Gleb no salía a jugar en las calles, cuando había acabado de estudiar, sino que se estaba quieto leyendo los diarios. Conocía a líderes del partido por nombre, sus cargos, los líderes del ejército soviético, los embajadores en cada país, y los embajadores extranjeros destacados en la U.R.S.S. Había leído todos los discursos del Congreso y las memorias de los viejos bolcheviques. Y la historia cambiable del partido y las otras también, siempre confusas y diferentes. En la escuela asimismo, en el cuarto grado; habían sido aleccionados en elementos de economía política y desde el quinto grado, tenían ciencias sociales casi todos los días. Le habían dado a leer: "En memoria de Herzen" y una y otra vez recorrió el viejo volumen de Lenin.
Quizás porque sus oídos eran jóvenes o porque leía mas de lo que aparecía en los diarios, claramente percibía lo falso y lo exagerado en la exaltación de un hombre, siempre un mismo hombre. ¿Si él era todo, no significaba que los otros hombres eran nada? Por espíritu de protesta Gleb no pudo admirarlo.
Era nada más que un estudiante de noveno grado en la mañana de diciembre, cuando miró, un diario de pared donde leyó que Kiróv había sido asesinado y de repente, como deslumbrado por una luz, supo que Stalin y ningún otro fue su ejecutor. Porque era el único que podía aprovechar de sumuerte. Un sentimiento de soledad acerada lo aprisionó: los otros hombres, adultos, reunidos y hablando a su lado, no entendían esta sencilla verdad.
Después los mismos bolcheviques, que habían hecho toda la revolución y que le habían dedicado todas sus vidas, comenzaron a desaparecer allá por los años de las purgas. Morían por docenas al principio y luego por cientos. Algunos ni esperaban el arresto, y tomaban veneno en sus departamentos. Otros se ahorcaban en sus casas afuera de la ciudad. Pero la mayoría se dejaban arrestar y aparecían en la corte, e innumerables confesaban y se acusaban en voz alta de las peores vilezas y admitían servir a todos los servicios de inteligencia extranjeras. Era tan absurdo, tan grosero, tan excesivo, que sólo una oreja de elefante pudo dejar de distinguir la mentira.
¿No oía en realidad la gente? Los escritores rusos no se atrevían a continuar la herencia espiritual de Puchkin y Tolstoy y escribían ahora elogios y panegíricos dulzones al tirano entronizado. Los compositores rusos entrenados en el conservatorio de la calle Herzen, dejaban sus himnos serviles ante su pedestal.
Para Gleb Nerzhin la campana muda atronó a través de su entera juventud. Una decisión inviolable creció en él: aprender y comprender. Recorriendo los bulevares de su ciudad natal aprendió y comprendió, en lugar de perseguir muchachas y conquistarlas. Gleb iba soñando en el día en que, resolvería todo y hasta quizá penetraría las paredes donde esa gente se habían envilecido antes de morir lo mismo, ajusticiados. Quizás dentro de esas paredes podría entenderlo.
En ese tiempo no conocía el nombre de la prisión principal ni tampoco que nuestros deseos suelen ser satisfechos si realmente son grandes.
Pasaron años. Todo se realizó en la vida de Gleb, aunque no en una forma fácil o placentera. Fue arrestado y llevado detrás de esas mismas paredes que anhelaba atravesar y conoció a aquellos que aún sobrevivían a las purgas, que habían confesado lo inenarrable y quienes no se asombraban de su perspicacia y aun tenían cien veces más que contarles.
Todo se produjo como había deseado, pero a Nerzhin le costó su trabajo, su tiempo, su vida y su mujer. Cuando una pasión singular ocupa el alma, suele desplazar a todas las otras. No hay lugar en nosotros para dos pasiones.
...El ómnibus cruzó el puente sobre el Yauza y continuó a lo largo de infinitas, retorcidas y hostiles calles.
Nerzhin dijo al fin: —¿De modo que tampoco nos llevan a Tanganka? ¿Adonde vamos? No comprendo.
Gerasimovich, emergiendo de la misma clase de reflexiones pesimistas, contestó: —Ese es el acceso a Lefortovo; vamos a su prisión.
Se abrieron las puertas para el vehículo que entró en un patio y se detuvo al frente de un edificio de dos pisos junto a la alta cárcel citada. El teniente coronel Klimentiev ya estaba allí de pie, esperándolos, pareciendo más joven sin su capote ni gorra.
Realmente había menos frío aquí. Bajo un denso cielo nublado, un invierno sin viento y neblinoso.
A una señal del teniente coronel, los guardias salieron del ómnibus, se alinearon en una fila y sólo los dos de los asientos de atrás permanecieron con sus pistolas amartilladas. Los prisioneros no tuvieron tiempo de observar la sección principal de la prisión y siguieron al militar hacia adentro. Había un largo y estrecho corredor y a lo largo se abrían siete puertas. El teniente coronel iba adelante y daba sus órdenes decisivamente como en una batalla: —Gerasimovich aquí; en ésta, Nerzhin; en la tercera...
Cada prisionero entraba en su puerta indicada.
Klimentiev asignó cada guardia a cada puerta. Nerzhin recibió a uno que parecía un disfrazado.
Todas las habitaciones eran para interrogatorios: las ventanas con barras dejaba pasar apenas la luz; los sillones de los interrogatorios y sus respectivos escritorios estaban de frente a las ventanas para recibir el prisionero la luz; había una mesita y una silla para la persona a interrogar.
Nerzhin se movió con el sillón más cerca de la puerta y lo colocó allí para su esposa. Tomó la poco confortable sillita con una rajadura que amenazaba con pellizcarlo. Junto a dicha silla y dicha mesa había soportado hacía un tiempo ¡seis meses de interrogatorios!
La puerta había quedado abierta. Nerzhin oyó los ligeros pasos de su mujer retumbando hacia él por el corredor y su querida voz preguntando:-¿Aquí?
Y entró.
SÉ INFIEL
Cuando el camión, traqueteando, llevaba a Nadya del frente de batalla por sobre raíces de pinos y arena crujiente, Gleb permaneció un buen rato en la trocha hasta que una curva lo tragó y la senda se volvió aún más oscura y más larga. ¿Quién hubiera podido decirles que su separación nunca tendría fin con la guerra y que apenas había comenzado?
Siempre es difícil esperar a un esposo que vuelve de la guerra, pero mucho más difíciles son los últimos meses antes del final. Los fragmentos de granadas y las balas no dan idea de lo que ha estado peleando un hombre.
Entonces fue cuando las cartas de Gleb dejaron de llegar.
Nadya corría cuando llegaba el cartero. Escribía a su marido a sus compañeros y sus oficiales. Pero todos callaban como las tumbas.
No había una, noche en la primavera de 1945 en que la artillería no rompiese el aire y en que no se tomase una ciudad tras otra: Konigsberg, Breslau, Frankfurt, Berlín, Praga.
Pero no llegaba ninguna carta. Sus esperanzas se encogían. Comenzó a sentirse apática y desganada. Pero no podía permitirse ceder o caer en pedazos. Si él estaba vivo y volvía, la habría acusado de perder su tiempo. Se entregaba hasta la extenuación a largos días de trabajo, se preparaba para la licenciatura en química, estudiaba lenguajes extranjeros y materialismo dialéctico y sólo se permitía llorar de noche.
De pronto, por primera vez, el Comando Militar no le pagó a Nedya la correspondiente parte del salario de Gleb.
Pensó que habría muerto en la batalla.
Luego terminó la guerra. La gente corría por las calles arrebatada de alegría. Algunos disparaban pistoletazos al aire. Todos los altoparlantes de la U.R.S.S. anunciaban la victoria y marchas que recorrían la hambrienta y herida tierra soviética.
No le dijeron que Nerzhin había muerto, sino que se había perdido, qué faltaba.
Y el corazón humano que nunca quiere reconciliarse con algo que no ha sucedido comenzó a inventar fábulas esperanzadas. Quizás él habría sido enviado a una misión de espionaje. Quizás estuviese desempeñando un servicio especial. Una generación criada entre sospechas y secretos, los encuentra incluso donde no están.
El cálido verano sureño estallaba ya, pero no para la posible viuda de Nerzhin.
Siguió como antes estudiando química, lenguas y dialéctica marxista, temerosa de no gustarle más.
Pasaron cuatro meses. Era tiempo para admitir que ese hombre no vivía ya. Entonces llegó un triángulo de papel de la prisión de Krasnaya Presnya: "Mi queridísima. Me han condenado a diez años más."
Los prójimos a ella no podían entenderla. Había sabido que su marido estaba en prisión y se había abierto a la vida y la alegría, brillando. De nuevo no estaba sola en la tierra. Se sentía feliz porque no lo habían condenado a quince y veinticinco años. Sólo es de la tumba de donde no se regresa. La gente a veces volvía de los trabajos forzados.
Si no estaba muerto, si no continuaba esa horrible falta de fe íntima, si sólo continuaban la amenaza y la pesadilla, nueva fuerza podía fluir y fluyó en Nadya. Estaba en Moscú. Eso significaba que ella tenía que radicarse allí y dedicarse a salvarlo. (Se le ocurría que con sólo estar cerca de él ya lo iba a conseguir).
¿Pero cómo llegar allí? Nuestros descendientes nunca imaginarán lo que significaba viajar a cualquier parte en esos tiempos y, sobre todo, a Moscú. En primer lugar exactamente como en la década del treinta, cada ciudadano tenía que probar con documentos por qué no quería quedarse donde estaba, qué necesidad estatal lo impulsaba a cargar con su persona el trasporte. Después de lo cual, a veces, lograba un pase para darle el derecho de ponerse en fila en la estación por una semana, dormir en el suelo escupido de la sala de espera o intentar una tímida coima en la puerta de atrás de los expendedores de boletos.
Nadya se arregló para obtener los permisos prácticamente inobtenibles para enrolarse como una estudiante graduada en Moscú. Pagó tres veces el precio del pasaje y viajó por avión a la capital, llevando sobre sus rodillas su libro de texto y portafolios y con botas de fieltro para las forestas del norte, que necesitaría su esposo.
Estaba en esa inspirada cumbre de la vida donde los buenos genios nos ayudan en todo y nos permiten lograrlo todo. La más famosa escuela de graduados en el país la aceptó a pesar de ser una provinciana joven y desconocida y no tener dinero, nombre, ni conexiones, ni haber tirado de ningún hilo.
Todo eso era más fácil que obtener una visita a la prisión de Krasnaya. No permitían visitas. A nadie. Todos los canales de GULAG eran vigilados. Había una corriente de prisioneros que llegaban del Oeste que podía desafiar toda imaginación...
Pero en la sala de guardias rápidamente construida, esperando una respuesta a una de sus súplicas imposibles, Nadya vio una columna de prisioneros que eran conducidos de los portones de madera sin pintar de la prisión a una ribera del río Moskowa. Con una feliz impronta de intuición femenina, Nadya adivinó que Gleb estaba entre ellos.
Eran como doscientas personas. Y todos estaban en ese estado intermedio en que uno dice adiós a sus ropas de hombre libre y adopta la ropa gris negruzca de un zek. Cada uno retenía todavía algo del pasado de su vida previa, como una capa militar con una banda de color, pero ya sin insignia ni galón, botas de cuero que aún no habían, sido vendidas por pan o robadas por los reclusos criminales de la prisión, una camisa de seda rota en la espalda. Todos estaban rapados y de una manera u otra se protegían la cabeza del sol veraniego. Todos estaban sin afeitar y eran delgados, muchos cerca de la inanición.
Nadya no necesitó buscar. Sintió que Gleb se hallaba allí y en seguida lo vio: estaba caminando con una camisa de lana con su cuello sin abotonar, con los bordes de los oficiales de artillería, rojos, en sus puños; y en su pecho, las tiras indicadoras de dónde habían estado sus condecoraciones, ahora arrancadas. Caminaba con sus brazos detrás de la espalda como el resto de ellos. No miraba hacia arriba ni al costado ni a los espacios abiertos de la colina asoleada, que uno hubiera creído debería atraer la mirada de un prisionero, ni miró a la mujer con paquetes que lo aguardaba conmovida desde un costado de la sala de guardia. En las prisiones de transito nadie recibe cartas y no sabía ni sospechaba que Nadya estuviese en Moscú. Tan consumido y demacrado como sus compañeros, su rostro aprobaba lo que le estaba diciendo un camarada más viejo que él que le acompañaba, con su gran barba gris. Le prestaba mucha atención, concentrado en sus apreciaciones.
Nadya corrió y gritó el nombre de su esposo; pero debido a su diálogo y al ladrido de los perros de policía excitados, no la oyó. Ya sin respiración, Nadya siguió corriendo como para no perder de vista su rostro. Había sido terrible rondar por meses en la oscuridad y las celdas horrorosas. Era un placer tremendo verlo al aire libre cerca de ella. Era una fuente de orgullo que no estuviera vencido. Era emocionante y triste que no estuviera pensando en ella y la hubiera olvidado. Por primera vez sintió pena por sí misma y sospechó que Nerzhin no la había tratado con justicia; que la víctima no era él, sino ella.
Sintió todo eso en un abrir y cerrar de ojos. Los guardias de la escolta le gritaron; los horribles perros entrenados para cazar hombres tiraban de sus cadenas, amenazando soltarse y ladrando, con sus dientes afuera y sus ojos inyectados en sangre. Alejaron a Nadya mientras la columna se estrechaba a lo largo de una rápida pendiente y no dejaba lugar para que ella la flanqueara. Los últimos guardias de la escolta la seguían desde lejos y no permitían que Nadya se acercara ya más, cerrando el espacio prohibido detrás de la fila de zeks. Nadya debió resignarse mientras la columna bajaba de la colina y se perdía detrás de una sólida cerca.
Por la noche, cuando los habitantes de la prisión no podían verlos, arribaban trenes de vagones para ganado y destacamentos de guardias con linternas y perros ladrando y con esporádicos golpes, maldiciones y gritos, encerraban cuarenta prisioneros en un coche y los distribuían por miles en otras prisiones estables. Pechora, Inta, Vorkuta, Sovetskaya Gavan, Norilsk, Irkutsk, Chita, Krasnoyarsk, Novosibirsk, Asia Central, Karaganda, Dzhezkazgan, Pribalkhash, Irtysh, Tobolsk, Urales, Saratov, Vyatka, Vologda, Perm, Solvychegodsk, Rybinsk, Potminsk, Sukhobezvodninsk y muchos otros campos sin nombre y más pequeños. Otros prisioneros en grupos de cien o doscientos eran llevados durante el día en los camiones a lugares cerca de Moscú como Serebryany Bor, Novy Jerusalen, Pershino, Khovrino, Beskudnikovo, Khimki, Dimitrov, Solnechnogorsk, y por la noche, encerrados en el mismo Moscú, donde detrás de barreras de cercos de madera y alambrado de púa, construian la gran capital.
El destino regaló a Nadya una inesperada pero bien merecida recompensa: Gleb no fue enviado al Ártico sino encarcelado en Moscú mismo, en un pequeño campo de concentración que estaba construyendo una gigantesca casa de departamentos para los cabezas del MVD, un edificio semicircular en los portones de Kaluga.
Cuando Nadya trasportada, corrió hacia él para su primera visita, le pareció que ya medio lo habían liberado.
Las limusinas, a veces con chapas diplomáticas, hacían su viaje por la calle Bolshaya Kaluzhkaya. Los ómnibus y troleys se detenían en los portones del jardín Neskuchny, donde estaba ubicada la sala de guardia del campo, como una entrada ordinaria de un proyecto de construcciones. Más arriba, la edificación pululaba de gente vestida con trajes destrozados y sucios, pero así parecen siempre los albañiles y ninguno de los paseantes sospechaba que fuesen zeks. Y quienes lo sospechaban, se callaban la boca.
Era la época del dinero barato y el pan caro. Nadya economizaba en comida, vendía cosas, y llevaba regalos a su marido. Las autoridades siempre se quedaban con ellos. Pero aun así no permitían visitas frecuentes. Gleb no estaba rindiendo como ellos exigían, su cuota de trabajo.
En las visitas era imposible reconocerlo. Como en todas las personas autosuficientes, la desgracia tenía un tremendo efecto sobre él. Se ablandaba, besaba las manos de su mujer y seguía en sus ojos las chispas. Ya no se sentía en la prisión entonces. La vida del campo de concentración excedía todo lo conocido para los caníbales y las ratas con su crueldad y, ahora sí, lo doblegaba. Pero se había dejado ir conscientemente hasta ese límite tras el cual uno no siente ya piedad por sí mismo y sinceramente y tozudamente, repetía: —¡Querida!, no sabes lo que te está esperando. Me aguardarás uno, tres, aun cinco años, pero cuando más se acerque el final, más ardua será tu espera. Y el último año será el más intolerable. No tenemos niños. No destruyas tu juventud por mí. ¡Déjame! ¡Cásate! Nadya meneaba su cabeza tristemente: —¿Quieres librarte de mí? Los prisioneros vivían en un inconcluso sector de la casa departamental que estaban construyendo. Cuando sus mujeres traían paquetes en el troleybus, veían dos o tres ventanas de sus dormitorios sobre la cerca y los hombres a su vez se amontonaban en esas ventanas para verlas llegar. A veces se veían también las prostitutas del campamento. Una prostituta había abrazado a "su marido" de campo mientras desde, la ventana le gritaba a su mujer legal: —¡ Basta de caminar las calles, so puta! ¡Deja tu paquete y vete! ¡Si te veo otra vez en la sala de guardias te escupo en la cara!