Текст книги "En el primer círculo"
Автор книги: Александр Солженицын
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Классическая проза
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Con obtener Chelnov la llave terminaba el asunto. Cuatro o cinco puertas más adelante a lo largo del corredor del tercer piso había un nuevo vigía del Servicio Secreto. Este puesto consistía en una mesa de noche con una silla al lado. En ella una mujer estaba sentada, no una simple fregona que limpia pisos o prepara té —había otras para eso– sino una especializada que revisaba los pases de quienes entraban en la sala de la Sección Ultrasecreta. Los pases impresos en la tipografía del ministerio eran de tres clases: permanentes, semanales y diarios, de acuerdo al sistema pergeñado por el mayor Shikin. (Había sido también su idea construir el corredor sin salida de la Sección Ultrasecreta).
La labor de la revísora no era fácil: la gente entraba sólo raramente, pero tenía prohibido categóricamente tejer medías por los reglamentos y las instrucciones verbales del camarada Shikin. Y la pobre mujer —había dos que se dividían la tarea de las veinticuatro horas a doce cada una– luchaba por no dormirse durante el período de labor. Esta mujer era también un inconveniente para el coronel Yakonov porque le obligaba a firmar pases durante todo el día.
Pero, no obstante, el puesto existía. Y para cubrir sus pagas, en vez de los tres monitores que necesitaba la mesa de organización, sólo había uno llamado Spiridon.
Aunque Chelnov sabía perfectamente bien que la mujer sentada en el puesto se llamaba Marya Ivanovna y aunque ésta admitía cada mañana al profesor de cabellos grises, lo mismo pedía sobresaltada: ¡Su pase!
Chelnov mostraba su tarjeta y Sologdin su papel y seguían avanzando hasta dos puertas más allá. Pasaron el escritorio, abrieron la puerta de vidrio esmerilado hacia la escalera de atrás donde se encontraba el atelier del pintor y luego la pieza personal de la Máscara de Hierro y abrieron por fin la habitación de Chelnov, cerrada, con su llave.
Era un saloncito cómodo con una ventana, que daba al patio de ejercicios y al parque de tilos centenarios encerrados en la zona controlada por el fuego automático. Una abundante helada cubría sus copas majestuosas.
Un cielo blanco abarcaba la tierra con su sombra.
A la izquierda de los tilos, fuera de la zona protegida, había una casa de madera antigua, ya gris por el tiempo y ahora volviéndose poco a poco blanca. Era de dos pisos, con un techo de hierro con la forma de un barco. Allí había vivido el dueño estatal antes de que se construyeran las casas de ladrillos. Más allá se veían los techos de la villa de Mavrino y luego un campo y más lejos a lo largo de la línea de ferrocarril, una nubécula plateada de vapor surgía y ascendía de una locomotora, aunque la misma y los vagones casi no se veían en la brumosa mañana blancuzca.
Pero Sologdin apenas percibió la vista que se extendía delante de él. Aunque invitado a hacerlo, no se sentó siquiera. Tenso y sintiendo sus firmes y jóvenes piernas sosteniéndolo, se apoyó al costado de la ventana con su vista clavada en los rollos de papel que yacían sobre la mesa de Chelnov.
Éste se sentó sobre un sillón incómodo con un alto respaldo, ajustó su manta alrededor de sus hombros, abrió su cuaderno de notas, tomó un largo lápiz parecido a una lanza, y lo dirigió a Sologdin severamente como apuntándole. El tono banal de su conversación previa desapareció instantáneamente.
Fue como si grandes alas hubiéranse abatido sobre la habitación diminuta. Chelnov habló no más de dos minutos, pero tan concisamente que no se podría hallar una brecha entre sus pensamientos. Eso significaba que Chelnov había hecho más de lo que Sologdin había pedido. Había obtenido una estimación matemática de las posibilidades del diseño propuesto por el joven. El diseño prometía un resultado cercano a lo requerido, por lo menos hasta que pudiese presentarlo a equipos electrónicos puros. Pero era necesario encontrar cómo hacerlo no sensible a los impulsos de baja energía; estimar con precisión el efecto de las fuerzas inerciales mayores en el mecanismo para asegurar la adecuación del momentumdel volante.
—Y luego... —Chelnov miró a Sologdin con una mirada profunda—, y luego no lo olvide, su código está afirmado en el principio del caos y está bien así, pero una vez determinado el caos, una vez enfriado y petrificado, se convierte siempre en un sistema. Sería mejor perfeccionar una solución por la cual el mismo caos fuera caóticamente modificado.
Aquí el profesor tomó aliento, reflexionó, dobló, la página en dos y calló.
Sologdin cerró sus ojos, como si lo hubiera enceguecido una luz demasiado brillante y quedó de pie allí, sin nada.
Desde la primera palabra del profesor había sentido una ola de calor íntimo. Se apoyó más hacia la ventana porque le pareció que iría a remontar vuelo hacia el techo por su felicidad.
¿Quién había sido antes de su encierro? ¿De qué había sido capaz? ¿Era realmente un ingeniero? Le había importado más lo que parecía a las mujeres que cualquier otra cosa y, de hecho, había sido sentenciado a cinco años por los celos de un adversario.
Y luego había recorrido Butyrskaya, Presnya, Sev Urallag, Ivdellag, Kargopollag.
Había habido una investigación de la Central de interrogaciones y la prisión en un campo socavado en la misma montaña.
Había habido "el jefe político del campo", teniente segundo Kamyshan, quien once meses trató de meterle la segunda condena y otros diez años más. Kamyshan no escatimó darles segundos términos a los recluidos Reunió en un mismo manojo a todas las sentencias demasiado cortas, y a los que eran conservados en el campo sólo bajo órdenes especiales hasta la terminación de la guerra. Y no se preocupó por las acusaciones y cargos. Alguien había dicho a otro que había vendido al Oeste, un cuadro del museo Hermitage y les dio a ambos diez años más de cárcel.
Además había una mujer, una enfermera, también zeka, de cuyos favores Kamyshan, un rudo, y donjuanesco sabueso, estaba celoso respecto a Sologdin. (Sus celos no eran vanos). Aun ahora Sologdin recordaba a esa enfermera con una gratitud física tal, que no sentía pena ni lástima por haber recibido por su causa la cuota extra de diez años más de castigo.
Kamyshan gustaba golpear a la gente en la boca con un palo hasta romperle los dientes y hacerlos sangrar. Si había cabalgado por el campo —¡y era un buen jinete!– ese día cambiaba el palo por el rebenque.
Era tiempo de guerra. Aun afuera todo el mundo estaba racionado. ¿Y en el campamento? ¿En la Cueva Montañosa?
Sologdin había aprendido de su primera investigación que lo mejor era no firmar nada. Pero lo mismo tuvo sus diez años más. Lo llevaron directamente del juicio al hospital. Estaba muriéndose. Su cuerpo destinado a la desintegración, se rehusó a tomar pan, sopa o guiso.
Llegó el día en que lo pusieron en una camilla y lo trasportaron a la morgue para quebrarle la cabeza con un mazo de madera antes de llevarlo al cementerio. Pero en el último instante se movió... y de este momento... de este... ¡oh! fuerza renovadora de la vida!
Tras años de prisión, tras años de trabajo forzado, tras las barracas del personal técnico y de ingenieros, ¿cómo lo consiguió? ¿Cómo sucedió? ¿A quién dirigía este Descartes, gorro de mujer, palabras tan halagadoras?
Chelnov dobló su hoja de notas en cuatro y luego en ocho dobleces.
—Como ve —dijo– todavía hay mucho trabajo que hacer. Aunque reconozco que su diseño es el mejor propuesto hasta ahora. Le traerá libertad. Y la anulación de su condena.
Por alguna razón Chelnov sonrió. Su sonrisa era aguda y fina. Como toda la forma de su rostro.
Su sonrisa era dirigida a sí mismo. Aunque había hecho mucho más en varias sharashkasy en varias ocasiones, más que lo logrado por Sologdin, él mismo no estaba amenazado con la libertad o la anulación de la condena. Porque de hecho nunca lo habían condenado. Hacía mucho tiempo había expresado que el Padre Sabio era una repugnante serpiente y ya cumplía el décimo octavo año sin condena, sin término y sin esperanza.
Sologdin abrió sus ojos azules brillantes, se enderezó y afirmó algo teatralmente: —¡Vladimir Erastovich! ¡Usted me da seguridad y apoyo! No puedo hallar palabras para agradecer su atención. Estoy en deuda con usted—. Pero una vaga sonrisa ya tocaba sus labios.
Devolviendo el rollo de papeles a Sologdin, el profesor recordó algo: —Debo pedirle disculpas. Me pidió no mostrarle el diagrama a Antón Nicolayevich. Pero entró en mi estudio en mi ausencia y desenrolló mis notas y según su costumbre entendió de qué se trataba y tuve que decirle quién lo había hecho.
Sologdin dejó bruscamente de sonreír y se paralizo.
—¿Es tan importante para usted?-la sorpresa de Chelnov fue acompañada por un movimiento muy ligero de su cara—. Pero, ¿por qué? Un día antes o después...
Sologdin mismo tuvo que preguntarse por qué era tan importante. Bajó sus ojos. ¿No había llegado el momento de dar su diagrama a Yakonov?
—¿Cómo puedo explicárselo, Vladimir Erastovich? ¿No cree que hay aquí una confusión moral? Después de todo no es un puente, una grúa, un torno. Hay muy poca importancia industrial en su hallazgo, pero tiene un significado palaciego. ¡Cuando pienso “en el cliente" que usará el código! ¿Comprende?, lo había hecho sólo para verificar mis fuerzas, para mí mismo.
Miró de nuevo alzando los ojos.
Para sí mismo.
Chelnov sabía de esa clase de trabajo muy bien. Era como regla el más elevado en jerarquía de la escala de investigación.
—Pero bajo las circunstancias ¿no es quizá un lujo excesivo? – le dijo el profesor mirándolo con sus pálidos y calmos ojos.
Sologdin sonrió: —Discúlpeme, por favor —dijo corrigiéndose—, no tiene importancia. Sólo estaba hablando en voz alta. No se culpe por nada. Le estoy agradecido, muy agradecido.
Respetuosamente estrechó la tierna y débil mano de Chelnov y se fue con el rollo de papeles bajo su brazo.
Había llegado a la habitación como un competidor libre. Y ahora la dejaba como un vencedor cargado de su responsabilidad. No era más dueño de su tiempo, de sus intenciones, o tarea.
Chelnov no se apoyó más contra el respaldo, sino cerró sus ojos, sentado durante largo rato, erecto, con su fino rostro, bajo su caperuza de lana tejida.
RAYITAS DE MULTAS
Todavía regocijándose íntimamente, Sologdin abrió la puerta con excesiva fuerza y entró en la oficina de Diseños. Pero en lugar de la multitud esperaba y la consuetudinaria baraúnda de voces, sólo halló una figura de mujer corpulenta cerca de la ventana.
—¿Está sola, Larisa Nicolayevna? – preguntó Sologdin sorprendido. Y cruzó el cuarto con su paso rápido.
Larisa Nicolayevna Emina, una mujer de treinta años, dibujante, se volvió de la ventana donde estaba su mesa de dibujo y sonrió sobre su hombro al muchacho que se aproximaba,
—¿Dimitri Aleksandrovich? Y yo que creía aburrirme sola todo el día.
Sus palabras parecían llevar un alto tono sugestivo. Sologdin la miró atentamente y su veloz mirada atrapó su figura vestida con una casaca y pollera tejida de lana verde gruesa. Con paso preciso la sobrepasó y se dirigió hacia el escritorio sin responder. Antes de sentarse hizo una línea vertical pequeña sobre una hoja de papel rosa que había allí. Luego, dando su espalda a Emina tomó un diseño que había llevado y lo ajustó al tablero de dibujo.
La oficina de Diseños era una espaciosa habitación del tercer piso con tres grandes ventanas mirando hacia el sur. Entre los escritorios ordinarios de oficina había una docena de tableros de dibujo, algunos dispuestos verticalmente y otros completamente horizontales. Sologdin quedó cerca de la ventana más alejada, la misma donde estaba sentada Emina. La mesa de diseño estaba colocada perpendicular y como defendiendo a Sologdin de los jefes y de la puerta de entrada, pero recibía todo el flujo de la luz del día sobre el dibujo pinchado sobre ella.
Por último Sologdin preguntó secamente:
—¿Por qué no hay nadie aquí?
La melodiosa respuesta fue: —Yo pensaba que usted me lo informaría.
Con un rápido movimiento él se volvió hacia ella y dijo burlón: De mi sólo puede saber donde están los cuatro zeks privados de derecho que trabajan en esta habitación. Uno salió a una visita. Hugo Leonardovich está celebrando la Navidad letona. Yo estoy aquí. E Iván Ivanovich pidió tiempo para secar sus medias y repararlas. El último año logró un record de doce pares: Pero lo que deseo saber es dónde están los dieciséis trabajadores pagos o, en otras palabras, los camaradas que supuestamente son más responsables que nosotros.
Estaba dando el perfil a Emina, quien podía ver la condescendiente sonrisa que Sologdin sugería entre sus mostachos pequeños y precisos y su barba francesa aguzada. Emina lo miró, deleitosamente.
—Cómo ¿no sabe que nuestro mayor arregló anoche con Antón Nicolayevich que hoy tengamos día libre? Por supuesto ¡yo tuve que ser la encargada de la guardia única!
—¿Un día libre? ¿Por qué?
—Porque es domingo.
—¿Y desde cuándo el domingo es un día libre tan repentinamente?
—El jefe dijo que no teníamos ningún trabajo urgente para hoy. Sologdin se volvió velozmente hacia Emina.
—¿Que nosotrosno tenemos trabajo urgente? – casi gritó con ira– ¡Claro, claro! ¡No tenemos trabajo urgente!– Sus labios temblaban de impaciencia —¿y que le parecería si desde mañana arreglase que los dieciséis estuvieran trabajando día y noche sin descanso, copiando y copiando. ¿Les gustaría?
Casi gritó los dieciséis.
A pesar de la horrible perspectiva de copiar día y noche, Emina conservó la calma que le quedaba muy bien, por su belleza de tipo quieto. Ese día no había siquiera movido su lápiz ni levantado la hoja que cubría su tablero y se apoyaba cómodamente sobre ella. (Su casaca cerrada enfatizaba la plenitud de sus pechos). Se arrellanó hacia atrás gentilmente y miró a Sologdin con sus ojos grandes y amistosos.
—¡Dios nos libre! ¿Sería capaz de hacer una cosa semejante?
Con una fría mirada Sologdin preguntó:
—¿Por qué usa la palabra Dios? Después de todo usted es la esposa de un chekista, de un policía del servicio secreto, ¿no?
—¿Y qué tiene eso que ver? – preguntó Emina sorprendida—. Para la Pascua hacemos los "kulichi". ¿Y qué hay con eso?
—¿Ku-li-chi? [3]
—Por supuesto.
Sologdin miró hacia abajo a la sentada Emina. El verde de su traje refulgía impertinente. Su casaca y su pollera se pegaban y revelaban su cuerpo carnoso. No estaba abotonada hasta el cuello y el blanco de su blusa de batista asomaba sobre la casaca.
Sologdin trazó otra línea vertical en la hoja rosada y dijo con hostilidad: —Después de todo usted dijo que su marido era un oficial de la policía secreta del Estado, ¿no?
—Ese es mi marido. Pero mi madre y yo somos mujeres, después de todo —comentó Emina con una sonrisa desarmadora. Sus gruesas trenzas rubias rodeaban su cabeza con una corona majestuosa. Sonrió y luego miró como una mujer de aldea, según habría actuado Rimma Tsesarskaya.
Sologdin sin responder, se sentó al bies en su silla como para no ver a Emina y comenzó a estudiar el dibujo pinchado allí.
Todavía estaba bajo el peso de la conversación con Chelnov y sentía una alegría in crescendo y no quería dejar de sentir esa emoción. Con un presentimiento interior, Sologdin consideraba asegurada la insensibilidad de su futura obra a los impulsos de baja energía y la inercia de la rueda libre, aunque sería necesario dejar un amplio margen de seguridad en los cálculos. Sin embargo el último comentario del profesor sobre el caos petrificado lo perturbaba. No significaba que su trabajo era, erróneo, pero sí indicaba cómo difería del ideal. Sentía vagamente que algo no marchaba en su descubrimiento y había una última pulgada equivocada que Chelnov no había percibido y él mismo no lograba atrapar. Era importante, en la afortunada quietud del domingo quieto, determinar cuál era la falla y proceder a corregirla. Solamente entonces podría explicar su trabajo a Yakonov y comenzar a seguir el sendero que lo conduciría fuera de esas paredes espesas.
De modo que realizó un esfuerzo para evadirse de las ideas de Emina y volver al ámbito de las proferidas por el profesor. Emina se había sentado a su lado por un año lo menos, pero nunca habían tenido la posibilidad de hablar un rato largo y nunca de estar solos los dos. Sologdin a veces bromeaba con ella cuando, de acuerdo a su plan predeterminado, se permitía un descanso de cinco minutos. Larisa Nicolayevna lo divertía en su posición subordinada de dibujante, aunque ella era mujer de una posición social más elevada y él, apenas, un esclavo científico; pero perturbante con su cuerpo floreciente y grande que ponía por delante todo el tiempo.
Sologdin miró su dibujo y Emina continuó moviéndose atrás y adelante sobre sus codos mirándolo fijamente. Su pregunta surgió insólita: —Dimitri Aleksandrovich. ¿Y a usted? ¿Quién le zurce las medias?
Sologdin alzó sus cejas: —¿Mis medías? – respondió preguntando sorprendido aunque sin dejar de mirar su dibujo—. Ivan Ivanovich lleva medias porque aún es nuevo, sólo ha estado en prisión tres años. Las medias no son sino un eructo del así llamado —y aquí casi vaciló porque se encontró obligado a usar una palabra de pájaro slogan– capitalismo. Yo no uso medias. Y trazó una línea vertical sobre una hoja de papel blanco.
—¿Y qué es lo que usted usa?
—Está sobrepasando los umbrales de la discreción, Larisa Nicolayevna —dijo Sologdin sin poder impedir una sonrisa—, yo uso el orgullo de nuestra Madre Rusia, peales.
Pronunció esas palabras con deleite.
—Pero son los soldados los que los usan.
—Los soldados y otros dos grupos más: prisioneros y campesinos colectivos.
—Y también hay que remendarlos y lavarlos.
—Se equivoca. ¿Quién lava sus peales? Simplemente se los usa un año sin lavarlos y luego se los tira y se busca otros de la administración.
—¿En serio? ¿De veras? – Emina lo miró casi asustada. Sologdin estalló en una risa juvenil y suelta.
—Hay gente que lo hace así. ¿Y usted cree que podría comprar medias con nuestra paga? Usted sí, es una dibujante del MGB y gana... ¿cuánto gana por mes?
—Mil quinientos rublos.
—¡Diablos! – exclamó Sologdin triunfante:—. ¡Mil quinientos rublos! Y yo como "creador", que significaba en el Lenguaje de Máxima Claridad, un ingeniero, recibo treinta rublos mensuales. No me puedo permitir el lujo de tirar mi dinero en medias, ¿no le parece?
Los ojos de Sologdin tintineaban gozosamente. Lo que había dicho no tenía nada que ver con Emina, pero ésta se ruborizó.
El marido, para decirlo de una vez, era una morsa. Para él, su familia hacía tiempo que no era más que una almohada blanda y para ella, su marido, era apenas otro mueble del hogar. Cuándo volvía a casa de su trabajo, tardaba un largo lapso comiendo su cena con gran placer y luego se iba a dormir. Al despertar leía el diario y oía la radio. Siempre estaba vendiendo su radio vieja y comprando otra nueva. Lo único que lo excitaba —y lo llegaba a apasionar– era el fútbol (por su rama de servicio siempre alentaba al Dynamo Sport Club de Moscú). Era tan tonto y monótono, que no despertaba ya una mínima chispa de interés en Larisa. Y sus amigos se placían en contar sus servicios al Estado, jugar a las cartas, beber hasta no poder más y ponerse morados, y tratar de abrazarla cuando estaban borrachos.
Sologdin con sus movimientos ágiles, su rápida cabeza y su lengua aguda, sus salidas inesperadas de la severidad á la ironía, le placía sin el menor esfuerzo aunque ese éxito no le importase demasiado al muchacho.
Se había tornado hacia su diseño y Larisa continuaba mirándolo, sus bigotes, su barbita, sus húmedos y llenos labios. Hubiera deseado sentir su barba rozándole y rayándole la cara.
—Dimitri Aleksandrovich —dijo interrumpiendo de nuevo el silencio– ¿lo molesto?
—Sí, un poco —replicó Sologdin—. La Pulgada Final exigía una concentración suprema. Pero su vecina lo estaba molestando. Se volvió de su mesa de trabajo y por lo tanto hacia Emina y comenzó a sacar papeles insignificantes.
Podía escuchar el ruido pesado del reloj de muñeca de la mujer.
Un grupo de personas pasaba por el corredor aproximándose, hablando en voz baja. Desde el vecino GRUPO SIETE se oyó la voz algo ceceante de Mamurin: —¿Estará listo ese trasformador pronto?– Y el grito irritado de Markushev: —No se lo debería haber dado a ellos, Yakov Ivanich.
Larisa apoyó sus manos y en ellas su mentón y continuó mirando cada vez más lánguidamente a Sologdin.
Este leía.
—Cada hora y cada día —susurró ella reverentemente—; se halla preso y estudia así. Es usted una persona muy especial, Dimitri Aleksandrovich.
Pero Sologdin no estaba en condiciones de leer pues había vuelto a levantar la vista y mirarla.
.-¿Y qué tiene que ver que esté preso, Larisa Nicolayevna? Estoy preso desde que tengo veinticinco años y saldré a los cuarenta y dos... aunque no creo que los cumpla aquí. Y quizás me agreguen más. La mayor parte de mi vida la he malgastado en campos de trabajo y mi fuerza se ha desperdiciado. Uno no puede ceder a las circunstancias externas, sería degradante.
—Con usted todo se reduce a un sistema.
—Gasté siete de mis años de campamento extenuándome y realicé mi labor mental sin fósforo ni azúcar. Eso me obligó a una rutina muy estricta. Libertad o prisión, ¿cuál es la diferencia? Un hombre debe desarrollar una voluntad de poner sujeta sólo a esa razón. Rendir.
Con sus manos manicuradas de color cereza en las uñas pintadas. Emina trató cuidadosa y frustradamente de suavizar y enderezar la esquina doblada del papel. Luego bajó su cabeza hasta sus manos, de modo que la corona de sus espesos cabellos se dirigía hacia él y dijo pensativamente: —Creo deberle una explicación, Dimitri Aleksandrevich.
—¿Por qué?
—Una vez estaba cerca de su escritorio y vi que escribía una carta. Sólo fue por azar, usted sabe cómo suceden esas cosas. Y otra vez.
—¿Volvió a espiar, por pura casualidad?
—Vi que de nuevo había escrito una carta y parecía ser la misma.
—¿De manera que puede decir que era la misma? ¿Y hubo una tercera vez? ¿La hubo, no es cierto?
—De modo, Larisa Nicolayevna que si esto continúa, tendré que prescindir de su trabajo como dibujante. Y lo sentiré, porque no dibuja mal.
—Pero eso fue hace mucho tiempo ya. Usted no ha vuelto a escribir desde entonces.
—¡Pero usted lo comunicó en seguida al mayor Shikinidi!
—¿Por qué Shikinidi?
—Bueno, Shikin. Me denunció.
—¿Cómo puede pensar semejante cosa?
—¡Ni siquiera tengo que pensarla! ¿Me va a decir que el mayor no la instruyó para que espiase mis palabras, acciones y pensamientos? – Sologdin tomó su lápiz y trazó una línea vertical en el papel blanco– ¿Bueno, lo hizo o no? ¡Diga la verdad!
—Sí... lo hice...
—¿Y cuántas denuncias escribió?
—¡Dimitri Aleksandrevich! ¿Me cree capaz de hacerlo? ¿Y contra usted? Por el contrario, escribí la mejor recomendación.
—¡Hmmm!, bueno, quizás la crea por ahora. Pero mi advertencia aún subsiste. Es evidentemente un caso no criminal, de pura curiosidad femenina. La satisfaceré. Era en septiembre. No fueron tres veces sino cinco y estaba escribiendo a mi mujer.
—Eso era lo que quería preguntarse. ¿Tiene una esposa? ¿Lo está esperando? ¿Y le escribe tan largas cartas?
—Sí, tengo una mujer —replicó Sologdin lenta e intencionadamente—, pero es como si no existiese. Ni siquiera puedo escribirle ya cartas. Cuando le escribí no concluí las largas cartas pero las redacté largo tiempo. El arte de escribir cartas, Larisa Nicolayevna, es muy difícil. A menudo escribimos cartas descuidadamente. Y luego nos asombramos que perdemos a nuestros familiares. Mi esposa no me ha visto por muchos años, no ha sentido mi mano. Las cartas son la única relación que he conservado por doce años.
Emina repentinamente se movió hacia delante. Apoyó sus codos sobre el borde de la tabla de Sologdin y apretó sus palmas —en su rostro ruborizado.
—¿Está seguro de poder retenerla? ¿Y para qué, Dimitri, Aleksandrevich, para qué? Han pasado doce años y habrá cinco más, diecisiete en total. La está despojando de su juventud. ¿Por qué? ¡Déjela vivir!
La voz de Sologdin resonó solemne: —Hay una clase especial de mujer, Larisa Nicolayevna. Están las compañeras de los vikings, las Isoldas de rostro ancho con alma de diamante. Usted ha vivido en una prosperidad vacua y no puede conocerlas,
—¡Déjela vivir! – repitió Larisa Nicolayevna– y lo más que pueda, ¡viva usted mismo!
No se podría nunca haber reconocido la majestuosa gran dama que flotaba a través de los halls y escaleras de la sharashka. Seguía sentada de la misma manera, inclinada sobre Sologdin y su tabla, respirando audiblemente. Su cara arrebatada era la de una campesina.
Sologdin la miró de reojo y trazó una línea vertical en la hoja rosada.
—Dimitri Aleksandrevich, por semanas he estado muriéndome de ganas de saber qué significan esas marcas verticales. Usted las hace y algunos días después, las cruza. ¿Qué significan?
—Me temo que de nuevo está mostrando su tendencia de espía —tomó la blanca hoja—. Cada vez que uso una palabra sin necesidad, una palabra extranjera, hago una marca. La suma de esas marcas es la medida de mi falta de perfección. No pienso reemplazar la palabra "capitalismo" con el vocablo "gran monetarismo" y la palabra "espía" con el término "guardado bajo observación"; entonces pongo dos marcas, horizontales.
—¿Y en la hoja rosa?
—¿También ha observado que uso una hoja rosada?
—Y la usa más que la blanca. ¿Es otra medida de su falta de perfeccionamiento?
—Sí —Sologdin contestó hesitante—. En la hoja rosa pongo marcas de faltas que usted podría llamar multas y luego me castigo de acuerdo al número de ellas.
—¿Multas? ¿Por qué? – preguntó ella suavemente.
—¿Para qué quiere saberlo?
—¿Para qué —repitió Larisa aun más suave.
—¿No ha notado cuándo las marco?
No se oía un sonido en la sala y Larisa replicó con una voz apenas mayor que un susurro: —Sí, lo he notado.
Sologdin enrojeció y confesó con rabia: —Pongo una marca en la hoja rosa de cada vez que no puedo soportar su cercanía porque la... deseo.
Una llama escarlata se extendió sobre las mejillas de Larisa y tomó sus orejas y cuello. No se movió del borde de la mesa de dibujo y miró sin miedo al hombre en sus ojos.
Sologdin estaba indignado: —¡Y ahora voy a poner tres marcas al mismo tiempo! Las tendré que pagar largamente. Primero por la imprudencia de sus ojos húmedos y por el hecho que me gustan. Segundo porque su blusa está abierta y al inclinarse puedo ver sus pechos. Y tercero porque deseo besarle el cuello.
—Bueno, pues, béselo —contestó ella fascinada.
—¿Usted está loca? ¡Salga de mi pieza! ¡Déjeme!
Larisa se retiró de la mesa de Sologdin y se irguió abruptamente. Su silla cayó hacia atrás con estruendo.
El volvió hacia el pizarrón de dibujo.
La obsesión con que había luchado durante las mañanas de cortar madera lo ahogaba ahora.
Miró fijamente la mesa y sus dibujos sin lograr verlos ni entender nada.
Repentinamente escuchó un aliento en sus hombros, cercano.
—¡Larisa! – exclamó sobresaltado y tornándose la tocó.
—¿Qué? – preguntó ella sin respiración y muy cerca ya.
—¡Déjeme! Yo estoy... voy a cerrar la puerta —dijo Sologdin.
Sin alejarse, ella contestó:
—Sí, ciérrela.
VOCES IMPRESAS
Nadie, incluidos los empleados libres, quería trabajar en domingo.
Llegaban al trabajo sin ánimo, sin el apretujamiento de la semana en ómnibus y pensando cómo podrían aguantar sin hacer nada hasta las seis de la tarde.
Pero ese domingo había más barullo que en los días de semana. Alrededor de las diez de la mañana tres automóviles largos y aerodinámicos se acercaron a los portones principales. El guardia de la caseta saludó. Pasaron la guardia y se lanzaron a lo largo de los senderos de grava ya limpios de nieve, pasaron el monitor rojizo Spiridon que los miró entrecerrando los ojos y se aproximaron a la entrada principal del instituto. Oficiales de alto rango con charreteras de oro brillante en sus hombros salieron de los tres autos y sin esperar ser recibidos entraron directamente en las oficinas de Yakonov del tercer piso. Nadie pudo mirarlos muy bien. Algunos de los laboratoristas oyeron el rumor de que el ministro Abakumov mismo había llegado con ocho generales. En otros laboratorios la gente estaba tranquila sin saber el peligro que pendía sobre ellos.
La verdad lo era a medias. Sólo el reemplazante del ministro Sevastyanov había llegado y acompañado de cuatro generales.
Pero algo insólito había pasado. El coronel de ingenieros Yakonov no había llegado aún al trabajo. Él asustado oficial en servicio cerró rápidamente la tapa del escritorio en el que había un libro que estaba leyendo clandestinamente. Llamó a Yakonov e informó al reemplazante del ministro que éste estaba en su casa con un ataque de corazón pero aun así se dirigía, tras vestirse, a su despacho. Mientras el jefe llegaba, se aproximó el segundo, mayor Roitman, delgado, con talle fino, arreglando el correaje mal puesto del hombro y tropezando del apuro en el camino de entrada (era miope) azuzado por el llamado del departamento de Acústica y presentándose confuso ante los visitantes. No se apuraba sólo porque los reglamentos lo exigían, sino por la oposición intrainstituto que dirigía y porque Yakonov siempre trataba de mantenerlo fuera de las conversaciones con sus superiores. Roitman había leído recientemente el emplazamiento de Pryanchikov con todos sus detalles y trataba de resolver la situación y convencer al comité de alto rango que el estado del codificador —"vo-en-cla" no era tan desesperante como el del selector. Aunque de sólo treinta años, Roitman ya era un laureado con el premio Stalin y ardientemente incluía su laboratorio en la baraúnda de problemas conectados con los intereses de los Más Altos.
Casi diez de los presentes lo escuchaban. Dos entendían algo de su jeringoza técnica y los restantes sólo ponían un aire digno. Cuando hubo terminado su exposición, Roitman fue sustituido por Mamurin que había sido convocado por Oskolupov; tartamudeando de ira defendió el selector como estando casilisto para ser lanzado al mundo. Lo defendía con furia. Pero por fin llegó Yakonov con ojos caídos y ojerosos y un rostro tan blanco que casi parecía azul y se sentó cerca de la pared en una silla... La conversación se quebró y se hizo confusa y al cabo nadie tenía la menor idea de cómo salvar la empresa hundida.